A principios de julio entró Gabriel en la vigilancia nocturna de la catedral.
Bajaba á la caída de la tarde al claustro, y en la puerta del Mollete uníase al otro vigilante, un hombre de aspecto enfermizo, que tosía tanto como Luna y no abandonaba la manta en pleno verano.
—¡Vaya, al encierro! —decía el campanero, agitando sus llaves.
Y después que los dos hombres entraban en el templo, cerraba las puertas por fuera, alejándose.
Corno los días eran largos, aún quedaban dos horas de luz cuando los guardianes entraban en la catedral.
—Toda la iglesia es para nosotros, compañero —decía el otro vigilante.
Y como hombre habituado al aspecto imponente de la catedral abandonada, metíase en la sacristía como si fuese su casa, abriendo la cesta de la cena sobre los cajones y alineando los comestibles entre candelabros y crucifijos.
Gabriel vagaba por el templo. Después de varios días de encierro aún no se había amortiguado en él la impresión que le produjo ver por primera vez la iglesia solitaria y cerrada. Sus pasos retumbaban sobre el pavimento, cortado á trechos por los sepulcros de prelados y grandes señores de otros siglos. El silencio del templo muerto se alteraba con extrañas sonoridades y roces misteriosos. El primer día, Gabriel volvió varias veces la cabeza con alarma, creyendo que unos pasos sonaban detrás de él.
Fuera del templo aún lucía el sol. Brillaban las ruedas de colores del rosetón de la gran portada como un plato de flores luminosas. Abajo, entre las pilastras, la luz parecía aplastarse con la sombra. Descendían los murciélagos, y con sus alas hacían caer tierra de los agujeros del embovedado. Chillaban entre las columnas, como si revoloteasen en un bosque de piedra. En su ciego impulso, chocaban con las cuerdas de las lámparas o hacían bambolearse los capelos rojos con borlas polvorientas y deshilachadas que pendían á gran altura sobre las tumbas de los cardenales.
Gabriel hacía su ronda por toda la iglesia. Empujaba las verjas de los altares para convencerse de que estaban bien cerradas, tocaba las puertas de la capilla Mozárabe y de los Reyes, echaba un vistazo á la de la Sala Capitular y se detenía ante la Virgen del Sagrario. Á través de la reja se veían las lámparas ardiendo, y en lo alto la imagen cargada de joyas. Después de este examen iba en busca de su camarada, y ambos se sentaban en el crucero, en las gradas del coro o del altar mayor. Desde allí se abarcaba todo el templo de un golpe de vista.
Los dos vigilantes comenzaban por encasquetarse las gorras.
—A usted le habrán recomendado —decía el compañero de Gabriel— que guarde respeto al templo: que si desea echar un cigarro se vaya á la galería del Locum; que si quiere cenar se meta en la sacristía. Lo mismo me dijeron á mí cuando entré al servicio de la catedral. Palabras de gentes que se quedan á dormir en sus casas, muy tranquilas. Aquí lo que importa es vigilar mucho, y fuera de esto, cada uno puede hacer lo que mejor le parezca para pasar la noche… Á estas horas duermen Dios y los santos. Algo tienen que descansar después de pasarse el día oyendo súplicas y cánticos, recibiendo incienso y ardiéndoles los cirios junto á la cara. Nosotros velamos su sueño, y ¡qué demonio!, no es faltarles al respeto si nos permitimos alguna libertad. Vaya, compañero, ya va obscureciendo: juntemos las cenas.
Y los dos vigilantes cenaban en el crucero, extendiendo sobre los peldaños de mármol las viandas de sus cestas.
El camarada de Gabriel, llevaba en el cinto por todo armamento una pistola, regalo de la Obrería: una antigüedad que jamás se había disparado. Á Luna le enseñó el Vara de plata una carabina, legada por el ex guardia civil á la sacristía como recuerdo de sus años de servicio. Gabriel hizo un gesto de repulsión. Bien estaba allí: ya la buscaría cuando la necesitase. Y la dejó en el rincón, con unos paquetes de cartuchos enmohecidos por la humedad y cubiertos de telarañas.
Al cerrar la noche borrábanse en lo alto los colores de las vidrieras, y en la obscuridad de las naves comenzaban á brillar, como estrellas macilentas, las luces de las lámparas. Se perdían las proporciones del templo. Gabriel creía estar á campo raso en una noche obscura, únicamente al ir de un lado á otro, con la linterna por delante, surgían de la sombra los contornos de la catedral, más grandes, más monstruosos. Las pilastras le salían al encuentro, agrandándose, subiendo hasta las bóvedas á impulsos del resplandor de la linterna. Los cuadros del embaldosado parecían danzar á cada movimiento de luz. Gabriel, en sus rondas de vigilancia, sentía batir sobre su cabeza pesadas alas. Al grito de los murciélagos se unían chillidos lúgubres de pájaros que, asustados, cortaban el aire, chocando con las pilastras. Eran las lechuzas, que bajaban atraídas por el aceite de las lámparas, estremeciendo á éstas con el roce de sus plumas.
Cada media hora se alteraba el silencio de la catedral con un ruido de muelles disparados y ruedas en movimiento. Después sonaba una campana de argentino toque. Eran los guerreros dorados de la portada del Reloj que señalaban el paso del tiempo con sus martillos.
El compañero de Gabriel se lamentaba de las innovaciones establecidas por el cardenal para fastidiar á los pobres. En otros tiempos, él y su viejo camarada, una vez encerrados, podían dormir á pierna suelta, sin miedo á que el cabildo les riñese. Pero Su Eminencia, que siempre estaba discurriendo el modo de molestar al prójimo, había colocado en lados distintos de la catedral unos relojitos traídos del extranjero, y había que ir cada media hora á abrirlos y marcar la presencia. Al día siguiente los examinaba el Vara de plata, y si encontraba un descuido, imponía multa.
—Una invención del demonio para no dejarnos dormir camarada. Cuando más, podremos descabezar un sueño. Es preciso ayudarnos. Mientras uno duerme un rato, el otro se encargará de apuntar en esas malditas máquinas. Nada de descuidos, ¿eh, novato? La paga es corta, el hambre mucha, y no estamos para multas.
Gabriel, siempre bondadoso, era el que más rondaba, cuidando escrupulosamente de los marcadores. Su compañero, el señor Fidel, descansaba tranquilo, alabando su generosidad. Buen compañero le habían dado; gustábale más que el antiguo, con sus aires imperiosos de viejo guardia, siempre riñendo por decidir á quién correspondía levantarse y hacer la ronda.
El pobre hombre tosía tanto como Gabriel. Sus catarros conmovían el silencio del templo; se agrandaban con el eco de las naves, como si en la sombra ladraran perros monstruosos.
—No sé los años que arrastro esta carraspera —decía el viejo—. Es un regalo de la catedral. Los médicos me dicen que abandone este empleo; pero lo que yo contestó: ¿quién me mantiene? Usted, compañero, ha entrado en la buena época. Hace aquí un fresquito que ya lo querrían los que sudan á estas horas en los cafés del Zocodover. Pero aunque estamos en el verano, fíjese usted en la humedad que nos entra por salva sea la parte. Cuando debe verse esto es en invierno, camarada. Hay que vestirse como una máscara, cubierto de gorros, pañuelos y mantas. En la sacristía nos hacen la caridad de dejarnos un poco de fuego; pero aun así, muchas mañanas falta poco para que nos recojan helados. Los del cabildo llaman al coro matacanónigos. Y si esos señores se quejan por una hora de estancia en esta nevera, bien comidos y mejor bebidos, figúrese usted qué será de nosotros. Ha tenido usted suerte de entrar en verano. Cuando llegue el frío, ya verá usted lo que es bueno.
Pero aunque estaban en la mejor época del año, Gabriel tosía, empeorando en su dolencia por la humedad de la catedral.
Las noches de luna, el templo se transfiguraba de un modo fantástico. Gabriel recordaba ciertas decoraciones de ópera que había visto en sus viajes. Los ventanales destacábanse sobre las negras masas con un tono blanquecino y lechoso. Manchas de luz se deslizaban lentamente por las pilastras, como fantasmas que descendiesen de las bóvedas; después arrastrábanse por el pavimento cual espectros rampantes, y otra vez volvían á remontarse por las pilastras, hasta perderse en lo alto. Estos rayos de luz fría y difusa hacían aún más densas las tinieblas. En su marcha, sacaban de la obscuridad aquí una capilla, más allá una lápida sepulcral o el relieve de una pilastra. El gran Cristo que corona la reja del altar mayor fulguraba sobre el fondo de sombra con el brillo del oro viejo, como una aparición milagrosa que flotase en el espacio entre un nimbo de luz.
Cuando la tos no dejaba dormir al viejo guardián, hablaba á Gabriel de los años que llevaba de vida nocturna en la Primada. Era un oficio que tenía cierta semejanza con el de sepulturero; pasaban la vida entre muertos, en el silencio del abandono, sin ver á nadie hasta que terminaba la guardia. Él había acabado por acostumbrarse. Aquel oficio le curaba de muchos miedos que había sentido en su juventud. Antes, creía en resurrecciones de muertos, en almas y en apariciones de santos, pero ahora se reía de todo. Años enteros llevaba pernoctando en la catedral, y si algo oía, era el roer de los ratones, que no respetaban altares ni santos. ¡Al fin, todo madera!
Sólo temía á los hombres de carne y hueso, á los ladrones, que en otros tiempos más de una vez habían entrado en la catedral, obligando al cabildo á establecer la vigilancia nocturna.
Y entretenía á Gabriel con el relato de todas las tentativas de robo realizadas durante el siglo. En la catedral existían riquezas para tentar á un santo. Madrid estaba cerca, y él temía mucho á los ladrones finos. Después enumeraba todas las precauciones de la vigilancia. Listo y afortunado había de ser quien consiguiera burlarlas. El Vara de plata, el campanero y los sacristanes hacían la requisa antes de cerrar, llevándose Mariano las llaves á la torre. No había que proponerse romper las cerrajas. Eran obra antigua y fuerte, y además, allí estaban ellos para dar la alarma apenas oyesen el más leve ruido. Antes, con el auxilio del perro, la vigilancia resultaba más completa; el animal era tan fino, que bastaba que un transeúnte se aproximase á una puerta exterior para que al momento acudiera ladrando. El señor Obrero, después de muerto aquél, anunciaba meses y meses la adquisición de otro, y no cumplía su promesa. Pero, en fin, aun sin el can, allí estaban los dos, que representaban algo, ¿eh?… Él, con su pistola que nunca había disparado; Gabriel, con la carabina que aún estaba en la sacristía, en el mismo rincón donde la dejó su antecesor. Se pavoneaba pensando en el miedo que podían inspirar él y su compañero; pero vuelto á la realidad ante la sonrisa de Luna, añadía:
—Además, para un caso extremo, contamos con el esquilón que llama á los canónigos. La cuerda está en el coro; no tenemos más que tirar, y ¡figúrese usted la que se armaría si sonase en el silencio de la noche! Todo Toledo se pondría de pie, adivinando que algo grave ocurría en la catedral… Con esto y con los malditos contadores, que no nos dejan dormir, puede decirse que ni el rey pasa la noche tan bien guardado como esta iglesia.
Por la mañana, al salir del encierro, subía Gabriel á su casa transido de frío, deseando tenderse en la cama. Encontraba á Sagrario en la cocina calentando la leche para que la bebiese antes de acostarse. La dulce compañera seguía llamándole tío en presencia de los de casa. Únicamente su voz adoptaba el tuteo cariñoso cuando estaban solos. Al verle en la cama se aproximaba á él con el vaso de leche humeante, se lo hacía beber con mimos maternales, le arreglaba el embozo del lecho y cerraba cuidadosamente ventanas y puertas para que no le molestase un rayo de luz.
—¡Esas noches en la catedral! —exclamaba la compañera con expresión de lamento—. Te estás matando, Gabriel: eso no es para ti. El padre dice lo mismo. Puesto que más allá de la muerte no hay nada y no hemos de vernos, prolonga tu vida, déjate cuidar. Ahora que nos conocemos y que soy dichosa, ¡sería tan triste perderte!…
Gabriel la tranquilizaba. Aquella vida no podía durar más allá del verano. Después le darían algo mejor. No debía entristecerse; por tan poca cosa no se muere. Lo mismo tosía viviendo en las Claverías que pasando la noche en la catedral.
Después de comer salía al claustro, completamente repuesto por su sueño de la mañana. Era el único momento del día en que podía ver á sus amigos. Se aproximaban á él o iba Gabriel en su busca, entrando en la casa del zapatero o subiendo á la torre.
Le saludaban, oían sus palabras con la misma atención de antes; pero notaba en ellos cierto gesto de independencia fuera y al mismo tiempo de conmiseración, como si admirándole por haberles transmitido sus ideas, tuviesen lástima de su carácter dulce, enemigo de la violencia.
—Estos pájaros —decía Gabriel hablando con su hermano— ya vuelan por su cuenta. No me necesitan y quieren estar solos.
El Vara de palo meneaba la cabeza tristemente.
—Dios quiera, Gabriel, que algún día no te arrepientas de haberles hablado de cosas que no entienden. Han cambiado mucho. Á nuestro sobrino el perrero no hay quien lo sufra. Dice que ya que no le dejaron matar toros para hacerse rico, matará hombres si es necesario para salir de pobreza; que él tiene derecho á disfrutar como cualquier señor, y que todos los ricos son unos ladrones… Pero hermano, ¡por la Virgen!, ¿les has enseñado realmente esas cosas tan horribles?
—Déjalos —dijo Gabriel riendo—. No han digerido aún las ideas nuevas, y vomitan disparates. Pero eso pasará. Son buena gente.
Lo único que le entristecía era ver que Mariano se recataba de él. Huía su trato como si le tuviese miedo. Parecía temer que Gabriel leyera en su pensamiento, con la superioridad irresistible que desde mozo había tenido sobre él.
—Mariano, ¿qué hay? —decía al verle pasar por el claustro.
—Mucho y mal repartido —contestaba el huraño camarada.
—Lo sé, hombre, lo sé; pero parece que me huyes. ¿Por qué es eso?
—¿Huirte yo?… Nunca. Sabes que siempre te quise. Cuando subes á mi casa ya ves cómo te recibimos. Te debemos mucho: nos has abierto los ojos y ya no somos bestias… Pero me canso de saber tanto y ser pobre; y lo mismo les ocurre á los compañeros. No queremos tener llena la cabeza y el vientre vacío…
—Pero ¿qué remedio nos queda? Hemos nacido pronto. Otros vendrán, encontrando las cosas mejor dispuestas. ¿Qué podéis hacer para arreglar lo presente, cuando en el mundo millares de trabajadores más infelices que vosotros no logran mejor éxito, aun á costa de su sangre, peleando con la autoridad?
—¿Qué hacer? —gruñía el campanero—. Eso ya lo veremos: ya lo verás tú. No somos tan tontos como crees. Tú eres muy sabio, Gabriel; te respetamos como á un maestro; todo cuanto dices es verdad; pero nos parece que cuando hay que hacer las cosas… prácticas, ¿me entiendes?, cuando hay que llamar al pan pan y al vino vino… ¿me explico?… eres, y perdona, algo guillado, como todos los que andan entre libros. Nosotros somos brutos, pero vemos más claro.
Y se alejaba de Gabriel, que no podía comprender el verdadero alcance de este desvío de sus discípulos. Muchas veces, al entrar en las habitaciones de la torre para pasar un rato con ellos, cesaban repentinamente en la conversación y le miraban con zozobra, temiendo, sin duda, que pudiera escuchar sus palabras.
Don Martín hacía muchos días que no se presentaba en el claustro. Gabriel supo por el Vara de plata que había muerto la madre del curita, y una semana después le vio una tarde en las Claverías. Tenía los ojos enrojecidos, las facciones descarnadas y con la piel tirante, como si hubiese llorado mucho.
—Vengo á despedirme de usted, Gabriel. He pasado un mes de penas y de insomnio cuidando á mi madre. La pobre ha muerto. No era ninguna joven; yo esperaba este final; pero por fuerte y resignado que uno sea, estos golpes siempre se sienten. Al irse la pobre vieja, quedo libre. Era lo único que me ligaba á esta iglesia, en la que ya no creo. Su dogma es absurdo y pueril, su historia un tejido de crímenes y violencias. ¿Para qué mentir, como otros, fingiendo una fe que no siento? Hoy he estado en palacio para decir que dispongan de mis siete duros mensuales y de la capellanía de las monjas. Me voy; no sólo huyo de la iglesia, quiero evitar su ambiente, y en Toledo no puede vivir un sacerdote renegado. ¿Ve usted este disfraz? Hoy lo llevo por última vez. Mañana gozaré la primera alegría de mi vida, rasgando esta mortaja en pedazos pequeños, muy pequeños, para que nadie la pueda utilizar. Seré hombre; me iré lejos, tan lejos como pueda; quiero saber cómo es el mundo, ya que en él vivo. No conozco á nadie, no tengo protección; usted es el hombre más extraordinario que he conocido, y está oculto en una mazmorra por su voluntad, refugiado en un templo completamente vacío para su conciencia… No me asusta la miseria; cuando se ha sido representante de Dios con seis reales diarios, se puede mirar el hambre cara á cara. Seré obrero, trabajaré la tierra si es preciso, me emplearé en cualquier cosa… pero seré hombre libre.
Pasearon los dos amigos por el claustro, aconsejando Gabriel á don Martín. Al determinar el punto adonde debía dirigirse, su predilección fluctuaba entre París y las repúblicas americanas más faltas de emigración.
Al caer la tarde, Gabriel se despidió de su discípulo: le estaba esperando el compañero en el claustro bajo para encerrarse en el templo.
—Tal vez no nos veamos más —dijo el curita con tristeza—. Usted acabará sus días aquí, en la casa de un Dios en quien no cree.
—Sí; aquí moriré —dijo Gabriel sonriendo—. Él y yo nos odiamos, y sin embargo, parece que nada puede hacer sin mí. Si ha de salir á la calle, soy quien guía sus pasos; y por la noche, yo también quien guarda sus riquezas… Salud y buena suerte, Martín. Sea usted hombre sin desfallecimientos. La verdad bien vale la miseria.
La desaparición del capellán de las monjas se efectuó sin escándalo. Don Antolín y otros sacerdotes creyeron que el joven se había trasladado á Madrid por ambición, para engrosar el número de clérigos solicitantes. Gabriel era el único que conocía el verdadero destino de don Martín. Además, pronto hizo olvidar al joven sacerdote una noticia estupenda, que retumbó en la catedral como un trueno, poniendo en conmoción á los señores del coro, á la gente menuda de las sacristías, á toda la población del claustro alto.
Habían terminado las querellas entre el arzobispo y el cabildo. En Roma aprobaron todo lo hecho por el cardenal, y Su Eminencia rugía de júbilo en su palacio, con la fiera impetuosidad que mostraba en todas sus expansiones.
Los canónigos, al entrar en el coro, iban con la cabeza baja, como avergonzados y temerosos.
—Pero ¿ha visto usted?… —se decían al desvestirse en la sacristía.
Y á buen paso, con el manteo ondulante, abandonaban la iglesia cada uno por su lado, evitando formar grupos ni corrillos, atento cada cual á librarse de responsabilidades, á aparecer limpio de toda complicidad con los enemigos del prelado.
El Tato reía de gozo viendo la dispersión y el azoramiento de los señores del coro.
—¡Corred, corred! ¡Bueno os va á poner el cuerpo el tío!…
Se hacían los preparativos de todos los años para la gran fiesta de la Virgen del Sagrario, á mediados de agosto. En la catedral hablaban de la de aquel año con misterio unos y zozobra otros, como si aguardasen sucesos extraordinarios. Su Eminencia, que no bajaba al templo hacía muchos meses por no ver á los del cabildo, presidiría el coro el día de la fiesta. Deseaba contemplar de cerca á sus enemigos, aplastarlos con su triunfo, gozarse en su aspecto de confusa sumisión. Y conforme se aproximaba la solemnidad religiosa, temblaban muchos canónigos, pensando en la mirada dura y soberbia que clavaría en ellos el iracundo prelado.
Gabriel prestaba escasa atención á las preocupaciones del mundo clerical. Llevaba una vida extraña. Gran parte del día lo pasaba durmiendo, preparándose para la fatigosa vela de la noche, que hacía ahora solo. El señor Fidel había caído enfermo, y para que la Obrería, evitando gastos, no privase al viejo de su mísero sueldo, se abstenía de pedir un nuevo compañero. Pasaba las noches en la catedral con la misma tranquilidad que si estuviera en el claustro, alto, habituado á aquel silencio de cementerio. Para no dormirse, leía á la luz de su linterna los libros que podía encontrar en las Claverías: fríos tratados de Historia, en los que la Providencia desempeñaba el principal papel; vidas de santos, que le divertían por su crédula sencillez, rayana en lo grotesco, y aquel Quijote de los Luna que tantas veces, había deletreado de pequeño, y en el cual creía encontrar algo de la frescura de la niñez.
Llegó el día de la Virgen. La fiesta era igual á la de todos los años. La imagen famosa había salido de su capilla, ocupando sobre su peana un sitio en el altar mayor. Llevaba el manto guardado en el Tesoro y todas sus joyas, que centelleaban acariciadas por el bosque de luces, como si rieran con una escala temblona de fulgores.
Antes de comenzar la fiesta, los curiosos de la catedral, fingiéndose distraídos, paseaban entre el coro y la puerta del Perdón. Los canónigos, con sus vestiduras rojas, reuníanse cerca de la escalerilla alumbrada por la famosa piedra de luz. Por allí bajaría Su Eminencia, y los señores del coro se agrupaban tímidamente, cuchicheando, como si se preguntasen qué iba á pasar.
Apareció en el primer tramo de la escalera el portacruz, avanzando horizontalmente su insignia de dobles brazos para que pasase bajo el arco de la puerta. Después, entre familiares, y seguido por la sotana morada del obispo auxiliar, avanzó el cardenal, vestido de púrpura, que apagaba el rojo violáceo de los canónigos.
El cabildo se formó en dos filas, con la cabeza baja, prestando acatamiento á su príncipe. ¡Qué mirada la de don Sebastián! Los canónigos, inclinados, creyeron sentirla en la nuca con una frialdad de acero. Erguía el enorme cuerpo dentro de sus envolturas de púrpura con gallarda arrogancia, como si en aquel momento se sintiera curado de la enfermedad que arañaba sus entrañas y de la insuficiencia del corazón, que oprimía sus pulmones. La cara gordinflona temblaba de gozo; los pliegues de grasa de su barbilla se estremecían sobre el roquete de blondas. La birreta cardenalicia parecía hincharse de soberbia sobre su cabeza pequeña, blanca y sonrosada. Nunca fué llevada una corona con tanto orgullo como aquel gorro rojo.
Extendió su mano enguantada de púrpura, sobre la que lucía la esmeralda episcopal, y con un gesto imperioso hizo que uno tras otro fueran besándola todos los canónigos. Era la sumisión de los hombres de Iglesia, acostumbrados desde el Seminario á una humildad aparente que encubre rencores y odios de una intensidad no conocida en la vida vulgar. El cardenal adivinaba el desaliento tras esta modestia y paladeaba su triunfo.
—Tú no conoces cómo son nuestros odios —había dicho algunas veces á su amiga la jardinera—. En la vida vulgar son pocos los hombres que mueren de un disgusto. El que siente enfado se desahoga y recobra la tranquilidad. Pero en la Iglesia se cuentan á centenares los que mueren de un acceso de ira por no poder vengarse, porque la disciplina les cierra la boca y abate su cabeza. Faltos de familia y de preocupaciones para ganarse el pan, los más de nosotros sólo vivimos para el amor propio y el orgullo.
Se formó en procesión el cabildo, acompañando á Su Eminencia. Abrían la marcha el perrero rojo, los pertigueros negros y el Vara de plata, haciendo sonar las baldosas con los golpes de sus bastones. Detrás la cruz arzobispal y los canónigos por parejas, y en último término el prelado, con su cola roja, extendida en toda su longitud, llevada en alto por dos pajes. Don Sebastián bendecía á un lado y á otro, mirando con sus ojillos penetrantes á los fieles, que inclinaban la cabeza.
Su carácter imperioso y la alegría del triunfo hacían centellear su mirada. ¡Qué gran victoria!… El templo era su casa, y volvía á él tras larga ausencia, con toda la majestad de un dueño absoluto que podía aplastar á los esclavos maldicientes que osaran atacarle.
La grandeza de la Iglesia se le aparecía en aquel momento más grandiosa que nunca. ¡Qué admirable institución! El hombre fuerte que llegaba á lo alto se convertía en un dios omnipotente y temible. Nada de igualdad perniciosa y revolucionaria. El grande siempre tenía razón. El dogma ensalzaba la humildad de todos ante Dios, pero al fijar ejemplos, hablaba siempre de rebaños y de pastores que debían dirigirlos. Él era el pastor, porque así lo quería el Omnipotente. ¡Ay del que intentara descarriarse!…
En el coro, la alegría de su orgullo gustó una satisfacción aún mayor. Estaba sentado en el trono de los arzobispos de Toledo, aquella silla que había sido la estrella de su juventud, y cuyo recuerdo le turbaba en pleno episcopado, cuando paseaba la mitra por las provincias esperando la hora de llegar á la Primada. Erguíase bajo el artístico dosel del Monte Tabor, sobre cuatro escalones, para que le viesen bien todos los del coro y se convencieran de que era su príncipe. Las cabezas de las dignidades sentadas á su lado estaban casi al nivel de sus pies. Podía pisarlos como víboras si osaban levantarse de nuevo, mordiéndole en sus más íntimos afectos.
Enardecido por la apreciación de su grandeza y su triunfo, era el primero en levantarse o sentarse, conforme lo marcaba el ritual de los oficios, y unía su voz á las del coro, asombrando á todos con la áspera energía de su canto. Las palabras latinas salían de su boca como trabucazos contra aquella gente odiada; sus ojos pasaban con expresión de reto sobre la doble fila de cabezas inclinadas.
Era un hombre de fortuna, que había marchado de éxito en éxito, y sin embargo, jamás había sentido una satisfacción tan honda, tan completa como la de aquel momento. Él mismo se asustaba de su alegría, de aquel estallido de orgullo que amortiguaba sus crónicas dolencias. Parecíale que estaba gastando en unas cuantas horas toda su provisión de vida.
Al finalizar la misa, los cantores y demás gente menuda del coro, que eran los únicos que osaban mirarle, se alarmaron viéndole palidecer, levantarse con la faz desencajada, llevándose las manos al pecho. Advertidos los canónigos, corrieron á él, formando una apretada masa de vestiduras rojas ante su trono. Su Eminencia se ahogaba, debatiéndose entre aquel círculo de manos que le agarraban instintivamente.
—¡Aire! —rugió—, ¡aire!… ¡Quítense de delante con mil porras! ¡Que me lleven á casa!
Aun en medio de su angustia, encontró el gesto enérgico y sus antiguos votos de soldado para rechazar á los enemigos. Se ahogaba, pero no quería que lo viesen los canónigos. Adivinaba en muchos de ellos la satisfacción tras el gesto compungido. ¡Que nadie le tocase! ¡Él se bastaba! Y apoyado en dos familiares fieles, emprendió la marcha jadeante hacia la escalera arzobispal, seguido de gran parte del cabildo.
La función religiosa terminó apresuradamente. Que perdonara la Virgen: otro año tendría mayor solemnidad. Y las autoridades e invitados abandonaron sus asientos del altar mayor para correr en demanda de noticias al palacio arzobispal.
Al despertar Gabriel, pasado mediodía, todos hablaban en el claustro alto de la salud de Su Eminencia. Su hermano preguntaba á tía Tomasa, que venía de palacio.
—Se muere, hijos —decía la jardinera—; de ésta no escapa. Doña Visita me lo ha enseñado de lejos, llorando la pobre. No puede estar acostado. El pecho le baila como un fuelle roto. Los médicos dicen que no llega á la noche. ¡Qué desgracia!… ¡Y en un día como éste!…
La agonía del príncipe eclesiástico era acogida con un silencio fúnebre. Las mujeres de las Claverías iban y venían con noticias desde el palacio al claustro alto. Los chicuelos permanecían recluidos en las habitaciones, atemorizados por las amenazas de las madres si intentaban jugar en las galerías.
El maestro de capilla, siempre insensible á los sucesos de la catedral, salía, sin embargo, á tomar noticias del estado de Su Eminencia. Tenía un proyecto, del que habló rápidamente á la familia durante la comida. Los funerales de un cardenal bien merecían que se ejecutase una misa célebre, con gran orquesta reclutada en Madrid. Él ya había echado el ojo al famoso Réquiem de Mozart. Era por lo único que le interesaba la suerte del prelado.
Gabriel, mirando á su compañera, sentía el dulce egoísmo que experimenta el que vive cuando muere el poderoso.
—Ya caen los grandes, Sagrario. Y nosotros los enfermos, los miserables, aún tenemos por delante alguna vida.
A la hora en que se cerraba el templo bajó para comenzar su vigilancia. El campanero le esperaba con las llaves.
—¿Qué hay del cardenal? —preguntó Gabriel.
—Pues que se muere hoy mismo, si es que no ha muerto ya.
Y después añadió:
—Esta noche, Gabriel, tendrás gran iluminación. La Virgen está en el altar mayor, hasta mañana, rodeada de cirios.
Calló un momento, como si vacilase.
—Tal vez —añadió— baje á hacerte un rato de compañía. Debes aburrirte solo. Espérame.
Cuando Gabriel quedó encerrado en el templo, vio un trozo del altar mayor resplandeciente de luces. Hizo su acostumbrada requisa de puertas y verjas, visitó el Locum, los grandes retretes, donde en otro tiempo se habían ocultado unos ladrones, y después que estuvo convencido de que en la catedral no había otro ser vivo que él, fué á sentarse en el crucero, con su manta y la cesta de la cena.
Allí permaneció largo rato, contemplando á través de la reja la Virgen del Sagrario. Nacido en la catedral y llevado de niño por su madre á que se arrodillase ante la imagen, la había admirado como el tipo más perfecto de hermosura. Ahora la apreciaba fríamente, con ojos de artista. Era fea y grotesca, como todas las imágenes que son ricas. La piedad suntuosa y opulenta la había disfrazado con sus tesoros. No había nada en ella del idealismo de las vírgenes pintadas por los artistas cristianos. Más bien parecía un ídolo indostánico recargado de joyas. La falda y el manto se ahuecaban con la ampulosidad de un miriñaque, y sobre las tocas lucía una corona enorme como un morrión, empequeñeciéndole la cara. El oro, las perlas, los diamantes, brillaban sobre sus vestiduras. Llevaba pendientes y pulseras de gran valor.
Gabriel sonreía pensando en la simpleza religiosa, que viste á los héroes celestiales con arreglo á las modas de la tierra.
El débil resplandor del crepúsculo que descendía de los ventanales y la inquieta llama de los cirios formaban una ondulación de luces y sombras, animando el rostro de la imagen como si gesticulase.
«¡Aún como soy yo! —se decía Gabriel—. Si en mi lugar estuviera un devoto, creería que la Virgen ríe unos momentos y después llora. Con un poco de imaginación y de fe, ¡he aquí un milagro! Estos caprichos de la luz han sido una mina inagotable para los sacerdotes. También las Venus de otros tiempos cambiaban la expresión de su cara, riendo o llorando á gusto de los fieles, como una imagen cristiana.»
Y pensó largo rato en el milagro, invención de todas las religiones, y tan antiguo como la ignorancia y la credulidad humanas.
Obscureció. Después de cenar parcamente, Gabriel abrió un libro que llevaba en la cesta y púsose á leer á la luz de su linterna. De vez en cuando levantaba la cabeza, distraído por el revoloteo y los gritos de los pajarracos nocturnos, atraídos por el resplandor extraordinario del bosque de cirios. Transcurría el tiempo lentamente. En la obscuridad de las bóvedas retumbaban los argentinos martillazos de los guerreros del reloj. Luna se levantaba y recorría la iglesia, visitando los contadores para marcar su ronda.
Habían sonado las diez, cuando Gabriel oyó abrirse el postigo de la portada de Santa Catalina, pero rápidamente y sin violencia, como si hubieran hecho uso de una llave. Luna recordó el ofrecimiento del campanero. Después sonaron los pasos de varias personas, pero agrandados por el eco, como si avanzase toda una hueste.
—¿Quién va? —gritó Gabriel, algo alarmado.
—Nosotros, hombre —contestó en la sombra la voz fosca de Mariano—. ¿No te dije que bajaríamos?
Al entrar en el crucero les dio de lleno la luz del altar mayor. Gabriel vio con el campanero al Tato y al zapaterillo. Querían acompañar á Luna una parte de la noche, para que no le fuese tan pesada la guardia, y traían una botella de aguardiente que le ofrecieron.
—Ya sabéis que no bebo —dijo Gabriel—. Nunca me ha gustado el alcohol; vino, y no mucho… Pero ¿adonde vais, vestidos como en los días de fiesta?
El Tato se apresuró á responder. El Vara de plata cerraba á las nueve las Claverías, y ellos querían pasar la noche fuera de casa. Ya habían estado un buen rato en un café del Zocodover, regalándose como señores. Estaban hechos unos calaveras. Aquella noche era extraordinaria, tanto más cuanto que la ciudad también estaba alterada por lo del arzobispo.
—¿Cómo sigue? —preguntó Gabriel.
—Creo que ha muerto hace media hora —dijo el campanero—. Cuando he subido á mi casa por las llaves, salía un médico del palacio, y así se lo decía á un canónigo… Pero sentémonos.
Tomaron todos asiento, con la gorra calada, en los peldaños de la verja del altar mayor. Mariano dejó en el suelo el manojo de las llaves, un racimo de hierro como una maza. Las había de todas las épocas: unas groseras y herrumbrosas, con las huellas del martillo, ostentando escudos cerca del agarradero; otras más modernas, pulidas y brillantes como si fuesen de plata; pero todas enormes y pesadas, de robustos dientes, cual convenía á la grandeza del edificio.
Los tres amigos parecían extraordinariamente contentos, con una alegría nerviosa que les hacía empujarse y reír. Miraban de reojo á la Virgen y después se miraban entre ellos con un gesto de misterio que no podía comprender Gabriel.
—Habéis bebido mucho, ¿verdad? —dijo Luna con suave reproche—. Hacéis mal; ya sabéis que el beber es la degradación de los pobres.
—Un día es un día, tío —dijo el perrero—. Nos alegra que se mueran los grandes. Ya ve usted; yo admiraba mucho á Su Eminencia: pues ¡que se haga la porra! La única satisfacción que tiene un pobre es ver que á los de arriba también les llega la vez.
—Bebe —dijo el campanero, ofreciéndole la botella—. Es una dicha encontrarnos aquí sanos y alegres, mientras Su Eminencia se verá mañana entre cuatro tablas. ¡Menudo campaneo soltaremos todo el día!
Bebió el Tato, y pasó la botella al zapatero, que estuvo mucho tiempo con la boca pegada al gollete. De los tres, éste parecía el más ebrio. Tenía los ojos enrojecidos, miraba duramente á todos lados y permanecía silencioso. Sólo sonreía forzosamente cuando le dirigían la palabra, como si su pensamiento estuviera lejos, muy lejos.
El campanero, en cambio, era más locuaz que de costumbre. Hablaba de la fortuna del cardenal, de lo rica que iba á ser doña Visitación, de la alegría que tendrían aquella noche muchos del cabildo. Y se interrumpía para empinar la botella del aguardiente, pasándola después á los compañeros. El vaho del alcohol se esparcía en aquel ambiente impregnado de incienso y humo de cera.
Transcurrió más de una hora. Mariano había cortado varias veces la conversación, como si tuviera que decir algo grave y vacilase, falto de valor. Por fin se decidió.
—Gabriel: pasa el tiempo y nos resta mucho que hacer y que hablar. Son poco más de las once. Aún quedan horas para hacer bien la cosa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Luna con extrañeza.
—Pocas palabras: al grano. Se trata de que tú seas rico y lo seamos nosotros; queremos salir de esta miseria… Ya habrás notado hace tiempo que huíamos de ti; que al placer de oírte preferíamos hablar entre nosotros. Es que tú eres un sabio, pero no vales un céntimo para las cosas de la vida. Contigo se aprende, pero no se sale de pobreza… Hemos pasado meses pensando en la necesidad de dar un golpe afortunado. Esas revoluciones de que nos hablas están muy lejos. Las verán nuestros nietos, y aun tal vez no las vean. Bueno es que los sabios piensen en el porvenir; pero los brutos como nosotros sólo vemos el presente. Hemos empleado el tiempo discurriendo barbaridades: secuestrar á don Sebastián y exigirle un millón de rescate; entrar en el palacio una noche, ¡y qué sé yo qué más!… Todo majaderías ideadas por tu sobrino. Pero esta mañana, en mi casa, lamentándonos de la miseria, hemos visto de pronto la salvación. Tú como único guardián de la catedral, la Virgen en el altar mayor con las joyas que el resto del año se guardan en el Tesoro, y yo con las llaves en mi poder… El trabajo más fácil del mundo. Limpiamos á la Virgen, emprendemos el camino de Madrid y llegamos al amanecer; el Tato conoce allí mucha gente de la que va á las capeas: nos ocultamos algún tiempo, y después, tú, que sabes el mundo, nos guiarás. Iremos á América, venderemos la pedrería, y seremos ricos. ¡Alza, Gabriel! Vamos á despojar al ídolo, como tú dices.
—¡Luego es un robo lo que me proponéis! —exclamó Luna, alarmado.
—¿Un robo? —dijo el campanero—. Llámalo así si quieres: ¿y qué?, ¿te asustas de eso?… Más nos han robado á nosotros, que nacimos con derecho á un pedacito de mundo, y por más vueltas que damos no encontramos un sitio libre… Además, ¿a quién perjudicamos con esto? De nada sirven á ese pedazo de palo las joyas que lo cubren. Ni come, ni siente frío en el invierno, y nosotros somos unos miserables. Tú mismo lo has dicho, Gabriel, contemplando nuestra pobreza. Nuestros hijos mueren de hambre sobre las rodillas de las madres, mientras los ídolos se cubren de riquezas… ¡Anda, Gabriel, no perdamos el tiempo!
—¡Vamos, tío! —dijo el Tato—. Un poco de coraje. Convénzase de que los ignorantes sabemos hilar las cosas cuando llega el caso.
Gabriel no les escuchaba. La sorpresa le había hecho caer en el ensimismamiento. Medía, asustado, el gran error cometido; veía abrirse un foso inmenso entre él y los que creía sus discípulos. Recordaba las palabras de su hermano. ¡Ah, el buen sentido de los simples! Él, con todas sus lecturas, no había previsto el peligro de enseñar á los ignorantes en unos cuantos meses lo que requería toda una vida de reflexión y estudio. Repetíase en pequeño lo que ocurre en los pueblos agitados por la revolución. Las ideas más nobles se corrompían al pasar por el tamiz de la vulgaridad; las aspiraciones generosas se envenenaban con los sedimentos de la miseria.
Los envilecidos por la explotación, al despertar, buscaban en las doctrinas redentoras la venganza del pasado y el bienestar egoísta, aunque fuese á costa de sus semejantes.
Había sembrado la semilla revolucionaria en los parias de la Iglesia, adormecidos en un ambiente de dos siglos atrás. Creía contribuir á la revolución futura formando hombres, y al despertar de su ensueño se encontraba con criminales vulgares. ¡Qué espantosa decepción! Sus ideas sólo habían servido para destruir. Quitando á aquellos cerebros soñolientos los prejuicios de la ignorancia, las supersticiones del siervo, sólo había conseguido hacerlos audaces para el mal. El egoísmo era la única pasión que vibraba en ellos. Sólo habían aprendido que eran miserables y no debían serlo. La suerte de sus compañeros de infortunio, de una inmensa parte de la humanidad, miserable y triste, no les interesaba. Saliendo ellos de su estado, mejorando su situación fuese como fuese, les importaba poco que el mundo siguiera lo mismo que antes; que las lágrimas, el dolor y el hambre reinasen abajo para asegurar la comodidad de los de arriba. Había sembrado en ellos su pensamiento, queriendo acelerar la cosecha, y como en los cultivos forzados y artificiales, que crecen con asombrosa rapidez para no dar más que frutos corrompidos, el resultado de su propaganda era la podredumbre moral. ¡Hombres, al fin, como todos! ¡La fiera humana buscando su bienestar á costa del semejante; perpetuando el desconcierto y el dolor para los demás, con tal de gozar de la abundancia durante una vida de unos cuarenta años! ¡Ay!, ¿dónde encontrar al ser superior ennoblecido por el culto de la razón, haciendo el bien sin esperanza de recompensa, sacrificándolo todo por la solidaridad humana, el hombre–dios que embellecería el porvenir?…
—¡Anda, Gabriel —continuaba el campanero—, no perdamos tiempo! Es cosa de un instante, y en seguida ¡a volar!
—¡No —dijo Luna con firmeza, saliendo de su ensimismamiento—, no haréis eso, no debéis hacerlo! Es un robo lo que me proponéis, y mi dolor es grande viendo que para eso contabais conmigo. Otros van al robo por instinto fatal o por corrupción de alma; vosotros llegáis á él porque quise ilustraros, porque intenté abrir vuestras inteligencias á la verdad… ¡Oh!, ¡es horrible… muy horrible!
—Pero ¿a qué tales aspavientos, Gabriel? ¿No es eso un pedazo de palo? ¿A quién perjudicamos apoderándonos de sus joyas? ¿No roban los ricos y todos los que poseen algo? ¿Por qué no hemos de imitarles?
—Por eso mismo: porque lo que intentáis hacer es una imitación del mal; porque perpetúa una vez más el sistema de violencia y de desarreglo, causa de la miseria. ¿Por qué odias al rico, si lo que él hace al explotar al humilde es lo mismo que vas á hacer tú, apoderándote de una cosa para ti (entiéndelo bien), para ti y no para todos? No me asusta el robo, porque no creo en la propiedad ni en la santidad de las cosas; pero por esto mismo abomino de la apropiación particular y me opongo á ella. ¿Para qué queréis apoderaros de eso? Decís que para remediar vuestra miseria. No es verdad: para ser ricos, para entrar en el grupo de los privilegiados, para ser tres individuos más de esa minoría odiosa que goza el bienestar esclavizando á los humanos. Si todos los pobres de Toledo llamasen ahora á las puertas de la catedral, sublevados y embravecidos, yo les abriría paso, los guiaría yo mismo, les señalaría esas joyas que ambicionáis, les diría: «Apoderaos de ellas.» Son gotas de sudor y de sangre de sus antepasados; representan el trabajo servil en la tierra del señor, el despojo brutal por los alcabaleros del rey, para que magnates y reyes pudiesen cubrir de pedrería al ídolo que podía abrirles las puertas del cielo. Eso no pertenece á vosotros tres porque seáis más audaces; pertenece á todos, como de todos son las riquezas de la tierra. Poner su mano los hombres sobre cuanto existe en el mundo será la obra santa, la revolución redentora del porvenir; apoderarse ahora unos cuantos de lo que con arreglo á la moral imperante no es suyo, resulta un delito para las leyes burguesas, y para mí es un atentado contra los desheredados, únicos dueños de lo existente…
—¡Calla, Gabriel! —dijo el campanero con dureza—. Si te dejo, hablarás hasta el amanecer. No te entiendo, no quiero. ¡Venimos á hacerte un favor, y nos sales con un sermón! ¡Queremos verte rico como nosotros, y nos contestas hablando de los demás, de la gente que no conoces, de esa humanidad que no te dio ni un mendrugo cuando vagabas como un perro!… Tendré que dirigirte como en nuestra juventud, cuando hacíamos la guerra. Siempre te he querido y admiro tu talento, pero á ti hay que tratarte como á un chicuelo… ¡Vaya, Gabriel, á callar y síguenos! ¡Te llevamos á la felicidad! ¡Adelante, compañeros!
El Tato y el zapatero se pusieron de pie, marchando hacia la verja del altar mayor. El perrero empujó una de sus hojas, entreabriéndola.
—¡No! —gritó Gabriel con energía—. ¡Deteneos!… Mariano, no sabes lo que haces. Creéis que ya está lograda vuestra dicha con apoderarse de esas riquezas. ¿Y después? Vuestras familias quedarán aquí. Tato, piensa en tu madre. Mariano, el zapatero y tú tenéis mujer, tenéis hijos.
—¡Bah!… —dijo el campanero—. Ya vendrán á reunirse con nosotros cuando estemos lejos y en salvo. El dinero todo lo puede: lo que importa es tenerlo.
—¿Y vuestros hijos?… ¡Les dirán que sus padres fueron ladrones!
—Pero serán ricos en otro país. Al fin, su historia no resultará peor que la de los hijos de otros ricos.
Gabriel se convenció de la resolución feroz que animaba á aquellos hombres. Sus esfuerzos para detenerles eran inútiles. Mariano le empujaba al ver que se interponía entre él y el altar mayor.
—Aparta, chiquillo —dijo—. Ya que no sirves para nada, déjanos. ¿Es que le tienes miedo á la Virgen? Descuida, que aunque nos llevemos todo cuanto posee no hará ningún milagro.
Gabriel intentó un recurso decisivo.
—No haréis nada. Si pasáis la verja, si entráis en el altar mayor, toco el esquilón y antes de diez minutos está todo Toledo en las puertas.
Y abriendo la verja del coro, entró en él con una decisión que paralizó al campanero.
El zapaterillo, con su aspecto de borracho taciturno, fué el único que le siguió.
—¡El pan de mis hijos! —murmuraba con lengua estropajosa—. ¡Quieren robarlos!… ¡Quieren que sigan pobres!…
Mariano oyó un ruido metálico: vio cómo el zapaterillo levantaba el brazo armado con el manojo de llaves caído en los peldaños de la verja, y después oyó un choque de extraña sonoridad, como si golpeasen algo hueco.
Gabriel dio un grito y cayó al suelo de bruces. El zapatero seguía golpeándole al cráneo.
—¡No le des más!… ¡Detente!
Éstas fueron las últimas palabras que oyó confusamente Gabriel, tendido en la entrada del coro. Un líquido pegajoso y caliente se escurría sobre sus ojos. Después, el silencio, la obscuridad… la Nada.
El último destello de su pensamiento fué para decirse que iba á morir, que tal vez había muerto ya, restándole sólo la postrera vibración vital, la estela agitada de una existencia que huía para siempre.
Aún volvió á la vida. Abrió los ojos trabajosamente, y vio el sol al través de un ventanillo con hierros, unas paredes blancas y una cama con cobertor de percalina rameada y sucia. La cabeza le pesaba enormemente. Su pensamiento pudo formar y coordinar una idea, después de grandes vacilaciones y tropiezos: le habían colocado la catedral en las sienes. El templo gigantesco gravitaba sobre su cráneo, aplastándolo. ¡Qué inmenso dolor!… No podía moverse: estaba cogido por la cabeza. Zumbaban sus oídos; su lengua estaba paralizada. Los ojos veían, pero débilmente, como si la luz fuese turbia y una bruma rojiza envolviese los objetos.
Creyó que una cara con bigotes, terminada por un sombrero de guardia civil, se inclinaba sobre la suya, mirándolo en los ojos. Movía los labios, pero él no oía nada. Era sin duda la pesadilla de sus antiguas persecuciones volviendo á surgir.
Se fijaban en él, viendo que abría los ojos. Un señor vestido de negro avanzaba hacia su lecho, seguido de otros dos que llevaban papeles bajo el brazo. Adivinó que le hablaban por el movimiento de los labios, pero nada pudo oír. ¿Estaría en otro mundo? ¿Serían falsas sus creencias, y después de la muerte existiría otra vida igual á aquella que había abandonado?
Cayó de nuevo en la sombra y en la inercia. Pasó mucho tiempo… mucho. Otra vez se abrieron sus ojos, pero ahora la bruma era más densa. Ya no era roja: era negra.
Entre estos velos, creyó ver Gabriel el rostro de su hermano, consternado, crispado por el miedo, y los bicornios de la Guardia civil, aquellos sombreros de pesadilla, rodeando al pobre Vara de palo. Después, más esfumada, más indecisa, la cara de la dulce compañera, de Sagrario, contemplándole con ojos llorosos de inmensa pena, besándolo con la mirada, sin que la intimidasen los hombres negros y las armas que la rodeaban.
Ésta fué la última visión, indecisa y borrosa, como vista á la luz de una chispa fugaz. Después la obscuridad eterna, el aniquilamiento… la Nada.
Al cerrar para siempre los ojos, sonó junto á él una voz:
—Te seguíamos la pista, pájaro. Bien escondido estabas, pero te has descubierto con una de las tuyas. Ahora veremos qué cuenta das de las joyas de la Virgen… ¡ladrón!
El terrible enemigo de Dios y del orden social no dio cuenta alguna á los hombres.
Al día siguiente salió en hombros, de la enfermería de la cárcel, para desaparecer en la fosa común. El secreto de su muerte lo guardó la tierra, esa madre ceñuda que presencia impasible las luchas de los hombres, sabiendo que grandezas y ambiciones, miserias y locuras, han de pudrirse en sus entrañas, sin otro resultado que fecundar la renovación de la vida.
FIN
Playa De La Malvarrosa (Valencia).
Agosto–Septiembre, 1903.