La muerte de Giuliano sumió al pueblo de Sicilia en el abatimiento. Él había sido su defensor y su escudo contra los ricos y los nobles, los «amigos de los amigos» y el Gobierno de la Democracia Cristiana de Roma. Tras la desaparición de Giuliano, Don Croce Malo hizo pasar a toda la isla de Sicilia por su prensa de aceite y amasó una inmensa fortuna, estrujando tanto a los ricos como a los pobres. Cuando el Gobierno quiso construir unas presas para abaratar el agua, Don Croce hizo volar por los aires toda la pesada maquinaria destinada a su construcción. Al fin y al cabo, él tenía en sus manos todos los pozos de Sicilia, de modo que no le interesaban presas que abarataran el agua. Durante el gran auge de la construcción que trajo el término de la guerra, las conexiones y el persuasivo estilo negociador que le caracterizaba permitieron a Don Croce adquirir los mejores solares a bajo precio y revenderlos después a precios exorbitantes. Tomó bajo su protección personal todas las actividades comerciales de Sicilia. No se podía vender ni una sola alcachofa en los tenderetes del mercado de Palermo sin pagarle a Don Croce unos centesimi, los ricos no podían adquirir joyas para sus esposas ni caballos de carreras para sus hijos sin abonar una cuota a Don Croce. Con mano dura éste desalentó a los insensatos campesinos que deseaban reclamar las tierras no cultivadas de las propiedades del príncipe de Ollorto, acogiéndose a unas estúpidas leyes aprobadas por el Parlamento italiano. Y los sicilianos, oprimidos por Don Croce, la nobleza y el Gobierno de Roma, abandonaron toda esperanza.
En los dos años que siguieron a la muerte de Giuliano, quinientos sicilianos, casi todos ellos varones jóvenes, emprendieron el camino de la emigración. Se fueron a Inglaterra y se convirtieron allí en jardineros, heladeros y camareros de restaurante. Marcharon a Alemania, a hacer los trabajos más pesados; y a Suiza, a mantener limpio el país y fabricar relojes de cuco. Emigraron a Francia, a trabajar como pinches de cocina y a barrer en las fábricas de confección. Se fueron al Brasil, a talar árboles en la selva, y algunos optaron por los fríos inviernos de Escandinavia. Y, como es natural, hubo unos pocos afortunados, reclutados por Clemenza para servir a las órdenes de la familia Corleone en los Estados Unidos. Esos fueron los que tuvieron más suerte. Y, de ese modo, Sicilia se convirtió en una tierra de viejos, de niños y de viudas producto de la vendetta económica. Las aldeas con sus casas de piedra ya no proporcionaban jornaleros para las fincas de los ricos y los ricos también se resentían de la situación. El único que prosperaba era Don Croce.
Gaspare Aspanu Pisciotta fue juzgado por sus crímenes como bandido y condenado a cadena perpetua en la cárcel de Ucciardone. Pero todos estaban de acuerdo en que se le concedería el indulto. Su único temor era que acabaran con él estando en la cárcel. En su condición de asesino de Giuliano, era un hombre marcado. Pero el ansiado indulto no llegaba. Entonces mandó decir a Don Croce que revelaría todos los contactos que había mantenido la banda con Trezza y los acuerdos entre el nuevo primer ministro y Giuliano sobre la matanza de Portella delle Ginestre.
La mañana siguiente al acceso del ex ministro Trezza al cargo de primer ministro de Italia, Aspanu Pisciotta se levantó a las ocho. Disponía de una amplia celda llena de plantas y unos grandes bastidores para realizar los bordados que había aprendido a hacer durante su estancia en la cárcel. La brillante seda de los dibujos le tranquilizaba mucho el espíritu, porque ahora pensaba a menudo en su infancia con Turi Giuliano y en el amor que ambos se profesaban.
Pisciotta se preparó el café de la mañana y se lo bebió. Temía que le envenenaran y, por consiguiente, todo lo que había en aquella taza se lo había traído su familia. La comida de la cárcel se la daba a probar primero en pequeñas dosis al loro que tenía en una jaula. Y, para los casos de emergencia, guardaba en uno de los estantes, junto con las agujas y las telas para bordar, una enorme botella de aceite de oliva. Pensaba que, bebiéndosela entera, contrarrestaría los efectos del veneno o podría vomitarlo. No temía ningún otro tipo de violencia porque estaba muy bien guardado. Sólo se acercaban a la puerta de su celda los visitantes que él autorizaba, ya que nunca le permitían salir. Esperó pacientemente a que el loro comiera y digiriera la comida y después desayunó con buen apetito.
Héctor Adonis abandonó su apartamento de Palermo y tomó el tranvía para dirigirse a la cárcel de Ucciardone. El sol de febrero ya calentaba demasiado, a pesar de ser las primeras horas de la mañana, y lamentó haberse puesto el traje negro y la corbata. De todos modos, pensó que la ocasión le exigía vestir correctamente. Tocó el importante papel que guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta, hundido hasta el mismo fondo.
Mientras atravesaba la ciudad, sintió que el espectro de Giuliano le acompañaba. Recordó la mañana en que vio volar por los aires un tranvía lleno de carabinieri, una de las acciones de represalia de Giuliano por el hecho de que hubieran encerrado a sus padres en aquella cárcel. Volvió a preguntarse cómo era posible que aquel bondadoso muchacho a quien había enseñado a leer los clásicos hubiera cometido un acto tan espantoso. Ahora, aunque los muros de los edificios estaban limpios, él seguía viendo, en su imaginación, las atrevidas pintadas en rojo de «Viva Giuliano» que tan a menudo los ensuciaban antes. En fin, su ahijado no había vivido. Sin embargo, lo que más le dolía a Adonis era que lo hubiera asesinado su amigo de la infancia. Por eso se alegró mucho de que le encomendaran la tarea de entregar la nota que llevaba en el bolsillo. La nota se la había enviado Don Croce con instrucciones muy precisas.
El tranvía se detuvo frente al alargado edificio de ladrillo de la prisión de Ucciardone, separado de la calle por un muro de piedra con un remate de alambre de púas. Unos guardias vigilaban la entrada y, a lo largo de todo el perímetro del muro, patrullaban agentes de policía fuertemente armados. Héctor Adonis, con todos los documentos necesarios en la mano, entró en el recinto y, acompañado por un guardia especial, se dirigió a la farmacia de la cárcel. Allí le recibió el farmacéutico, un hombre apellidado Cuto. Cuto llevaba una inmaculada bata blanca sobre un traje de calle con corbata. Obedeciendo también a alguna sutil consideración psicológica, había decidido vestirse con especial esmero. Saludó cordialmente a Héctor Adonis y ambos se sentaron a esperar.
—¿Ha estado tomando Aspanu su medicina con regularidad? —preguntó Héctor Adonis.
Pisciotta tenía que tomar estreptomicina para la tuberculosis.
—Ya lo creo —contestó Cuto—. Cuida mucho su salud. Hasta ha dejado de fumar. He observado una cosa muy curiosa en nuestros presos. Cuando están libres, maltratan su salud, fuman demasiado, se emborrachan y fornican sin parar. No duermen lo necesario y no hacen suficiente ejercicio. Y después, cuando se tienen que pasar el resto de la vida en la cárcel, hacen flexiones, abandonan el tabaco, vigilan su dieta y son moderados en todas sus cosas.
—Quizá sea porque se les ofrecen menos oportunidades —dijo Héctor Adonis.
—Oh, no, no —protestó Cuto—. Aquí en Ucciardone pueden tener todo lo que quieran. Los guardias son pobres y los presos, ricos; por consiguiente, es natural que el dinero cambie de manos. Aquí pueden entregarse a todos los vicios.
Adonis miró a su alrededor. Había en la farmacia estantes llenos de medicamentos y grandes armarios de madera de roble donde se guardaban las vendas y el instrumental médico de emergencia, ya que la farmacia hacía también las veces de sala de urgencias. En una pequeña habitación aparte, había incluso dos camas pulcramente preparadas.
—¿Tienen dificultades para conseguirle los medicamentos? —quiso saber Adonis.
—No, disponemos de un servicio especial. He entregado el nuevo frasco esta mañana. Con todos esos sellos especiales que ponen los americanos en los productos destinados a la exportación. Es un medicamento carísimo. Me extraña que las autoridades se tomen tantas molestias en conservarle la vida.
Ambos hombres se miraron sonriendo.
En su celda, Aspanu Pisciotta tomó el frasco de estreptomicina y rompió toda su serie de complicados sellos. Midió la dosis y se la tragó. En la décima de segundo durante la cual pudo pensar, le sorprendió el amargo sabor; después, su cuerpo se arqueó hacia atrás y se desplomó en el suelo. Su grito de dolor llevó al carcelero a entrar corriendo en la celda. Pisciotta estaba tratando de levantarse, luchando contra el espantoso dolor que le atenazaba el cuerpo. Mientras se acercaba tambaleándose al lugar en que guardaba la botella de aceite de oliva, notó una terrible sensación de aspereza en la garganta. Su cuerpo volvió a arquearse hacia atrás mientras le gritaba al guardia:
—Me han envenenado. Ayúdame, ayúdame.
Después, antes de volver a desplomarse, experimentó un terrible acceso de furia por el hecho de que finalmente Don Croce hubiera conseguido engañarle.
Los guardias que llevaban el cuerpo de Pisciotta entraron corriendo en la farmacia, gritando que el preso había sido envenenado. Cuto les dijo que lo tendieran en una de las camas del cuartito y lo examinó. Después preparó rápidamente un vomitivo y se lo hizo tragar. A los guardias les pareció que estaba haciendo todo lo posible por salvar a Pisciotta. Sólo Héctor Adonis sabía que el vomitivo era una débil solución que no podría servirle de nada a un moribundo. Adonis se acercó a la cama, sacó el papel que guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta y lo mantuvo oculto en la palma de la mano. Después, con la excusa de ayudar al farmacéutico, deslizó subrepticiamente el papel en el interior de la camisa de Pisciotta, mientras contemplaba el hermoso semblante del joven. Parecía un rostro contraído por la pena, pero Adonis sabía que era una mueca provocada por un espantoso dolor. En su agonía, Pisciotta se había arrancado con los dientes una parte del bigotito. En aquel instante Héctor Adonis rezó una plegaria por su alma y se sintió invadido por una tristeza infinita. Recordó que aquel hombre y su ahijado solían recorrer las colinas de Sicilia con los brazos enlazados, recitando los poemas de Roldán y Carlomagno.
La nota fue encontrada en el cadáver seis horas más tarde, demasiado temprano para que los periódicos la incluyeran en sus noticias sobre la muerte de Pisciotta y para que se pudiera comentar en toda Sicilia. El trozo de papel que Héctor Adonis había deslizado en el interior de la camisa de Aspanu decía lo siguiente: ASÍ MUEREN TODOS LOS QUE TRAICIONAN A GIULIANO.