28

El negro gusano de la traición llevaba un año creciendo en el corazón de Aspanu Pisciotta.

Pisciotta siempre había sido leal y ya desde la infancia había aceptado la primacía de Giuliano sin la menor envidia. Y Giuliano siempre había afirmado que Pisciotta era algo así como el jefe adjunto de la banda y no un subjefe como Passatempo, Terranova, Andolini o el cabo. Sin embargo, la personalidad de Giuliano era tan abrumadora que el liderazgo compartido no era más que una palabra hueca. Giuliano mandaba y Pisciotta lo aceptaba sin reservas.

Giuliano era más valiente que todos los demás. Su táctica en la guerra de guerrillas era incomparable. Su capacidad de inspirar amor al pueblo de Sicilia no tenía igual desde los tiempos de Garibaldi. Era idealista y romántico y poseía aquella astucia animal que tanto admiraban los sicilianos. Pero tenía también unos defectos que Pisciotta veía y trataba de corregir.

Cuando Giuliano insistió en distribuir por lo menos el cincuenta por ciento del botín de la banda entre los pobres, Pisciotta le dijo:

—Puedes ser rico o puedes ser amado. Tú crees que el pueblo de Sicilia se levantará y seguirá tu bandera en una guerra contra Roma. Eso no ocurrirá jamás. Te amarán cuando reciban tu dinero, te esconderán cuando necesites refugio, nunca te traicionarán. Pero carecen de espíritu revolucionario. No combatirían aunque Roldán y Carlomagno se levantaran de entre los muertos para encabezar la lucha.

Pisciotta se mostró contrario a ceder a las lisonjas de Don Croce y de la Democracia Cristiana y no quería aplastar a las organizaciones comunistas y socialistas de Sicilia. Cuando Giuliano esperaba que la Democracia Cristiana le concediera el indulto, él le dijo:

—Nunca te concederán el indulto y Don Croce jamás permitirá que tengas poder. Nuestro destino es comprarnos con dinero la salida del bandidaje o acabar muriendo algún día como bandidos. No es una mala manera de morir, por lo menos para mí.

Pero Giuliano no le hizo caso, y por fin el resentimiento hizo mella en el ánimo de Pisciotta y propició el desarrollo del gusano oculto de la traición.

Giuliano siempre había sido muy crédulo e inocente; Pisciotta, en cambio, veía las cosas con más realismo. Cuando llegó el coronel Luca con sus fuerzas especiales, Pisciotta comprendió que el fin estaba muy próximo. Podrían obtener cien victorias, pero una sola derrota significaría su muerte. Como Roldán y Oliveros en la leyenda de Carlomagno, Giuliano y Pisciotta disputaron también, y Giuliano se mostró excesivamente obstinado en su heroísmo. Pisciotta era como Oliveros, suplicándole repetidamente a Roldán que hiciera sonar el cuerno.

Después, cuando Giuliano se enamoró de Justina y se casó, Pisciotta comprendió que los destinos de ambos se habían separado definitivamente. Giuliano huiría a Norteamérica, tendría una mujer y unos hijos. Y él, Pisciotta, sería un eterno fugitivo. No viviría mucho tiempo: una bala o su enfermedad pulmonar acabarían con él. Aquél iba a ser su destino. Jamás hubiera podido vivir en América.

Lo que más preocupaba a Pisciotta era el hecho de que Giuliano, desde que había encontrado el amor y la ternura en una muchacha, se hubiera vuelto más cruel como bandido. Mataba a los carabinieri cuando antes se limitaba a capturarlos. Ejecutó a Passatempo durante su luna de miel. No tenía la menor compasión cuando sospechaba que alguien era un confidente. Pisciotta temía que el hombre a quien había amado y defendido durante tantos años acabara revolviéndose contra él. Temía que Giuliano se enterara de algunas cosas que había hecho últimamente y le ejecutara también a él.

Don Croce se había pasado los últimos cuatro años estudiando detenidamente las relaciones que unían a Giuliano y Pisciotta. Ambos eran el único peligro que amenazaba su imperio. Ambos eran el único obstáculo que le impedía dominar Sicilia. Al principio abrigó la esperanza de que Giuliano y su banda se convirtieran en el brazo armado de los «amigos de los amigos» y envió a Héctor Adonis con una propuesta muy clara. Turi Giuliano sería el gran guerrero y Don Croce el gran estadista. Pero Giuliano tendría que hincar la rodilla y besar la mano del Don. Y eso Giuliano no quería hacerlo. Tenía que seguir su propia estrella, ayudar a los pobres, convertir a Sicilia en un país libre y salvarla del yugo de Roma, cosa que Don Croce no acertaba a entender.

Pero, entre los años 1943 y 1948, la estrella de Giuliano brilló con gran fuerza, mientras que el Don aún tenía que reorganizar a los «amigos», que seguían sin recuperarse del terrible descalabro provocado en sus filas por el Gobierno fascista de Mussolini. De ahí que el Don quisiera atraerse a Turi Giuliano, empujándole a una alianza con la Democracia Cristiana. Simultáneamente se dedicó a reconstruir el imperio de la Mafia y a esperar el momento oportuno. Su primer golpe, la matanza de Portella delle Ginestre, cuya responsabilidad recayó en Giuliano, fue una auténtica obra maestra de cuyo mérito no pudo, sin embargo, alardear. Aquel golpe destruyó para siempre toda posibilidad de que el Gobierno de Roma indultara a Giuliano y le apoyara en sus apetencias de poder en Sicilia. También echó un borrón sobre la fama de defensor de los pobres de que gozaba el forajido. Y cuando éste ejecutó a los seis jefes de la Mafia, el Don ya no tuvo ninguna otra alternativa. Los «amigos de los amigos» y la banda de Giuliano deberían enzarzarse en una lucha a muerte.

En los años siguientes Don Croce empezó a fijarse en Pisciotta, el cual era muy inteligente, pero con la inteligencia propia de los jóvenes que no atribuyen excesiva importancia al terror y a la maldad que puede ocultar el corazón de los mejores hombres. Y, además, Pisciotta era muy sensible a los frutos y las tentaciones del mundo. A Pisciotta le encantaban los privilegios que el dinero podía comprar. Giuliano no tenía personalmente ni un céntimo, a pesar de haber obtenido más de mil millones de liras con sus delitos. Distribuía su parte entre los pobres y ayudaba a su familia.

Pero Don Croce había observado que Pisciotta se vestía a la medida en los mejores sastres de Palermo y visitaba a las prostitutas más caras. Además, la familia de Pisciotta vivía mucho mejor que la de Giuliano. Don Croce averiguó que Pisciotta tenía cuentas en diversos bancos, con nombre supuesto, y había adoptado otras medidas que sólo hubiera adoptado un hombre que tuviera interés en seguir viviendo. Como, por ejemplo, documentación falsa con tres nombres distintos y un piso franco en Trapani. Y Don Croce sabía que Giuliano no tenía conocimiento de nada de todo eso. Por consiguiente, estaba aguardando la visita de Pisciotta, una visita solicitada por el propio Pisciotta, sabedor de que la casa del Don siempre estaba abierta para él y que su dueño le atendería con sumo placer e interés. Y también con prudencia y previsión. Había guardias armados por todas partes, y el Don había advertido al coronel Luca y al inspector Velardi que estuvieran preparados para una entrevista en caso de que todo saliera bien. Si salía mal, o si hubiera juzgado erróneamente a Pisciotta y aquello no fuese sino una infame traición urdida por Giuliano para eliminar al Don, Aspanu Pisciotta acabaría en la tumba.

Pisciotta permitió que le desarmaran antes de ser conducido a presencia de Don Croce. No tenía miedo porque hacía apenas unos días había prestado al Don un gran servicio advirtiéndole del plan de ataque de Giuliano contra su hotel.

Los dos hombres se quedaron a solas. Los criados de Don Croce habían dispuesto una mesa con vino y comida y el propio Don Croce, que era un anticuado anfitrión de pueblo, llenó el plato y la copa de Pisciotta.

—Los buenos tiempos han terminado —dijo—. Ahora tú y yo tenemos que hablar en serio. Ha llegado el momento de adoptar una decisión definitiva. Espero que estés preparado para escuchar lo que tengo que decir.

—No sé cuál es su problema —le dijo Pisciotta al Don—. Sólo sé que he de ser muy listo para salvar el pellejo.

—¿No quieres emigrar? —le preguntó el Don—. Podrías irte a Norteamérica con Giuliano. El vino no es tan bueno y el aceite de oliva es como agua, y allí tienen la silla eléctrica porque, en el fondo, no son tan civilizados como nuestro Gobierno de aquí. No podrías cometer ninguna temeridad. Pero tampoco se vive mal del todo.

—¿Y qué iba a hacer yo en América? —dijo Pisciotta, echándose a reír—. Prefiero correr peligro aquí. Cuando Giuliano se haya marchado, a mí ya no me buscarán tanto, y el monte es muy grande.

—¿Aún te dan guerra los pulmones? —le preguntó el Don en tono solícito—. ¿Sigues tomando tus medicinas?

—Sí —contestó Pisciotta—. Pero no se trata de eso. Corro peligro de que mis pulmones no tengan ocasión de matarme —añadió, mirando a Don Croce con una sonrisa.

—Vamos a hablar en siciliano —dijo Don Croce con el semblante muy serio—. Cuando somos niños, cuando somos jóvenes, es natural querer a nuestros amigos, ser generosos con ellos y perdonar sus defectos. Cada día nos trae una novedad y miramos el porvenir con alegría y sin temor. El mundo tampoco es tan peligroso, son épocas de felicidad. Pero a medida que vamos creciendo y tenemos que ganarnos el pan, la amistad ya no se conserva tan fácilmente. Tenemos que estar siempre en guardia. Los mayores ya no cuidan de nosotros y ya no nos satisfacen los sencillos placeres de la infancia. El orgullo nace en nuestro interior, deseamos ser poderosos o ricos o, simplemente, estar prevenidos contra la mala suerte. Sé lo mucho que quieres a Turi Giuliano, pero ahora tienes que preguntarte: ¿cuál es el precio de ese cariño? Y, al cabo de todos estos años, ¿perdura ese cariño, o lo que existe es simplemente un recuerdo?

Esperó la respuesta de Pisciotta, pero el joven le miraba con un semblante más inexpresivo y más blanco que las rocas de los montes Cammarata. Porque Pisciotta había palidecido intensamente.

—Yo no puedo permitir que Giuliano viva o escape —añadió Don Croce—. Si tú le sigues siendo fiel, serás también mi enemigo. Debes comprenderlo. Cuando Giuliano se haya quitado de en medio, tú no podrás conservar la vida en Sicilia sin mi protección.

—El Testamento de Turi se encuentra a salvo con sus amigos en América —dijo Pisciotta—. Si usted le mata, se dará a conocer el contenido del Testamento y caerá el Gobierno. Y entonces es posible que un nuevo Gobierno le obligue a usted a retirarse a su granja de Villalba o haga alguna otra cosa peor.

El Don ahogó una risita, pero después soltó una estruendosa carcajada.

—Pero ¿tú has leído este famoso Testamento? —preguntó con desprecio.

—Sí —contestó Pisciotta, sorprendido por la reacción del otro.

—Pues yo, no. Pero he decidido actuar como si no existiera.

—Me pide usted que traicione a Giuliano —dijo Pisciotta—. ¿Qué le induce a suponer que eso es posible?

—Tú me advertiste de su ataque contra mi hotel —contestó el Don sonriendo—. ¿Acaso no fue eso un acto de amistad?

—Lo hice por Giuliano, no por usted —dijo Pisciotta—. Turi ya no discurre con lógica. Se ha propuesto matarle. Y si usted muere, yo sé que ya no habrá esperanza para ninguno de nosotros. Los «amigos de los amigos» no descansarán hasta matarnos, con Testamento o sin él. Giuliano hubiera podido salir del país, hace ya días, pero sigue aplazando la partida porque espera vengarse y matarle. He venido aquí para llegar a un acuerdo. Giuliano abandonará el país dentro de unas fechas y entonces terminará la vendetta que tenía contra usted. Deje que se vaya.

Don Croce posó el plato de la comida en la mesa y, reclinándose en su asiento, tomó un sorbo de vino.

—Te estás comportando como un chiquillo —dijo—. Ya hemos llegado al final de la historia. Giuliano es demasiado peligroso para continuar vivo. Pero yo no puedo matarle. Tengo que vivir en Sicilia y, por consiguiente, no puedo eliminar al más grande de sus héroes y hacer lo que tengo que hacer. Hay demasiadas personas que aman a Giuliano, muchos de sus seguidores querrían vengar su muerte. Tienen que ser los carabinieri quienes hagan el trabajo. Así es como debe hacerse. Y tú eres el único que puede conducir a Giuliano a esa trampa. —El Don hizo una pausa deliberada y luego añadió—: Ha llegado el final de tu mundo. Puedes quedarte en él hasta su destrucción o puedes abandonarlo y trasladarte a otro.

—Aunque estuviera bajo la misma protección de Cristo, no viviría mucho tiempo si se supiera que he traicionado a Giuliano —contestó Pisciotta.

—Basta con que me digas dónde te vas a reunir de nuevo con él —dijo Don Croce—. Nadie más lo sabrá. Yo arreglaré el asunto con el coronel Luca y el inspector Velardi. Ellos se encargarán del resto. —Se detuvo un instante—. Giuliano ha cambiado, ya no es el compañero de tu infancia ni tu mejor amigo. Es un hombre que mira su propio interés. Tal como tú debes hacer ahora.

Y, de ese modo, la noche del cinco de julio, cuando emprendió el camino de Castelvetrano, Pisciotta ya se había vendido a Don Croce. Le dijo dónde se reuniría con Giuliano y sabía que el Don se lo iba a comunicar al coronel Luca y al inspector Velardi. No precisó que iba a ser en casa de Zu Peppino, sino tan sólo que se verían en Castelvetrano. Y les advirtió que tuvieran cuidado, porque Giuliano tenía un sexto sentido para olfatear las trampas.

Sin embargo, cuando Pisciotta llegó a la casa de Zu Peppino, el viejo carretero le recibió con insólita frialdad. Pisciotta se preguntó si el anciano sospecharía algo. Al observar la desusada actividad de los carabinieri en la población, su infalible paranoia siciliana debió de inducirle a atar los correspondientes cabos.

Por un instante, Pisciotta experimentó una sensación de angustia, y después acudió a su mente un inquietante pensamiento. ¿Y si la madre de Giuliano llegara a enterarse de que su querido Aspanu había traicionado a su hijo? ¿Y si un día se le plantara delante y le escupiera a la cara, llamándole traidor y asesino? Ambos habían llorado abrazados y él había jurado proteger a su hijo y le había dado un beso de Judas. Pensó fugazmente en la posibilidad de matar a Zu Peppino y en la de suicidarse.

—Si buscas a Turi, ha estado aquí y se ha marchado —le dijo el viejo. Al ver la palidez de su rostro y su afanosa respiración, se compadeció de él y le preguntó—: ¿Quieres una copita de anís?

Pisciotta sacudió la cabeza y dio media vuelta para marcharse.

—Ten cuidado —le dijo el anciano—, la ciudad está llena de carabinieri.

Pisciotta experimentó una oleada de terror. Había sido un necio al suponer que Giuliano no iba a olerse la trampa. ¿Y si a continuación intuyera quién había sido el traidor?

Pisciotta abandonó corriendo la casa, rodeó la población y se adentró en los senderos de la campiña que le iban a conducir al lugar de cita alternativo, la acrópolis de la antigua y fantasmagórica ciudad de Selinunte.

Las ruinas de la antigua ciudad griega brillaban bajo la luna estival. Giuliano permanecía sentado en los peldaños del templo, soñando con América.

Se sentía dominado por una abrumadora melancolía. Los antiguos sueños se habían desvanecido. Tenía tantas esperanzas para su futuro y el de Sicilia, estaba tan absolutamente convencido de su propia inmortalidad… Le había querido mucha gente. Él había sido su dicha, y de pronto le parecía que era su maldición. En contra de toda lógica, se sentía abandonado. Pero aún le quedaba Aspanu Pisciotta. Y un día ambos resucitarían de nuevo aquellos viejos amores y sueños. Al fin y al cabo, al principio sólo estaban ellos dos.

La luna se había ocultado y ahora que las sombras envolvían la antigua ciudad, las ruinas parecían esqueletos dibujados en el negro lienzo de la noche. En medio de aquella oscuridad, Giuliano oyó crujidos de piedrecillas y de tierra y se ocultó entre las columnas de mármol, con la metralleta en la mano. La luna emergió serena de una masa de nubes y Giuliano distinguió entonces a Aspanu Pisciotta de pie en la ancha avenida en ruinas que bajaba desde la acrópolis a la ciudad propiamente dicha.

Pisciotta avanzó despacio por el camino sembrado de cascotes, buscando con los ojos y susurrando el nombre de Turi. Oculto tras las columnas del templo, Giuliano dejó que pasara de largo, y después salió de su escondrijo.

Aspanu, he vuelto a ganar —dijo, repitiendo de nuevo su juego infantil.

Le extrañó que Pisciotta diera media vuelta y le mirara aterrorizado.

Se sentó en los peldaños y posó el arma a su lado.

—Ven a sentarte un rato —dijo—, debes de estar cansado, y quizá sea la última vez que podamos hablar a solas.

—Podemos hablar en Mazara; allí estaremos más seguros.

—Tenemos tiempo de sobra —dijo Giuliano—, y, si no descansas un poco, volverás a escupir sangre. Ven a sentarte aquí, a mi lado —añadió, acomodándose en el peldaño superior.

Vio que Pisciotta se quitaba el arma del hombro y pensó que era para dejarla a su lado. Se levantó y extendió la mano para ayudar a Aspanu a subir los escalones. Y entonces se dio cuenta de que su amigo le estaba apuntando con el arma. Se quedó petrificado al ver que, por primera vez en siete años, le pillaban desprevenido.

En la mente de Pisciotta se arremolinaron todos los terrores de lo que Giuliano iba a preguntarle en caso de que hablaran. Le preguntaría: «Aspanu, ¿quién es el Judas de nuestra banda? Aspanu, ¿quién ha advertido a Don Croce? Aspanu, ¿quién ha guiado a los carabinieri a Castelvetrano? Aspanu, ¿por qué fuiste a ver a Don Croce?». Y, sobre todo, temía que Giuliano le dijera: «Aspanu, tú eres mi hermano». Este último terror fue el que le indujo a apretar el gatillo.

La lluvia de balas le arrancó la mano a Giuliano y le destrozó todo el cuerpo. Horrorizado por lo que acababa de hacer, Pisciotta aguardó a que su amigo se desplomara al suelo. Pero en vez de eso, Giuliano bajó lentamente los peldaños, mientras la sangre brotaba profusamente de sus heridas. Lleno de supersticioso temor, Pisciotta se volvió y echó a correr, y vio que Giuliano le perseguía hasta caer finalmente al suelo.

Mientras moría, Giuliano creyó que aún estaba corriendo. Se le enredaron las destrozadas neuronas del cerebro y pensó que estaba corriendo por el monte con Aspanu, siete años atrás, mientras el agua fresca fluía de las antiguas cisternas romanas y el perfume de extrañas flores le intoxicaba la mente, que estaba corriendo ante las imágenes de los santos encerrados en sus capillitas a la vera del camino, gritando como aquella noche: «Aspanu, yo creo», creyendo en su afortunado destino y en el sincero afecto de su amigo. Después, la compasiva muerte le libró del conocimiento de la traición y de su derrota final. Y murió soñando.

Aspanu Pisciotta huyó. Corrió por los campos y salió a la carretera de Castelvetrano. Allí utilizó su pase especial para establecer contacto con el coronel Luca y el inspector Velardi. Ellos fueron quienes hicieron pública la versión según la cual Giuliano había caído en una trampa y había muerto de resultas de los disparos del capitán Perenze.

María Lombardo de Giuliano se levantó temprano aquella mañana del 5 de julio de 1950. La despertó una llamada a la puerta. Su marido fue a abrir y, al volver a la alcoba, le dijo que tenía que salir y que quizás estaría ausente todo el día. Ella miró por la ventana y le vio subir al carro de Zu Peppino con sus escenas pintadas en brillantes colores en las ruedas y los costados. ¿Habría alguna noticia de Turi, habría huido su hijo a América o habría ocurrido algo malo? Se sintió invadida por aquella ansiedad que llevaba siete años experimentando y que siempre acababa trocándose en terror. Estaba nerviosa y, tras haber ordenado la casa y preparado la verdura de la comida, abrió la puerta y echó un vistazo a la calle.

En la Via Bella no había ningún vecino. No había niños jugando. Muchos de los hombres se encontraban en la cárcel, sospechosos de colaborar con la banda de Giuliano. Las mujeres tenían miedo y no permitían que sus hijos salieran a jugar. Pero había escuadras de carabinieri a ambos extremos de la Via Bella. Soldados con los rifles al hombro patrullaban a pie arriba y abajo de la calle. Vio más soldados en los tejados y jeeps militares estacionados junto a las casas. Un carro blindado bloqueaba la entrada de la Via Bella por la parte del cuartel de Bellampo. Dos mil hombres del ejército del coronel Luca ocupaban la localidad de Montelepre y se habían ganado la antipatía de sus habitantes molestando a las mujeres, asustando a los niños y sometiendo a malos tratos a los hombres que no estaban en prisión. Y todos aquellos soldados estaban allí para matar a su hijo. Pero él había huido a América, sería libre y, cuando llegara el momento, ella y su marido se reunirían con él allí. Vivirían en libertad y sin temor.

Entró de nuevo en la casa y buscó algún trabajo en que entretenerse. Salió al balcón de la parte de atrás y contempló las montañas. Aquellas montañas desde las cuales Giuliano contemplaba su casa con los prismáticos. Ella siempre había sentido su presencia, y ahora no la sentía. Seguro que estaba en América.

Una fuerte llamada a la puerta la llenó de terror. Salió despacio a abrir. Lo primero que vio fue a Héctor Adonis con un aspecto que ella jamás en su vida le había visto. Iba sin afeitar, con el cabello desgreñado y sin corbata. La camisa bajo la chaqueta estaba toda arrugada y el cuello tenía manchas de suciedad. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue el ver que su rostro había perdido toda la dignidad y sólo mostraba una inmensa tristeza. Al contemplar sus ojos anegados en lágrimas, María emitió un ahogado grito.

—No, María, te lo suplico —dijo él, entrando en la casa.

Un teniente de carabinieri muy joven entró detrás. María miró hacia la calle. Había tres automóviles negros parados frente a la casa, con carabinieri al volante. Y, a ambos lados de la puerta, policías armados.

El teniente era joven y de sonrosadas mejillas. Se quitó la gorra y se la puso bajo el brazo.

—¿Es usted María Lombardo de Giuliano? —preguntó ceremoniosamente.

Hablaba con acento toscano.

María Lombardo dijo que sí con la voz quebrada por la desesperación. No tenía saliva en la boca.

—Debo pedirle que me acompañe a Castelvetrano —dijo el oficial—. Tengo un automóvil aguardando. Su amigo vendrá con nosotros. Si usted quiere, naturalmente.

María Lombardo mantenía los ojos muy abiertos.

—¿Por qué razón? —preguntó con voz más firme—. No conozco nada de Castelvetrano ni a nadie de allí.

—Hay un hombre que deseamos que usted identifique —contestó el teniente en voz baja y tono vacilante—. Creemos que es su hijo.

—No es mi hijo, él nunca va a Castelvetrano —dijo María Lombardo—. ¿Está muerto?

—Sí —contestó el oficial.

María Lombardo emitió un prolongado gemido y cayó de rodillas.

—Mi hijo nunca va a Castelvetrano —dijo.

Héctor Adonis se acercó a ella y le apoyó una mano en el hombro.

—Debes ir —le dijo—. Puede que sea uno de sus trucos, ya lo ha hecho otras veces.

—No —contestó ella—. No iré, no iré.

—¿Está su marido en casa? —preguntó el teniente—. Podría venir él.

María Lombardo recordó que Zu Peppino había recogido a su marido a primera hora de la mañana. Recordó el presentimiento que había tenido al ver el carro tirado por el asno.

—Un momento —dijo.

Se fue a la alcoba, se puso un vestido negro y se anudó un pañuelo negro a la cabeza. El teniente abrió la puerta y ella salió a la calle. Había soldados armados por todas partes. Miró hacia el extremo de la Via Bella que desembocaba en la plaza. Bajo la trémula luz del sol de julio, tuvo una clara visión de Turi y Aspanu siete largos años atrás, conduciendo al asno que se iba a aparear con la mula el día en que su hijo se convirtió en un asesino y un forajido. Rompió a llorar, y el teniente la tomó del brazo y la ayudó a subir a uno de los automóviles negros que aguardaban. Héctor Adonis se acomodó a su lado. El vehículo se puso en marcha entre los silenciosos grupos de carabinieri y ella hundió el rostro en el hombro amigo, sin llorar, pero mortalmente aterrorizada por lo que iba a ver al término de su viaje.

El cadáver de Turi Giuliano permaneció tres horas en el patio. Parecía estar durmiendo, con la cara boca abajo y vuelta hacia la izquierda, una rodilla doblada y el cuerpo tendido en el suelo. Pero la camisa blanca estaba, casi toda, teñida de escarlata y junto al brazo mutilado podía verse una metralleta. Los reporteros y fotógrafos de prensa de Palermo y Roma ya se habían trasladado al lugar de los hechos. Un fotógrafo de la revista Life estaba fotografiando al capitán Perenze. El pie de la foto diría que era el hombre que había matado al gran Giuliano, y en ella se le veía con una expresión bondadosa y triste y también un poco perpleja. Se cubría la cabeza con una gorra que le daba el aspecto no de un oficial de policía sino más bien el de un tendero bonachón.

Sin embargo, fueron las fotografías de Turi Giuliano las que llenaron los periódicos de todo el mundo. En la mano extendida brillaba la sortija de esmeralda que le había arrebatado a la duquesa. Le ceñía el cuerpo el cinturón con la hebilla de oro del águila y el león, y a su lado destacaba un charco de sangre.

Antes de la llegada de María Lombardo, el cuerpo fue trasladado al depósito de cadáveres de la ciudad y colocado sobre una losa de mármol ovalada. El depósito de cadáveres formaba parte del cementerio, cercado por altos cipreses negros. Allí condujeron a María Lombardo y la hicieron sentarse en un banco de piedra. Estaban aguardando a que el coronel y el capitán terminaran su almuerzo de celebración del triunfo en el cercano Hotel Selinus. María Lombardo se echó a llorar al ver toda aquella multitud de periodistas y curiosos, a los que a duras penas podían contener los muchos carabinieri presentes. Héctor Adonis trató de consolarla.

Por fin la condujeron al depósito. Los funcionarios que rodeaban la losa ovalada estaban haciendo preguntas. Ella levantó los ojos y vio el rostro de su hijo.

Jamás le había visto tan joven. Tenía la misma cara que cuando niño, tras haberse pasado todo el día jugando sin cesar con Aspanu. En su rostro no había la menor magulladura, sólo una mancha de tierra donde su frente había rozado el suelo del patio. La realidad la tranquilizó y la serenó.

—Sí —dijo, contestando a las preguntas—, éste es mi hijo Turi, nacido de mi cuerpo hace veintisiete años. Sí, lo identifico.

Los funcionarios seguían hablando con ella y entregándole papeles para que los firmara, pero ella no les veía ni les escuchaba. No vio ni oyó el murmullo de la gente que se apretujaba a su alrededor, las voces de los periodistas ni los forcejeos entre los carabinieri y los fotógrafos que querían retratar el cadáver.

Le besó la frente, tan blanca como el mármol de la losa, los labios violáceos y la mano destrozada por las balas.

—Oh, mi sangre, mi sangre —exclamó con el alma deshecha por el dolor—, de qué muerte tan terrible has muerto.

Después perdió el sentido y, cuando volvió en sí y el médico presente le hubo administrado una inyección, insistió en trasladarse al patio en que habían encontrado el cuerpo de su hijo. Allí se arrodilló y besó las manchas de sangre del suelo.

Cuando la acompañaron de nuevo a su casa de Montelepre, encontró a su marido aguardándola. Fue entonces cuando se enteró de que el asesino de su hijo había sido su querido Aspanu.