«Cuando tú te conviertas en Rey del Verano, ella se convertirá en tu reina. Eso lo sabe bien tu madre, la reina Beira, y es su deseo mantenerte alejado de aquella para que su propio reinado se prolongue».
Historias maravillosas de la mitología y las leyendas escocesas, Donald Alexander Mackenzie (1917).
En las afueras de Huntsdale, ante una magnífica mansión victoriana que ningún agente inmobiliario había logrado vender, ni recordar haberle enseñado a unos posibles clientes, Keenan levantó la mano y titubeó. Se detuvo, contemplando el jardín repleto de espinos, donde figuras silenciosas se movían de manera tan fluida como las sombras que danzaban bajo los árboles cubiertos de escarcha. En aquel lugar jamás se fundía el hielo, ni jamás lo haría, pero los mortales que pasaban por la calle sólo veían sombras. En el caso de que se atrevieran a mirar, apartaban la vista. Ningún mortal (ni ningún elfo) ponía el pie en la gélida propiedad de Beira sin su consentimiento. Aquella casa era cualquier cosa menos una invitación a entrar.
A espaldas de Keenan pasaban los coches, y los neumáticos transformaban la nieve semiderretida en una papilla sucia y grisácea, pero el sonido quedaba ahogado por el frío casi tangible que envolvía el hogar de Beira como una mortaja. Respirar resultaba doloroso.
«Bienvenido a casa».
Por supuesto, allí nunca se había sentido como en casa, aunque, por otro lado, tampoco con Beira se sentía como con una madre. Dentro de los dominios maternos, el propio aire le hacía daño y minaba la poca fortaleza que le quedaba. Trató de resistirse, pero hasta que heredara su poder completo, Beira podría doblegarlo; cosa que hacía cada vez que la visitaba.
«Quizá Aislinn sea la Esperada —pensó—. Quizá con ella cambien las cosas».
Keenan se preparó y llamó.
Beira abrió de par en par. En la mano libre sostenía una bandeja de humeantes galletas de chocolate. Se inclinó hacia delante y besó el aire cerca del rostro de su hijo.
—¿Galletas, querido?
Tenía el mismo aspecto que lucía en aquellas deplorables reuniones celebradas durante el último medio siglo: como una parodia de la personificación de la maternidad vista por los mortales, llevaba puesto un modesto vestido de flores, delantal de volantes y un collar de perlas de una vuelta. Y el pelo recogido en un alto moño.
Beira balanceó un poco la bandeja.
—Recién salidas del horno. Sólo para ti.
—No me apetecen.
Sin hacerle más caso, Keenan entró en la casa.
Beira la había redecorado de nuevo, con lo que resultaba una especie de pesadilla moderna: una brillante mesa plateada; sillas negras, rígidas e incómodas, y copias enmarcadas de fotografías en blanco y negro de asesinatos, ahorcamientos y escenas de tortura. Las paredes alternaban el blanco crudo y el negro mate, y tenían grandes diseños geométricos con los dos colores. En las imágenes enmarcadas, algunos elementos seleccionados (un vestido, labios, heridas sangrantes) estaban pintados a mano en color rojo. Esas salpicaduras morbosas suponían el único color auténtico de toda la sala. Aquel lugar encajaba mucho mejor con Beira que la ropa que ella se empeñaba en ponerse cuando su hijo la visitaba.
Detrás de la húmeda barra de bar se hallaba una elfina del bosque espantosamente magullada.
—¿Quiere beber algo, señor? —preguntó.
—Keenan, tesoro, dile a la chica lo que quieres. Yo he de ir a echar un vistazo al asado. —Beira se interrumpió, todavía con la bandeja de galletas en la mano—. Te quedas a cenar, ¿verdad, cariño?
—¿Tengo elección? —Sin contestar a la criada, fue hasta uno de los cuadros de la pared más lejana. En la imagen, una mujer de labios rojos como cerezas miraba fijamente desde el cadalso, junto a la horca. Detrás de ella había dunas escarpadas que parecían continuar interminablemente. Keenan se giró hacia Beira—. ¿Una de las tuyas?
—¿En el desierto? Querido, de verdad… —Bajó la vista sonrojándose y le dirigió una mirada coqueta mientras jugueteaba con el collar de perlas—. Incluso con todo el delicioso frío que he ido extendiendo en los últimos siglos, ese sitio sigue fuera de mi alcance. Por ahora. Pero es muy amable de tu parte que me lo preguntes.
Keenan fijó de nuevo su atención en la escena enmarcada. La chica lo miraba sin pestañear, y parecía desesperada. Se preguntó si habría muerto realmente o si sólo estaba posando para un fotógrafo.
—Bueno… ponte cómodo. Vuelvo en un segundo. Entonces podrás hablarme de tu nueva chica. Ya sabes cuánta ilusión me hacen estas reuniones.
Tarareando una de las nanas que le cantaba de pequeño (algo sobre dedos congelados), Beira se marchó a controlar el asado.
Keenan sabía que, si iba tras ella, se encontraría una manada de desdichadas elfinas del bosque trajinando afanosas en aquella cocina tan grande como la de un restaurante. La actuación empalagosamente dulce de Beira no incluía cocinar de verdad, tan sólo daba la imagen de la clase de madre que cocina.
—¿Algo de beber, señor? —La elfina se le acercó con dos bandejas: una con leche, té, cacao caliente y un surtido de bebidas nutritivas envasadas; en la otra, palitos de zanahoria, apio, manzanas y otros alimentos igualmente terrestres—. Su madre ha insistido en que tome un aperitivo sano. —Miró hacia la cocina—. No es muy sensato enfurecer a la señora.
Keenan tomó una taza de té y una manzana.
—¿Eso crees?
Él había crecido en la Corte Invernal, así que estaba más que familiarizado con lo que les ocurría a aquellos que enfurecían (o incluso irritaban) a la Reina del Invierno. Pero iba a hacer todo lo posible para enfurecerla; al fin y al cabo, para eso había ido hasta allí.
—Ya está casi listo —anunció Beira al regresar. Se sentó en una de las horrorosas sillas y dio unas palmaditas en la más cercana—. Ven. Cuéntamelo todo.
Keenan se acomodó en la silla que quedaba frente a ella para mantener las distancias tanto como pudiera.
—Es una chica difícil, se ha resistido a mi primera aproximación. —Se detuvo, pensando en el miedo que había visto en los ojos de Aislinn. No era la respuesta que solía obtener de las jóvenes mortales—. No se ha fiado de mí.
—Ya. —Beira asintió, cruzó los tobillos y se inclinó hacia delante, la viva estampa de una madre cariñosa y compresiva—. Y… esto, ¿la anterior chica ha dado el visto bueno?
Sin apartar los ojos de su hijo, hizo una señal a la elfina del bosque, que de inmediato le tendió un vaso lleno de un líquido claro. Cuando Beira cerró los dedos sobre el vaso, por este se extendió la escarcha hasta dejarlo completamente recubierto de una fina capa blanca.
—Donia la ha aceptado.
Beira tamborileó con las uñas sobre el cristal.
—Estupendo, ¿y cómo está Dawn?
A Keenan le rechinaron los dientes: su madre conocía de sobra el nombre de Donia, quien llevaba ya como Dama del Invierno más de medio siglo, por lo que aquel falso lapsus bordeaba lo cómico.
—Donia está igual que hace décadas, madre. Enfadada conmigo. Cansada. Todo en lo que la has convertido.
La mujer alzó una mano de manicura perfecta para examinarla despreocupadamente.
—¿En lo que yo la he convertido? Oh, explícame eso.
—Es tu bastón de mando, tu atadura, tu traición, lo que inició este juego. Tú sabías lo que les sucedería a las jóvenes mortales cuando las alcanzase tu frío. Los mortales no están hechos para…
—Aaah, cielito, pero fuiste tú quien pidió que lo hiciese. Tú la elegiste a ella, y ella te eligió a ti. —Se reclinó en la silla, encantada por haber logrado enojarlo. Levantó la mano con la palma abierta, y el bastón de mando en cuestión fue flotando hasta ella, como recordatorio del poder que ejercía—. La muchacha podría haberse unido a tu círculo de Ninfas del Verano, pero pensó que por ti valía la pena arriesgarse. Arriesgarse al dolor que ahora sufre. —Chasqueó la lengua—. Qué triste, la verdad. Era una jovencita preciosa y llena de vida.
—Sigue siéndolo.
—¿En serio? —Bajó la voz hasta alcanzar un susurro teatral—: He oído que cada día está más débil. —Hizo una pausa y un mohín hipócrita—. Que no lo soporta. Sería una lástima que se consumiera.
—Donia se encuentra bien.
Keenan percibió el filo cortante de su propia voz, y sintió rabia de que su madre pudiese enfurecerlo tan fácilmente. La idea de que Donia se convirtiera en una sombra (moribunda, pero atrapada y muda para toda la eternidad) siempre despertaba su ira. Que un elfo muriese siempre era una tragedia, pues para los elfos no había vida después de la muerte. «Por eso lo menciona», pensó. Le resultaba de lo más incomprensible cómo su padre la había soportado el tiempo suficiente para concebirlo a él. Aquella mujer era exasperante.
Beira emitió una especie de ronroneo, casi un gruñido, desde lo más hondo de la garganta.
—No discutamos, querido. Estoy segura de que Diane estará bien hasta que la nueva chica se convenza de que mereces semejante sacrificio. Quizá incluso, enferma como está, esta vez ni siquiera trabaje en tu contra. Puede que hasta anime a la nueva a aceptarte en lugar de contarle todas esas historias espantosas sobre tus crueles intenciones.
—Donia hará su parte, y yo haré la mía. No va a cambiar nada hasta que encuentre a la Reina del Verano.
Keenan se puso en pie y se plantó ante su madre. No podía permitir que lo intimidara, por mucho que aún tuviese todo el poder y fuera capaz de matarlo si lo deseaba. Los reyes no se humillan; los reyes dan órdenes. Tal vez su propio poder estuviese maniatado, pues no era más que un aliento tibio frente al frío glacial de ella, pero seguía siendo el Rey del Verano. Seguía plantándole cara, y no podía dejar que ella lo menospreciase. A lo mejor debería incluso decírselo claramente.
—Sabes que la encontraré, madre. Alguna chica tomará el báculo y tu frío no la invadirá.
Beira dejó el vaso y alzó la mirada hacia su hijo.
—¿De verdad?
«Detesto esta parte». Keenan se inclinó y posó una mano a cada lado de la silla de Beira.
—Un día me haré con toda la fuerza del Rey del Verano, al igual que hizo mi padre. Tu reino llegará a su fin. Ya no habrá más frío en aumento. No más poder sin control ni barreras. —Bajó la voz con la esperanza de ocultar su temblor—. Entonces veremos cuál de los dos es realmente fuerte.
Ella permaneció un momento inmóvil y en silencio. Luego puso una de sus frías manos sobre el pecho de su hijo y empujó levemente. En la mano se formó una red de hielo que fue extendiéndose sobre su cuerpo y reptando por él, hasta que el joven sintió tanto dolor que no habría podido moverse aunque la Cacería Salvaje hubiera estado a punto de echársele encima.
—Qué discurso tan encantador. Cada vez resulta más entretenido… como uno de esos programas de televisión. —Lo besó en ambas mejillas, donde quedó la huella congelada de sus labios, para que su frío se le colara bajo la piel y le recordase que ella (no él, todavía no) tenía todo el poder—. Esa es una de las cosas buenas de nuestro pequeño acuerdo. Si tuviese que vérmelas con un rey de verdad, me perdería nuestros jueguecitos.
Keenan no respondió… no podía. Si se marchaba, ¿ocuparía otro su lugar? «La naturaleza aborrece el vacío». ¿Lograría el poder un nuevo rey, un rey sin ataduras? Beira se había mofado de él con esa idea: «Si lo que quieres es proteger a los mortales, acaba con esto. Deja que reine un auténtico monarca». Pero ¿acaso otro rey obtendría todo el poder si él fracasaba? No tenía modo de saberlo. Se tambaleó, lleno de odio hacia su madre, hacia toda la situación.
Entonces ella se acercó un poco y, echándole su gélido aliento, le susurró:
—Estoy convencida de que encontrarás a tu pequeña reina. Tal vez ya la hayas encontrado. Quizá fuese Siobhan, o aquella Eliza de hace unos siglos. Eliza era un encanto de muchacha. Habría sido una reina deliciosa, ¿no crees?
Keenan se estremeció, pues su cuerpo empezaba a ceder al frío. Trató de rechazarlo, de sacárselo de encima. «Soy el Rey del Verano —se dijo—. Beira no puede hacerme esto». Tragó saliva, concentrado en mantenerse erguido.
—Imagina, tras todo este tiempo, todos estos siglos, que ella ha estado justo entre los montones de chicas demasiado débiles para arriesgarse, o entre las demasiado tímidas para empuñar la vara de mando y averiguar la verdad.
Varias elfas zorra sirvientas entraron en la sala.
—La habitación de su hijo está lista, señora.
—El pobrecito está cansado. Y ha sido de lo más desagradable con su mamaíta. —Suspiró como si se sintiese realmente herida. Le puso un dedo a Keenan bajo el mentón y le echó la cabeza atrás—. Otra vez a la cama sin cenar. Quizás algún día seas capaz de permanecer despierto… —Le dio un beso en la barbilla—. Quizás.
Entonces, mientras las elfas zorra lo llevaban a la habitación que Beira había dispuesto para él, todo se volvió negro.