12

Para ser una palabra tan habitual, ese «nosotros» tenía grandes consecuencias. «Nosotros» podía referirse a la raza humana. Bueno, excepto porque él no era humano, o no lo era del todo. O al menos yo no creía que lo fuera.

«Nosotros» podía significar que como era yo quien lo había salvado, estaba destinada a seguirlo adonde fuera. En algunas culturas, cuando una persona salvaba la vida de otra, ambas quedaban ligadas para siempre. Lo había leído en alguna parte. Mi mente balbuceante buscaba una explicación para ese «nosotros». Puede que significara que…

Dios, ¿a quién pretendía engañar? Solo podía referirse a una cosa, y no era a la cosa a la que yo quería que se refiriera. «Nosotros». Fuera él lo que fuera, él me incluía a mí en ese pequeño círculo de seres extraños. No era un círculo de seres naturales. La gente no se transformaba en lobo. Y yo ya tenía suficiente equipaje friki con el que cargar. No tenía intención de añadir una anomalía física a la lista.

Ethan gimió.

Lucas me tomó de la mano.

—¡Vamos!, tenemos que irnos antes de que suene la alarma.

Yo sacudí la cabeza.

—Yo no soy como tú.

—Eso lo discutiremos más tarde. Tenemos que irnos.

—Yo no voy.

—Kayla, en menos de cuarenta y ocho horas todos sabrán la verdad acerca de ti, y entonces serás tú la que esté en la jaula. Si sobrevives a la transformación. Necesitarás que te ayude en eso… si es que quieres sobrevivir.

La cosa se ponía cada vez mejor. No solo me estaba diciendo que iba a llenarme de pelo, sino que… ¿además era posible que muriera durante el proceso, si él no me ayudaba? Mi mente trataba de asimilarlo, pero simplemente no podía. Yo era humana. No era como él. Y, ¿quién más era ese «nosotros»?, ¿cuántos había? Era incapaz de comprender el sentido de nada de lo que me estaba diciendo. Sencillamente, no entendía. Era demasiado. Me negaba a comprender.

¿Era posible que realmente hubiera personas que podían transformarse en lobos? ¿Era yo una de ellas?

La idea era una completa locura.

Ethan gimió más fuerte y trató de ponerse en pie. Lucas y yo estábamos retirados entre las sombras, pero Ethan no tardaría en vernos.

Según parecía, a Lucas se le había acabado la paciencia, porque se agachó, me levantó y me colgó por encima de su hombro. Antes de que pudiera recuperar el aliento para protestar, él ya estaba corriendo. Y deprisa. Sus pies, como siempre, eran silenciosos.

¿Cómo podía ser tan fuerte, tan rápido y tan silencioso llevándome a mí colgada del hombro? ¿Qué era él, un superlobo?

Yo seguía aferrada a la linterna. Pensé en balancearla entre sus piernas. Eso lo detendría al instante y lo obligaría a soltarme y dejarme en tierra. Pero no lo hice. Simplemente me quedé ahí, colgando, viendo pasar los árboles como si fueran manchas borrosas.

Tú eres una de nosotros.

Yo soy una de ellos.

Pensé en ese extraño miedo que había ido creciendo en mi interior; un miedo cuyo origen yo desconocía. Reflexioné sobre todas esas extrañas sensaciones que había tenido, la sensación de que estaba cambiando en un sentido que no podía comprender.

Me dije que no eran más que miedos adolescentes normales, cambios adolescentes rutinarios.

Yo no era uno de ellos. Lucas se equivocaba. Puede que simplemente él quisiera que yo fuera como él.

Pero se equivocaba. Yo no era como él. Yo era normal. Yo era Kayla Madison, una chica adolescente confusa.

Y no estaba a punto de convertirme en una mujer lobo.

No sé durante cuánto tiempo estuvo corriendo ni hasta dónde llegó cuando yo, por fin, le grité:

—¡Vale, ya basta!

Él no escuchó. Sencillamente, siguió corriendo.

Le pegué en el culo con la linterna.

—¡Para! ¡Hablo en serio! ¡Para o…!

¿O qué? Él era más grande, más sólido, más fuerte.

Puede que oyera algo en mi voz, o puede que sencillamente estuviera agotado, porque entonces se detuvo y me bajó. Toqué la tierra con los pies, pero me temblaban las piernas y me caí al suelo.

Él se agachó a mi lado. Respiraba trabajosamente, igual que me ocurre a mí cuando subo corriendo las escaleras. Pero después de semejante carrera conmigo al hombro, hubiera debido de estar jadeando, medio ahogado. Yo jamás habría estado tan en forma, ni en un millón de años.

La luna se colaba entre las ramas de los árboles, pero para mí era poca luz. Necesitaba la luz del sol, pero aún tardaría unas cuantas horas en salir. Encendí la linterna. No le enfoqué a él directamente a la cara. No me hacía falta. Me bastaba con tenerla encendida.

—No te has chocado con nada —dije yo.

Fue un comentario hecho sin pensar. Supongo que él también se dio cuenta, porque pareció un poco sorprendido.

—Tengo una visión nocturna realmente buena —dijo él al fin.

—Y eso es porque eres…

—Sí. Visión, oído, olfato: todo mejora después de la primera transformación.

Yo asentí y tragué.

—Entonces, ¿qué eres, exactamente?

—El término técnico es licántropo. Nosotros nos referimos a nosotros mismos como cambiaformas. La gente que no conoce otra palabra nos llama hombres lobo —contestó Lucas. Miró a su alrededor y añadió—: Tenemos que reemprender la marcha, hay que poner más distancia entre nosotros y los estáticos.

—¿Los estáticos?

—Los que nunca cambian.

Lo dijo con cierta tristeza. Yo no supe si sentía lástima por aquellos que no tenían la habilidad de cambiar, o por los que sí.

Me tomó de la mano y tiró de mí para ponerme en pie. Yo me balanceé. De no haberme caído encima de él, probablemente habría vuelto a derrumbarme en el suelo. Me rodeó con el brazo y sostuvo mi mirada.

—Sé que para ti ha sido un tremendo susto enterarte de tantas cosas hoy.

¿Lo creía en serio? Yo sacudí la cabeza y asentí. Seguía estando muy confusa. Mi mente no estaba funcionando con todos sus cilindros a pleno rendimiento.

—¿Qué has querido decir cuando te has referido a eso de si quería sobrevivir?

Él tocó mi mejilla con los dedos suavemente. Los tenía ásperos y callosos. Yo no quería pensar que aquella misma noche, poco antes, habían tenido zarpas con las que hubiera podido desgarrarme la cara.

—La primera vez que cambias es doloroso, igual que el nacimiento. En cierto modo, me imagino que es lógico. Está naciendo el lobo que hay en tu interior. Por eso necesitas a tu pareja, para ayudarte a superarlo.

—¿Mi pareja?

¿Hablaba en serio?

—¿Es que no lo sientes? —preguntó él—. ¿No sientes esa atracción entre los dos?

¿Se refería a esa cosa que me tenía aterrada?

Me aparté de él.

—¡No necesito pasar por esto! —exclamé yo mientras caminaba alrededor del estrecho espacio entre los árboles en el que nos habíamos parado—. ¡Yo no lo he pedido! —añadí, deteniéndome de pronto—. Y entonces, ¿qué?, ¿es que me mordieron en algún momento de mi vida?

—Es genético, tal y como dijo Keane.

—¿Quieres decir que heredé la habilidad de cambiar? ¿Cómo?, ¿de mis padres? ¿Es que ellos eran…? —comencé yo a preguntar. Entonces empecé a tartamudear y me callé; trataba de asimilar todas las consecuencias de lo que estaba diciendo—. ¿Eran lobos?

Él simplemente me miró.

—¡Eso es una locura! ¡Me lo habrían dicho! —continué yo exclamando. Entonces tuve rápidos recuerdos, como destellos, de lobos. Pero no les hice caso—. Te equivocas. Yo no soy uno de vosotros.

Lucas giró los anchos hombros hasta encogerlos.

—Vale, no lo eres. Pero será mejor que sigas conmigo, solo por si tengo razón. Además, el científico malévolo se dará cuenta de que has sido tú quien me ha ayudado a escapar, y no parece muy propenso a perdonar.

Fruncí el ceño con tanta cabezonería, que me dolió.

—¿Cómo sabes tú que yo lo llamo así? ¡Oh, Dios mío! ¿Puedes leer las mentes?

Me eché un paso atrás. Mi voz vibraba de rabia y estaba repleta de reproches. Él no se molestó en negarlo. ¿Es que acaso él sabía todo lo que yo pensaba?

—Solo cuando estoy en el estado de lobo —dijo él. Tomó la linterna, la apagó y me la tendió—. No hay por qué ir proclamando dónde estamos.

Me agarró de la mano y nos internamos en lo más profundo del bosque. Yo no quería ir, pero él tenía razón. Por desgracia. Tenía que quedarme con él hasta que se me ocurrieran otras alternativas.

Mis ojos se ajustaron a la escasa luz de la luna que bañaba el bosque. Yo seguía a Lucas tan de cerca que casi pisaba donde pisaba él. Él sujetaba mi mano con fuerza. Era tan alto y fuerte, y yo sentía sus dedos agarrar los míos con tal firmeza, que me pregunté si sería esa su forma humana natural o si se habría vuelto así después de transformarse en lobo por primera vez. Por supuesto, me imagino que la palabra «natural» no era la adecuada. Por otra parte, cambiar para él era lo natural. Y no cambiar era lo extraño.

Aquel era un loco mundo en el que todo estaba del revés y del que, de pronto, yo formaba parte.

Yo tenía miles de preguntas que hacer, pero como teníamos que guardar silencio hasta que llegáramos dónde fuera que nos dirigiéramos, me las guardé para otro momento. Ni yo le había preguntado adónde íbamos, ni él me lo había dicho, pero, por supuesto, Lucas caminaba a grandes zancadas como si la marcha tuviera un verdadero propósito. Además, él se movía deprisa y a mí me costaba mantener su paso. Yo creía que estaba más o menos en forma, pero en ese momento jadeaba como un perro después de haber perseguido un disco volador de plástico. ¡Perros, lobos…!, tenía que dejar de pensar en animales.

Apenas tenía tiempo para pensar en cómo apañármelas para no convertirme en un animal salvaje, si es que verdaderamente estaba a punto de hacerlo. Yo todavía tenía dudas al respecto. ¿Acaso uno mismo no sabe en lo más profundo de su ser si es en parte lobo, aunque sea solo en una parte muy pequeña? Aquel asunto era absolutamente inconcebible. Pero si estaba a punto de ocurrir, sin duda debía haber algún modo de evitarlo. Si luchaba contra el cambio, mente contra materia… O, en este caso, mente contra lobo. Sencillamente, yo jamás lo aceptaría.

Porque si lo aceptaba, entonces, ¿tenía que aceptar también a Lucas como pareja? ¿No debería yo poder elegir?

Él me había preguntado si no había sentido la atracción. No podía negar que la sentía. Y que me aterraba.

No era como cuando te encaprichas. No era como cuando ves a un tío y piensas que te gustaría que te llevara al baile de fin de curso. Era algo tan profundo como el alma: como si él lo fuera todo para ti, como si fuera el único, para siempre. Tenía que recordarme a cada minuto que yo apenas lo conocía. Y aun así, no podía quitarme de la cabeza la idea de que estábamos hechos el uno para el otro: por cursi que eso sonara.

Estábamos entrando en una parte del bosque en la que yo no había estado jamás. La maleza era espesa, y los árboles crecían muy juntos unos con otros. La espesa cúpula verde sobre nuestras cabezas bloqueaba casi todos los rayos de luz de la luna. Lucas tiraba de mí pendiente arriba e impedía que me cayera rodando para abajo.

Recordé que él iba descalzo. Debía tener los pies llenos de sangre, de heridas y de cortes. Jamás se quejaba. Jamás estaba de mal humor. Simplemente seguía caminando como si nos acosaran los sabuesos del demonio.

Excepto que él era el sabueso del demonio.

Yo estaba completamente perdida. Me movía mecánicamente, como un robot, sin pensar.

Al fin subimos por una pendiente rocosa, sin árboles. Supe instintivamente que Lucas podría haber cambiado y que a esas alturas podría estar ya muy lejos. Podría haber atravesado el duro terreno con facilidad. Pero en lugar de ello, seguía tirando de mí.

—Deberías seguir tú —insistí yo después de resbalar y descender un par de metros, despellejándome los codos.

—No voy a abandonarte.

—Pero eres tú el que corre mayor peligro. A mí no van a hacerme daño.

Él se detuvo y me miró por encima del hombro antes de repetir:

—No voy a abandonarte, Kayla.

¡Cabezota! ¿Y qué, si Mason y sus amigos me encontraban? Simplemente continuarían siguiendo el rastro de Lucas, y yo acabaría por escapar. Pero era evidente que Lucas no estaba dispuesto a escucharme. Así que me esforcé otro poco más y eché el resto.

Cuando finalmente logré ponerme a su paso, él dijo:

—Vale, tú sigue subiendo. Yo voy a bajar para borrar nuestras huellas. No tardaré mucho.

Yo lo agarré del brazo en un instante de pánico.

—¡Pero perderás mi pista!

—Siempre puedo seguir la huella de tu olor.

—¿En serio? ¿Quieres que te dé un trozo de tela o algo para que te acuerdes?

—No, pero… —Lucas se inclinó sobre mi cuello. Lo oí inhalar—. Hueles tan bien. Te encontraría en cualquier parte.

¿Era esa su idea del romanticismo? No puedo negar que me excitó. Antes de que pudiera responder, él se había marchado.

Quería sentarme y pensar en todo el asunto. Quería tratar de darle algún sentido. Después de lo del río, todo se había vuelto muy extraño. Puede que sí me hubiera ahogado. Puede que estuviera en el infierno. Pero eso tampoco tenía ninguna lógica. Lo que sí sabía era que Lucas estaba en peligro, y si no me movía, Keane y su grupo nos atraparían. No estaba preocupada por mí. No era a mí a quien querían estudiar. No quería que le sucediera nada malo a Lucas.

Me movía aprisa debido a la preocupación que sentía por él. Estaba decidida a no ser la causa por la que Lucas acabara de nuevo metido en esa jaula. Ser analizado, igual que un animal en un laboratorio. Un animal. La palabra resonó en mi cabeza. A partir de ese momento, cuando miraba a Lucas, veía a un ser humano que se transformaba en lobo. Mason y su padre veían a un lobo. Ya no veían a un ser humano, no veían a la persona. Solo veían a una criatura muy poco habitual cuya existencia desafiaba la lógica.

Su visión de él justificaba que lo metieran en una jaula. Mi visión me había llevado a dejarlo libre.

Resbalé, me agarré a un árbol joven, me aferré a él y contuve el aliento mientras trataba de pensar en cómo seguir subiendo. De pronto me pareció como si todo estuviera pegado, muy junto, pequeñas grietas y rocas. ¿Por qué camino estaría él a salvo?

—Has hecho más progresos de los que esperaba —dijo él mientras se acercaba a mí.

Estuve a punto de gritar, sobresaltada por tan inesperada llegada. Lucas debería ponerse un collar con campanillas o algo así para que yo lo oyera al acercarse.

Se sentó a mi lado.

—¿Estás bien?

Yo asentí.

—Solo me estaba tomando un minuto para recuperar el aliento.

—A partir de aquí la cosa se pone peor —dijo él.

—¡Ah, estupendo!

—Pero tengo un plan.

Él se puso en pie, se alejó y se metió detrás de un arbusto.

—¿Qué estás…?

Algo aterrizó sobre mi cara. Lo aparté. Eran sus pantalones.

—¡Eh!… ¿Lucas?

—Estoy bien. Voy a cambiar. Mis pies son más seguros como lobo. Tú te subes a mi espalda, y así lo haremos en menos tiempo.

—Tú no eres un caballo.

—Confía en mí. Es la única forma de llegar adonde tenemos que llegar.

—Confío en…

Él había desaparecido. Salió el lobo.

—Deberíamos de llevar este número a Las Vegas —musité yo.

Él soltó un diminuto gruñido que sonó casi a una carcajada. ¿Podían reírse los lobos?

Me dio un empujón en la pierna.

—No creo que pueda.

Me lamió la mano.

—Vale, si te pones así…

Me até los pantalones de Lucas a la cintura. Me subí a horcajadas encima de él y enterré los dedos en su pelo para agarrarme y no caerme. Doblé las rodillas y coloqué los pies sobre su espalda de modo que no arrastraran por el suelo. Al echar él a caminar, me aferré con fuerza. Sentí sus músculos hinchándose y estirándose. Era terriblemente fuerte. Me pregunté si lo sería yo también. ¿Hacía ejercicio, o su forma física se debía a sus genes? Tenía un cuerpo tan sex…

Dejé repentinamente de pensar en ello porque recordé que cuando tenía esa forma, él podía leerme el pensamiento. Me esforcé por poner la mente en blanco. Esa habilidad que él poseía era una invasión de mi intimidad. Tendríamos que establecer unos parámetros, pero mientras tanto, yo comencé a poner mentalmente en orden los zapatos en mi armario. Mi madre era una adicta a los zapatos, así que yo tenía por lo menos cincuenta pares en los que pensar mientras Lucas trepaba por un terreno irregular. Subimos por grietas estrechas. Por fin él se detuvo y se sacudió ligeramente. Yo me bajé. Él se acercó hasta un arbusto y se metió detrás.

—Tírame los pantalones —dijo él, poniéndose de pie de modo que yo pude verle la cabeza y los hombros.

—Lo has hecho verdaderamente rápido —dije yo mientras se los arrojaba.

—Tú también lo harás así de rápido en cuanto te acostumbres y aprendas unos trucos.

Punto número uno: yo jamás me acostumbraría. Punto número dos: ni siquiera estaba convencida de que fuera a ponerme toda peluda. Punto número tres: no quería aprender ningún truco.

Lucas salió de detrás del arbusto.

—¿Zapatos? ¿De verdad tienes todos esos pares de zapatos?

Yo solté una carcajada poco natural.

—¿Puedes apagarlo? Me refiero a la capacidad para meterte en mi cabeza.

—Hay una forma de hacer enmudecer tus pensamientos. Te la enseñaré.

—Bien, porque no sería justo que tú supieras todo lo que yo estoy pensando, y al mismo tiempo me ocultaras tus pensamientos.

—No hay nada que yo pueda pensar y que no quiera que tú sepas —contestó él. Me tomó la mano—. Aún falta otro poco.

Seguimos caminando otro poco más y giramos. Oí el ruido del agua en la distancia.

Tropecé con algo, perdí el equilibrio…

Lucas me sujetó antes de que me cayera de bruces sobre una planta. ¿Cómo era capaz de moverse tan deprisa? Si era cierto lo que decía de mí, ¿tendría yo esos reflejos tan rápidos?, ¿quería tenerlos?

—Ya casi hemos llegado —dijo él mientras me ayudaba a recuperar el equilibrio.

—¿Adónde?

—Al escondite.

Cuando pensaba en un escondite, me imaginaba un lugar pequeño y oscuro. Un lugar en el que me agachaba y me echaba a temblar. Y no tenía ningunas ganas de estar en un sitio así. Sobre todo porque estaría apretada y hecha un ovillo contra Lucas. ¿Sería capaz de resistirme al deseo?

Salimos del bosque y entramos en un diminuto claro. La luz de la luna se extendía a nuestro alrededor. El sonido de agua corriendo que había oído antes era el de una cascada que caía por el lado de la montaña. Lucas me soltó la mano. Yo me quedé atónita al darme cuenta de que de pronto me sentía sola sin él. Casi alargué la mano para volver a agarrarme a él. No porque tuviera miedo, sino porque no quería romper la conexión entre los dos.

—¡Vaya, esto es impresionante! —exclamé yo. Por un minuto olvidé que el científico malévolo y su equipo trataban de darnos caza—. No sabía que existiera nada ni remotamente parecido por aquí.

—Tenemos un montón de sitios muy similares a este por aquí.

—¿Tenemos? Lo dices como si este bosque fuera nuestro.

—Técnicamente es tierra federal, sí, pero es nuestro.

—¿Cómo?, entonces, ¿hay realmente una aldea escondida por aquí, como dijo Mason?, ¿de verdad hay otros como tú?

Él se quedó misteriosamente inmóvil, como si estuviera tratando de decidir hasta qué punto podía confiar en mí. Me figuro que mi negativa a querer convertirme en eso que él era le provocaba dudas acerca de mi sinceridad. Si yo iba a volver a ponerme en contacto con el grupo de Mason, cuanto menos supiera, mejor.

—Adelántate y enciende la linterna —dijo él, sin hacer ningún caso a mi pregunta—. Seguramente vas a necesitarla ahí dentro.

—¿Dentro de dónde?

—De la cascada.