Michael estaba durmiendo como un tronco, pero se despertó de repente. Era como si acabara de salir de un profundo pozo. El dormitorio estaba completamente a oscuras porque previamente había cerrado los postigos para impedir que la luz amarillo limón de la luna penetrara en la habitación. No se oía el menor ruido; sólo los violentos latidos de su corazón rompían el pavoroso silencio. Había notado la presencia de otra persona en la estancia.
Se dio la vuelta en la cama y le pareció ver una mancha de negrura más clara junto a su lecho. Extendió la mano y encendió la lámpara de la mesita. La mancha se convirtió en la cabeza cercenada de la Virgen negra. Pensó que ésta habría caído de la mesa y que el ruido le había despertado. Más sosegado, esbozó una sonrisa, lanzando un suspiro de alivio. En aquel momento, oyó una especie de crujido junto a la puerta. Se volvió y, en las sombras que no alcanzaba del todo la suave luz anaranjada de la lámpara, vio el chupado y moreno rostro de Aspanu Pisciotta.
Estaba sentado en el suelo, de espaldas a la puerta. Su boca decorada por el bigotillo, esbozaba una sonrisa triunfal, como diciendo: «Me he burlado de tus vigilantes y de la seguridad de tu refugio».
Michael consultó la hora en el reloj de pulsera que había dejado en la mesilla. Eran las tres de la madrugada.
—Tienes unos horarios un poco raros. ¿Qué estabas esperando? —dijo. Se levantó de la cama y se vistió rápidamente, abriendo después los postigos. La luz de la luna penetró como un espectro, visible pero inmaterial—. ¿Por qué no me has despertado? —preguntó.
Pisciotta se incorporó desenroscándose como una serpiente que levantara la cabeza para atacar.
—Me gusta ver dormir a la gente —contestó—. A veces, en sueños, las personas revelan sus secretos.
—Yo nunca cuento ningún secreto —dijo Michael—. Ni siquiera en sueños.
Salió a la terraza y le ofreció a Pisciotta un cigarrillo. Ambos se dedicaron a fumar. Michael oyó que Pisciotta se esforzaba por reprimir la tos y contempló su rostro a la luz de la luna. Tenía las mejillas tan hundidas y una piel tan pálida, que casi parecía hermoso.
Guardaron silencio hasta que Pisciotta preguntó:
—¿Conseguiste el Testamento?
—Sí —contestó Michael.
—Turi se fía de mí más que de nadie —dijo Pisciotta, lanzando un suspiro—. Me ha confiado su vida y ahora soy la única persona que puede encontrarle. Y sin embargo, el Testamento no me lo encomendó a mí. ¿Lo tienes tú?
Michael vaciló un instante.
—Eres igual que Turi —dijo Pisciotta, echándose a reír.
—El Testamento está en Norteamérica —contestó Michael—. Lo guarda mi padre en lugar seguro.
No quiso decirle que se encontraba camino de Túnez simplemente porque no quería que lo supiera nadie.
Michael casi temía hacer la siguiente pregunta. Sólo podía haber una razón para que Pisciotta le visitara con tanto sigilo. Y para que hubiera corrido el peligro de burlar la vigilancia de la villa; ¿o acaso le habían franqueado la entrada?
Esa única razón no podía ser sino la inminente llegada de Giuliano.
—¿Cuándo va a venir Giuliano? —preguntó.
—Mañana por la noche. Pero no aquí.
—¿Por qué no? Esto es terreno seguro.
—Pero yo he conseguido entrar, ¿no? —dijo Pisciotta, echándose a reír.
Aquella verdad irritó a Michael. Volvió a preguntarse si los guardianes le habrían franqueado el paso por orden de Don Domenic e incluso le habrían acompañado hasta su habitación.
—Es Giuliano quien debe decidirlo —dijo Michael.
—No. Yo tengo que decidirlo por él. Tú prometiste a su familia que estaría a salvo. Sin embargo, Don Croce sabe que estás aquí y el inspector Velardi también lo sabe. Tienen espías en todas partes. ¿Qué planes tienes para Giuliano? ¿Una boda, una fiesta de cumpleaños? ¿Un funeral? ¿Qué clase de estupideces nos estás contando? ¿Crees que aquí, en Sicilia, somos imbéciles? —preguntó en frío tono amenazador.
—No pienso revelarte mi plan de huida —contestó Michael—. Puedes confiar en mí o no, a tu gusto. Dime dónde entregarás a Giuliano, y allí estaré. Si no me lo quieres decir, mañana por la noche yo estaré a salvo en los Estados Unidos, mientras que tú y Giuliano seguiréis aquí, temiendo por vuestra vida.
—Has hablado como un verdadero siciliano —dijo Pisciotta, rompiendo a reír—; los años que has pasado aquí no han sido en balde. —Lanzó un suspiro—. Casi no puedo creer que todo vaya a terminar —dijo—. Siete años de luchas y huidas, de traiciones y asesinatos. Pero Turi y yo éramos los reyes de Montelepre y alcanzamos una enorme fama. Él estaba en favor de los pobres y yo en favor de mí mismo. Yo al principio no creía en su altruismo, pero durante nuestro segundo año de forajidos, él nos lo demostró tanto a mí como a toda la banda. Recuerda que yo soy su lugarteniente, su primo, su hombre de confianza. Llevo un cinturón con una hebilla de oro como la suya; me la regaló él. Pero yo seduje a la hija de un granjero de Partinico y la dejé embarazada. Su padre le fue con el cuento a Giuliano. ¿Sabes qué hizo Turi? Me ató a un árbol y me dio una tanda de azotes con un látigo, pero no delante del granjero ni de ninguno de nuestros hombres. Jamás me hubiera sometido a semejante humillación. Era nuestro secreto. Pero yo comprendí que, si volvía a desobedecer sus órdenes, él me mataría. Así es nuestro Turi.
Pisciotta se acercó una temblorosa mano a la boca. Bajo la pálida luz de la luna a punto de ocultarse, su fino bigote brillaba como el azabache.
Michael pensó, qué historia tan rara. ¿Por qué me la cuenta?
Entraron de nuevo en el dormitorio y Michael cerró los postigos. Pisciotta recogió del suelo la cabeza cercenada de la Virgen y se la entregó a Michael.
—La tiré al suelo para despertarte —dijo—. Dentro estaba el Testamento, ¿verdad?
—Sí —contestó Michael.
—María Lombardo me mintió —dijo Pisciotta con expresión abatida—. Le pregunté si lo tenía y me dijo que no. Y después te lo entregó a ti delante de mis narices. —Soltó una risa amarga—. He sido para ella como un hijo. —Hizo una pausa, y después añadió—: Y ella era como una madre para mí.
Pisciotta pidió otro cigarrillo. Quedaba todavía un poco de vino en la botella de la mesita de noche. Michael llenó sendas copas y Pisciotta bebió con fruición.
—Gracias —dijo—. Y ahora tenemos que hablar de nuestros asuntos. Te entregaré a Giuliano en las afueras de Castelvetrano. Utiliza un coche descapotable, para que pueda reconocerte, y circula por la carretera de Trapani, sin dejarla. Te interceptaré en el punto que yo elija. Si hay peligro, ponte una gorra, y no saldremos. La hora será en cuanto amanezca. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Sí —contestó Michael—. Todo está arreglado. Pero hay una cosa que debo decirte: Stefan Andolini no acudió ayer a la cita que tenía concertada con el profesor Adonis. El profesor estaba preocupadísimo.
Pisciotta experimentó por primera vez un sobresalto, pero después se encogió de hombros.
—Ese hombrecillo siempre ha sido gafe —dijo—. Ahora tenemos que despedirnos hasta mañana al amanecer —añadió, estrechándole la mano a Michael.
—Ven con nosotros a los Estados Unidos —le pidió él impulsivamente.
—He vivido en Sicilia toda la vida y me gusta —contestó Pisciotta, sacudiendo la cabeza—. Por eso, si tengo que morir, moriré en Sicilia. De todos modos, te lo agradezco.
Michael se sintió extrañamente conmovido por aquellas palabras. Aunque no conocía muy bien a Pisciotta, comprendió que jamás se podría alejar a aquel nombre de la tierra y las montañas de Sicilia. Era demasiado cruel y sanguinario, el color de su tez y su voz resultaban demasiado sicilianas. Jamás se adaptaría a un país extranjero.
—Te acompañaré a la verja, para que te dejen salir —dijo Michael.
—No —contestó Pisciotta—. Nuestra pequeña reunión tiene que mantenerse en secreto.
Tras la partida de Pisciotta, Michael permaneció tendido en la cama hasta el amanecer, sin poder pegar el ojo. Por fin se iba a encontrar cara a cara con Turi Giuliano, y viajarían juntos a los Estados Unidos. Se preguntó qué clase de hombre le iba a resultar Giuliano. ¿Estaría a la altura de su leyenda? ¿Haría honor a la impresionante figura que había dominado la isla e influido en el curso de los acontecimientos de la nación? Saltó de la cama y abrió los postigos. Ya había amanecido y el sol estaba trazando sobre las aguas del mar un dorado sendero con sus rayos; navegando en aquel haz luminoso descubrió la lancha motora, que se acercaba al embarcadero. Salió corriendo de la villa y bajó a la playa, para recibir a Peter Clemenza.
Desayunaron juntos y Michael le refirió la visita de Pisciotta. Clemenza no pareció sorprenderse de que Pisciotta hubiera podido penetrar en la bien custodiada villa.
—¿Fue tu hermano quien le permitió entrar? —preguntó Michael.
—Pregúntaselo a él —dijo Clemenza.
Pasaron el resto de la mañana elaborando planes con vistas al encuentro con Giuliano. Podía haber espías observando la villa en espera de algún movimiento sospechoso, y una caravana de automóviles llamaría sin duda la atención. Además, no cabía duda de que estarían vigilando estrechamente a Michael. La policía de seguridad de Sicilia a las órdenes del inspector Velardi no se inmiscuiría, pero, ¿qué traiciones podían producirse?
Una vez organizados los planes, almorzaron juntos, y después Michael se fue a echar la siesta en su habitación. Quería estar descansado para la larga noche que le aguardaba. Peter Clemenza tenía que atender muchos detalles, dar órdenes a sus hombres, preparar el transporte y aguardar el regreso de su hermano Domenic, a fin de comunicarle la noticia.
Michael cerró los postigos de su dormitorio y se tendió en la cama. Tenía el cuerpo en tensión y no conseguía dormir. En las veinticuatro horas siguientes, podían ocurrir infinidad de cosas terribles. Tenía un mal presentimiento. Pero entonces empezó a soñar despierto con el regreso a su casa de Long Island, en cuya puerta sus padres le estarían aguardando al término de su largo exilio.