27

Michael, Peter Clemenza y Don Domenic cenaron juntos muy temprano. Si querían acudir a la cita del amanecer, la operación para recoger a Giuliano tendría que empezar al anochecer. Revisaron nuevamente el plan y Don Domenic lo aprobó, añadiendo un detalle. Michael no debería ir armado. En caso de que hubiera algún fallo y los carabinieri o la policía de seguridad les detuviera, no podrían formular ninguna acusación contra él y podría salir de Sicilia con independencia de lo que ocurriera.

Tomaron, en el jardín, vino con zumo de limón y después llegó la hora de ponerse en marcha. Don Domenic se despidió de su hermano con un beso y abrazó rápidamente a Michael.

—Mis mejores saludos a tu padre —le dijo—. Rezaré por tu bienestar y te deseo suerte. Si en los años venideros precisaras de mis servicios, mándamelo decir.

Los tres bajaron al embarcadero. Michael y Peter Clemenza subieron a la lancha motora, llena de hombres armados. La lancha zarpó rumbo a África y Don Domenic se despidió de ellos con la mano desde el embarcadero. Michael y Peter Clemenza bajaron al camarote, donde Clemenza se tumbó a dormir en una de las literas. Había tenido un día muy ajetreado y tendrían que permanecer en el barco hasta casi el amanecer.

Habían modificado los planes. El avión de Mazara, que tenían previsto utilizar para escapar a África, serviría de señuelo y la huida a África se realizaría en la lancha. La idea había partido de Clemenza, el cual señaló que, si bien podía dominar la carretera y vigilar la lancha con sus hombres, no podía hacer otro tanto con el pequeño aeródromo. Los accesos eran demasiado extensos y el avión excesivamente frágil, y podía convertirse en una trampa mortal cuando todavía estuvieran en tierra. Importaba más el engaño que la velocidad, y era más fácil esconderse en el mar que en el aire. Además, en caso necesario se podía cambiar de barco, mientras que en el aire no era posible cambiar de avión.

Clemenza se había pasado todo el día organizando el envío de hombres y vehículos a un punto de reunión de la carretera de Castelvetrano. También había enviado hombres a vigilar la localidad de Mazara, ordenándoles que salieran a intervalos de una hora, a fin de evitar el insólito espectáculo de un convoy cruzando la entrada de la villa. Los automóviles seguirían después distintas direcciones, para confundir a posibles observadores. Entretanto la lancha motora rodearía la punta suroccidental de Sicilia y navegaría hacia el horizonte hasta que empezara a rayar el día, momento en el cual pondría rápidamente proa al puerto de Mazara, donde habría hombres y vehículos aguardándoles. Desde allí no tardarían más de media hora en llegar a Castelvetrano a pesar del rodeo que tendrían que dar por el norte para tomar la carretera de Trapani hacia el punto donde iban a ser interceptados por Giuliano.

Michael se tendió en la otra litera. Oyó roncar a Clemenza y se asombró de que aquel hombre pudiera dormir en momentos como aquéllos. Michael pensó que dentro de veinticuatro horas estaría en Túnez, y que doce horas más tarde se encontraría ya en casa, junto a su familia. Al cabo de tres años de exilio, se le ofrecerían todas las opciones de un hombre libre, ya no tendría que huir de la policía ni que ajustarse a las normas de sus protectores. Podría hacer exactamente lo que le viniera en gana. Eso, si conseguía superar las treinta y seis horas que tenía por delante. Mientras soñaba despierto en lo que iba a hacer durante sus primeros días en Norteamérica, el suave balanceo de la embarcación le tranquilizó los nervios y le permitió conciliar el sueño.

Fra Diavolo estaba durmiendo un sueño mucho más profundo.

La mañana en que iba a recoger al profesor Héctor Adonis en Trapani, Stefan Andolini pasó primero por Palermo. Tenía una cita con el inspector Velardi, el jefe de la policía de seguridad de toda Sicilia. Se trataba de una de las frecuentes reuniones que ambos mantenían y en cuyo transcurso el inspector le informaba de los planes operativos del coronel Luca. Andolini le comunicaba la información a Pisciotta, el cual, a su vez, se la transmitía a Giuliano.

Era una mañana preciosa y los campos que bordeaban la carretera estaban alfombrados de flores. Puesto que tenía tiempo de sobra, se detuvo a fumarse un cigarrillo junto a una de las capillitas del camino y después se arrodilló ante la imagen de Santa Rosalía. Su plegaria fue muy práctica y sencilla: una súplica a la santa para que le protegiera de sus enemigos. El domingo se confesaría con el padre Benjamino y recibiría la comunión. El radiante sol le calentaba la cabeza descubierta y el aire perfumado por las flores le limpió de nicotina las ventanas de la nariz y el paladar, abriéndole enormemente el apetito. Tras su encuentro con el inspector Velardi, se hizo el propósito de desayunar por todo lo alto en el mejor restaurante de Palermo.

El inspector Federico Velardi, jefe de la policía de seguridad de toda Sicilia, estaba experimentando la virtuosa alegría del hombre que ha esperado con paciencia a que Dios pusiera orden en su universo y que al fin ve cumplidos sus anhelos. Durante casi un año, actuando a las órdenes directas y secretas del ministro Trezza, había ayudado a Giuliano a escapar de los carabinieri y de sus propias escuadras volantes y se había reunido periódicamente con el siniestro Stefan Andolini, Fra Diavolo. De hecho, el inspector Velardi había estado a las órdenes de Don Croce Malo.

Velardi era del norte de Italia, donde la gente se ganaba la vida trabajando y no asesinaba a un vecino por haberle escupido en los zapatos, donde la gente progresaba mediante la educación, el respeto al contrato social y la confianza en la ley y en el Gobierno. Los años de servicio en Sicilia le habían llevado a despreciar y odiar con toda su alma a los sicilianos, tanto a los de arriba como a los de abajo. Los de arriba carecían de toda conciencia social y oprimían a los pobres por medio de sus criminales conexiones con la Mafia. Y la propia Mafia, que simulaba proteger a los pobres, se vendía a los ricos para oprimir a los infortunados. Los campesinos eran, por su parte, tan orgullos y altaneros, que disfrutaban asesinando aunque después tuvieran que pasarse el resto de la vida en la cárcel.

Pero en adelante las cosas iban a ser distintas. El inspector Velardi tenía finalmente las manos libres e iba a desatar a sus escuadras volantes. Y la gente podría ver la diferencia entre su policía de seguridad y aquellos payasos de carabinieri.

Para asombro de Velardi, el propio ministro Trezza había ordenado que ya no se siguiera protegiendo a Giuliano. Le tendrían que matar o capturar, aunque un cadáver sería preferible a un hombre vivo con una lengua demasiado larga. Además, habría que detener y confinar en encierro solitario a todas aquellas personas que disponían de pases orlados de rojo firmados por el ministro, aquellos pases todopoderosos que permitían a sus portadores pasar los puestos de vigilancia de las carreteras, llevar armas y sustraerse a los arrestos de rutina. Y se deberían retirar los pases. Especialmente los entregados a Aspanu Pisciotta y a Stefan Andolini.

Velardi se dispuso a poner manos a la obra. Andolini estaba aguardando en la antesala y esa vez se iba a llevar una sorpresa. Velardi tomó el teléfono y mandó llamar a un capitán y cuatro sargentos de la policía y les pidió que estuvieran prevenidos contra posibles dificultades. Él llevaba una pistola al cinto, cosa que no solía hacer cuando estaba en su despacho. Después ordenó que hicieran pasar a Stefan Andolini.

Stefan Andolini llevaba el pelirrojo cabello cuidadosamente peinado y vestía traje negro a rayas, camisa blanca y corbata oscura. Al fin y al cabo, una visita al jefe de la policía de seguridad era una ocasión importante en la que había que guardar las formas. No iba armado. Sabía por experiencia que todos los que entraban en la jefatura superior eran cacheados. Permaneció de pie frente al escritorio de Velardi, aguardando a que éste le invitara a sentarse. Al ver que no lo hacía, siguió de pie, y se disparó en su cerebro un timbre de alarma.

—Déjeme ver su pase especial —le dijo el inspector Velardi.

Andolini no se movió. Estaba tratando de comprender el significado de aquella extraña petición. Mintió por principio.

—No lo llevo —dijo—. Al fin y al cabo, he venido a visitar a un amigo —añadió, subrayando especialmente la palabra «amigo».

Eso enfureció a Velardi, el cual rodeó el escritorio y se situó frente a Andolini.

—Usted nunca fue mi amigo. Cuando partía el pan con un cerdo como usted, obedecía órdenes. Y ahora escúcheme con atención. Está bajo arresto. Quedará confinado en mis calabozos hasta nuevo aviso, y debo decirle que allí abajo tengo una cassetta. De todos modos, mañana por la mañana mantendremos aquí, en mi despacho, una pequeña conversación y, si es usted listo, se ahorrará ciertas molestias.

A la mañana siguiente, Velardi recibió una nueva llamada telefónica del ministro Trezza y otra, mucho más explícita, de Don Croce. A los pocos momentos, Andolini fue sacado de su celda y conducido al despacho de Velardi.

La noche de soledad pasada en la celda, pensando en aquella extraña detención, llevó a Andolini a suponer que se encontraba en peligro mortal. Al entrar, vio a Velardi paseando arriba y abajo, con sus ojos azules encendidos de rabia. Stefan Andolini estaba más frío que el hielo y pudo observarlo todo con tranquilidad. El capitán y los cuatro sargentos de la policía en actitud de alerta, la pistola en el cinto de Velardi. Sabía que el inspector siempre le había odiado, y él le odiaba a su vez con toda su alma. Si consiguiera convencer al inspector de que mandara retirar a los guardias, por lo menos podría intentar matarle, antes de que le mataran a él. Así pues, le dijo:

—Hablaré, pero no en presencia de estos sbirri.

Sbirri, esbirros, era la denominación que solía utilizarse vulgarmente para referirse a los agentes de la policía de seguridad.

Velardi ordenó que se retiraran los cuatro agentes, pero al oficial le indicó por señas que se quedara. Después volvió a prestar toda su atención a Stefan Andolini.

—Quiero toda la información que necesito para echarle el guante a Giuliano —dijo el inspector—. Empecemos por la última vez que se reunió usted con él y Pisciotta.

Stefan Andolini se echó a reír y su rostro asesino se torció en una perversa mueca. La piel, donde empezaba a despuntar la roja barba, pareció encenderse de furia bestial.

No era de extrañar que le llamaran Fra Diavolo, pensó Velardi. Era un hombre auténticamente peligroso. No debía de tener idea de lo que le aguardaba.

—Conteste a mi pregunta si no quiere que le mande tender en la cassetta —le dijo Velardi muy tranquilo.

—Traidor hijo de puta —replicó Andolini con desprecio—, estoy bajo la protección del ministro Trezza y de Don Croce. Cuando ellos me liberen, les arrancaré el corazón a sus sbirri.

Velardi extendió la mano y abofeteó dos veces a Andolini, una con la palma y otra con el revés. Vio la sangre que le brotaba de la boca y la cólera de sus ojos y se volvió lentamente de espaldas, para ir a sentarse en el sillón de su escritorio.

En ese momento, la rabia ofuscó el instinto de conservación de Andolini y éste arrancó de su funda la pistola que el inspector llevaba al cinto y trató de disparar. En el mismo instante, el oficial de policía sacó su propia arma y efectuó cuatro disparos sobre el agresor, el cual fue lanzado contra la pared y después se desplomó al suelo. La camisa blanca había quedado completamente manchada de rojo y Velardi pensó que armonizaba bellamente con el cabello. Después se inclinó y tomó la pistola que empuñaba Andolini, mientras otros policías irrumpían en la estancia. Felicitó al capitán por la rapidez de sus reflejos y, delante de éste, cargó la pistola con las balas que había guardado en su bolsillo antes del comienzo de la reunión. No quería que al capitán se le subieran los humos a la cabeza y pensara de veras que había salvado la vida de un imprudente jefe de la policía de seguridad.

A continuación ordenó a sus hombres que registraran el cadáver. Tal como suponía, el pase orlado de rojo se encontraba entre los distintos documentos de identidad que todos los sicilianos estaban obligados a llevar. Velardi tomó el pase y lo guardó en su caja fuerte. Se lo entregaría personalmente al ministro Trezza y, con un poco de suerte, le podría entregar también al mismo tiempo el de Pisciotta.

En cubierta, uno de los hombres les sirvió unas tacitas de espresso caliente que ambos bebieron, apoyados en la borda. La lancha se estaba acercando lentamente a tierra, con los motores en silencio, y ambos distinguieron los débiles puntos azules de las luces del muelle.

Clemenza iba de un lado para otro, dando órdenes a los hombres armados y al piloto. Michael contempló las luces azules, que parecían correr a su encuentro. La embarcación adquirió velocidad y fue como si las aguas agitadas por la lancha disiparan la oscuridad de la noche. Las primeras luces del alba estaban empezando a iluminar el cielo y Michael divisó el muelle y las playas de Mara y, en segundo término, el rosa oscuro de los parasoles de los cafés.

Al llegar a tierra, vieron tres automóviles aguardándoles. Clemenza acompañó a Michael al primer vehículo, un viejo descapotable ocupado sólo por el conductor. Clemenza se acomodó en el asiento delantero y Michael se sentó en el de atrás.

—Si nos detiene una patrulla de carabinieri, échate al suelo —le dijo Clemenza—. No podemos andarnos con tonterías aquí, en la carretera; tendremos que saltarnos la barrera y largarnos a toda prisa.

Los tres vehículos empezaron a atravesar, bajo los pálidos rayos del sol naciente, una campiña casi intacta desde los tiempos de Cristo. Antiguos acueductos y caños arrojaban el agua a borbotones sobre los campos. El rumor de incontables insectos se elevaba por encima del potente zumbido de los motores. Ya se notaba el calor y la humedad, y en el aire se percibía el olor de las flores que empezaban a pudrirse a causa del calor estival de Sicilia. Estaban pasando por las ruinas de la antigua ciudad griega de Selinunte y Michael distinguió las columnas en ruinas de los templos de mármol que habían diseminado en la zona occidental de Sicilia los colonizadores griegos de hacía dos mil años. Bajo la amarillenta luz, las columnas ofrecían un espectáculo impresionante y los restos de las techumbres medio derruidas semejaban negra lluvia destacando sobre el azul del cielo. La fértil tierra negra se arremolinaba contra un muro de farallones graníticos y las antiguas ruinas formaban montañas de cascote de mármol. No se veía ni una sola casa, animal u hombre. Parecía un paisaje creado por el tajo de una espada gigantesca.

Después giraron hacia el norte, a fin de tomar la carretera Trapani-Castelvetrano, y tanto Michael como Clemenza pusieron ojo avizor, pues precisamente en aquella carretera les iba a interceptar Pisciotta para llevarles junto a Giuliano. Michael estaba excitadísimo. De pronto los tres automóviles empezaron a circular más despacio. Clemenza tenía una metralleta a su izquierda, sobre el asiento, para poder utilizarla inmediatamente, apoyada en la portezuela del vehículo. Mantenía las manos posadas en el arma. El sol ya estaba despuntando y sus dorados rayos quemaban con fuerza. Los tres automóviles siguieron avanzando despacio; estaban por entrar en Castelvetrano.

Clemenza ordenó al conductor que redujese todavía más la marcha. El y Michael estaban buscando alguna señal de Pisciotta. Ya se encontraban en las afueras de Castelvetrano, subiendo por una empinada calle. Se detuvieron para contemplar la principal arteria de a localidad, visible desde allí arriba.

Desde aquella alta atalaya, Michael vio que la carretera de Palermo estaba llena de vehículos militares y todas las calles invadidas por carabinieri, reconocibles por sus uniformes negros con ribetes blancos. El silbido de las numerosas sirenas no lograba dispersar a la muchedumbre que se agolpaba en la calle principal. En lo alto, dos avionetas sobrevolaban la ciudad en círculo.

El conductor del vehículo soltó una maldición y pisó el freno, acercando el vehículo al bordillo. Después miró a Clemenza y le preguntó:

—¿Quieres que siga?

Michael experimentó una sensación de náusea en la boca del estómago y le dijo a Clemenza:

—¿Cuántos hombres tienes esperándonos en la ciudad?

—No los bastantes —contestó Clemenza con amargura mientras en su rostro se dibujaba una expresión casi de miedo—. Michael, tenemos que largarnos de aquí. Tenemos que regresar a la lancha.

—Espera —dijo Michael al ver un carro que, tirado por un asno, subía trabajosamente la cuesta.

El carretero era un viejo que se cubría la cabeza con un sombrero de paja. El carro, con escenas pintadas en las ruedas, los astiles y los costados, se detuvo al llegar a la altura de los vehículos. El arrugado rostro del carretero era absolutamente inexpresivo y sus brazos incongruentemente musculosos estaban desnudos hasta los hombros, ya que el hombre sólo llevaba un chaleco negro sobre unos holgados pantalones de lona. Se situó a un lado del vehículo y preguntó:

—¿Es usted Don Clemenza?

—Zu Peppino —contestó Clemenza, lanzando un suspiro de alivio—, ¿qué demonios ocurre? ¿Por qué no han salido mis hombres a advertirme?

—Podéis volver a América —dijo Zu Peppino sin que en su arrugado rostro observara el menor cambio de expresión—. Han matado a Turi Giuliano.

Michael experimentó un extraño aturdimiento. En aquel instante le pareció que la luz desaparecía del cielo. Pensó en el padre y la madre, en Justina aguardando en los Estados Unidos, en Aspanu Pisciotta y Stefan Andolini. Y en Héctor Adonis. Porque Turi Giuliano había sido la luz estelar de sus vidas y no era posible que aquella luz ya no existiera.

—¿Estás seguro de que es él? —preguntó Clemenza con aspereza.

—Era uno de los trucos de Giuliano —dijo el viejo, encogiéndose de hombros—, dejar un cadáver o un maniquí para atraer a los carabinieri y poder matarlos. Pero lleva muerto dos horas y no ha pasado nada. Está tendido en el patio donde le han matado. Ya han venido los periodistas de Palermo con sus cámaras y están fotografiando a todo el mundo, hasta a mi burro. De modo que podéis creer lo que se os antoje.

Michael estaba mareado, pero consiguió decir:

—Tendremos que echar un vistazo. Necesito estar seguro.

—Vivo o muerto, ya no le podemos ayudar —dijo bruscamente Clemenza—. Voy a llevarte a casa, Mike.

—No —replicó Michael en voz baja—. Tenemos que ir. A lo mejor, Pisciotta nos está esperando. O Stefan Andolini. Para decirnos lo que hay que hacer. A lo mejor, no es él, no puedo creer que lo sea. No es posible que haya muerto, estando tan cerca de la huida y ahora que el Testamento ya se encuentra a salvo en Norteamérica.

Viendo la expresión de sufrimiento del rostro de Michael, Clemenza lanzó un suspiro.

A lo mejor no era Giuliano, a lo mejor Pisciotta estaba aguardando para acudir a la cita. Tal vez todo formara parte del plan y Giuliano pretendiera con ello distraer la atención de las autoridades en caso de que éstas le estuvieran pisando los talones.

El sol ya había salido por completo. Clemenza ordenó a sus hombres que estacionaran los vehículos y le siguieran. Después, él y Michael recorrieron a pie el resto de la calle abarrotada de gente. La multitud se agolpaba a la entrada de una travesía llena de vehículos del ejército y bloqueada por un cordón de carabinieri. En la travesía había una hilera de casas separadas entre sí por patios. Clemenza y Michael se situaron detrás de la gente y miraron. Un oficial de carabinieri estaba permitiendo el paso de periodistas y funcionarios, tras haber examinado su documentación.

—¿Podrías conseguir que ese oficial nos dejara pasar? —le preguntó Michael a Clemenza.

Clemenza agarró a Michael del brazo y lo apartó de la muchedumbre.

Al cabo de una hora, ya se encontraban en una de las casitas de una callejuela, también aquélla con un patio y distante unas veinte casas del lugar en que se había congregado la muchedumbre. Clemenza dejó allí a Michael con cuatro hombres y regresó con otros dos a la calle. Estuvo ausente una hora y, al regresar, Michael le vio muy trastornado.

—La cosa tiene mal cariz, Mike —dijo Clemenza—. Van a traer a la madre de Giuliano desde Montelepre para que identifique el cadáver. Acaba de aparecer el coronel Luca, el comandante de las Fuerzas para la Represión del Bandidaje. Y están empezando a llegar periodistas de todo el mundo, hasta de los Estados Unidos van a venir. Esta ciudad va a convertirse en un manicomio. Tenemos que largarnos.

—Mañana —dijo Michael—. Nos iremos mañana. Ahora vamos a ver si podemos cruzar el cordón policial. ¿Has conseguido algo?

—Todavía no.

—Pues vamos a ver qué puede hacerse.

A pesar de las protestas de Clemenza, salieron a la calle. Toda la ciudad estaba llena de carabinieri. Debía de haber por lo menos mil, dijo Michael. Y había literalmente centenares de fotógrafos. La calle estaba atestada de furgonetas y automóviles y no había modo de acercarse al patio. Vieron a un grupo de oficiales de alta graduación entrando en un restaurante y corrió la voz de que eran el coronel Luca y sus colaboradores, que iban a celebrar el triunfo con un almuerzo. Michael pudo ver fugazmente al coronel. Era un hombre menudo y vigoroso, de melancólico rostro. Se había quitado la gorra debido al calor y se estaba secando la cabeza, medio calva, con un pañuelo blanco. Un enjambre de fotógrafos empezó a fotografiarle mientras los numerosos periodistas le hacían preguntas. Los despidió a todos con un gesto, sin responder a ninguna pregunta, y entró en el restaurante.

Las calles de la ciudad estaban tan abarrotadas de gente que apenas se podía dar un paso. Clemenza decidió regresar a la casa y esperar nuevas informaciones. Aquella tarde, a última hora, uno de sus hombres le comunicó que María Lombardo había identificado el cadáver como perteneciente a su hijo.

Cenaron en un restaurante al aire libre, donde una radio puesta a todo volumen daba constantes boletines de noticias sobre la muerte de Giuliano. Se decía en las noticias que la policía había rodeado la casa en la que se suponía que se ocultaba Giuliano. Al salir éste, le ordenaron que se rindiera, pero él abrió fuego inmediatamente. El capitán Perenze, jefe de las fuerzas del coronel Luca, había accedido a responder a las preguntas de un grupo de periodistas en un programa de radio. Contó que Giuliano había echado a correr y que él le había seguido y acorralado en el patio. Allí Giuliano se revolvió como un león, dijo el capitán Perenze, y él respondió a sus disparos y le mató. En el restaurante todos los clientes estaban pendientes de la radio y nadie comía. Los camareros también estaban escuchando y no servían a las mesas. Clemenza le dijo a Michael:

—Aquí hay gato encerrado. Nos vamos esta noche.

Pero, en aquel momento, la calle se llenó de agentes de la policía de seguridad. Un vehículo oficial se acercó al bordillo y de él descendió el inspector Velardi. Éste se acercó a la mesa y apoyó una mano en el hombro de Michael.

—Queda usted detenido —le dijo. Después clavó sus gélidos ojos azules en Clemenza—. Y a usted le llevaremos también, para que le dé suerte. Y un consejo. Tengo a cien hombres rodeando este restaurante. No armen alboroto si no quieren reunirse con Giuliano en el infierno.

Un furgón de la policía se acercó al bordillo. Michael y Clemenza se vieron rodeados de agentes por todas partes, cacheados y empujados sin miramientos al interior del vehículo. Unos fotógrafos de prensa que estaban cenando en el restaurante se levantaron con sus cámaras, pero inmediatamente fueron rechazados por los policías. El inspector Velardi contempló la escena con una sonrisa de satisfacción.

A la mañana siguiente el padre de Turi Giuliano habló desde el balcón de su casa de Montelepre a la gente congregada en la calle, y de acuerdo con la tradición siciliana, anunció una vendetta contra el hombre que había traicionado a su hijo. Aquel hombre, dijo, no era el capitán Perenze ni ningún carabinieri. El hombre que mencionó era Aspanu Pisciotta.