Capítulo 11

«[Los elfos] son de apariencia cambiante; pueden hacerse pequeños o grandes; pueden adoptar la forma que elijan […] son tantos como las briznas de hierba. Están por todas partes».

Visiones y creencias del oeste de Irlanda, Lady Augusta Gregory (1920).

Cuando a la mañana siguiente subía los escalones del Obispo O’Connell, los vio: había seres élficos junto a la entrada, observando a todo el mundo y con un aspecto extrañamente serio.

Dentro se apiñaban más ante la puerta del despacho del director. «Pero ¿qué narices…?». Solían evitar el instituto; Aislinn no sabía si por las hileras de taquillas de acero o por la abundancia de artilugios religiosos. Quizá por ambas cosas.

Cuando llegó ante su taquilla, la presencia de los elfos la tenía abrumada. No deberían estar allí. Había reglas; se suponía que aquel era un espacio seguro.

—¿Señorita Foy?

Aislinn se dio la vuelta. Al lado del padre Myers se hallaba el elfo que menos quería ver.

—Keenan —susurró.

—¿Os conocéis? —El padre Myers asintió complacido y esbozó una sonrisa—. Bien, bien. Se volvió hacia los otros dos elfos, igualmente visibles, que lo acompañaban. A primera vista no parecían mucho mayores que ella, pero el más alto mostraba una extraña solemnidad que le hizo sospechar que era «viejo». Tenía un pelo inusitadamente largo para un porte tan formal; debajo de su sortilegio, le relumbraba como si los cabellos fueran hilos de plata. En un lado del cuello llevaba tatuado un diminuto sol negro, al descubierto porque se había recogido el pelo en una trenza apretada. El segundo elfo llevaba casi rapado su cabello pajizo, y tenía un rostro poco memorable de no ser por la larga cicatriz que le nacía en la sien y terminaba en la comisura de la boca.

—Aislinn es una estudiante brillante —les aseguró el padre Myers—. Y su programa de clases coincide con el de su sobrino. Ella lo ayudará a ponerse al día.

La chica se quedó quiera, tratando de no salir disparada, negándose a mirar a Keenan, aunque éste la observaba lleno de expectación, mientras unos cuantos elfos más se agolpaban tras Myers.

Uno de ellos, cuya piel semejaba una corteza de árbol agrietada y grisácea, cruzó una mirada con Keenan; señaló a los otros que se habían colocado en abanico en la entrada y dijo:

—Todo en orden.

—¿Señorita Foy? ¿Aislinn?

El padre Myers carraspeó.

Ella apartó la vista de la comitiva élfica que había invadido el instituto.

—Disculpe, padre. ¿Qué?

—¿Puedes acompañar a Keenan a la clase de Matemáticas?

Keenan aguardaba con una gastada mochila de cuero al hombro, contemplando a Aislinn con atención. Sus «tíos» y el padre Myers la observaban.

No tenía elección. Se esforzó en dejar su temor a un lado y dijo:

—Claro.

«¿Esperar hasta que se den por vencidos?». No era muy probable que eso sucediese. Todas las reglas con que había vivido, que la habían mantenido a salvo, estaban fallando.

A mediodía, el autocontrol de Aislinn estaba siendo metódicamente erosionado por la impostada humanidad de Keenan. Él la seguía, le hablaba, actuaba como si fuera de fiar, como si fuera real.

Pero no lo era.

Metió sus libros en la taquilla, y al hacerlo se arañó los nudillos. Keenan estaba a su lado, como una sombra indeseada de la que no podía librarse.

Se miraron el uno al otro, y ella se preguntó de nuevo si le dolería tocar aquel cabello metálico. Las tiras de cobre relucían debajo del sortilegio, y atraían su atención a pesar de sus enormes esfuerzos por evitarlo.

Rianne se detuvo y se recostó de golpe contra la fila de taquillas. El sonido hizo que la gente se parase a mirarla.

—Había oído que estaba para chuparse los dedos, pero… —Se puso una mano en el pecho como si le costara respirar, y le lanzó a Keenan una mirada lenta y valorativa—. Vaya, vaya. Es un bocado de primera.

—No sabría decirte.

Aislinn se ruborizó.

«Y no pienso comprobarlo. —A pesar de la extraña compulsión por tocarlo, ella era más fuerte que cualquier instinto. —Concéntrate».

Leslie y Carla se les unieron mientras Rianne se separaba de las taquillas y se acercaba a Keenan para examinarlo como si fuera un bistec en un plato.

—Seguro que sabrías.

Carla le dio unas palmaditas a Keenan en el brazo:

—Es inofensiva, descuida.

Aislinn sacó los libros para las clases de la tarde. Sus amigas no deberían estar hablando con él, y él no debería estar en su espacio. Y sobre todo no debería estar irradiando aquel incitante calor que le hacía pensar en días de vacaciones, en cerrar los ojos y relajarse… «Control. Concentración». Podía hacerlo. Tenía que hacerlo.

Organizó sus cosas en la taquilla para dejar encima de todo lo que necesitaba llevarse a casa. Cuando la jornada acabase, estaría lista para darse rápidamente a la fuga.

Con una sonrisa forzada, despachó a sus amigas.

—Enseguida os alcanzo. Guardadme un sitio.

—Guardaremos dos. No puedes dejar que este bombón deambule solo por ahí —dijo Rianne despidiéndose de Keenan con la mano.

—Un sitio, Ri, sólo uno.

Ninguna le hizo caso. Rianne agitó una mano por encima del hombrocon desdén.

Después de respirar hondo para tranquilizarse, Aislinn se volvió hacia Keenan.

—Estoy segura de que podrás arreglártelas para almorzar sin mi ayuda. Así que… hum, vete a hacer amigos o lo que quieras.

Y se alejó.

Él se apresuró a ponerse a su lado para entrar juntos en la cafetería.

—¿Puedo sentarme contigo?

—No.

Se colocó delante de ella.

—Por favor.

—No.

Aislinn dejó la mochila en una silla junto a las cosas de Rianne. Sin hacer ningún caso a Keenan —ni de las miradas que estaban atrayendo— abrió la mochila.

Él no se movió.

Con un gesto poco firme, Aislinn apuntó:

—La cola está ahí.

Keenan miró a la multitud que avanzaba lentamente hacia las bandejas de comida y preguntó:

—¿Quieres algo?

—¿Qué tal un poco de espacio?

Una llamarada de furia cruzó el bellísimo rostro del elfo, pero no dijo nada. Se limitó a marcharse.

Aislinn quería creer que se había librado de él con su rechazo. No quería perder la esperanza, pues de lo contrario ignoraba qué podía hacer. Keenan era absorbente, y desviaba su atención de lo que ella sabía que era sensato y bueno.

En el otro extremo de la cafetería, Rianne había dejado su puesto en la cola y estaba charlando con Keenan. Los dos miraban hacia Aislinn: ella con sonrisa conspiradora, él con aspecto complacido.

«Genial. —Desenvolvió parte de su almuerzo y sacó un yogur y una cuchara—. El elfo acosador tiene una nueva aliada».

Aprovechando que estaba sola, hizo una llamada rápida para preguntar por el taxista que ella y Seth habían conocido en el salón de tatuajes. El hombre les había explicado qué hacer para que lo enviaran a él específicamente, y les había asegurado que llegaría a la hora acordada o les mandaría a un amigo si así se lo pedían. Hasta el momento, el taxista había cumplido su palabra.

Habló en voz tan baja como le fue posible, a fin de que los guardias de Keenan no la oyeran.

Uno de ellos ya se estaba acercando.

«Demasiado tarde, zoquete», pensó triunfal. Mientras cortaba la comunicación, ocultó una breve sonrisa, pues cualquier éxito contra los elfos era un placer.

Removió el yogur y volvió a preguntarse por qué Keenan la había elegido a ella en particular. Sabía que la causa no era su capacidad de verlos; ella había vivido según las reglas y lo había hecho todo bien.

«Entonces ¿por qué yo?».

Durante toda la mañana, las chicas habían intentado hablar con él y se habían ofrecido a enseñarle el centro. Keenan se había mostrado cortés pero inflexible: siempre respondía que su deseo era que Aislinn le mostrase el lugar, no ellas.

«Chicas guapas, bobas, animadoras… todas babean por él. —Daba gusto que todas la miraran con envidia, para variar—. Pero me gustaría más si Keenan fuera un tío normal, como Seth».

Además de la mitad de los estudiantes del instituto, también los observaban los guardias de Keenan, tan impertérritos como era habitual en los elfos. Parecían cansados, y entraban y salían del centro en pequeños grupos. Aunque el edificio cargado de metal debía de resultarles penoso, permanecían alertas y vigilantes, y mantenían controlado a Keenan en todo momento. Lo trataban de manera reverencial. «Claro, tienen que hacerlo porque Keenan es un elfo rey —sonrió Aislinn, y al punto sintió náuseas ante la avalancha de temores e imágenes espantosas que la asaltaron de pronto—: Un elfo rey… y va detrás de mí».

Con no poco esfuerzo, Aislinn logró aplacar sus inquietudes mientras Carla y Leslie se encaminaban hacia ella. El pánico no la ayudaría. Lo que necesitaba era un plan para obtener respuestas. Quizá si las tuviese, si supiera por qué Keenan estaba obsesionado con ella, hallaría un modo de quitárselo de encima.

Miró cómo Keenan se aproximaba, y vio una imagen fugaz del sol ondeando sobre el agua, reflejándose contra los edificios, extraños parpadeos de calidez y belleza que le despertaron deseos de correr a su encuentro. Él le lanzó una mirada, sonriendo seductoramente, mientras seguía a Rianne a través de la cafetería abarrotada.

Rianne conversaba con él de lo más animada; a cualquiera le parecería que eran viejos amigos que acababan de reencontrarse. Leslie reía todo cuanto Keenan decía. Todas sus amigas lo habían aceptado, advirtió Aislinn.

¿Y por qué no iban a hacerlo? Por mucho que deseara que no le hiciesen caso, no podía evitarlo. No podía explicarles por qué quería que aquel elfo se largara. No podía contarles lo peligroso que era. No tenía esa posibilidad. En ocasiones, la falta de posibilidades, la presión de lidiar con los elfos, hacía que se sintiese asfixiada, como si su secreto fuese una carga física que la aplastara. Detestaba aquello.

Después de que las traidoras de sus amigas llevaran a Keenan hasta la mesa, Aislinn procuró ignorarlo. Funcionó durante un rato, pero él seguía mirándola, dirigiéndole la mayor parte de sus comentarios, haciéndole preguntas. Sentado frente a ella, no dejaba de mirarla fijamente con aquellos inhumanos ojos verdes.

Al final él señaló las judías verdes, demasiado cocidas, e hizo una pregunta boba. Ella le espetó:

—¿Cómo? ¿Acaso es una comida demasiado vulgar para alguien como tú?

«¿Adónde ha ido a parar mi control?», se regañó. Cada minuto que transcurría, toda su vida de control emocional parecía estar desapareciendo.

Keenan se quedó terroríficamente inmóvil.

—¿Qué quieres decir?

Ella sabía de sobra que no debía provocar a un elfo, especialmente a un elfo rey, pero siguió disparando.

—Te sorprendería lo que sé de ti. ¿Y sabes qué? No hay nada que me impresione. Ni lo más mínimo.

Entonces Keenan se echó a reír, dichoso y libre, como si la furia que había llameado en sus ojos no hubiera existido.

—En ese caso tendré que esforzarme más.

Aislinn se estremeció con aprensión, con un repentino anhelo, con una incómoda mezcla de ambas cosas. Era peor que la simple compulsión de tocarlo que había sentido: era la misma perturbadora maraña de emociones que la había embargado en Comix, cuando habló por primera vez con él.

—Dale una oportunidad, Ash —susurró Leslie.

—Déjalo, Les.

Debajo de la mesa, Aislinn apretó los puños sobre su regazo.

—Síndrome premenstrual —diagnosticó Rianne, y le dio una palmadita a Keenan en la mano—. Tú no le hagas ni caso, ricura. Nosotras te ayudaremos a desgastar sus defensas.

—Oh, contaba con ello, Rianne —murmuró él.

Al hablar resplandecía, como si el interior de su piel emitiera una poderosa luz.

Aislinn percibía el aire cargado de aroma a rosas, aquella calidez tan tentadora que surgía de él.

Sus amigas lo contemplaban como si fuera lo más increíble que hubiesen visto jamás. «Qué fastidio», refunfuñó para sus adentros.

Permaneció callada hasta que llegó la hora de las clases de la tarde, hincándose las uñas en las palmas, que dejaron unas marcas semicirculares como medialunas. Se concentró en el dolor de esas medialunas, sólo parcialmente visibles en su piel, y se preguntó si tendría alguna posibilidad de librarse de la atención de Keenan.

Hacia el final de la jornada, la proximidad de Keenan le resultaba insoportable. Una extraña calidez parecía impregnar el aire cuando él estaba a su lado, y tras unos instantes le resultaba casi doloroso resistirse al impulso de tocarlo. Su cerebro le decía que lo hiciese, pero sus ojos querían cerrarse, mientras sus manos deseaban tenderse hacia él.

«Necesito espacio».

Había aprendido a manejar el hecho de ver a los elfos. Fue horroroso, pero lo había logrado. También podría con aquello.

«Sólo es otro elfo más», se dio ánimos.

Se concentró, repitiéndose todas las reglas y advertencias mentalmente, como una plegaria, una letanía que la mantenía centrada. «No mires, no hables, no corras, no toques. —Tomó aire varias veces para sosegarse—. No reacciones. No llames su atención. Jamás permitas que sepan que puedes verlos». La familiaridad de esas palabras la ayudó a anular el deseo, pero no bastó para que se sintiese más cómoda con Keenan cerca.

Por esa razón, cuando al entrar en el aula de Literatura una de las animadoras le ofreció a Keenan un asiento vacío, y maravillosamente lejos del de Aislinn, esta le dedicó a la chica una ancha sonrisa.

—Podría hasta besarte por esto. Gracias.

Keenan se estremeció al oírlo.

La animadora se quedó mirando a Aislinn, sin saber si hablaba en serio o no.

—De verdad, muchas gracias.

Aislinn le dio la espalda al no tan complacido Keenan y se sentó en su sitio, agradecida por disfrutar de un respiro, por breve que fuera.

Unos minutos más tarde entró la hermana Mary Louise y repartió unos papeles.

—He pensado que hoy dejaremos descansar a Shakespeare.

El anuncio fue recibido con murmullos de gratitud, seguidos rápidamente por gruñidos cuando los alumnos vieron los folios de poesía.

Pasando por alto las quejas, la hermana Mary Louise garabateó un título en la pizarra: «La belle dame sans merci».

Alguien del fondo rezongó:

—Poesía y francés, menuda juerga.

La profesora sonrió.

—¿Quién quiere leer sobre La bella dama sin compasión?

Con absoluta naturalidad, Keenan se puso en pie y leyó la trágica historia de un caballero fatalmente fascinado por un hada. No fueron las palabras lo que arrancó suspiros a todas las chicas: fue su voz. Incluso con un sortilegio, sonaba pecaminosamente bien.

Cuando concluyó la lectura, la profesora parecía tan atónita como los demás.

—Precioso —murmuró. Y apartó sus ojos de Keenan para pasearlos por el aula, deteniéndose en los estudiantes que solían participar—. Bien, ¿qué podéis decirme?

—A mí no se me ocurre nada —musitó Leslie al otro lado del pasillo.

Mary Louise miró a Aislinn, expectante. Así que, después de tomar aire, ésta dijo:

—Ella no era una mujer. El caballero confió en algo inhumano, un hada, elfa, vampira o lo que fuese, y acabó muerto.

—Bien —repuso la profesora—. ¿Y qué significa eso?

—Que no debes confiar en hadas, elfos ni vampiros —contestó Leslie entre dientes.

Todo el mundo, excepto Keenan y Aislinn, se echó a reír.

Entonces la voz de Keenan se coló entre las carcajadas.

—Quizá el hada no tuvo la culpa. Quizá hubiera otros factores.

—Claro. ¿Qué es la vida de un mortal? El caballero murió. No importa si el hada, elfa, vampira o lo que fuese se sintió mal o no pretendiera hacerlo. El caballero no deja de estar muerto. —Aislinn intentó mantener la voz calmada, y le salió bastante bien. Aunque los latidos de su corazón eran harina de otro costal. Sabía que Keenan estaba observándola, pero no apartó la vista de la profesora y añadió—: El monstruo no sufre, ¿no es así?

—Podría ser una metáfora sobre confiar en la persona equivocada —terció Leslie.

—Bien, bien.

La hermana Mary Louise agregó varias líneas al esquema de la pizarra.

La discusión se ramificó en varios temas más, hasta que la profesora dijo al fin:

—Veamos un momento El mercado de los duendes de Christina Rossetti. Luego volveremos a esto.

A Aislinn no le sorprendió que Keenan se prestara voluntario para leer de nuevo: debía de saber muy bien cómo sonaba su voz. En esa ocasión la miró directamente mientras leía, echando breves ojeadas a la página.

Leslie se inclinó hacia Aislinn y le susurró:

—Parece que Seth tiene un competidor.

—No. —Sacudió la cabeza y se obligó a mirar al elfo mientras respondía—: No, en absoluto. Keenan no puede ofrecerme nada que yo quiera.

Habló en voz baja, pero él la oyó, y tartamudeó un poco mientras la confusión cruzaba velozmente su bello rostro. Se detuvo en mitad del poema.

La hermana Mary Louise rompió el silencio:

—Cassandra, por favor, continúa a partir de ahí.

Aislinn no miró a Keenan ni una sola vez en lo que quedaba de clase. Después, prácticamente salió corriendo del aula, rogando que el taxista la estuviera esperando, como había prometido. Si tenía que seguir enfrentándose a las atenciones de Keenan, temía lo que podría acabar haciendo.