«En ocasiones, por medio de sus atractivos y encantadores métodos lograban persuadir a hombres y mujeres desprevenidos de que los acompañasen».
Notas sobre el folclore del nordeste de Escocia, Walter Gregor (1881).
Cuando se hallaba lo bastante lejos de la fuente para poder detenerse tranquilamente, Aislinn creyó que iba a vomitar. Se apoyó contra Seth, sabiendo que él la rodearía con sus brazos.
El joven le pegó los labios al oído para preguntarle:
—¿Más de lo que la vista es capaz de soportar?
—Sí.
Él continuó estrechándola, pero no añadió nada.
—¿Qué haría sin ti?
Aislinn cerró los ojos, lo último que le apetecía era ver a las chicas enredadera que la observaban, o a cualquier otro elfo.
—Nunca tendrás que averiguarlo.
Seth mantuvo un brazo por encima de sus hombros cuando echaron a andar y pasaron ante el lugar donde aquellos tipos la habían inmovilizado, y ante los omnipresentes elfos de piel agrietada.
Ser más enérgica sonaba bien en teoría, pero aún tenía que aprender a relajarse mucho más si quería ser capaz de hablar con los elfos. Puede que Donia la hubiese salvado una vez, pero eso no cambiaba lo que era.
Cuando llegaron a su edificio, Seth le deslizó algo de dinero en la mano.
—Mañana ve en taxi.
A Aislinn no le gustaba aceptar su dinero, pero no podía pedírselo a la abuela sin levantar sospechas. Se lo guardó en el bolsillo.
—¿Quieres subir?
Seth arqueó las cejas.
—Paso.
Aislinn subió las escaleras deseando que la abuela estuviese dormida. En ese preciso instante, evitar sus ojos demasiado perspicaces parecía lo mejor. Abrió la puerta del apartamento, e intentó pasar ante el salón y seguir.
—Has vuelto a saltarte la cena. —La abuela no despegó los ojos del informativo—. Ahí fuera hay cosas malas, Aislinn.
—Lo sé.
Se detuvo en el umbral del salón, pero no entró.
La abuela estaba sentada en su sillón de color púrpura intenso, con los pies encima de la mesita de piedra y acero. Las gafas de leer le colgaban del cuello sujetas con una cadenita. Quizá ya no fuera tan joven como en los recuerdos de infancia de Aislinn, pero seguía pareciendo tan fiera como entonces, todavía delgada y más sana que muchas mujeres de su edad. Incluso cuando pasaba el día en casa, vestía pulcramente por si recibía «visitas»: el largo cabello gris, recogido en un sencillo moño alto o en una intrincada trenza; y en lugar de una bata, una falda y una blusa sobrias.
Pero la abuela no era seria ni formal; era una progresista fuera de lo corriente, y desde luego muy avispada cuando prestaba atención.
—¿Ha ocurrido algo?
Sonó como una pregunta normal, y si alguien la hubiese oído, la habría encontrado normal. «Ser siempre prudente; esa es la clave para sobrevivir entre ellos». Sin embargo, en su voz había más que un simple matiz de preocupación.
—Estoy bien, abu. Sólo un poco cansada.
Aislinn entró en el salón, se inclinó a su lado y le dio un beso. «He de contárselo, pero todavía no». La mujer ya se preocupaba demasiado.
—Llevas acero nuevo.
Examinó la cadena que Seth le había dado a su nieta.
La muchacha vaciló. «¿Cuánto debo decirle?». La abuela no comprendería, ni aprobaría, que tomara una actitud activa para averiguar qué pretendían los elfos. Esconderse y mirar para otro lado: ese era su credo.
—¿Aislinn?
La mujer subió el volumen de las noticias y sacó una hoja. Escribió: «¿Te han hecho algo? ¿Estás herida?», y alzó la hoja.
—No.
Con una mirada severa, la abuela señaló el papel. Tras suspirar, Aislinn tomó el papel y el boli. Utilizando la mesita de centro como escritorio, garabateó: «Dos de ellos me están siguiendo».
La mujer contuvo el aliento y soltó un jadeo silencioso. Le arrebató la hoja. «Llamaré al instituto, rellenaré una solicitud para que prosigas los estudios en casa, y…».
—No. Por favor —susurró Aislinn. Puso una mano sobre la de la abuela. Le quitó el boli y escribió: «No estoy segura de qué pretenden, pero no quiero esconderme». Luego dijo—: Por favor. Déjame intentarlo así. Tendré cuidado.
La mujer miró fijamente a su nieta, como si debajo de su piel hubiese respuestas ocultas que pudiera ver si aguzaba la mirada.
Aislinn deseó parecer la chica más tranquilizadora del mundo.
Por fin la abuela escribió: «Mantente tan alejada de ellos como puedas. Recuerda las reglas».
Aislinn asintió. No solía ocultarle cosas, pero no iba a confesarle que había intentado seguirlos ni a hablarle de las investigaciones de Seth.
Ella siempre insistía en que evitarlos era la única y la mejor actitud. Aislinn ya no pensaba que lo fuese… para ser sincera, nunca se lo había parecido.
—Estoy siendo prudente, ya sé qué hay ahí fuera.
La abuela frunció el entrecejo y le apretó la muñeca brevemente.
—Lleva siempre el móvil en el bolsillo. Quiero poder contactar contigo en cualquier momento.
—Sí, abu.
—Y mantenme informada de tus horarios por si… —Se le quebró la voz. Escribió: «Probaremos con tu idea unos días. Espera hasta que se den por vencidos. No cometas errores». Después rompió el papel en pedacitos—. Vale. Ve a comer algo. Debes andarte con mucho ojo.
—Claro —murmuró mientras le daba un abrazo rápido.
«¿Esperar hasta que se den por vencidos?». Aislinn no estaba segura de que eso fuera posible. Si la abuela supiese que se trataba de elfos cortesanos, la encerraría bajo llave. Había logrado ganar algo de tiempo, pero eso no duraría. «Necesito respuestas ya», se dijo. Esconderse no era la respuesta. Ni tampoco huir.
Lo único que deseaba era una vida normal: ir a la universidad, una relación, cosas sencillas. No quería que todas sus decisiones se basaran en los caprichos de los elfos. La abuela había vivido así y no era feliz. La madre de Aislinn ni siquiera había tenido la oportunidad de averiguar si podría llevar una vida normal. Y Aislinn no quería seguir ninguno de esos dos caminos. Pero tampoco sabía cómo conseguir que las cosas fueran distintas.
Los elfos, o al menos los elfos cortesanos, no acosaban a una persona sin una razón. Si no descubría qué pretendían, y cómo deshacer lo que fuera que había atraído su atención, dudaba que fuesen a marcharse así como así. Y si ellos no desaparecían, desaparecería su libertad. Esa posibilidad no le gustaba nada. Nada en absoluto.
Después de picar algo rápido, se retiró a su habitación y cerró la puerta. Aquella estancia no era un santuario. No reflejaba su personalidad, como la casa de Seth o el cuarto demasiado femenino de Rianne. Era sólo una habitación, un lugar donde dormir.
«Con Seth me siento más como en casa —pensó—. Con Seth me siento como en casa».
En su dormitorio había algunas cosas que le importaban, cosas a las que se sentía conectada: un libro de poesía que había pertenecido a su madre, varias fotografías en blanco y negro de una exposición en Pittsburgh. La abuela la había sorprendido aquel día al permitir que se saltase las clases para llevarla al Carnegie Museum. Había sido fantástico.
Junto a esas fotografías había otras tomadas por ella misma en uno de sus cumpleaños, que la abuela había hecho ampliar. Una vista de la cochera de trenes aún la hacía sonreír. Aislinn había empezado a sacar fotos para comprobar si los elfos quedaban registrados en la película: ya que los veía cuando miraba a través del objetivo, ¿aparecerían en la película? No era así, pero disfrutaba lo bastante con el proceso fotográfico para alegrarse de haber hecho el experimento.
De todos modos, no había muchas muestras de su personalidad en la habitación. Sólo retazos. En ocasiones le parecía que la vida era así… como si todo lo que dejaba al descubierto o hacía tuviera que ser planeado con antelación. «Concentración. Control».
Apagó la luz, se metió en la cama y sacó el teléfono móvil.
Seth respondió al primer tono.
—¿Ya me echas de menos?
—Tal vez.
Aislinn cerró los ojos y se estiró.
—¿Va todo bien?
Sonó tenso, pero ella no quiso preguntarle porqué. No quería hablar de nada malo ni de preocupaciones.
—Cuéntame una historia —susurró.
Seth siempre conseguía que las cosas malas resultasen menos horribles.
—¿Qué clase de historia?
—Una que me haga tener buenos sueños.
Entonces Seth rio bajito, y sonó muy sexy.
—Será mejor que me digas que tipo de sueño quieres.
—Sorpréndeme.
Aislinn se mordió el labio. Realmente debía parar de coquetear con él antes de cruzar una línea que le impidiera volver atrás.
Seth no dijo nada durante un minuto, pero lo oía respirar.
—¿Seth?
—Estoy aquí. —Su voz sonó suave, vacilante—. Érase una vez una chica…
—No una princesa.
—Por supuesto que no. Era demasiado inteligente para ser princesa. Y también demasiado dura.
—¿Ah, sí?
—Oh, sí. Más fuerte de lo que la gente creía.
—¿Y fue feliz y comió perdiz?
—¿No debería haber algo en medio?
—Me gusta leer primero el final. —Aguardó, acurrucada en la cama, a oír sus afirmaciones, a creer (durante un minuto al menos) que todo podría ir bien—. ¿Fue feliz?
Él no titubeó:
—Sí.
Hubo un silencio. Aislinn oyó el ruido del tráfico, la respiración de Seth. En otras ocasiones se había quedado dormida así: sujetando el teléfono mientras él se encaminaba a su casa, percibiendo esa conexión con él.
—¿He mencionado lo sexy que era la chica? —preguntó Seth al fin.
Ella rio.
—Era tan increíblemente hermosa que… —Hizo una pausa, y Aislinn oyó el chirrido de su puerta—. Y en esta parte es donde hay que cambiar las categorías.
—¿Estás en casa? —Podía oír sus movimientos, la puerta al cerrarse, el tintineo de las llaves sobre la encimera, la chaqueta al caer probablemente en la mesa—. Entonces te dejo.
—¿Y qué pasa si yo no quiero?
Ella oyó música mientras Seth se dirigía a su cuarto, un tipo de jazz. Se le aceleró el corazón al pensar que él también iba a tumbarse en su cama, pero la voz le sonó un poco apagada cuando dijo:
—Buenas noches, Seth.
—Así que vas a salir huyendo de nuevo, ¿eh?
Una de sus botas cayó al suelo con un ruido sordo.
—No estoy huyendo.
La otra bota golpeó el suelo.
—¿En serio?
—En serio. Es sólo que…
Se detuvo; no sabía cómo acabar esa frase de un modo sincero.
—A lo mejor tendrías que aminorar un poco el ritmo, para que yo pueda seguirte. —Se quedó a la espera. Últimamente hacía eso cada vez más a menudo: lanzar sentencias que la invitaban a admitir algo peligroso para su amistad. Al ver que ella no contestaba, añadió: —Dulces sueños, Ash.
Después de que Seth colgara, Aislinn siguió con el teléfono en la mano, pensando aún en Seth. «Sería una mala idea. Una idea muy, pero que muy mala… —Sonrió—. Cree que soy inteligente y sexy».
Continuaba sonriendo cuando se quedó dormida.