Capítulo 2

«[A los Sleagh Maith, o Gente Buena] nada terrestre los espantaba tanto como el frío hierro».

La comunidad secreta, Robert Kirk y Andrew Lang (1893).

Con lo nerviosa que estaba después de que el elfo la abordara, Aislinn no podía volver a casa. Cuando todo parecía en orden, la abuela no le imponía muchas restricciones, pero si llegara a sospechar que su nieta tenía problemas, la indulgencia se esfumaría. Aislinn no pensaba correr ese riesgo, no si podía evitarlo. Debía mantener el pánico bajo control.

Pero estaba aterrorizada, como no lo había estado en años, tanto que incluso echó a correr a lo largo de una manzana, con lo que atrajo a unos cuantos seguidores élficos. Al principio fueron varios en su persecución, hasta que uno de los elfos lobunos gruñó a los otros y lo dejaron…, todos excepto una hembra. Esta trotó a cuatro patas junto a Aislinn mientras subían por la Tercera Avenida. El cristalino pelaje de la chica lobo emitía una inquietante y atrayente melodía, que parecía arrullar al oyente para ganarse su confianza.

Aislinn redujo la marcha con la esperanza de desanimarla y con el deseo de detener aquella música. Pero no sirvió de nada.

Se concentró en el sonido de sus propios pasos sobre el pavimento, el de los coches que pasaban, el de un equipo de música con los graves demasiado fuertes, cualquier cosa excepto aquella melodía. Cuando doblaba la esquina en dirección a Crofter, el letrero de neón escarlata de El Nido del Cuervo se reflejó en el pelaje de la elfa y acentuó el rojo acebo de sus ojos. Como el resto del centro urbano de Huntsdale, el edificio que albergaba el mugriento pub mostraba cuánto había degenerado la ciudad. Las fachadas que se suponía que habían sido atractivas dejaban bien claro ahora su antigüedad y decadencia. En las aceras agrietadas y los solares abandonados brotaban los hierbajos y la maleza. Fuera del pub, cerca de la desierta cochera de trenes, los que pasaban trataban probablemente de conseguir drogas o iban en busca de algo que les adormeciese el cerebro. Una opción que Aislinn no podía costearse, aunque tampoco envidiaba su refugio químico.

Unas cuantas chicas que conocía la saludaron con la mano, pero no le hicieron gestos para que se quedara. Aislinn les devolvió el saludo con un movimiento de la cabeza y siguió andando a paso normal.

Ya casi había llegado.

Entonces apareció ante ella Glenn, uno de los amigos de Seth. Llevaba tantos piercings en la cara que Aislinn necesitaría tocarlos de uno en uno para poder contarlos todos.

A sus espaldas, la chica lobo se paseó de un lado a otro y giró sobre sí misma, acercándose tanto que el olor acre de su pelaje resultó sofocante y embriagador.

—Dile a Seth que sus altavoces han llegado —le pidió Glenn.

La chica lobo, aún a cuatro patas, empujó a Aislinn con la cabeza.

La muchacha trastabilló y se agarró al brazo de Glenn para no perder el equilibrio.

El chico alargó la mano cuando ella fue a separarse.

—¿Estás bien?

—Supongo que he corrido demasiado deprisa —contestó, obligándose a sonreír y dar la impresión de que se había quedado sin aire—. Intentaba mantenerme caliente, ¿sabes?

—Claro.

La mirada que le lanzó reflejaba algo familiar: incredulidad.

Cuando Aislinn iba a enfilar el atajo hasta la casa de Seth, se abrió la puerta de El Nido del Cuervo y se oyó una música discordante. Los tambores retumbaban incluso más veloces que su corazón desbocado.

Glenn carraspeó y señaló el callejón en penumbra que había junto al edificio.

—A Seth no le gustaría nada que fueras por aquí sola. Se llevaría un gran disgusto si te ocurriese algo.

Aislinn no podía decirle la verdad: que lo temible no eran los tipos que fumaban en aquel pasadizo, sino la elfa lobuna que gruñía a sus pies.

—Es temprano.

Glenn cruzó los brazos sobre el pecho y negó con la cabeza.

—De acuerdo.

La muchacha se apartó de la embocadura del callejón, del atajo que conducía a la seguridad de las paredes de acero de Seth.

Glenn se quedó mirándola hasta que volvió a la calle.

La chica lobo lanzó dentelladas al aire, a la altura de los tobillos de Aislinn, hasta que esta cedió al pavor y cubrió corriendo el resto del camino hasta la cochera de trenes.

A la entrada del solar de Seth, Aislinn se detuvo para recuperarse. Seth era bastante tranquilo, pero si la veía alterada podía ponerse realmente nervioso.

La chica lobo aulló cuando Aislinn recorrió los últimos metros que la separaban del tren, pero a la muchacha no le importó, ya no.

El tren de Seth era una preciosidad en muchos aspectos. «¿Cómo voy a sentirme mal aquí?», pensó. El exterior estaba decorado con murales que abarcaban todo el espectro artístico, desde el arte figurativo hasta el abstracto; bellos e inesperados, se fundían unos en otros por un collage que requería que el espectador diera sentido a las imágenes, que encontrara un orden tras un pastiche tan colorido. En uno de los pocos meses cálidos, Aislinn había estado sentada con Seth en su extraño jardín, examinando las pinturas, y comprendió que la belleza no residía en el orden, sino en la armonía inesperada.

«Igual que estar con Seth».

Los murales no eran lo único que decoraba el jardín: como árboles artificiales, a lo largo del perímetro se alzaba una serie de esculturas de metal creadas por Seth en los dos últimos años. Entre aquellas piezas (y en algunos casos enroscadas en ellas) había plantas de flor y arbustos. Pese a los estragos de los larguísimos meses de invierno, las plantas crecían con fuerza bajo el atento cuidado de Seth.

Con el corazón calmado por fin, Aislinn alzó la mano para llamar.

Antes de que lo hiciera, la puerta del vagón se abrió y Seth apareció en el umbral con una gran sonrisa. Las luces de la calle iluminaron los piercings de sus cejas y el aro de su labio inferior, dándole un aspecto que podía resultar algo intimidatorio. Cuando se movía, el cabello negro azulado le caía sobre la cara como diminutas flechas que apuntaran hacia los marcados pómulos.

—Ya empezaba a pensar que ibas a dejarme en la estacada.

—No sabía que estuvieras esperándome —replicó ella con una voz que deseó que sonara natural.

«Cada día está más sexy», pensó.

—No te esperaba. Sólo esperaba que vinieras. Como siempre. —Se frotó los brazos, apenas cubiertos con las mangas de una camiseta negra. No era corpulento, pero sus brazos (y el resto del cuerpo) estaban claramente definidos. Arqueó una ceja y preguntó—: ¿Vas a pasar o vas a quedarte ahí fuera?

—¿Hay alguien más?

—Estamos Boomer y yo.

En el interior silbó la tetera, y Seth entró diciendo en voz alta:

—He comprado un bocata. ¿Quieres medio?

—No, sólo un té.

Aislinn ya se encontraba mejor; estar cerca de él la hacía sentirse más segura. Seth era la calma personificada. Cuando sus padres se marcharon a una especie de misión y le entregaron todo lo que poseían, él no se fue de juerga. Aparte de comprar aquellos vagones de tren y transformarlos en algo semejante a una caravana, había actuado de manera bastante normal, saliendo con sus amigos y yendo de fiesta de vez en cuando. Hablaba de ir a la universidad, a la escuela de Bellas Artes, pero no tenía prisa.

Aislinn sorteó los montones de libros que había por el suelo: Chaucer y Nietzsche reposaban junto a los Edda; el Kama Sutra estaba apoyado contra la Historia mundial de la arquitectura y una novela de Clare Dunkle. Seth leía de todo.

—Aparta a Boomer. Hoy está pasota.

Seth señaló a la boa que dormitaba sobre una de las butacas ergonómicas que había en la parte delantera del tren: la sala de reuniones. Las butacas, una verde y otra naranja chillón, se curvaban como una letra C. No tenían brazos, así que podías sentarte con las piernas hacia un lado si querías. Junto a cada una había unas sencillas mesas de madera rebosantes de libros y papeles.

Con cuidado, Aislinn alzó de la butaca a la boa enroscada y la trasladó al sofá del otro extremo. Seth trajo dos platillos de porcelana y sus correspondientes tazas de flores azules, llenas de té hasta sus dos terceras partes.

—Es té oolong High Mountain. Ha llegado esta misma mañana.

Aislinn tomó una taza, derramando un poco por el borde, y lo probó.

—Está bueno.

Seth se sentó, sujetando la taza con una mano y el platillo con la otra, ofreciendo un aspecto extrañamente distinguido pese al esmalte negro de sus uñas.

—¿Y qué? ¿Había alguien fuera de El Nido del Cuervo?

—Me ha parado Glenn. Ya tiene tus altavoces.

—Me alegro de que no hayas entrado. Anoche hubo una redada. —Arrugó un poco el entrecejo—. ¿Glenn no te lo ha contado?

—No, pero él ya sabía que no iba a quedarme. —Recogió los pies debajo de las piernas, y le alegró que el ceño de Seth se borrase—. ¿Y a quién pillaron?

Bebió un sorbo de té y se acomodó para conocer los últimos rumores. La mitad de las veces sólo podía acurrucarse y escuchar mientras Seth hablaba con la gente que abarrotaba su casa casi todas las noches. En esas ocasiones podía fingir (al menos durante un breve tiempo) que el mundo era lo que aparentaba ser, ni más ni menos. Seth le proporcionaba eso: un espacio íntimo donde creer en la ilusión de la normalidad.

Esa no era la razón por la que había empezado a visitarlo cuando lo conoció dos años atrás; se debió simplemente al hecho de averiguar que vivía en una casa con las paredes de acero. Aunque, de todos modos, sí era esa la razón por la que recientemente había comenzado a tener ideas absurdas y ridículas sobre él, ideas sobre rendirse a sus insinuaciones. Pero Seth no salía con chicas. Tenía fama de ser un magnífico ligue de una noche, pero eso a ella no le interesaba. Bueno, sí que le interesaba, pero no si significaba perder su amistad o el acceso a su paraíso de muros de acero.

—¿Te encuentras bien, Ash?

Se había quedado mirándolo fijamente. Otra vez.

—Claro. Sólo que… no sé, supongo que estoy cansada.

—¿Quieres hablar de eso?

—¿De qué?

Tomó un sorbo de té esperando que Seth lo dejara estar, casi tanto como esperaba que no lo hiciera.

«¿Cómo sería contárselo a alguien? —se preguntó—. Tan sólo abordar el tema». La abuela no hablaba de los elfos si podía evitarlo. Era vieja, y parecía más cansada cada día, demasiado cansada para interrogar a su nieta sobre lo que hacía cuando estaba fuera, demasiado cansada para hacer preguntas cuando volvía por la noche.

Aislinn se atrevió a dedicarle otra sonrisa, una sonrisa cuidadosamente serena. «Podría contárselo», pensó. Pero en realidad no podía; era una de las reglas que la abuela había insistido en que no rompiera jamás. Además, ¿la creería?

En algún lugar de las profundidades del segundo vagón de Seth sonaba la música, una de sus típicas mezclas de todo, desde Godsmack hasta Dresden Dolls, Sugarcult, Rachmaninov y otras que Aislinn era incapaz de identificar.

Resultaba relajante… hasta que Seth se detuvo en medio de una historia y dejó su taza en la mesilla.

—Por favor, dime qué ocurre.

La mano de Aislinn se estremeció, y tiró el té por el suelo. Seth no solía presionarla, no era su estilo.

—¿A qué te refieres? No hay nada…

—Vamos, Ash —la interrumpió él—. Últimamente pareces preocupada. Vienes a mi casa mucho más a menudo, y a menos que sea porque haya algo entre nosotros… —La miró con una expresión indescifrable—. ¿Es eso?

Evitando el contacto visual, Aislinn respondió:

—Estamos bien así.

Se dirigió a la cocina en busca de un trapo para limpiar el té derramado.

—¿Qué es entonces? ¿Tienes algún tipo de problema?

Seth alargó la mano hacia ella cuando pasó por su lado.

—Estoy bien. —Esquivó la mano que él le tendía y recogió el té con la mirada fija en el suelo, actuando como si no la estuviese observando—. Hum, bueno, ¿y dónde está todo el mundo?

—Les dije a todos que necesitaba unos días para mí. Quería tener la oportunidad de verte a solas. Para hablar y eso. —Con un suspiro, se agachó y le quitó el trapo de las manos. Luego lo lanzó hacia la cocina, donde aterrizó con un «plaf»—. Habla conmigo.

Ella se incorporó, pero él le agarró la mano antes de que pudiera alejarse de nuevo. La atrajo hacia sí.

—Estoy aquí, Ash. Y estaré aquí. Sea lo que sea.

—No es nada. En serio. —Se quedó allí, con una mano aferrada a la de él y la otra colgando inútilmente a un costado—. Sólo necesito estar en un sitio seguro, con buena compañía.

—¿Alguien te ha hecho daño?

Su voz sonó extraña, tensa.

—No.

Se mordió el labio. No pensaba que él fuera a hacerle tantas preguntas; lo cierto es que no había contado con ello.

—¿Alguien quiere hacerte daño?

Tiró de ella para sentarla en su regazo, y le encajó la cabeza debajo de su barbilla, abrazándola para darle seguridad.

Aislinn no se resistió. Seth la abrazaba todos los años cuando volvía de visitar la tumba de su madre, la había abrazado el año anterior cuando la abuela enfermó. Que la abrazase no era raro; lo raro eran las preguntas.

—No lo sé. —Se sintió ridícula, pero rompió a llorar, con grandes lágrimas silenciosas que no podía detener—. No sé qué quieren.

Seth le pasó la mano por el pelo y luego por la espalda.

—Pero ¿sabes quiénes son?

—Más o menos. —Asintió sorbiendo por la nariz.

«Debo de estar guapísima», se regañó y trató de zafarse.

—Bien, pues ese es un buen punto de partida. —La rodeó fuertemente con un brazo y se inclinó para recoger un bloc y un bolígrafo del suelo. Apoyó el bloc en las rodillas de Aislinn y colocó el boli encima. Con una sonrisa tranquilizadora, añadió—: Cuéntame. Lo resolveremos. Hablaremos con algunas personas. Revisaremos el fichero de la policía.

—¿El fichero de la policía?

—Claro. Sabremos más cosas sobre ellos. —La miró de modo tranquilizador—. Le preguntaré a Rabbit, el del salón de tatuajes. Averiguaremos quiénes son y luego nos ocuparemos de todo.

—En el fichero de la policía no habrá nada sobre ellos.

Aislinn sonrió ante la idea de que los desmanes de los elfos quedaran registrados en el archivo policial. Necesitarían gran parte del papel sólo para los delitos élficos, sobre todo los cometidos en los barrios más seguros: las casas de los ricos se hallaban en las áreas más verdes, lejos de la auténtica seguridad de los puentes y las estructuras de acero.

—Pues usaremos otras vías. —Seth le apartó el pelo de la cara, y de paso le enjugó una lágrima de la mejilla—. En serio, soy un genio investigando. Dame una pista y encontraré algo que podamos utilizar. Chantaje, tráfico de drogas, lo que sea. Quizá los busquen por alguna cosa. Si no, a lo mejor están quebrantando alguna ley. Eso es un delito, ¿no es cierto? Y si no es así, Rabbit conoce a ciertas personas…

Aislinn se liberó de los brazos de Seth, le entregó el bloc y el boli y fue hacia el sofá. Boomer apenas se movió cuando ella se sentó a su lado. «Qué frío. —Se estremeció—. Siempre hace demasiado frío. —Acarició al reptil mientras pensaba—. Seth no ha hablado con nadie de lo de mamá ni de ninguna otra cosa. Sabe ser discreto».

Seth se recostó en la butaca y cruzó los tobillos, a la espera.

Aislinn se quedó mirando la vieja y gastada camiseta que él llevaba puesta (ahora mojada con sus lágrimas); las letras blancas, ya agrietadas, formaban la palabra «Pixies», el grupo de rock con nombre de espíritus traviesos. «Quizá sea una señal», pensó. Había imaginado muchas veces que se lo contaba.

Seth la miraba expectante.

Ella se secó las mejillas otra vez.

—De acuerdo, Seth.

Como no añadió nada más, él arqueó una ceja y la animó:

—¿Y bien?

—De acuerdo. —Tragó saliva y, tan sosegadamente como pudo, dijo—: Elfos. Me persiguen unos elfos.

—¿Elfos?

—Elfos.

Aislinn se acomodó en el sofá con las piernas dobladas. Boomer alzó la cabeza y la miró sacando la lengua; luego se deslizó hasta su regazo.

Seth tomó su taza de té y dio un sorbo.

Aislinn nunca se lo había contado a nadie. Esa era otra de las reglas inquebrantables de la abuela: «Nunca se sabe quién puede estar escuchando. Nunca se sabe si pueden estar cerca, escondidos».

El corazón de Aislinn latía con fuerza. Empezó a sentir náuseas. «¿Qué he hecho?». Pero quería que él lo supiera, quería alguien con quien hablar.

Tomó aire varias veces para calmarse y continuó:

—Son dos. Llevan siguiéndome un par de semanas.

Con cuidado, como si se moviera a cámara lenta, Seth se inclinó hacia delante y se quedó sentado en el borde del asiento, casi lo bastante cerca como para tocarla.

—Ash, ¿me estás tomando el pelo?

—No.

Se mordió el labio y aguardó.

Boomer reptó por su pecho. Ausente, ella le acarició la cabeza.

Seth jugueteó con el aro de su labio, un gesto para ganar tiempo, igual que otras personas se humedecían los labios en las conversaciones tensas.

—¿Son pequeños seres con alas?

—No. Son de nuestro tamaño, y espantosos.

Aislinn intentó sonreír, pero fracasó. Le dolía el pecho, como si alguien le hubiese dado un golpe. Estaba quebrantando las reglas con que había vivido, y no sólo ella sino también su madre y su abuela, todos los de su familia durante muchísimo tiempo.

—¿Cómo sabes que son elfos?

—Da igual. —Desvió la vista—. Olvídalo…

—No, Ash. —En su voz había un dejo de frustración—. Habla conmigo.

—¿Para decirte qué?

Él la miró fijamente mientras respondía:

—Para decir que confiarás en mí, que confiarás en mí de verdad y de una vez por todas.

Ella no supo qué contestar. Era cierto que le había ocultado cosas a Seth, pero es que se las ocultaba a todo el mundo. Así eran las cosas.

Él suspiró. Luego se puso las gafas y tomó el boli que reposaba sobre el bloc.

—Vale. Dime lo que sabes. ¿Qué aspecto tienen?

—No podrás verlos.

Él se detuvo.

—¿Por qué?

—Porque son invisibles —dijo Aislinn sin apartar la vista.

Seth no abrió la boca.

Durante un momento se quedaron quietos, contemplándose en silencio. La mano de Aislinn descansaba sobre Boomer, pero la boa no se apartó.

Al final Seth empezó a escribir, y luego alzó los ojos.

—¿Qué más?

—¿Por qué? ¿Por qué estás haciendo esto?

Seth se encogió de hombros, pero, cuando contestó, su voz no sonó despreocupada:

—¿Porque quiero que confíes en mí? ¿Porque quiero que dejes de parecer tan angustiada? ¿Porque me importas?

—Dices que vas a investigar. ¿Y qué pasa si ellos… no sé, te hacen daño? O te atacan.

Aislinn sabía lo terribles que podían ser, aunque Seth fuera incapaz de entenderlo.

—¿Por ir a la biblioteca?

Volvió a arquear una ceja.

Aislinn seguía tratando de ordenar sus ideas, de encontrar una opción entre suplicarle a su amigo que de verdad la creyese y decirle que no hablaba en serio. Depositó a Boomer sobre el cojín del sofá y se levantó.

—¿Los has visto hacer daño a alguien, Ash?

—Sí… —empezó, pero se interrumpió. Fue hasta la ventana. En el exterior había tres elfos; no hacían nada, pero estaban allí. Dos de ellos semejaban casi humanos, pero el tercero era lo menos humano posible: demasiado grande y cubierto de oscuras matas de pelo, como un oso a dos patas. Aislinn miró hacia otro lado—. A esos dos en concreto no, pero… no sé. Los elfos manosean a la gente, ponen zancadillas, dan pellizcos. Suelen ser cosas tontas, pero en ocasiones es peor. Mucho peor. No querrías verte implicado.

—Sí que quiero. Confía en mí, Ash. Por favor. —Con una media sonrisa, añadió—: Y a mí no me importa que me manoseen. Será un buen extra por ayudarte.

—Pues debería importarte. Los elfos son… —Sacudió la cabeza. Seth se lo tomaba a broma—. Tú no puedes ver cómo son. —Sin pretenderlo, vio la imagen de Keenan. Ruborizada, balbuceó—: La mayoría son bastante horribles.

—Pero no todos, ¿verdad? —repuso Seth, ya sin sonreír.

—La mayoría. —Miró de nuevo hacia los elfos de la calle, pues no deseaba mirar a Seth al admitir—: No todos.