Capítulo 1

«Los Videntes, u hombres con una Segunda Visión […] tienen terroríficos encuentros con [los Elfos, a los que ellos llaman Sleagh Maith, o Gente Buena]».

La comunidad secreta, Robert Kirk y Andrew Lang (1893).

—Bola cuatro, tronera lateral.

Aislinn impulsó el taco con un golpe breve y rápido; la bola desapareció en la tronera con un sonido gratificante.

Denny, su compañero de partida, efectuó un tiro muy fuerte hacia la banda.

Ella puso los ojos en blanco:

—¿Qué pasa? ¿Tienes prisa?

Denny la apuntó con el taco.

—De acuerdo —cedió Aislinn.

«Concentración y control; de eso se trata», se dijo. Metió la bola dos.

Denny hizo un solo gesto de asentimiento, lo más cercano en él a un elogio.

Aislinn rodeó la mesa, hizo una pausa y puso tiza en el taco. A su alrededor, el chasquido de las bolas al chocar, las tenues risas, incluso la interminable música country y blues procedente de la gramola, la mantenían anclada al mundo real: el humano, el seguro. No era el único mundo, por mucho que ella lo deseara. Pero lograba ocultar al otro (el inquietante) durante breves momentos.

—Tres, tronera de la esquina.

Miró más allá de la punta del taco. Era un buen tiro. «Concentración. Control».

Entonces lo sintió: un aire cálido sobre la piel. Un elfo le olisqueaba el pelo, echándole sobre el cuello un aliento caliente e hincándole su afilada barbilla. Toda la concentración del mundo no podría hacer más soportable el ser objeto de la atención de Cara Puntiaguda.

Rasgó el paño de la mesa con el taco: la única bola que metió fue la blanca.

Denny la recogió.

—¿Qué ha sido eso?

—¿Una boba atontada?

Se obligó a sonreír, mirando a Denny, a la mesa, a cualquier cosa excepto a la horda que entraba por la puerta de Shooters. Incluso aunque apartara la vista, los oía: carcajadas y aullidos, rechinar de dientes y batir de alas, una cacofonía de la que no podía escapar. Los elfos estaban llegando en manadas, de algún modo más libres al caer la noche, e invadían el espacio de Aislinn, acabando con cualquier posibilidad de encontrar la paz que tanto había buscado.

Denny no se quedó mirándola, ni le hizo preguntas comprometidas. Se limitó a hacerle un gesto para que se separase de la mesa y gritó:

—¡Gracie, pon algo para Aislinn!

En la gramola, Grace seleccionó una de las pocas canciones que no eran ni country ni blues: Break Stuff de Limp Bizkit.

Mientras la envolvía la extrañamente reconfortante letra, cantada por aquella voz áspera, y notaba en el estómago la inevitable tensión de la furia, Aislinn sonrió. «Ojalá pudiese dejarme llevar, descargar sobre esos seres sobrenaturales todos estos años de agresividad», pensó. Deslizó la mano por la suave madera del taco, observando cómo Cara Puntiaguda giraba desenfrenadamente junto a Grace. «Empezaría con él. Aquí mismo, ahora mismo». Se mordió el labio. Desde luego, todos creerían que estaba completamente loca si tratara de golpear a seres invisibles, todos excepto los elfos.

Antes de que la canción terminara, Denny había despejado la mesa.

—Muy bueno.

Aislinn fue hasta el soporte de pared para los tacos y colocó el suyo en un espacio libre.

Tras ella seguía Cara Puntiaguda, que soltó una risita aguda y estridente y le arrancó un par de mechones de pelo.

—¿Jugamos otra partida?

Pero el tono de Denny indicaba que conocía la respuesta, que sabía que iba a ser negativa antes incluso de preguntar. Ignoraba el porqué, pero era capaz de interpretar estos pequeños indicios.

Cara Puntiaguda se pasó los mechones de Aislinn por el rostro.

Ella se aclaró la garganta.

—¿Lo dejamos para otro día?

—Claro.

Denny comenzó a desenroscar su taco. Los que conocían a la chica jamás hacían comentarios sobre sus curiosos cambios de humor ni sobre sus inexplicables costumbres.

Ella se alejó de la mesa, murmurando adioses al pasar, atenta a no mirar a los elfos. Estos desplazaban las bolas, chocaban contra la gente (cualquier cosa con tal de causar problemas), pero ese día no se habían cruzado en su camino, todavía no. Aislinn se detuvo en la mesa más cercana a la puerta.

—Me voy.

Uno de los clientes se irguió tras ejecutar un bonito golpe. Se frotó la perilla, tirando del pelo entrecano.

—¿Ya es la hora para Cenicienta?

—Ya sabes cómo funciona esto: hay que estar en casa antes de perder el zapato. —Alzó un pie, calzado con una maltrecha zapatilla de deporte—. No tiene sentido tentar a ningún príncipe.

Él soltó un resoplido y se giró de nuevo hacia la mesa.

Una elfa con ojos de cierva atravesó la sala; su apariencia esquelética y con demasiadas articulaciones, resultaba vulgar y espléndida al mismo tiempo. Sus ojos excesivamente grandes para su rostro le conferían un aspecto asustadizo. Combinados con aquel cuerpo consumido, la hacían que parecer vulnerable e inocente. Pero no lo era.

«Ninguno de ellos lo es».

Con un movimiento rápido y apenas visible, Ojos de Cierva lanzó su lengua azul hacia un elfo de pezuñas hendidas. Él retrocedió, pero por sus mejillas hundidas ya corría un reguero de sangre. Ojos de Cierva rio entre dientes.

Aislinn se mordió el labio de nuevo y levantó a medias una mano para despedirse por última vez de Denny. «Concentración». Se esforzó en avanzar con firmeza y tranquilidad, justo la última cosa que sentía en su interior.

Salió a la calle, con los labios apretados para no pronunciar palabras peligrosas. Quería hablar, decirles a los elfos que se marcharan para no tener que ser ella la que se marchara, pero no podía. Jamás podría. Si lo hiciera, ellos averiguarían su secreto: sabrían que tenía el don de verlos.

El único modo de sobrevivir era guardárselo para ella: su abuela le había enseñado esa norma incluso antes de que supiera escribir su nombre: «Mantén la cabeza gacha y la boca cerrada». Le parecía mal tener que ocultar su don, pero si se le ocurriera tan sólo insinuar una idea tan rebelde, la abuela la castigaría y tendría que quedarse en casa sin ir al instituto, ni a la sala de billar, ni a las fiestas; no tendría libertad, y tampoco a Seth. Ya había sufrido bastante tiempo este castigo durante la primaria.

«Nunca más», se dijo.

De modo que, conteniendo la rabia, Aislinn se encaminó hacia el centro del pueblo, hacia la relativa seguridad de las barras de hierro y las puertas de acero. Tanto en su forma básica como modificado en la forma más pura del acero, el hierro era venenoso para los elfos y, por tanto, maravillosamente reconfortante para Aislinn. A pesar de los elfos que recorrían sus calles, Huntsdale era su hogar. Había visitado Pittsburgh, paseado por Washington D. C. y explorado Atlanta. Eran ciudades bastante agradables, pero demasiado prósperas y vivas, con demasiados parques y árboles. Hacía años que Huntsdale había dejado de ser una población próspera, y eso significaba que tampoco los elfos prosperaban allí.

Había jolgorio en la mayor parte de los solares vacíos y callejuelas ante los que pasaba, pero no era ni remotamente tan malo como el asfixiante tropel de elfos que retozaban en el bulevar de Washington D. C. o en los Jardines Botánicos de Pittsburgh. Trató de animarse con esa idea mientras proseguía su camino. Allí eran muchos menos, y también había menos habitantes.

«Que sean menos es bueno», pensó.

Las calles no estaban vacías; había gente ocupada en sus asuntos, comprando, riendo, caminando. Para ellos era más fácil: no veían al elfo azul que había acorralado a varios de sus congéneres alados debajo de una mugrienta ventana; jamás se fijaban en los elfos con melena leonina que hacían carreras sobre los cables de alta tensión hasta caer unos sobre otros o aterrizar sobre una mujer altísima de dientes torcidos.

Ser ciega para lo invisible… Ese era un deseo que Aislinn siempre había mantenido en secreto. Pero desearlo no cambiaba la realidad. E incluso aunque lograra dejar de ver a los elfos, no podría dejar de saber la verdad.

Se metió las manos en los bolsillos y siguió andando; dejó atrás a una madre con unos niños que parecían agotados, los escaparates de las tiendas que empezaban a cubrirse de escarcha, el lodo gris que había a lo largo de la calle. Se estremeció. El largo invierno no tardaría en llegar.

Había pasado la esquina de Harper con la Tercera, estaba prácticamente en casa, cuando de un callejón salió la pareja de elfos que durante las dos últimas semanas había estado siguiéndola casi a diario. La elfa tenía un pelo largo y blanco que le caía como si fueran espirales de humo. Sus labios eran azules, pero no azul de pintalabios, sino azul cadavérico. Llevaba una descolorida falda de cuero marrón pespunteada con gruesos cordones. Junto a ella caminaba un enorme lobo blanco en el en ocasiones se apoyaba y en otras se subía. El elfo la tocó y de su piel brotó vapor. Ella le enseñó los dientes, lo empujó y le dio una bofetada; él se limitó a sonreír.

Y cuando lo hizo resultó irresistible. Resplandecía levemente todo el tiempo, como si ardieran carbones encendidos en su interior. Su cabello, largo hasta los hombros, relucía como tiras de cobre que cortarían la piel de Aislinn si hundiese los dedos entre ellas… cosa que no iba a hacer. Incluso aunque él fuera realmente humano, no sería su tipo: bronceado y demasiado guapo para tocarlo, con unos andares arrogantes que revelaban que sabía exactamente lo atractivo que era. Se movía como si estuviese al mando de todo y de todos, lo que lo hacía parecer más alto, aunque lo cierto es que era más bajo las chicas esqueleto que había junto al río o que el extraño hombre de corteza de árbol que deambulaba por la ciudad. Su talla cabría dentro de lo que se consideraba normal; sólo le sacaba una cabeza a Aislinn.

Cada vez que lo tenía cerca, percibía su aroma de flores silvestres, oía el susurro de las ramas de los sauces, como si estuviese sentada junto a un estanque en uno de esos raros días estivales: era como notar un regusto a pleno verano antes del gélido otoño. Y deseaba conservar ese placer, deleitarse con él hasta que la calidez impregnase toda su piel. Pero la asustaba ese anhelo casi irresistible de acercarse más al elfo…, de acercarse a cualquier elfo, aunque en concreto la aterrorizaba.

Apretó un poco el paso, sin llegar a correr, pero avanzando más deprisa. «No corras». Si lo hacía, los elfos la perseguirían; jamás dejaban escapar una oportunidad de ir a la caza.

Aislinn se metió en Comix Connexion y de inmediato se sintió más segura entre las filas de cajones de madera sin pintar. «Este es mi refugio». Todas las noches se había escabullido, escondiéndose de los elfos hasta que pasaban de largo, esperando a que estuvieran fuera de su vista. Algunos días tenía que intentarlo varias veces, pero por el momento siempre había funcionado.

Aguardó en el interior de la tienda, con la esperanza de que no la hubieran visto.

Entonces entró él —ataviado con un sortilegio para esconder su resplandor y parecer humano—, visible para todos.

«Esto es nuevo». Y las novedades no eran buenas, no en lo relativo a los elfos. Estos pasaban junto a ella —junto a todo el mundo— a diario, invisibles e inaudibles a menos que deseasen lo contrario. Los que eran fuertes de verdad, aquellos capaces de aventurarse afondo en la ciudad, podían activar un sortilegio —una manipulación élfica— para semejar humanos a simple vista. Esos le daban mucho más miedo que los otros.

Y aquel en particular era incluso peor: había activado un sortilegio en segundos y se había vuelto visible de repente, como si revelarse no le preocupara en absoluto.

El recién llegado se detuvo en el mostrador y le dijo algo a Eddy, acercándosele mucho para que pudiese oírlo por encima de la música que atronaba desde los altavoces de los rincones.

Eddy miró hacia ella y luego otra vez al elfo. Este pronunció el nombre de Aislinn, quien se dio cuenta de ello incluso a pesar de que no podía oírlos.

«No».

El elfo se encaminó hacia ella, sonriendo; ante todo el mundo sin duda pasaría por uno de sus compañeros de clase pijos.

Aislinn le dio la espalda y tomó un viejo ejemplar de Pesadillas y cuentos élficos. Lo asió con fuerza, rezando porque no le temblaran las manos.

—Aislinn, ¿verdad? —El elfo estaba a su lado, con un brazo pegado al suyo, demasiado cerca. Examinó el cómic con una sonrisa irónica—. ¿Es bueno?

La muchacha retrocedió e inspeccionó despacio al chico. Si trataba de pasar por un humano con el que ella tendría interés en hablar, estaba equivocado. Desde los dobladillos de sus vaqueros desgastados hasta el grueso abrigo de lana, resultaba demasiado distinguido. Había matizado el tono cobrizo de su cabello hasta un rubio arenoso y había sofocado aquella extraña voz similar a un susurro veraniego, pero incluso con su sortilegio humano era demasiado guapo para ser real.

—No me interesa.

Devolvió el cómic a su sitio y fue al siguiente pasillo, procurando mantener a raya el miedo, pero sin ningún éxito.

Él la siguió con seguridad y muy de cerca.

Aislinn no pensaba que fuese a hacerle daño, no allí, en público. Por muchos defectos que tuvieran, los elfos parecían comportarse mucho mejor bajo su apariencia humana. Quizá se debía al temor a los barrotes de hierro de las cárceles humanas. En realidad la razón era lo de menos; lo que importaba es que solían seguir esa norma.

Pero cuando lo miró, a Aislinn le entraron ganas de salir corriendo. El chico era como uno de los grandes felinos del zoológico, que acechan a sus presas al otro lado de las quebradas.

Chicamuerta esperaba junto a la puerta del establecimiento, invisible, sentada sobre su lobo. Tenía una expresión pensativa, y sus ojos brillaban como una marea negra… extraños destellos de color en un charco negro.

«Regla número tres: No mires a los elfos invisibles». Con calma, Aislinn volvió a bajar la vista al cajón que tenía delante, como si nse hubiera limitado a echar una ojeada por la tienda.

—He quedado con unos amigos para tomar café. —El elfo se le arrimó aún más—. ¿Quieres venir?

—No.

Se desplazó a un lado para poner distancia entre los dos. Tragó saliva, pero eso no alivió en absoluto la sequedad de su boca, ni lo aterrada y tentada que se sentía.

Él la siguió.

—Quizá otro día.

No era una auténtica pregunta. Aislinn negó con la cabeza.

—Pues no.

—¿Ya es inmune a tus encantos, Keenan? —inquirió Chicamuerta. Su tono era cantarín, pero en sus palabras había una dureza subterránea—. Es lista.

Aislinn no contestó, pues Chicamuerta no era visible. «Regla número dos: No respondas a los elfos invisibles».

El chico tampoco le respondió, ni siquiera la miró.

—¿Puedo mandarte mensajes de texto? ¿Correos electrónicos? ¿Algo?

—No. —Aislinn tenía la voz ronca y sentía la boca seca. Tragó saliva de nuevo. La lengua se le había pegado al paladar, y cuando trató de hablar produjo un chasquido sordo—. No me interesa en absoluto.

Pero no era cierto.

Se odiaba a sí misma por ello, pero cuanto más se le acercaba él, más ganas tenía de decirle «Sí, sí, por favor, sí» a todo lo que quisiera. Pero no lo haría, no podía.

El chico sacó un papel de su bolsillo y garabateó algo.

—Este es mi número. Cuando cambies de opinión…

—Eso no va a pasar.

Tomó el papel procurando mantener los dedos lejos de la piel del elfo, temerosa de que el contacto empeorara las cosas, y se lo guardó en el bolsillo. Resistencia pasiva, eso es lo que le aconsejaría la abuela. «Sortea la situación y aléjate».

Eddy la estaba observando, y tambien Chicamuerta.

El elfo se inclinó sobre ella y susurró:

—De verdad que me encantaría conocerte mejor… —La olfateó como lo haría un animal, igual que los elfos de apariencia menos humana—. De verdad.

«Y esta es la regla número uno: Nunca atraigas la atención de los elfos». Aislinn casi tropezó al intentar alejarse de él y de su propio deseo inexplicable de ceder. Dio un traspié en el umbral cuando oyó a Chicamuerta musitar:

—Huye mientras puedas.

Keenan contempló a Aislinn mientras ésta se marchaba sin echar a correr, aunque sentía grandes deseos de hacerlo. Él lo percibió, percibió su miedo, como los latidos del corazón de un animal aterrorizado. Los mortales no solían huir de él, en especial las chicas; en todos los años que llevaba practicando aquel juego sólo una lo había hecho.

Sin embargo, Aislinn estaba asustada de verdad. Su rostro, ya pálido de por sí, había perdido todo el color cuando él alargó su mano hacia ella, lo que le dio una apariencia de espectro enmarcado por su pelo liso, de un negro azulado. Era delicada. Eso la hacía parecer más vulnerable, más fácil de abordar. O quizá sólo se debía a que era muy delgada. Keenan pensó en que podría descansar la barbilla sobre su cabeza y envolverla por entero en el espacio sobrante de su abrigo. Era perfecta. Tal vez necesitaría alguna orientación sobre indumentaria, reemplazar aquellas prendas corrientes que por lo visto le gustaba llevar y añadir algunas piezas de joyería, pero eso resultaba inevitable en los tiempos que corrían. Por lo menos tenía el pelo largo.

Además, con aquel extraño control de sus emociones que tenía, la chica supondría un refrescante desafío. La mayor parte de las chicas que escogía eran demasiado fogosas y volubles. Antes pensaba que ese era un buen indicador: la Reina del Verano, ardiente pasión. Tenía sentido.

Donia interrumpió sus pensamientos:

—Creo que no le gustas.

—¿Y?

Donia frunció los labios, el único toque de color en su frío y níveo rostro.

Si la examinaba, Keenan podía advertir los cambios operados en ella (el cabello rubio, desteñido hasta un blanco de nevisca, la palidez que resaltaba el azul de sus labios), pero seguía siendo tan hermosa como cuando se convirtió en la Dama del Invierno. «Es hermosa, pero no es mía, no como lo será Aislinn».

—Keenan —espetó Donia, haciendo brotar una nube de vaho gélido al hablar—. No le gustas.

—Le gustaré. —Salió a la calle y se sacudió de encima el sortilegio. Después pronunció las palabras que habían sellado el destino de muchísimas jóvenes mortales—: He soñado con ella. Es la Esperada.

Y de ese modo, la mortalidad de Aislinn comenzó a debilitarse. A menos que se convirtiera en la Dama del Invierno, ahora era suya… para lo bueno y para lo malo.