Capítulo 5

«Estos seres subterráneos tienen controversias, dudas, discusiones, enemistades y divisiones entre grupos».

La comunidad secreta, Robert Kirk y Andrew Lang (1893).

Donia supo que Beira se acercaba cuando el viento cambió y envolvió su casa con una oleada de penetrante frío. «Como si pudiera ser otra persona», pensó.

Nadie la visitaba pese al emplazamiento de su casita: fuera de la ciudad sobrecargada de hierro, en una de las pocas áreas arboladas próximas a Huntsdale. Cuando Keenan escogió Huntsdale, todos lo habían seguido para instalarse en los hogares de la población, a esperar. Al elegir su casita de campo, Donia había pensado —deseado— que los elfos pudieran celebrar sus juergas entre aquellos árboles, pero eso no sucedió. Nadie se le acercaba, como si Keenan todavía tuviese algún derecho sobre ella. Ni siquiera pasaban por allí los distintos representantes de las cortes élficas; los únicos que se atrevían a hacerlo eran los soberanos de las cortes Estival e Invernal.

Donia abrió y dio un paso atrás. «Es absurdo fingir que no sé que está aquí», se dijo.

Beira sopló a través de la puerta, posando en el umbral como una antigua vampiresa cinematográfica. Tras unos besos al aire y unos cumplidos artificiales, se recostó en el sofá, cruzó los tobillos y dejó sus delicados pies colgando por el borde. Su imagen de mujer fatal sólo quedaba estropeada por el burdo bastón de mando que sujetaba con ligereza.

—Estaba pensando en ti, querida.

—Estoy segura.

El báculo ya no suponía ningún peligro para ella, pero Donia se apartó. Se apoyó contra la pared de piedra, junto a la chimenea. El calor le penetró en la piel, aunque no lo suficiente para mitigar el frío que la embargaba, pero era mejor que sentarse cerca de la fuente de aquella horrorosa gelidez.

El frío jamás molestaba a Beira: era lo que la constituía y, por tanto, podía controlarlo. Donia lo llevaba en su interior, pero no a gusto, no sin anhelar la calidez. Beira no deseaba calor, se regodeaba en el frío, lo usaba como una nube de perfume helado… sobre todo cuando hacía sufrir a otros.

—Mi niño ha ido a verme esta tarde —dijo con su habitual tono de aparente despreocupación.

—Me imaginaba que lo haría.

Donia trató de mantener la voz firme, pero, a pesar de las décadas de entrenamiento, se le escapó un deje de inquietud. Cruzó los brazos sobre el pecho, azorada por seguir preocupándose por Keenan.

Beira sonrió ante la reacción de la joven y dejó que la pausa se prolongara de manera incómoda. Al cabo, sin dejar de sonreír, alargó la mano libre como si en ella fuese a materializarse una copa. No ocurrió. Con un suspiro de resignación, miró alrededor.

—¿Sigues sin tener criados?

—Así es.

—En serio, tesorito, deberías agenciarte unos cuantos. Las elfinas del bosque son muy obedientes. En cambio, no soporto a los brownies. —Hizo una mueca desagradable—. Son espantosamente independientes. Podría prestarte algunas de mis sirvientas para que te echen una mano.

—¿Y para que me espíen?

—Bueno, sí, claro, pero eso es un detalle secundario. —Agitó una mano para quitarle importancia—. Este lugar es… miserable, en serio. Es mucho peor que el último, el de aquella pequeña ciudad… ¿O aquel era de otra de las amantes descartadas de mi hijo? Es muy difícil acordarse.

Donia no cayó en la trampa.

—Es un lugar limpio.

—Pero aun así es aburrido. No tiene estilo. —Beira deslizó los dedos por los grabados realizados hechos con arena en la mesa toscamente labrada que había junto al sofá—. Esto ni siquiera es de tu época. —Alzó un pequeño fetiche que representaba un oso con la pata derecha levantada y las zarpas extendidas—. Esto es obra de Liseli, ¿no?

La joven asintió, aunque no era necesario. Beira sabía perfectamente de quién era la obra, y le irritaba que Liseli continuara visitando a Donia… y a Keenan. Llevaba unos años sin hacerlo, pero volvería a aparecer. Desde que se libró de cargar con el frío de Beira, Liseli se dedicaba a recorrer el mundo; a menudo elegía regiones desérticas, donde no había posibilidad de encontrarse con Beira ni con otros personajes de su catadura. Cada pocos años iba a recordarle a Donia que el frío no duraría siempre, aunque muchas veces a ella le pareciera que sí.

—¿Y esos horribles pantalones andrajosos que te empeñas en usar?

—Son de Rika. Tenemos la misma talla.

Hacía más de dos décadas que Rika no la visitaba, pero es que era una joven extraña: se sentía más cómoda cargando con el frío que con la idea de ser la reina de Keenan. Todas ellas eran diferentes. Lo único que las Damas del Invierno tenían en común era su gran fuerza de voluntad. Mucho mejor que compartir características con las insulsas Ninfas del Verano, que iban tras Keenan como crías.

Beira aguardó expectante mientras Donia intentaba no demostrar impaciencia.

Al final la joven se rindió:

—¿Tienes alguna razón para venir a visitarme?

—Yo tengo razones para todo.

Se le acercó y le puso una mano en la parte baja de la espalda.

Donia ni se molestó en pedirle que la retirara; eso sólo serviría para incitarla a hacerlo más a menudo en el futuro.

—¿Y vas a decirme de qué se trata?

—Eres peor que mi hijo —replicó Beira chasqueando la lengua—. Aunque no tan temperamental. —Se le arrimó más y le deslizó los dedos por la cintura hasta acabar hundiéndoselos en la cadera—. Estarías mucho más guapa si te vistieses mejor. Y si hicieses algo para favorecer tu peinado.

Donia se separó con el pretexto de abrir la puerta trasera para que el frío creciente saliera. Le gustaría ser tan «temperamental» como Keenan, pero es que esa era la naturaleza del Rey del Verano. Él era tan impredecible como las tormentas estivales, voluble e imprevisible, y tan pronto se enfurecía como se echaba a reír. Pero no era el poder de Keenan el que la inundaba; era el frío de Beira que la había invadido al recoger la vara de mando hacía ya mucho tiempo. Si no hubiera sido así, si hubiese sido inmune a la gelidez de la Reina del Invierno, se habría unido a Keenan, habría logrado la eternidad con él. Pero el frío que albergaba el báculo la había invadido, la había consumido hasta convertirla en poco más que una prolongación viviente de éste. Donia aún no estaba muy segura de a quién profesaba más resentimiento: a Keenan, por convencerla de que la amaba, o a Beira, por aniquilar aquel sueño. Si de verdad él la hubiese amado lo suficiente, ¿no habría resultado la Esperada? ¿No se habría convertido en su reina?

Donia salió de la casa. Los árboles se alzaban retorciéndose hacia el cielo gris, en busca de la última pizca de sol. Desde algún lugar en la distancia se oían los resoplidos de los ciervos que recorrían la pequeña reserva natural que lindaba con su terreno. Eran unos suspiros familiares; unos sonidos reconfortantes. Debería haber sido idílico, pero no lo era. Nada resultaba pacífico cuando el juego comenzaba.

Entre las sombras vio a una veintena de lacayos de Keenan. Hombres de serbal, elfos zorrunos y otros soldados de la Corte Estival; incluso aquellos de aspecto casi mortal seguían pareciéndole extraños tras décadas soportando su presencia. Siempre estaban allí, observándola, para comunicarle a Keenan todos y cada uno de sus movimientos. Daba igual que ella le hubiese dicho en incontables ocasiones que quería que se marcharan. Daba igual que se sintiese atrapada por su vigilancia.

—Así están establecidas las cosas, Don. La Dama del Invierno es responsabilidad mía. Siempre lo ha sido. —Intentó tomarla de la mano, entrelazar sus dedos (que ya resultaban dolorosos) a los de ella.

Donia se apartó.

—Ya no. Hablo en serio, Keenan. Deshazte de ellos, o lo haré yo.

Él no se quedó a verla llorar, pero ella sabía que la oiría. Como todos la oyeron.

Pero él no la escuchó. Estaba demasiado habituado a la cooperación de Rika, a que todo el mundo le rindiera pleitesía. De modo que Donia congeló a unos cuantos guardias durante la primera década. Si se le acercaban demasiado, los cubría con una gruesa capa de escarcha hasta que no podían moverse. La mayor parte se recuperaba, pero no todos.

Keenan se limitaba a enviar más lacayos. Ni siquiera protestaba. Por muy mal que Donia lo tratase, él insistía en mandar más soldados a velar por ella. Y ella seguía atacando, congelándolos, hasta que al fin Keenan ordenó al siguiente relevo de guardias que se quedasen para mayor seguridad cerca de los árboles más lejanos o que se encaramasen a las ramas del tejo y el roble. De algún modo, era un progreso.

Beira salió y se colocó hombro con hombro junto a Donia.

—Continúan vigilando. Obedientes peones que mi hijo manda para que te cuiden.

—Te han visto llegar. Keenan lo sabrá.

En lugar de volverse hacia Beira, clavó la mirada en un joven hombre de serbal que nunca guardaba tanta distancia como sus compañeros.

Él le guiñó un ojo. En las últimas décadas, casi nunca había abandonado su puesto ante la casa. Los otros rotaban, entraban y salían, constantes en número pero no en su semblante. El hombre de serbal era distinto. Aunque nunca cruzaban más que un puñado de palabras, Donia lo consideraba casi un amigo.

—Sin duda. Pero no ahora mismo. —Beira se echó a reír; y fue un sonido espantoso, como el de cuervos disputándose una carroña—. El pobrecito está inconsciente.

Fingir que no estaba preocupada jamás funcionaba, mostrar su inquietud jamás funcionaba; así que Donia miró hacia los arbustos y procuró cambiar de tema antes de preguntar cómo se encontraba Keenan.

—¿Y dónde están hoy tus sirvientes?

Beira hizo un gesto en dirección al bosquecillo de árboles.

Entonces aparecieron: un trío de enormes y lanudas cabras negras rodearon los árboles llevando a lomos a tres de las fieles arpías de Beira. Aunque eran unos seres marchitos (semejaban meras carcasas de mujer), las arpías eran inusitadamente fuertes, capaces de arrancarle incluso las extremidades al más veterano trol de las montañas. A Donia le daban pavor cuando cacareaban como gallinas alborotadas y se pavoneaban por el jardín, como si desafiaran a los guardias de Keenan a aproximarse.

Donia fue hasta la barandilla del porche, lejos de Beira, más cerca de las lamentables mujeres que servían a la Reina del Invierno.

—Estás preciosa, Agatha.

Agatha le escupió.

Era una insensatez provocarlas, pero Donia lo hacía siempre que aparecían por allí. Tenía que demostrar, a los demás y a sí misma, que no se sentía intimidada.

—¿Os dais cuenta de que no sois vosotras quienes mantienen a raya a los guardias?

Por supuesto, tampoco era su amenaza lo que hacía que los soldados mantuviesen las distancias. Si Keenan les dijera que se aproximaran, lo harían. Los deseos de Donia no valían nada. Las heridas o la muerte de los lacayos no importaban nada. A ellos sólo les movía la voluntad de su señor.

Las arpías la miraron con mala cara, pero no replicaron. Al igual que los guardias de Keenan, la servidumbre de Beira se mantenía lejos de Donia. Nadie, salvo su propio hijo, quería contrariar a la Reina del Invierno.

«Hablando de familias disfuncionales…», ironizó ella para sus adentros. Tanto Keenan como Beira la protegían, como si el otro fuera una amenaza peor.

Al ver que las arpías se negaban a responder, Donia se volvió hacia Beira.

—Estoy cansada. ¿Qué quieres?

Por un momento pensó que había sido demasiado brusca, y que Beira arremetería contra ella. La Reina del Invierno solía ser tan calculadora como caprichoso era Keenan pero, cuando le daba rienda suelta, su genio podía resultar horripilante.

Beira sólo sonrió, con una sonrisa característicamente temible, pero menos peligrosa que su furia.

—Hay quienes querrían ver feliz a Keenan, que encontrase a la chica que comparta el trono con él. Yo no me cuento entre ellos.

Dejó salir todo el peso de su frío, que golpeó a Donia de tal modo que le pareció estar hundiéndose en medio de un glaciar. Si aún fuese mortal, aquello la habría matado.

Beira alzó la mano casi inerte de la joven y la cerró alrededor del bastón de mando con su propia y gélida mano. Aquello no provocó nada, no cambió nada, pero con el simple contacto de la madera la asaltaron recuerdos de los primeros años, cuando la herida aún estaba en carne viva.

Mientras Donia luchaba por respirar, Beira continuó:

—Impide que la nueva chica recoja el bastón y yo retiraré mi frío de tu interior… te libraré de él. Mi hijo no puede ofrecerte esa libertad. Yo sí. —Deslizó una uña hasta el pecho de la joven, como remedo perverso de una caricia—. O, si lo prefieres, podríamos ver cuánto frío puedo sacarte de encima antes de que te consuma.

Donia tenía la capacidad de dirigir el frío, pero no de contenerlo. Respondiendo al contacto de Beira, el frío no cesaba de brotar, dejando bien claro quién ostentaba el poder.

—Sé cuál es mi lugar —contestó Donia con voz quebrada—. He de convencer a la chica de que no confíe en Keenan. Accedí a hacerlo cuando recogí el báculo.

—No fracases. Miente. Engaña. Lo que sea. No permitas que la chica toque el báculo.

Abrió la mano sobre el pecho de la joven y dobló un poco los dedos, clavándole las uñas en la piel a través de la blusa.

—¿Qué…?

Donia dio un traspié, tratando de alejarse de Beira sin enfurecerla más, tratando de centrar sus ideas.

Había normas. Todos las conocían. En lo que respectaba a Keenan, eran un incordio, pero ahí estaban. Lo que Beira sugería suponía desobedecerlas.

La soberana soltó la vara de mando, rodeó a Donia con el brazo para sujetarla, y susurró:

—Si me fallas, mi poder puede arrebatar tu cuerpo. Keenan no podrá evitarlo. Serás un espectro, una sombra errante, más fría incluso de lo que puedas llegar a imaginar. Piensa en eso.

Y se separó de ella.

Donia se tambaleó; sólo se mantenía en pie por el bastón que seguía sujetando. Lo soltó de golpe, asqueada de sentirlo en sus manos, por recordar el dolor de la primera vez que lo tocó y la desesperación cada vez que una nueva mortal rechazaba tomarlo. Se aferró a la barandilla del porche y trató de erguirse. No lo logró.

—Bueno, mariposa, me voy.

Beira recuperó su bastón, se despidió de los guardias de Keenan agitando los dedos y desapareció en la oscuridad con sus arpías.

Cuando Keenan despertó, Beira estaba sentada en una mecedora junto a la cama, con un cesto de retales a sus pies y una aguja en la mano.

—¿Estás haciendo una colcha? —Keenan tosió para aclararse la garganta. Le escocía por el hielo que había tragado cuando su madre lo congeló—. ¿No es un poco excesivo, incluso para ti?

Ella alzó los retales que había unido.

—¿Eso crees? Soy bastante buena.

Keenan se incorporó. Tenía encima un montón de gruesas pieles, algunas todavía ensangrentadas.

—Al menos es una visión mucho mejor que la de tus auténticas aficiones.

Beira soltó la aguja para agitar la mano con un gesto displicente. La aguja continuó sola dando puntadas a la tela.

—La chica nueva no es la Esperada —aseguró.

—Podría serlo. —Keenan pensó en Aislinn y en el patente control de sus emociones—. Es la chica con la que soñé…

Una sirvienta zorro entró con una bandeja de bebidas calientes y sopa humeante. La dejó en una mesita baja junto a la cama.

—También lo eran las otras, tesoro. —Beira suspiró y volvió a arrellanarse en la mecedora—. Ya sabes que no quiero pelear contigo. Si yo hubiese sabido lo que iba a ocurrir… Fuiste concebido aquel preciso día. ¿Cómo podía saber que sucedería esto cuando lo maté? Ni siquiera sabía que tú ya estabas de camino.

Eso no explicaba por qué Beira había inmovilizado los poderes de su hijo, ni por qué había utilizado el hecho de que tuviesen la misma sangre para que la Corte Oscura lo maldijese. Ella jamás daba explicaciones al respecto, sólo sobre el origen del sometimiento de Keenan, no sobre el modo en que lo había sometido.

Keenan tomó una humeante taza de chocolate. El calor resultaba de lo más gratificante en sus manos, y en su garganta más todavía.

—Limítate a contarme quién es ella —dijo. Al ver que Beira no respondía, continuó—: Podemos llegar a un compromiso. Dividir el año, dividir las regiones, tal como eran las cosas cuando vivía mi padre.

Apuró la taza y tomó otra, sólo para sentir el calor en las manos.

Entonces Beira se echó a reír, formando una pequeña tormenta de nieve que giró en espiral por la habitación.

—¿Renunciar a todo? ¿Marchitarme como una arpía? ¿Por qué razón?

—Qué te parece por mí y porque es lo correcto. O porque… —Puso los pies sobre el suelo, y se estremeció cuando quedaron hundidos en un montoncito de nieve. En ocasiones las viejas tradiciones eran lo peor, simples frases que llevaban siglos intercambiando como un guión—. Porque he de preguntarlo. Ya lo sabes.

Beira volvió a cerrar los dedos sobre la aguja y la clavó en la tela.

—Lo sé. Tu padre también lo preguntaba siempre. Seguía todas las normas al pie de la letra. Él era así… —añadió haciendo una mueca, y sacó otro retal del cesto—. De lo más previsible.

—Los mortales pasan más hambre cada año. El frío hiela las cosechas. La gente muere. —Keenan respiró hondo y tosió de nuevo. El aire de la habitación era gélido. Ahora que estaba debilitado, cuanto más tiempo pasara en presencia de Beira, más le costaría recuperarse después—. Necesitan más sol. Necesitan un Rey del Verano como es debido.

—Eso no es asunto mío. —Dejó la labor en el cesto y le dio la espalda para marcharse. Se detuvo en la puerta—. Ya conoces las reglas.

—Claro. Las reglas… —Reglas hechas a favor de Beira en las que él llevaba siglos atrapado—. Sí, ya las conozco.