Capítulo 9

«El pueblo élfico era de lo más diestro con la música, y […] uno de los grandes encantos y atracciones para quedarse con ellos era su música».

Notas sobre el folclore del nordeste de Escocia, Walter Gregor (1881).

Donia paseaba mientras intentaba encontrar un sentido a los recientes acontecimientos. ¿Por qué unos mortales habían atacado a Ash? ¿Había sido simple casualidad? Pasó ante los vagabundos que se reunían junto a los edificios de ladrillo rojo desvaído, ante un grupo de hombres jóvenes que hicieron comentarios en voz demasiado alta sobre sus «atractivos», ante el abierto intercambio de dinero por crac entre dos tipos flacuchos.

Desde que Donia se había convertido en Dama del Invierno, no recordaba que Beira hubiera quebrantado jamás las normas. Nadie sabía el porqué, aunque había muchas especulaciones al respecto. Siglos atrás, Beira había impuesto castigos especialmente crueles a un grupo de elfos invernales que habían intentado forzar el juego. «Nadie debe interferir». Pero las posibilidades de que en el momento en que aquellos tres hombres aparecieron no hubiese ni un solo elfo en el parque… Aquello no podía ser fruto del azar. O bien Beira lo había querido o al menos no se había opuesto a ello.

Mientras caminaba, Donia dejó que el sortilegio se fuera desvaneciendo, y de nuevo volvió a ser invisible para los mortales. Por desgracia, no podía ocultarse de los elfos con la misma facilidad.

Se esforzó en mantener la voz firme, pero con Keenan nunca parecía funcionarle, y ese día menos aún.

—¿Qué quieres?

—Felicidad. Que Beira desarrolle una conciencia. Perdón.

Se inclinó para besarla en la mejilla.

Ella se apartó y pisó un charco.

—No puedo ayudarte.

—¿Ni siquiera con lo del perdón?

De manera ausente, sopló una suave brisa hacia un par de temblorosos adictos al crac, sin alterar el paso.

Donia guardó silencio, reflexionando sobre cuánto podría omitir sin llegar a mentirle. Pero Keenan estaba tan impaciente como siempre, y la interrogó antes de que ella hubiese organizado sus pensamientos.

—¿La has visto?

—Sí.

—¿Has hablado con ella?

Alargó una mano para llevarle el bolso, siempre solícito, incluso ahora que sus ojos relucían al pensar en Aislinn.

Donia aferró la correa, pero luego se sintió ridícula por ser tan mezquina y se lo tendió.

Sasha apareció corriendo, saltando sobre los escombros. Se detuvo junto a ella con la cola en alto.

—Buen chico.

Donia se inclinó para acariciarle el lomo (y para comprobar si tenía sangre en el hocico) antes de reemprender la marcha calle abajo.

A lo largo del camino y a una distancia prudente había muchos guardias de Keenan, sorteando gente en las aceras, apoyados en las ruinosas fachadas de los edificios de aquella parte de la ciudad; y de algún modo todos se las arreglaban para impedir que el borde de sus largos abrigos arrastrase por el mugriento suelo.

Donia sacudió la cabeza y se giró hacia Keenan.

Él le sonrió.

Durante un momento ella se olvidó de todo: de la traición de Keenan, de sus sospechas sobre Beira, del penoso frío. «Es tan bello como cuando nos conocimos —pensó—. Yo estoy pálida y espantosa, pero él sigue siendo divino». Apartó los ojos de él y apretó el paso.

Keenan se mantuvo a su lado, procurando ajustar su ritmo al de ella.

—Donia, ¿has hablado con Aislinn?

—He hablado con Aislinn. —Pensó de nuevo en lo que casi había ocurrido, en lo que podría haber ocurrido si ella no hubiese estado allí. No se lo contaría a Keenan—. La chica es amable, buena… demasiado buena para ti.

—También lo eras tú. —La besó en la mejilla y sus labios le produjeron una leve quemadura—. Y aún lo eres.

—Hijo de puta.

Le dio un empujón, sin importarle que se le abrasara la palma al tocarlo.

Él se puso una mano en el hombro para derretir el hielo que se había formado con el contacto de Donia, que se resquebrajó bajo sus dedos.

—Eso es sólo porque Beira asesinó a mi padre.

Keenan continuó andando junto a Donia hasta la entrada de un callejón cerrado con una barricada. En el trayecto, ella no había dicho nada, no le había ofrecido la menor muestra de cortesía básica. Incluso después de tantos años, el desdén de su rostro le seguía doliendo.

Al fin se colocó delante de ella para bloquearle el paso.

—Has visto a Beira.

La joven no contestó, aunque aquello tampoco era una pregunta.

—¿Qué quería? —exigió Keenan.

Ella lo rodeó y se encaminó hacia la cochera de trenes.

—Nada de lo que yo pueda encargarme.

Estaba ocultando algo. Keenan podía ver la tensión de sus manos, y cómo contenía ligeramente la respiración.

La siguió.

—Me parece un poco raro que Beira vaya a tu casa sólo para hacerte una visita. Creía que no te gustaba tenerla cerca.

—No es mucho peor que verte a ti, pero de algún modo logro soportarlo.

Donia se detuvo, y se recostó contra uno de los edificios ennegrecidos por el humo de los trenes; cerró los ojos y respiró hondo. Sasha se echó a sus pies.

Como había sido mortal, estar tan próxima al hierro no le resultaba tan duro como a la mayoría de los elfos, pero aun así le dolía. Sasha era inmune al hierro; Donia pensó que, de lo contrario, ni se hubiera acercado hasta allí.

Los guardias intentaba mantener las distancias, aunque hallarse cerca de tal cantidad de hierro no dejaba de resultarles doloroso. Keenan les indicó con un gesto que se alejaran un poco más.

—Donia. —Alargó la mano hacia la de ella, pero no se la tomó. Su contacto podría hacerle más daño que el hierro. En lugar de eso colocó las manos en la pared, una a cada lado de la joven, cubriendo con las palmas parte de los grafitos del muro, formando una especie de celda con los brazos—. ¿Por qué vienes aquí?

—Para recordarme a mí misma lo que he perdido. —Abrió los ojos y le sostuvo la mirada—. Para recordarme que no debo confiar en ninguno de vosotros.

Keenan hizo una mueca ante su mirada acusatoria, ante la repetida discusión que duraba décadas.

—No te mentí.

—Tampoco me dijiste la verdad.

Volvió a cerrar los ojos.

Ambos permanecieron callados unos minutos. El frío aliento de Donia se mezcló con el cálido de Keenan en el pequeño espacio que los separaba y se elevó como una columna de vapor.

—Márchate, Keenan. Hoy no me gustas más de lo que me gustabas ayer, o anteayer, o el…

—Pues tú todavía me gustas —la interrumpió él—. Eso es lo bonito de todo esto, ¿no crees? Todavía te echo de menos. Todas y cada una de las veces que hacemos esto, Donia. —Bajó la voz para ocultar lo cerca que estaba de sentirse en carne viva—. Te echo de menos.

Ella ni siquiera abrió los ojos para mirarlo.

«Todo el amor que pudo haber sentido murió hace décadas —se dijo Keenan—. Si las cosas fueran diferentes… Pero no lo son». Sacudió la cabeza. Donia no era la Esperada. Era una de las chicas que él jamás tendría. Necesitaba pensar en cómo aproximarse más a Aislinn, no en la mujer que había amado y perdido.

Suspiró.

—¿Vas a contarme qué quería Beira?

Donia lo miró por fin, y le acercó tanto la cara que él notó en los labios las palabras de su respuesta.

—Beira quiere lo mismo que tú: que yo haga todo lo que se le antoje.

Keenan retrocedió un paso.

—Maldita sea, Donia, yo no quiero…

—Cállate, Keenan. Cállate. —Se separó de la pared—. Beira quiere que convenza a Aislinn de que no confíe en ti. Sólo fue una charlita estimulante por si me había olvidado de cuál es mi trabajo.

Le ocultaba algo: Beira no iría a visitarla sólo para eso. Evan, el hombre de serbal que vigilaba a la joven, le había dicho que ella estaba aterrorizada cuando la Reina del Invierno se marchó.

«Aterrorizada, pero no confía lo bastante en mí para contarme la razón. Sin embargo, ¿por qué habría de hacerlo?». Se dispuso a seguirla para intentarlo de nuevo.

—Por favor. —La voz de Donia se quebró—. Hoy no. Déjame sola.

Y se alejó en dirección al hangar, más cerca, tan cerca como podía sin sufrir un colapso.

No había nada que Keenan pudiese hacer para detenerla, para ayudarla. Así que se quedó mirándola hasta que ella desapareció detrás de un muro.

Al caer la noche, Donia ya se había recuperado, pero se sentía fatigada por haber estado en aquella cochera, de modo que se paró a descansar en la fuente de Willow, a una manzana de la casa de Aislinn. Había mandado a Sasha a dar una vuelta, pues no quería pedirle que se quedase sentado cuando a él le apetecía corretear.

Las crudas luces de la calle se reflejaban en la superficie de la fuente, proyectando sombras moradas en el suelo. Un viejo con un saxo tocaba para la gente que pasaba. Donia estiró las piernas en el banco, disfrutando de las sombras, escuchando al saxofonista y pensando.

De su charla con la chica esqueleto en la biblioteca sólo había sacado en claro que nadie quería hablar. Ni los elfos de Beira ni los elfos oscuros de Irial (que trabajaban estrechamente con la Corte Invernal) admitirían estar involucrados. Los elfos solitarios sólo decían que no se encontraban cómodos en el parque. La falta de respuestas era respuesta suficiente: por orden suya o con su consentimiento, la Reina del Invierno estaba interfiriendo.

«Beira cree que esta chica es diferente».

El viejo tocó otro tema melancólico. Donia cambió de posición, estirándose aún más, gozando de su soledad, acariciando la breve ilusión de ser parte de la humanidad. Jamás volvería a ser humana. Ya no pertenecía al mundo mortal, y nunca volvería a pertenecer a él. Aún le dolía pensar en lo que había dejado atrás por Keenan. Cuando la próxima chica recogiese el bastón de mando, ella se convertiría en una simple elfa más… sin obligaciones con ninguna de las Cortes, sin responsabilidades, sin un lugar al que pertenecer.

Todavía deseaba formar parte de algo. Una vez había creído pertenecer a Keenan. Cuando lo conoció (antes de saber quién era), él la llevó a escuchar una actuación de la banda de sus amigos. Incluso le compró un vestido: un modelito minúsculo y corto, con tiras de cuentas colgando que se balanceaban al bailar. ¡Y los dos habían bailado!

La banda no se parecía a ninguna que ella hubiese visto antes: tres hombres altos y delgados acariciaban las canciones que arrancaban de sus instrumentos de viento, mientras una mujer con una voz sensual cantaba suavemente al público, prometiéndoselo todo con sus palabras y con su cuerpo. Había otros, como un tipo corpulento con unos dedos que pulsaban las teclas del piano como si lo estuviesen mimando delicadamente. Cuando tocaban, ¡guau!, era como si inyectasen pura emoción a sus instrumentos. Nada le resultaba tan dichoso como oírlos tocar… nada excepto moverse por la pista de baile entre los brazos de Keenan. Nada le resultaría tan dichoso jamás.

Sacudiéndose la nostalgia, Donia cerró los ojos y escuchó al saxofonista que tenía delante. Su melodía era sosa comparada con la banda élfica de sus recuerdos, pero felizmente mortal. En su canción no había artimañas, ni mentiras entretejidas en sus notas. Tenía defectos, y por eso mismo era más deliciosa.

Se echó a reír ante lo absurdo de aquello: podía oír la música más perfecta cualquier día, elfos con voces de pureza incomparable, pero un humano de talento mediocre que tocaba en el parque por unas monedas la complacía mucho más.

Oyó la voz de Aislinn, cautelosa y débil:

—¿Donia?

—¿Hum?

La muchacha era precavida, mucho más de lo que era Donia cuando la Dama del Invierno y el Rey del Verano habían jugado con ella. «Necesitará algo más que precaución —pensó—, sobre todo si es la Esperada que Keenan está buscando».

—Estábamos dando un paseo y te hemos visto. Sasha no está aquí, así que he pensado… —La voz de Aislinn se fue apagando—. ¿Ya ha vuelto?

Sasha está bien. Ven, siéntate conmigo.

Mantuvo los ojos cerrados, pero volvió la cabeza para sonreír en su dirección. El mortal que acompañaba a Aislinn no habló, pero Donia percibió los latidos de su corazón cuando se colocó protectoramente junto a la muchacha.

—No queríamos… —empezó Aislinn.

—Quédate. Relájate conmigo. Nos irá bien a las dos.

Y era cierto. Cada vez que Keenan le susurraba sus superficiales palabras, sus protestas y sus recuerdos de lo que ambos habían vivido en el pasado, lo que ella no volvería a vivir, siempre se sentía indispuesta. Si hubieran estado en pleno invierno, él no habría podido incordiarla, pero de primavera a otoño andaba por ahí a su aire, atormentándola con su simple presencia. No le importaba haberla tentado con promesas vacías; no se acordaba de que le había arrebatado la mortalidad. Hasta que otra chica estuviese dispuesta a creerlo, ella estaba atrapada… viendo cómo Keenan hacía que se enamorasen de él, y sabiendo que las que escogían no arriesgarse al frío compartían el lecho con el rey.

Todas habían rechazado correr el riesgo, y habían elegido en cambio convertirse en Ninfas del Verano, negándose a recoger el bastón de mando. «Yo lo amo… lo amaba lo bastante para arriesgarme al frío; ellas no». Y ahora eran ellas quienes poseían a Keenan.

—¿Ash?

El mortal señaló a unas personas que lo llamaban; llevaban tantos piercings como él.

—Estaré bien aquí —murmuró ella con una débil sonrisa y cruzando los brazos sobre el pecho.

—Cuando quieras irte me llamas, ¿vale?

Dio la impresión de que Seth prefería quedarse a su lado, pero Aislinn le hizo un gesto para que se fuera y lo observó alejarse por un lado de la fuente.

Dentro de la fuente había unos jóvenes kelpies jugando. Como la mayoría de los elfos acuáticos, los kelpies apenas se preocupaban por el resto de elfos del parque. A Donia seguían produciéndole desasosiego, pues se alimentaban de los mortales en cuanto se les presentaba la menor oportunidad, apurando sus últimos alientos, convirtiendo de algún modo la muerte en algo sexual. Ni siquiera la Corte Oscura de Irial la perturbaba tanto.

Por supuesto, Seth, como la mayor parte de los mortales, no vio a los kelpies, pero cuando pasó por su lado, ellos se detuvieron y lo observaron con esa avidez suya tan sobrecogedora. Podían ver la pasión del joven, percibirla de alguna manera, o no lo habrían observado de esa forma.

Aislinn también lo seguía con la mirada. Se le aceleró la respiración y se le enrojecieron las mejillas. Por lo visto, su disposición a separarse de él había sido puro teatro para convencerlo. No habló, no se relajó.

Apenas habían transcurrido unos minutos cuando anunció:

—No puedo quedarme aquí.

—¿Aún estás nerviosa por el asalto?

Donia también se sentía bastante inquieta al respecto, pero por razones muy diferentes. Si Beira supiera sus sospechas de que había quebrantado las normas, si Keenan supiera sus sospechas de que aquella joven mortal era la perdida Reina del Verano… «Volvería a estar atrapada en medio de los dos», se dijo. Ya nada sería sencillo. Aunque tampoco lo era desde hacía muchísimo tiempo.

A su lado, Aislinn se estremeció. Miraba fijamente la fuente, o quizá más allá, donde estaba su mortal.

—Supongo que me ha afectado un poco. Me parece irreal, ¿sabes? Y la clase de cosas que salen por la noche…

Donia se incorporó.

—¿Cosas?

Era extraño que hubiese elegido esa palabra, y el gesto de Aislinn mientras miraba hacia donde se hallaban los kelpies resultaba igualmente extraño.

¿Podía verlos? Eso sería de lo más inesperado. Había historias sobre mortales con visión, pero Donia jamás se había tropezado con ninguno.

Con una voz rara y un poco burlona, Aislinn dijo:

—Hoy en día no sólo son malos los tíos con pinta de serlo. Incluso los más guapos pueden ser espantosos. No confíes en ellos sólo porque sean guapos.

Donia se echó a reír fríamente, y en ese momento sonó como si fuera una perfecta criatura de Beira.

—¿Dónde estabas cuando necesité ese consejo? Yo estuve saliendo con el peor error que una chica puede cometer.

—No te olvides de señalármelo si lo ves por ahí.

Aislinn se puso en pie y se colgó el bolso del hombro.

Y con sólo ese gesto, Seth, atento al parecer al menor de sus movimientos se encaminó hacia ella.

Donia les sonrió, y deseó tener a alguien que la esperase del mismo modo… como Keenan había hecho una vez.

—Gracias de nuevo por rescatarme.

Tras despedirse, Aislinn se alejó, y se encaminó directamente hacia las esqueléticas hermanas Scrimshaw, que se deslizaban por el suelo con su conocida belleza macabra.

«Si puede verlas, se desviará», pensó Donia.

No lo hizo. Aislinn continuó andando en la misma dirección, hasta que una de las Scrimshaw se apartó de su camino en el último segundo.

«Los mortales no ven a los elfos». Donia sonrió con ironía; si los vieran, Keenan jamás habría convencido a ninguna joven de que confiara en él.