Capítulo 15

«Los elfos viven mucho más que nosotros; luego mueren por fin, o al menos desaparecen de ese estado de vida».

La comunidad secreta, Robert Kirk y Andrew Lang (1893).

Cuando Donia regresó a casa tras su paseo vespertino, Beira la estaba esperando en el porche, recostada en un sillón de hielo.

Casi como un pasatiempo, la Reina del Invierno tallaba rostros en una plancha de hielo que tenía al lado. Parecía como si los elfos tallados estuviesen atrapados vivos, retorciéndose y aullando de dolor.

—¡Donia, querida! —exclamó Beira con efusividad, poniéndose en pie con tanta gracia como si la hubiesen alzado con hilos invisibles—. Empezaba a preguntarme si tendría que mandar a Agatha en tu busca.

La arpía en cuestión sonrió burlona, mostrando un montón de mellas en su dentadura.

—Beira. ¿Qué…? —Donia no logró encontrar una palabra que no fuese una mentira. ¿Sorpresa? ¿Placer? No, ninguna de esas. En cambio, dijo—: ¿Qué puedo hacer por ti?

—Buena pregunta. —Se dio unos golpecitos en el mentón—. Ojalá mi único hijo tuviera la buena educación de preguntarme lo mismo —añadió ceñuda—, pero no lo hace.

Al otro lado del patio, donde empezaban los árboles, varios guardias saludaron militarmente a Donia. El hombre de serbal la saludó moviendo la mano.

—¿Sabes lo que ha hecho ese muchacho? —continuó Beira.

Donia no contestó; en realidad no era una pregunta. Keenan tenía la misma costumbre de hacer preguntas que no eran tales. Supondría un alivio dejar de estar entre madre e hijo.

—Ha ido al instituto de la chica. Se ha matriculado allí, como un mortal. ¿Te lo imaginas? —La soberana empezó a pasearse, y el ritmo staccato de sus pasos sonó como aguanieve sobre el maltrecho porche—. Se ha pasado toda la semana con ella, siguiéndola como si fuera ese perro tuyo.

—Lobo. Sasha es un lobo.

—Lobo, perro, coyote, qué más da. La cuestión… —Hizo una pausa, y se quedó tan quieta que podría haber estado esculpida en hielo—. La cuestión, Donia, es que Keenan ha encontrado una forma de acceso. ¿Comprendes lo que eso significa? Está haciendo progresos; y tú no. Me estás fallando.

Agatha rio sarcásticamente.

Beira se giró hacia la arpía despacio y con parsimonia. Dobló un dedo.

—Ven aquí.

Sin advertir aún su error, Agatha subió al porche, todavía sonriente.

—¿Acaso te resulta divertido que mi hijo pueda ganar? ¿Que pueda deshacer todo lo que yo he construido? —Beira posó un dedo en la barbilla de Agatha, y su larga uña de perfecta manicura se hundió en la piel de la arpía; un reguero de sangre bajó por su garganta—. Yo no lo encuentro nada gracioso, Aggie, querida.

—N… No pretendía decir eso, mi reina.

Los ojos de Agatha se dilataron. Miró hacia Donia, implorante.

—Aggie, Aggie, Aggie. —Beira chasqueó la lengua—. Donia no te ayudará. No podría incluso aunque quisiera.

Donia apartó la vista hacia el omnipresente hombre de serbal. Él se estremeció, lleno de compasión. Todos habían sido testigos de la furia de la Reina del Invierno con anterioridad, pero seguía siendo algo espantoso.

Aferrando a la arpía fuertemente entre sus brazos, Beira puso los labios sobre la boca marchita de Agatha y sopló.

Agatha trató de escapar, empujando con las manos los hombros de Beira, sujetándole las muñecas. En ocasiones la furia de la Reina del Invierno amainaba.

Ese día no.

Agatha se debatió, pero era inútil: sólo otro monarca podía oponerse a Beira.

—Bien —murmuró la reina cuando el cuerpo de la arpía se desplomó hacia delante, desmadejado entre sus brazos.

El espíritu de Agatha (ahora una sombra) estaba a su lado, retorciéndose las manos y sollozando quedamente.

Beira se humedeció los labios.

—Me siento mejor —dijo, y dejó caer el cuerpo sin vida al suelo.

La sombra de Agatha se arrodilló junto a su cuerpo exánime. De la boca abierta del cadáver brotaban cristales de hielo que descendían por las mejillas hundidas.

—Ahora vete. —Beira despachó a la sombra sollozante con un ademán, como si se quitara un insecto de encima. Luego se dirigió a Donia—. Trabaja más deprisa, chica. Se me está agotando la paciencia.

Y se marchó sin aguardar respuesta, seguida por la sombra de Agatha, dejando a Donia la tarea de encargarse del cadáver del porche.

La joven se quedó mirando a Agatha… al cuerpo que era Agatha. El hielo se había derretido hasta formar un charco que empapaba el cabello de la arpía. «Esa podría ser yo —pensó—. Y lo seré si algún día le fallo a Beira…».

—¿Necesitas ayuda?

El hombre de serbal se hallaba tan cerca que ella debería haber notado que estaba allí mucho antes de que le hablara.

Donia alzó la vista hacia el hombre. Su piel marrón grisáceo y su frondoso cabello verde oscuro lo convertían casi en una sombra en la oscuridad. Si no fuese por sus brillantes ojos verdes, habría pasado prácticamente inadvertido en la creciente penumbra del crepúsculo.

«¿Crepúsculo? ¿Cuánto tiempo llevo aquí plantada?». La joven suspiró.

El hombre de serbal señaló hacia los otros guardias que esperaban junto a los árboles, y luego al cadáver de Agatha.

—Podríamos llevárnosla con nosotros. La tierra está húmeda; su cuerpo se fundirá rápidamente con la marga.

Donia tragó saliva para detener las arcadas que amenazaban con asaltarla.

—¿Keenan ya lo sabe? —susurró, avergonzada de seguir preocupándose por cómo se sintiese él.

—Skelley ha ido a contárselo.

Donia movió la cabeza. «¿Skelley? ¿Cuál de todos es?». Trató de centrarse, de pensar en los guardias. Mejor que pensar en Agatha.

Skelley era uno de los escoltas cortesanos, delgado como las hermanas Scrimshaw y amable. El guardia lloró cuando Donia congeló a sus compañeros en los primeros tiempos como Dama del Invierno. Y aun así Skelley continuaba en su puesto, turnándose con los demás para custodiarla, cumpliendo con las órdenes de Keenan.

—¿Necesitas más guardias? —El hombre de serbal no cambió de expresión al hacerle el ofrecimiento, aunque Donia sabía que él recordaba las rabietas que había tenido en el pasado cuando le ofrecían algo semejante—. Al menos podríamos situarnos más cerca.

Por el rostro de la joven resbalaron lágrimas heladas que aterrizaron en el charco del porche. «No lloro por Agatha. ¿Seguiría este hombre tratándome con tanta amabilidad si supiera que… que incluso con Agatha a mis pies, estoy llorando por mí misma?».

Miró a otro lado, hacia donde estaban los demás guardias, a la espera, listos para protegerla incluso aunque ella jamás les hubiera dado ni una sola razón para hacerlo. «Por supuesto que me protegerían. Esa es la voluntad de Keenan».

—¿Donia?

Ella volvió la cabeza.

—Es la primera vez que pronuncias mi nombre.

Con un suave sonido susurrante, el hombre subió al porche.

—Permite que nos la llevemos.

Sin dejar de mirarlo, Donia asintió con la cabeza.

El hombre hizo un gesto a los otros, y en un instante se habían llevado el cadáver, dejando tras ellos sólo una gran mancha húmeda donde había estado Agatha.

Cerrando los ojos como si de ese modo pudiese mantener a raya las imágenes, Donia respiró hondo varias veces.

—¿Quieres que me coloque más cerca? —musitó el hombre de serbal—. Sólo como un guardia más, próximo a la casa. Si Beira regresa…

—¿Cómo te llaman? —preguntó con los ojos todavía cerrados.

—Evan.

—Evan —murmuró—. Ella va a matarme, Evan, aunque no será esta noche, sino más adelante. Si dejo que la nueva chica recoja el bastón de mando, Beira me matará. Me reuniré con Agatha. —Abrió los ojos y los clavó en los de él—. Tengo miedo.

—Donia, por favor.

—No. —Se apartó—. Esta noche no volverá.

—Sólo como un guardia más —insistió, y extendió un brazo como si fuera a abrazarla—. Si sufrieras algún daño…

—Keenan lo superaría. Tiene una chica nueva. Ella acabará cediendo. Como cedimos todas. —Cruzó los brazos sobre el pecho y se dio la vuelta para regresar al interior. De espaldas a Evan añadió suavemente—: Déjame pensar. Mañana resolveré lo demás.

Entró en casa y cerró la puerta. Llamó a Sasha y hundió la cara en su suave pelaje, tratando de tranquilizarse.

Keenan tenía la moral muy alta cuando llegó a casa. Sus escoltas ya habían puesto al corriente a Tavish y Niall, de modo que no le sorprendió verlos sonriendo cuando cruzó la puerta.

—Casi en tiempo récord. —Tavish movió la cabeza en señal de aprobación, alzando una copa de vino estival—. Te lo había dicho: nada de qué preocuparse. Las mortales son así, especialmente en estos días. Métela en vereda y sigamos con los trámites.

—¿Que la meta en vereda? —Niall se echó a reír y se sirvió también una copa—. Me encantaría oírte decir eso a una chica mortal.

Tavish arrugó el entrecejo y se llevó la licorera al salón. Había varias cacatúas posadas en una larga rama de árbol que cruzaba todo el lado izquierdo de la estancia.

—He pasado siglos con las Ninfas del Verano. Todas fueron mortales, y no son nada complicadas.

Niall se volvió hacia Tavish y le dijo muy despacio, como si el elfo mayor fuese un niño chiquitín:

—Una vez que se convierten en Ninfas del Verano sus inhibiciones desaparecen. ¿Te acuerdas, de, Eliza cuando era mortal? No era nada cariñosa. —Bebió un largo trago y suspiró—. Ahora es mucho más abierta.

—Aislinn es diferente —interrumpió Keenan sintiéndose furioso ante la idea de que Aislinn pudiera ser como Eliza, que se uniera a las Ninfas del Verano, que calentara la cama de otros elfos—. Lo noto. Ella podría ser la Esperada.

Tavish y Niall intercambiaron miradas. Habían oído antes esas mismas palabras, y Keenan lo sabía. «Aun así podría serlo. Podría ser la Esperada. —Se dejó caer en el sofá y cerró los ojos—. Odio esto, lo espantosamente importantes que son estos juegos».

—Voy a darme una ducha. Para aclarar las ideas.

—Relájate. —Con expresión solemne, Tavish llenó una copa y se la tendió—. Tal vez esta sea la Esperada. Una de ellas ha de serlo. Antes o después.

—Exacto. —Keenan aceptó la copa de vino. «Si no, me pasaré la eternidad haciendo esto», pensó—. Mándame un par de chicas. Quizá necesite algo de ayuda para relajarme.

Un par de horas más tarde, Keenan miró el reloj por tercera vez en la última media hora. «Dos horas más». Aquella sería la primera vez que su gente lo vería junto a Aislinn, la primera oportunidad que tendrían de verlo hablar con la chica que podía llegar a ser la Reina del Verano, la chica que podía cambiarlo todo. No importaba que hubiese habido otras. Siempre era igual: la preciosa burbuja de esperanza de que aquella fuese su reina.

Niall se apoyó en el quicio de la puerta del dormitorio.

—¿Keenan?

Él examinó unos pantalones grises. «Demasiado formales. —Rebuscó en el armario—. Vaqueros. Negros. A ella le gustarán». Todo era más rápido si se limitaba a transformarse en lo que las chicas querían, haciendo algunos cambios para actuar del modo que ellas encontraban atractivo.

—Necesito unos vaqueros negros, que no parezcan nuevos, pero tampoco muy desgastados.

—De acuerdo. —Niall se lo dijo a una Ninfa del Verano. Cuando esta se marchó, él entró en la habitación—. ¿Keenan?

—¿Qué?

Descubrió una camiseta que no recordaba tener. Sacó una camisa azul oscuro, hecha con seda de arañas del desierto, mucho más bonita. Sólo podía cambiar para mejor.

—El chico mortal que Aislinn…

—Pronto habrá desaparecido.

Se quitó la camisa y se puso la nueva. Luego echó una ojeada a las alhajas que las chicas le habían llevado un rato antes. Sería muy conveniente tener un regalo a mano si las cosas marchaban bien. Mortales o elfas, a las chicas les gustaban esas cosas.

—Estoy seguro de que sí, pero mientras tanto…

Le pareció muy bonito un corazón diminuto. «¿Demasiado personal? ¿Demasiado pronto?», vaciló. Un sol resplandeciente era una buena opción. Lo dejó a un lado mientras revisaba el resto.

—Después de esta noche, el tipo estará ocupado en otras cosas.

—¿Por qué?

—Les he pedido a las chicas que busquen a alguien que lo distraiga. Está interponiéndose en mi camino.

Recogió el reluciente sol de oro.

«Se lo daré más adelante; significará más para ella si es la Esperada. —Se lo metió en el bolsillo—. Me quedo con el sol».