«Una vez que te llevan con ellos y pruebas su comida […] ya no puedes regresar. Has cambiado […] y vives con ellos para siempre».
La fe élfica en los países celtas, W. Y. Evans-Wentz (1911).
Media hora más tarde, Aislinn recorría la calle Seis sintiendo más aprensión a cada paso. Pensar en la elfa que había entrado en casa de Seth no mejoraba en absoluto las cosas. «¿Qué habría ocurrido si yo no hubiese estado allí? —se preguntaba—. ¿Le habrían hecho daño?». No quería separarse de Seth, ni reunirse con Keenan, ni enfrentarse a aquel desastre, pero necesitaba respuestas. Y Keenan las tenía.
Él estaba junto a la entrada de la feria, con un aspecto tan normal que costaba recordar que era uno de ellos, y no sólo un elfo cortesano, sino un rey. Extendió las manos como si fuese a abrazarla.
—Aislinn. —Ella retrocedió un paso, esquivándolo con soltura. —Me alegro mucho de que hayas venido. —Prosiguió Keenan, quien parecía hablar muy en serio.
Sin saber qué contestar, Aislinn se encogió de hombros.
—¿Entramos?
Él le ofreció el brazo, como si estuviesen en un baile formal o algo así.
—Claro.
Sin hacer caso de su brazo, ni de su leve ceño, Aislinn lo siguió hacia el laberinto de casetas que parecían haber brotado allí de la noche a la mañana.
La multitud se arremolinaba entre los puestos. Familias y parejas jugaban por todas partes. Muchos llevaban bebidas de dulce aroma, una especie de líquido dorado y denso.
—Estás muy… —Keenan la miró fijamente, exhibiendo aquella sonrisa inhumana—. Me siento muy honrado de que me acompañes.
Aislinn asintió, como si aquellas palabras tuviesen sentido. No lo tenían. «Esto es ridículo», se dijo. Se sentía cada vez más incómoda ante los comentarios excesivamente ansiosos de Keenan.
A su lado, un grupo de chicas intentaba colar minúsculas pelotas de plástico en bandejas de cristal. Por encima de sus cabezas, las luces de la noria centelleaban. La gente reía mientras daba vueltas por el recinto.
Entonces Keenan tomó a Aislinn de la mano, y de repente la visión de la muchacha se tornó tan nítida que contuvo la respiración. Allá donde mirase, un sortilegio se desvanecía. Los encargados de las casetas, de las taquillas y las atracciones eran todos elfos. Todos los feriantes y bastantes de las personas que asistían lo eran también. «Oh, Dios mío». Jamás había visto una multitud de elfos tan grande.
Mirara donde mirase, elfos disfrazados le sonreían llenos de amabilidad y felicidad.
«¿Por qué hay tantos elfos camuflados como humanos?».
Algunos humanos auténticos pululaban por allí, jugando a juegos amañados y montando en atracciones destartaladas, pero los elfos no se fijaban en ellos. Ella era la única a la que observaban.
Keenan saludó con la mano a un grupo de congéneres que lo estaban llamando.
—Son viejos amigos. ¿Quieres conocerlos?
—No.
Se mordió el labio y miró de nuevo alrededor, sintiendo la tensión en su pecho.
Keenan frunció el entrecejo.
—Ahora no —precisó ella. Esbozó una sonrisa forzada, esperando que él pensara que su nerviosismo no era más que timidez. «Contrólate». Respiró hondo y trató de sonar cordial—. Creía que íbamos a conocernos.
—Desde luego. —Sonrió como si ella le hubiera entregado un regalo muy valioso—. ¿Qué quieres que te cuente?
—Humm, háblame de tu familia.
Aislinn trastabilló; sus pasos eran tan poco firmes como su respiración.
—Vivo con mis tíos —dijo él, mientras pasaban junto a un grupo de elfos que, hasta un momento antes, parecían alumnos del Obispo O’Connell.
Unos cuantos señalaron a Aislinn, pero ninguno se le acercó. De hecho, se apartaron del camino de Keenan, quien la conducía a una hilera de casetas donde los elfos disfrazados ofrecían distintos juegos.
—¿Tus tíos? —repitió ella, dudando de que ir allí hubiese sido una idea sensata. Le soltó la mano—. Ah, claro, los que estaban en el instituto. —«Elfos. Igual que casi todos los que están aquí». Se sintió mareada, pero probó de nuevo—. ¿Y tus padres?
—Mi padre murió antes de que yo naciese… —Keenan hizo una pausa, aunque no parecía triste, sino furioso—. Pero todo lo que soy se lo debo a él.
«¿Los elfos mueren?». Aislinn no estaba muy segura de cómo reaccionar ante aquel extraño comentario, de modo que se limitó a decir:
—Mi madre también falleció. Al darme a luz.
—Lo lamento. —Volvió a tomarle la mano, la apretó afectuosamente y entrelazó sus dedos—. Estoy convencido de que era una mujer buena y encantadora.
—Yo no soy como ella.
Aislinn tragó saliva. Todo lo que tenía eran fotografías. En las fotos que la abuela había repartido por toda la casa, su madre siempre parecía angustiada, como incapaz de soportar las cosas que veía. La abuela jamás hablaba del último año de su hija, como si esos meses no hubiesen existido.
—¿Y qué hay de tu padre? ¿Es un buen hombre?
Keenan se detuvo y se quedó con la mano de Aislinn en la suya, rodeados ambos de elfos mientras charlaban de sus respectivas familias. Si Aislinn no hubiera poseído el don de ver los extraños ojos y las curiosas sonrisas de los elfos que los escuchaban, todo podría haber parecido normal. Pero no lo era.
Echó a andar hacia una de las barracas donde vendían aquella bebida dulce.
—¿Aislinn?
Ella se encogió de hombros, más cómoda hablando de un padre al que no había conocido que de la madre que le había dado la capacidad de ver a los elfos.
—A saber. La abuela no tiene ni idea de quién es, y mi madre ya no está aquí para decírnoslo.
—Por lo menos tienes a tu abuela. —Levantó la mano libre y le acarició la mejilla—. Me alegra que tengas a alguien que te cuide con cariño.
La muchacha iba a responder, pero vio que se dirigían hacia ellos Cara Puntiaguda y unos seis elfos a los que gustaba pasearse por Shooters, acosando a los clientes y alejándola a ella de la sala de billares con su simple presencia. Se quedó de piedra, incapaz de moverse; los años de instinto anularon la lógica.
—¿Aislinn? ¿Qué ocurre? —Keenan se puso delante de ella, y le bloqueó la visión de cualquier cosa que no fuese él mismo—. ¿Te he ofendido?
—No. Sólo que… —Le dedicó lo que esperaba que fuera una sonrisa convincente y mintió—: Es sólo que tengo frío.
Él se quitó la chaqueta y se la echó por los hombros, muy cortésmente.
—¿Qué tal ahora?
—Mejor.
Y era cierto. Si Keenan fuese lo que pretendía, amable y considerado, quizá ella se sintiese mal por estar dándole falsas esperanzas.
Pero no lo era. Keenan no era real en absoluto.
—Vamos. Por aquí siempre hay juegos interesantes.
Volvió a tomarla de la mano, y la visión de Aislinn se agudizó de nuevo.
Vieron una mujer que anunciaba a gritos:
—¡Tres lanzamientos de dardos para llevarse un premio!
Una gruesa trenza le colgaba como una soga hasta más abajo de las rodillas. Su rostro era como el de los ángeles de los cuadros antiguos, inocente con una chispa peligrosa en los ojos. Aparte de las patas de cabra que le asomaban por debajo de la larga falda, la mujer era preciosa, pero nadie se acercaba a ella.
Al lado, una fila de elfos y humanos aguardaban ante una carpa. Caras que Aislinn había visto por la ciudad se mezclaban con elfos que jamás habría imaginado: con alas, con la piel llena de costras y espinas, y con todo tipo de indumentaria. Era demasiado para asimilarlo.
Se detuvo, apabullada por el número y variedad de elfos.
—Las adivinas de aquí siempre dan un buen espectáculo.
Keenan levantó la tela que cubría la entrada de la carpa para que Aislinn pudiese ver el interior. Había tres viejas con los ojos blancos y legañosos. Detrás de ellas, una hilera de estatuas, como gárgolas sin alas, inusitadamente musculosas. «Y están vivas». Barrían el recinto con la mirada, como si trataran de encontrar a alguien para responder a preguntas que nadie había planteado.
Todos los elfos se apartaron a un lado, y Keenan guio a Aislinn hasta el centro de la tienda.
La muchacha se aproximó a una de las estatuas. Esta la miró con temor cuando ella alargó una mano, pero otra mujer la retuvo agarrándosela.
—No —le dijo.
Entonces las tres ancianas hablaron a la vez, no para Aislinn o Keenan, sino casi para sí mismas, suavemente, en un susurro sibilante.
—Nos pertenece. Un cambio equitativo. No debes interferir.
La que sujetaba la mano de Aislinn le guiñó un ojo.
—Bueno pues, hermanas, ¿qué decimos?
Aislinn tiró de la mano para zafarse, pero la mujer aumentó la presión.
—Así que tú eres la nueva bienamada de este joven…
La adivina miró a Keenan con sus ojos aparentemente ciegos.
Detrás de ellos, los elfos se empujaban, peleándose y parloteando.
La vieja lanzó a Keenan una mirada penetrante (sus ojos blancos relucían) y dijo:
—Esta chica es diferente de las otras, querido. Es especial.
—Eso ya lo sé, madres.
Keenan rodeó la cintura de Aislinn con un brazo, medio abrazándola, como si tuviese derecho a hacerlo.
«Pero no lo tiene».
La muchacha retrocedió tanto como pudo de la mujer que le aferraba la mano.
Las tres adivinas suspiraron simultáneamente.
—Tiene carácter, ¿eh?
La que seguía sujetándola le preguntó a Keenan:
—¿Te digo cuán diferente es esta jovencita? ¿Cuán especial será?
De súbito, todos los elfos presentes dejaron de hablar. Se quedaron mirando descaradamente, expectantes y llenos de regocijo, como si ante ellos se estuviera produciendo un terrible accidente.
—No.
Aislinn liberó la mano y agarró a Keenan del brazo.
Él no se movió.
—¿Tan especial como he soñado? —le preguntó a la ciega, y su voz llegó claramente a todos los elfos circundantes.
—No encontrarás a ninguna tan excepcional como esta.
Las tres mujeres asintieron, en una extraña e inquietante sincronía, como si fuesen tres cuerpos con una sola mente.
Sonriendo de oreja a oreja, Keenan lanzó un puñado de monedas de bronce a las mujeres, y ellas las atraparon al vuelo: sus manos describieron arcos idénticos y en el mismo instante.
«Necesito salir de aquí —pensó Aislinn angustiada—. Ahora mismo».
Pero no podía huir. Si no fuese por su capacidad de verlos, no tendría ninguna razón para reaccionar tan bruscamente; aquellas mujeres no eran mucho más raras que la mayoría de los feriantes.
«No te pongas en evidencia. Recuerda las reglas».
No podía dejarse llevar por el pánico. El corazón seguía latiéndole alocadamente. Sentía una presión en el pecho, como si no pudiese respirar. «Mantente firme. Céntrate». Necesitaba salir de allí, alejarse de ellos, volver con Seth. No debería haber ido. Le daba la impresión de haberse metido en una trampa.
Se apartó de las mujeres y tiró a Keenan del brazo.
—Vamos a beber algo. Venga.
Él la atrajo hacia sí y la condujo hacia la puerta, pasando ante la multitud de elfos que murmuraban:
—Ella es la Esperada.
—¿Lo has oído?
—Envía el mensaje.
—Beira se pondrá furiosa.
A medida que fue avanzando la noche, algunos elfos que Keenan no había visto durante años fueron llegando a la feria. «Es una buena concurrencia… incluso con las arpías por aquí espiando para Beira». Acudieron emisarios de las otras Cortes élficas, algunos, por primera vez en siglos. «Lo saben».
—¿Keenan?
Uno de los vigilantes de la casa de Donia se dirigió a él y le hizo una reverencia.
Keenan negó con la cabeza. Atrajo a Aislinn con un giro y la atrapó en un abrazo flojo que distó mucho de ser elegante, aunque sí efectivo. La muchacha resplandecía vagamente en la oscuridad; la luz solar de su cuerpo cambiante ya la estaba colmando. En ocasiones ocurría así, y el cambio se producía con tal rapidez que las chicas mortales se volvían recelosas. Tenía sentido que su reina, pues sin duda Aislinn no podía ser otra cosa, se transformase más deprisa aún.
A espaldas de Aislinn, un hombre de serbal ataviado con un sortilegio mortal interceptó al guardia de Donia.
—¿Qué? —preguntó Aislinn mirando fijamente a Keenan, con los ojos dilatados y los labios entreabiertos, como si esperara un beso.
«Demasiado pronto para eso —pensó él, pero se apretó más contra ella, sujetándola entre sus brazos como si estuviesen en un baile—. Celebraremos un baile, le mostraremos el esplendor de nuestra Corte tan pronto ascienda al trono».
Mirando por encima del hombro de la muchacha hacia donde el hombre de serbal había detenido al vigilante de Donia, dijo:
—No quiero que nada estropee esta velada. Incluso si el mundo fuera a acabarse esta noche, no querría saberlo.
Y era cierto. Tenía a su reina entre los brazos; después de siglos de búsqueda, por fin ella estaba en sus brazos. Las Eolas lo habían profetizado.
Ladeó la cabeza y musitó:
—Baila conmigo.
Aislinn sacudió la cabeza, con algo muy cercano al miedo en los ojos.
—No hay sitio, ni música.
Keenan la hizo volverse, deseando que llevara unas faldas apropiadas, echando de menos el frufrú de la seda y el susurro de las enaguas.
—Por supuesto que hay.
Nadie se cruzó en su camino. Nadie los zarandeó. Por el contrario, el gentío se movió a su alrededor, separándose para dejar un claro donde Keenan pudiese iniciar su primer baile con Aislinn, con su reina.
En la orilla misma del río, él vio cómo sus elfos estivales («Ahora son nuestros elfos») desaparecían de la vista al despojarse de los sortilegios para unirse al baile. Pronto, con Aislinn a su lado, sería capaz de protegerlos, de cuidar de ellos como debía hacer un auténtico Rey del Verano.
—¿De verdad que no oyes la música?
La condujo más allá de un grupo de elfos de pantano, que no se habían molestado en desprenderse de sus sortilegios pero aun así se habían puesto a bailotear. Su luminosa piel marrón refulgía con la luz atrapada bajo la superficie, y parecían primos lejanos de las selkies, las focas humanas. Varias Ninfas del Verano habían empezado a dar vueltas allí mismo, como derviches flacuchos abandonados en la calle, en una confusión borrosa de enredaderas, faldas y melenas.
Con una mano en la parte baja de la espalda de Aislinn y la otra tomando la de ella, Keenan la guio a través de la multitud de elfos invisibles. Pegando la boca a su oreja, le canturreó:
—Risas, el fluir del agua, el suave runrún del tráfico, el zumbido de los insectos. ¿Puedes oírlo, Aislinn? Escucha.
—Tengo que irme. —Su cabello azotó el rostro de Keenan cuando este le hizo dar un giro completo para quedar más cerca que antes. Sonó aterrorizada al añadir—: Vámonos.
Keenan se detuvo.
—Baila conmigo, Aislinn. Yo oigo bastante música para los dos.
—¿Por qué? —Estaba inmóvil y rígida entre sus brazos; miró alrededor, aquellos semblantes ocultos debajo de máscaras humanas—. Dime por qué. ¿Qué es lo que quieres?
—A ti. He pasado mi vida esperándote. —Hizo una pausa y contempló la felicidad que exhibían las caras de las criaturas del verano, aquellas que habían sufrido largo tiempo bajo la hegemonía de Beira—. Concédeme este baile, esta noche. Si está en mi mano, te daré a cambio cualquier cosa que me pidas.
—¿Cualquier cosa que te pida? —repitió Aislinn con incredulidad.
Después de tantas preocupaciones, de investigar, de todo el pánico, Keenan le ofrecía una salida a cambio de un simple baile. ¿Era posible que fuera tan fácil? Un baile y podría marcharse, salir de allí, alejarse de todos ellos. Pero si las historias que se contaban tenían algo de verdad, los elfos sólo ofrecían intercambios que les resultasen beneficiosos.
—Dame tu palabra.
Retrocedió un paso para mirarlo a los ojos, cosa imposible estando tan cerca.
Él esbozó aquella sonrisa suya tan turbadora, y a Aislinn se le atascaron las palabras en la garganta. La muchacha se estremeció, pero no se dio por vencida.
—Júralo delante de todos estos testigos —exigió, señalando a la muchedumbre que aguardaba.
La mayor parte eran elfos, pero había unos cuantos humanos observando; ignoraban de qué iba el espectáculo, pero aun así no querían perdérselo.
Los elfos, tanto los invisibles como los que llevaban un sortilegio, soltaron un grito ahogado y murmuraron entre sí.
—Es lista la chica…
—Va a conseguir la promesa de un rey sin saber qué y quién es él.
—¿Y él aceptará?
—Será una reina magnífica.
Entonces Keenan elevó la voz para que todos pudiesen oírlo:
—Delante de todos los presentes, te doy mi palabra de honor, Aislinn: cualquier cosa que me pidas y que yo pueda otorgarte es tuya. —Hincó una rodilla en el suelo y añadió—: Y de hoy en adelante, tus deseos serán los míos siempre que sea posible.
Los murmullos de los elfos aumentaron y se entremezclaron como canciones discordantes.
—¿Y si resulta que ella no es la Esperada?
—¿Cómo puede ser tan insensato…?
—Pero las Eolas han dicho…
Todavía con la rodilla hincada, Keenan inclinó la cabeza ante Aislinn alargando la mano. Sus ojos centellearon peligrosamente cuando alzó la vista hacia ella.
—¿Bailarás conmigo ahora? —preguntó—. Toma mi mano, Aislinn.
Todo lo que debía hacer era bailar con él, unirse al jolgorio élfico durante una sola noche, y luego podría pedirle que la dejase en paz. Era un precio muy pequeño por una recompensa tan grande. Keenan ni siquiera tendría que saber que ella sabía quién era, no tendría que enterarse de su don.
—De acuerdo.
Deslizó su mano en la de él, casi mareada de alivio. Pronto todo habría acabado.
La multitud vitoreó y rio, formando tal alboroto que Aislinn rio también. Quizá no se alegrasen por la misma razón, pero no importaba: ellos se hacían eco de la alegría de la muchacha.
Una de las sonrientes chicas con enredaderas en los brazos les tendió unos vasos de plástico con la dulce bebida dorada que la mayoría parecía estar tomando.
—Una copa para celebrarlo.
Aislinn tomó una y dio un sorbo. Era increíble, una mezcla embriagadora de cosas que no deberían tener sabor: luz de sol embotellada con azúcar hilado, tardes de relax y puestas de sol enternecedoras, brisas cálidas y promesas peligrosas. Se lo bebió de un trago.
Keenan le quitó el vaso vacío de la mano.
—¿Me concedes mi baile?
Ella se lamió los labios —sabía a caramelo caliente— y sonrió. Sintió una extraña sensación de temblor en las piernas.
—Será un placer.
Entonces él la condujo a través del gentío, ejecutando danzas nuevas y antiguas, desde un estilizado vals hasta ritmos modernos, todo, sin ninguna coreografía.
En algún rincón oculto de su mente, Aislinn sabía que algo iba mal, pero mientras Keenan la hacía evolucionar sin pausa, no lograba recordar qué era. Juntos rieron, bebieron y danzaron hasta que a Aislinn dejó de importarle el motivo de su anterior preocupación.
Al cabo puso una mano sobre la muñeca de Keenan y jadeó:
—Hagamos un alto, necesito descansar.
—Nada de parar —repuso él—. Sólo una pausa.
Y la alzó del suelo y se sentó en una silla de respaldo alto tallada con soles y enredaderas, con ella en su regazo.
«¿De dónde ha salido esta silla?». A su alrededor, los elfos bailoteaban y reían. «Debería irme». Todos los humanos se habían marchado. Incluso las chicas esqueleto, las hermanas Scrimshaw, bailaban. Grupos de Ninfas del Verano daban vueltas por allí, girando sobre sí mismas con tal rapidez que nadie las habría confundido con mortales.
—Necesito otra copa.
Sentada en el regazo de Keenan, Aislinn apoyó la cabeza sobre su hombro, respirando con dificultad. Cuanto más intentaba interpretar los fogonazos de desasosiego que la asaltaban, menos claros le resultaban.
—¡Más vino estival! —reclamó Keenan, y se echó a reír cuando varios chicos león tropezaron entre sí al llevarles las altas copas—. Mi dama desea vino, y vino tendrá.
Ella tomó una copa y le dio vueltas entre las manos. Delicadas volutas talladas en el cristal enmarcaban la imagen de una pareja que bailaba a la brillante luz del sol. Con el vino, los colores describían espirales y variaban, como si dentro de la copa llamease una diminuta aurora.
—¿Adónde han ido a parar los vasos de plástico?
Keenan le besó el pelo y rio.
—Objetos hermosos para una hermosa dama.
—Da igual.
Aislinn se encogió de hombros y bebió un largo trago.
Sujetándola por la cintura con un brazo y con una mano en su espalda, Keenan la depositó en el suelo.
—¿Damos otro paseo por la feria?
El cabello de Aislinn cayó sobre el césped húmedo de rocío cuando levantó la cabeza para mirar al elfo rey que la sostenía en brazos, y se maravilló de estar divirtiéndose tanto.
—Baila conmigo, Aislinn, mi amor. —le susurró él.
A ella le dolían las rodillas; el corazón le latía desbocado. No se lo pasaba tan bien desde… «Nunca».
—Por supuesto, bailemos —dijo.
Por todas partes, los elfos reían y bailaban, a veces de un modo grácil, o grotesco, o espeluznante. Al principio le habían parecido sobrios, como las parejas de las viejas películas en blanco y negro, pero a medida que avanzaba la noche, eso había cambiado. «Cuando sólo quedan los elfos…».
Keenan la acunó entre sus brazos y la besó en el cuello.
—Podría pasarme toda la eternidad haciendo esto.
—No. —Aislinn lo apartó—. Nada de besos, no…
Y de pronto estaban moviéndose de nuevo. El mundo giraba, un montón de extrañas caras borrosas se perdía en una nube de música. Los senderos cubiertos de serrín de la feria quedaban ocultos bajo las sombras; las luces de las atracciones se habían oscurecido.
Pero estaba llegando el alba; por el cielo se iba propagando la luz. «¿Cuánto tiempo llevamos bailando?», se preguntó.
—Necesito sentarme —dijo—. En serio.
—Lo que mi dama desee.
Keenan volvió a levantarla en brazos. Eso había dejado de parecerle raro desde hacía varias copas.
Uno de sus hombres con una piel como corteza de árbol extendió una manta en la orilla del río. Otro les llevó una cesta de picnic.
—Buenos días, Keenan. Mi señora.
Y tras una reverencia, los dos hombres se fueron.
Keenan abrió la cesta y sacó una nueva botella de vino, además de queso y una desconocida y menuda fruta.
—Nuestro primer desayuno.
«Desde luego, esto no es comida de feria. Huy… es comida élfica». Aislinn sofocó una risita. Luego alzó la vista: detrás de ellos, la feria había desaparecido. Como si nunca hubiesen estado allí, todos los elfos se habían marchado también. Sólo quedaban ellos dos.
—¿Adónde se ha ido todo el mundo?
Keenan le tendió de nuevo la copa, llena con la misma aurora líquida.
—Estamos solos tú y yo. Más tarde, cuando hayas descansado, hablaremos. Después podemos bailar todas las noches si lo deseas. Viajar. Ahora todo será diferente.
Aislinn ni siquiera veía a los elfos invisibles que siempre se entretenían por el río. Estaban realmente solos.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Keenan?
—Claro que sí. —Le acercó una pieza de fruta a los labios—. Muerde.
Aislinn se inclinó hacia él (tanto que casi perdió el equilibrio), pero no mordió la extraña fruta. En lugar de eso, susurró:
—¿Por qué los otros elfos no resplandecen como tú?
Keenan bajó la mano.
—¿Los otros qué?
—Elfos. —Señaló alrededor, pero estaba tan desierto de elfos como de humanos. Cerró los ojos para intentar que el mundo dejase de girar tan enloquecedoramente, y musitó—: Ya sabes, seres élficos, como los que han estado bailando con nosotros toda la noche, como tú y Donia.
—¿Seres élficos? —murmuró él.
Su cabello de cobre refulgía a la luz que se iba extendiendo por el cielo.
—Sí. —Se tumbó de espaldas—. Como tú.
Le pareció que él decía: «Y pronto, como tú…», pero no estaba segura. Todo resultaba confuso.
Keenan se inclinó sobre ella. Le rozó los labios con los suyos; sabían a luz de sol y azúcar. Su pelo cayó sobre el rostro de la muchacha.
«Es suave, no como si fuese de metal», pensó ella.
Iba a pedirle que parase, a decirle que estaba mareada, pero, antes de que pudiese hablar, todo se volvió negro.