Antes de la llegada del ejército de Luca, cuando aún podía entrar y salir de Montelepre a su antojo, Giuliano había visto a menudo a Justina. A veces, ésta iba a su casa para dar algún recado o recibir el dinero que Giuliano entregaba a sus padres. Él apenas se había dado cuenta de que era una joven muy hermosa hasta el día en que la vio por las calles de Palermo con sus padres. La familia se había trasladado a la ciudad con intención de comprar para los festejos de Pascua algunas prendas de vestir que no hubieran podido encontrar en la pequeña ciudad de Montelepre. Giuliano y algunos hombres de su banda se encontraban en Palermo con el fin de acopiar suministros.
Giuliano llevaba unos seis meses sin verla y, durante aquel tiempo, la muchacha había crecido y adelgazado. Era alta para ser siciliana, y sus largas piernas se balanceaban sobre unos zapatos nuevos, de tacón alto. Tenía tan sólo dieciséis años, pero su rostro y su figura habían florecido en la tierra subtropical de Sicilia, haciendo que pareciera mayor. Llevaba el cabello negro azabache recogido con tres vistosas peinetas, y tenía el cuello tan largo y dorado como el de las mujeres que aparecían representadas en algunos vasos egipcios. Sus enormes ojos inquisitivos y su boca sensual, eran los únicos rasgos de su rostro que permitían adivinar su extremada juventud. Lucía un vestido blanco con un lazo rojo en la pechera.
Estaba tan preciosa que Giuliano se la quedó mirando un buen rato. Se encontraba en la terraza de un café, con sus hombres distribuidos en otras mesas, cuando la vio entrar acompañada de sus padres. Ellos le vieron en seguida. El padre de Justina mantuvo una expresión impasible y no dio muestras de haberle reconocido. La madre apartó rápidamente la mirada. Sólo Justina le miró al pasar. Era lo bastante siciliana para no saludarle, pero clavó sus ojos en los de él, y Giuliano se dio cuenta de que le temblaban los labios en su intento de reprimir una sonrisa. En medio de la calle inundada de sol, era como un luminoso espejeo de esa sensual belleza siciliana que florece ya a muy temprana edad. Desde que era forajido, Giuliano desconfiaba del amor. Para él, era un acto de sumisión que albergaba la fatal semilla de la traición; en aquel momento, sin embargo, sintió lo que jamás había sentido. Un intenso deseo de arrodillarse ante otro ser humano y jurar su voluntad de convertirse en esclavo suyo. Pero no vio en eso el amor.
Al cabo de un mes, descubrió que estaba obsesionado con la imagen de Justina Ferra de pie en aquel dorado charco de luz de la calle de Palermo. Pensó que era una simple apetencia sexual y que echaba de menos las apasionadas noches con la Venera. Pero después empezó a observar que, en sus sueños, se veía no sólo haciendo el amor con Justina sino también paseando con ella por el monte, mostrándole sus cuevas y los angostos valles cubiertos de flores y preparándole la comida en las hogueras del campamento. Aún conservaba su guitarra envuelta en una lona impermeable y soñaba con tocar alguna melodía para ella. Le mostraría poemas de los que había escrito a lo largo de los años, algunos de ellos publicados en la prensa siciliana. Hasta soñó con bajar subrepticiamente a Montelepre y visitarla en su casa, a pesar de los dos mil soldados de las Fuerzas Especiales del coronel Luca. Entonces recuperó el buen sentido y comprendió que en su interior estaba ocurriendo algo muy peligroso.
Todo aquello era una locura. No había más que dos alternativas en su vida: que lo mataran los carabinieri o que pudiera refugiarse en los Estados Unidos, pero, como siguiera pensando en aquella chica, ya podía despedirse de Norteamérica. Tenía que apartarla de su mente. En caso de que la sedujera o la raptara, su padre se convertiría en su enemigo mortal, y de ésos ya tenía demasiados. Además, había reprendido a Aspanu por haber seducido a una muchacha inocente y, a lo largo de los años, había ejecutado a tres de sus hombres por violación. El deseaba hacer feliz a Justina, hacer el amor con ella y que ella le admirara y le viera tal como antes se veía él. Quería que sus ojos se llenaran de confianza y amor.
Pero todo aquello no eran más que supuestos tácticos de su mente, porque él ya había decidido lo que iba a hacer. Se casaría con la chica. En secreto. No lo sabrían más que la familia de Justina y, como era lógico, Aspanu Pisciotta y algunos miembros de confianza de su banda. Siempre que fuera prudente, mandaría que la escoltaran hasta el monte para que pudiera pasar uno o dos días con él. Sería muy peligroso ser la esposa de Turi Giuliano, pero él se encargaría de enviarla a los Estados Unidos, para que le aguardara allí hasta que él consiguiera huir. Sólo había un problema. ¿Qué pensaba Justina de él?
Cesáreo Ferra era un miembro secreto de la banda de Giuliano desde hacía cinco años y no participaba jamás en las operaciones, sino que se dedicaba estrictamente a la recogida de información. Él y su mujer conocían a los padres de Giuliano, eran vecinos suyos y vivían en la Via Bella, diez casas más abajo de la de Giuliano. Era un hombre un poco más instruido que la mayoría de los habitantes de Montelepre y la vida de campesino no le gustaba. Cuando Justina perdió el dinero y Giuliano le entregó un fajo de liras y la envió a casa con una nota, diciendo que la familia estaba bajo su protección, Cesáreo Ferra visitó a María Lombardo y le ofreció sus servicios. Recogía información sobre los movimientos de las patrullas de carabinieri y de los ricos comerciantes que iban a ser secuestrados por la banda de Giuliano, y también sobre la identidad de los confidentes de la policía. Recibía una parte del producto de los secuestros y, gracias a ello, había podido inaugurar un pequeño café en Montelepre, que también le era muy útil en sus actividades secretas.
Cuando su hijo Silvio regresó de la guerra convertido en un agitador socialista, Cesáreo Ferra le echó de casa. No porque fuera contrario a las ideas de su hijo sino por el peligro que ello suponía para el resto de la familia. No se hacía ninguna ilusión con respecto a la democracia y los gobernantes de Roma. Le recordó a Turi Giuliano su promesa de proteger a la familia Ferra, y éste hizo cuanto pudo por salvar a Silvio. Tras el asesinato, Giuliano le prometió vengar su muerte.
Ferra no le echó la culpa a Giuliano en ningún momento. Sabía que la matanza de Portella le había trastornado y afligido profundamente, y que aún le seguía atormentando. Lo supo a través de su esposa, a quien María Lombardo se lo había contado en el transcurso de las largas conversaciones que ambas solían mantener. Qué felices eran todos antes de aquel aciago día en que su hijo fue abatido a tiros por Quintana y sus secuaces. Como es lógico, todos los sucesivos asesinatos habían sido necesarios y los habían provocado hombres malvados. María Lombardo disculpaba todos los asesinatos y crímenes, pero vacilaba un poco cuando hablaba de la matanza de Portella delle Ginestre. Con los chiquillos destrozados por los disparos de ametralladora, la muerte de mujeres indefensas. ¿Cómo podía creer la gente que su hijo hubiera hecho semejante cosa? ¿Acaso no era el protector de los pobres y el paladín de Sicilia? ¿No había prestado su ayuda a todos los sicilianos que necesitaban casa o comida? No era posible que su Turi hubiera ordenado aquella matanza. Lo juró ante la imagen de la Virgen negra, y ambas se echaron a llorar una en brazos de otra.
Y, de ese modo, Cesáreo Ferra se pasó varios años tratando de desentrañar el misterio de lo ocurrido en Portella. ¿Se equivocaron de veras los ametralladores de Passatempo en el ángulo de tiro? ¿Mató Passatempo a toda aquella gente por simple placer sanguinario? ¿Y si todo aquello lo hubiera tramado alguien para perjudicar a Giuliano? ¿Y si hubieran disparado otros hombres, enviados tal vez por los «amigos de los amigos» o incluso por alguna rama de la policía de seguridad? Cesáreo no excluía a nadie de su lista de sospechosos, con la excepción de Giuliano. Porque si Giuliano fuera culpable, todo su mundo se hubiera venido abajo. Quería a Giuliano tanto como a su propio hijo. Le había visto crecer de niño a hombre y nunca había observado en él la menor bajeza de espíritu o perversidad.
Cesáreo Ferra mantuvo por tanto los ojos y los oídos bien abiertos. Invitaba a beber a otros miembros secretos de la banda que no habían sido enviados a la cárcel por el coronel Luca. Captaba fragmentos de conversaciones entre los «amigos de los amigos» que vivían en la ciudad y acudían de vez en cuando a su café para tomar unas copas o jugar una partida de cartas. Una noche les oyó comentar entre carcajadas la visita que el Bruto y el Demonio le habían hecho a Don Croce, y la forma en que el gran Don convirtió a aquellos temidos hombres en un par de angelitos. Ferra empezó a reflexionar y, en su infalible paranoia siciliana, ató cabos. Passatempo y Stefan Andolini se habían reunido con Don Croce. A Passatempo le llamaban el Animal, y el nombre de guerra de Andolini era Fra Diavolo. ¿Para qué habían acudido a hablar en privado con Don Croce en su casa de Villalba, tan lejos de su campamento de las montañas? Envió a su hijo menor a casa de Giuliano con un mensaje urgente y, a los dos días, Giuliano le dio una cita en el monte. Una vez allí, le contó la historia, y Giuliano le escuchó con rostro impasible, ordenándole después que guardara silencio sobre todo aquel asunto. Ferra no se enteró de nada más. Tres meses más tarde, Giuliano volvió a citarle, y él creyó que le iba a contar el resto de la historia.
Giuliano y su banda se habían adentrado mucho más en el monte, lejos del alcance del ejército de Luca. Cesáreo Ferra viajó de noche y se reunió con Pisciotta en un lugar previamente acordado para que éste le condujera al campamento. Llegaron a primera hora de la mañana y encontraron un desayuno caliente aguardándoles. Fue un desayuno espléndido, servido sobre la mesa plegable, con mantel de hilo y cubiertos de plata. Turi Giuliano lucía una camisa de seda blanca y unos pantalones de pana color canela remetidos en las relucientes botas marrones. Llevaba el cabello recién lavado y peinado y en su vida había estado más guapo.
Pisciotta se retiró y ambos hombres se quedaron solos. Giuliano parecía un poco nervioso.
—Quiero darte las gracias por la información que me trajiste —dijo—. He comprobado los datos y ahora sé que es verdad. Y tiene mucha importancia. Pero hoy te he mandado llamar para hablarte de otra cosa. Una cosa que me consta te sorprenderá y que espero no te ofenda.
Ferra se inquietó un poco, pero dijo amablemente:
—Tú jamás me podrías ofender; te debo demasiado.
Entonces Giuliano esbozó aquella sincera y abierta sonrisa que Ferra recordaba de cuando era un chiquillo.
—Escúchame con atención —le dijo Giuliano—. Estas palabras son el primer paso. Si no estás de acuerdo, no seguiré. Olvídate de que soy el jefe de la banda; ahora te estoy hablando como el padre de Justina. Sabes que es muy bonita y habrá seguramente muchos jóvenes de la ciudad rondando tu puerta. Sé que has velado cuidadosamente por su virtud y debo decirte que es la primera vez en mi vida que siento algo parecido. Quiero casarme con tu hija. Si te opones, no diré una palabra más. Seguirás siendo mi amigo y tu hija continuará bajo mi protección, igual que siempre. Si dices que sí, le preguntaré a tu hija si le agrada la idea. Y, si ella me rechaza, el asunto quedará zanjado.
Cesáreo Ferra se quedó tan aturdido ante aquellas palabras, que sólo pudo balbucir:
—Deja que lo piense, deja que lo piense.
Después permaneció en silencio un buen rato y, cuando por fin habló, lo hizo con profundo respeto.
—Te prefiero para marido de mi hija a cualquier hombre del mundo. Y sé que mi hijo Silvio, que en paz descanse, estaría de acuerdo conmigo. —El nerviosismo le hacía tartamudear—. Sólo me preocupa la seguridad de Justina. Sabiendo que es tu esposa, el coronel Luca aprovecharía el menor pretexto para meterla en la cárcel. Los «amigos» son ahora tus enemigos y le podrían causar algún daño. Y tú tienes que huir a América o morir aquí, en el monte. No quisiera verla viuda tan joven, y perdona que te hable con tanta franqueza. Pero es que, además, eso también te iba a complicar la vida a ti, y me preocupa esa posibilidad. Un marido feliz no es tan consciente de las trampas, no se guarda tanto de sus enemigos. El matrimonio podría ser tu muerte. Te hablo con esta sinceridad porque te aprecio y te respeto. Podríamos dejarlo para una ocasión más propicia, cuando ya conozcas tu futuro con más detalle y lo hayas organizado todo con inteligencia.
Al terminar, miró cautelosamente a Giuliano, para ver si le había molestado.
Pero Giuliano sólo estaba deprimido, y Ferra comprendió que era la desilusión de un joven enamorado. Le pareció tan asombroso, que experimentó el impulso de añadir:
—No te estoy diciendo que no, Turi.
—Ya he pensado en todas estas cosas —dijo Giuliano, lanzando un suspiro—. Mi plan es el siguiente. Me casaría en secreto con tu hija. El padre Manfredi oficiaría la ceremonia. Sería aquí, en el monte. Cualquier otro lugar resulta demasiado peligroso para mí. Me encargaría de que tú y tu mujer acompañarais a vuestra hija, para que pudierais estar presentes en la boda. Ella se quedaría aquí conmigo tres días y después la enviaría de nuevo a vuestra casa. Si tu hija se queda viuda, tendrá suficiente dinero para iniciar una nueva vida. Por consiguiente, no debes preocuparte por su seguridad. Amo a Justina y la cuidaré y protegeré toda su vida. Me encargaré de que tenga el futuro asegurado en caso de que ocurriera lo peor. Aun así, casarse con un hombre como yo es un riesgo y tú, como padre prudente, tienes perfecto derecho a no permitir que tu hija corra ese riesgo.
Cesáreo Ferra estaba profundamente conmovido por la sencillez y claridad de las palabras de aquel joven. Y por la esperanzada tristeza que denotaban. Lo importante, sin embargo, era que había ido al grano. Ya había tomado medidas con vistas a las calamidades de la vida y el bienestar futuro de su hija. Ferra se levantó para abrazar a Giuliano.
—Tienes mi bendición —le dijo—. Hablaré con Justina.
Antes de marcharse, Ferra dijo que se alegraba mucho de que su información hubiera sido útil. Le sorprendió el cambio que se había operado en el rostro de Giuliano. Sus ojos parecían más grandes y la belleza de su rostro se hubiera dicho la de una estatua esculpida en mármol blanco.
—He invitado a mi boda a Stefan Andolini y a Passatempo —dijo—. Será entonces cuando resolvamos el asunto.
Sólo más tarde se le ocurrió pensar a Ferra que todo aquello era un poco raro, teniendo en cuenta que la boda se quería mantener en secreto.
En Sicilia no era insólito que una muchacha se casara con un joven con quien jamás hubiera pasado un momento a solas. Cuando las mujeres se sentaban a la puerta de la casa, tenían que hacerlo siempre de perfil, sin mirar directamente a la calle, so pena de que las llamaran descaradas. Los jóvenes que pasaban sólo podían hablar con ellas en la iglesia, donde las chicas estaban protegidas por la imágenes de la Virgen y las frías miradas de la madre. Si un joven se enamoraba locamente del perfil o de las pocas palabras de respetuosa charla, tenía que escribir una preciosa carta, exponiendo sus intenciones. Se trataba de un asunto muy serio en el que a veces se utilizaban los servicios de un escribano profesional. Un tono impropio podía dar lugar no a una boda sino a un funeral. De ahí que la declaración de Turi Giuliano a través del padre no fuera insólita, a pesar de no haberle dado a Justina la menor señal de interés.
Cesáreo Ferra sabía muy bien cuál iba a ser la respuesta de Justina. Cuando era más jovencita, la muchacha siempre terminaba sus oraciones con la frase «Y salva a Turi Giuliano de los carabinieri». Siempre quería ser ella quien le entregara los mensajes a María Lombardo, la madre de Giuliano. Cuando se averiguó la existencia del túnel que conducía a la casa de la Venera, Justina se puso hecha una furia. Al principio, sus padres pensaron que se había enojado por la detención de aquella mujer y de los padres de Giuliano, pero después comprendieron que estaba celosa.
Por consiguiente, Cesáreo Ferra no tenía la menor duda acerca de la respuesta de su hija y sabía que no se producirían sorpresas. Lo sorprendente fue la manera en que ella recibió la noticia. Miró a su padre, con picardía, como si fuera ella quien hubiera planeado la seducción y ya supiera que podía conquistar a Giuliano.
En lo más hondo de la montaña, había un pequeño castillo normando casi en ruinas que llevaba veinte años vacío. Allí decidió Giuliano celebrar su boda y pasar su luna de miel. Ordenó a Aspanu Pisciotta que estableciera un cinturón de hombres armados en previsión de cualquier ataque. El padre Manfredi abandonó el convento con un carro tirado por un asno, y después los hombres de Giuliano le transportaron en una silla de manos por los senderos de la montaña. Se alegró de encontrar en el viejo castillo una capilla familiar, pese a que sus valiosas imágenes y piezas de madera tallada hubieran sido robadas tiempo atrás. Pero los muros desnudos eran muy hermosos, al igual que el altar de piedra. El superior del convento no aprobaba del todo la boda de Giuliano y, tras haberle abrazado, le dijo en tono de chanza:
—Hubieras tenido que recordar el viejo proverbio: «El hombre que juega solo nunca pierde».
—Pero yo tengo que pensar en mi felicidad —contestó Giuliano, echándose a reír. Después añadió uno de los proverbios campesinos que solía invocar el superior en justificación de las artimañas que utilizaba para ganar dinero—: Recuerde que San José se afeitó la barba antes de afeitárselas a los apóstoles.
El superior se puso un poco más contento al oír esas palabras y, abriendo el cofre que llevaba, le entregó a Giuliano la certificación de matrimonio. Era un bellísimo documento, escrito con tinta dorada y letra gótica.
—La boda quedará registrada en el convento —dijo el padre superior—. Pero no temas, nadie lo sabrá.
La novia y sus padres habían llegado la víspera a lomos de asno y se habían alojado en unas habitaciones del castillo, que Giuliano había mandado limpiar y amueblar con camas de caña y paja. Giuliano lamentó mucho que sus padres no pudieran asistir a la ceremonia, pero las Fuerzas Especiales del coronel Luca les tenían sometidos a estrecha vigilancia.
Sólo estuvieron presentes Aspanu Pisciotta, Stefan Andolini, Passatempo, el cabo Silvestro y Terranova. Justina se había quitado la ropa de viaje y lucía el vestido blanco que tanto éxito le había valido en Palermo. Miró sonriendo a Giuliano y a él le dejó sin aliento el resplandor de su sonrisa. El superior ofició una breve ceremonia, tras la cual todos salieron al prado del castillo donde se había dispuesto una mesa con vino, pan y fiambres. Todos comieron rápidamente, brindando después por los novios. El viaje de regreso del padre superior y los Ferra iba a ser muy largo y peligroso. Se temía que una patrulla de carabinieri se acercara a la zona y el cinturón de hombres armados tuviera que enzarzarse en combate con ellos. El superior de los franciscanos estaba deseando marcharse, pero Giuliano le retuvo un momento.
—Quiero darle las gracias por lo que hoy ha hecho por mí —le dijo—. Y en el día de mi boda, quiero realizar una obra de misericordia. Pero necesito su ayuda.
Hablaron un instante en voz baja y después el clérigo asintió en silencio.
Justina abrazó a sus padres y la madre lloró, mirando con ojos implorantes a Giuliano. Entonces la joven le murmuró algo al oído y la mujer se echó a reír. Tras abrazarse todos una última vez, los padres montaron en sus asnos.
Los recién casados pasaron su noche de bodas en la cámara principal del castillo. La habitación estaba completamente desnuda, pero Turi Giuliano había hecho enviar a lomos de asno un enorme colchón, sábanas de seda, un edredón de pluma de oca y almohadas compradas en la mejor tienda de Palermo. Había también un cuarto de baño tan espacioso como el dormitorio, con una bañera de mármol y un lavabo muy grande. Como es natural, no había agua corriente y el propio Giuliano llenó la bañera sacando cubos de agua del fresco arroyo que discurría junto al castillo. Puso también artículos de tocador y perfumes que Justina no había visto en su vida.
Una vez desnuda, Justina, un poco avergonzada al principio, mantuvo las manos cruzadas entre las piernas. Tenía la piel dorada y, a pesar de su delgadez, poseía el busto de una mujer madura. Cuando él la besó, apartó ligeramente la cabeza y Giuliano le rozó únicamente la comisura de los labios. Giuliano tuvo paciencia, pero no con la habilidad del amante sino con aquel sentido táctico que tanto éxito solía reportarle en sus escaramuzas. Justina se había soltado su larga melena azabache, que le cubría todo el busto. Giuliano le acarició el cabello y le empezó a hablar del día en que la había visto por primera vez como mujer en Palermo. De lo guapa que estaba. Le recitó de memoria algunos de los poemas que le había escrito cuando estaba solo en el monte y soñaba con su belleza. Una vez acostada y cubierta con el edredón, ella se sosegó un poco. Giuliano descansaba sobre el edredón, pero ella mantenía los ojos apartados.
Justina le dijo que se había enamorado de él el día en que fue a llevarle un mensaje de su hermano, y le contó lo mucho que le había ofendido el que no reconociera en ella a la chiquilla a quien había entregado dinero unos años antes. Le dijo que rezaba por él todas las noches desde que tenía once años y que le amaba desde aquel día.
Turi Giuliano experimentó una extraordinaria sensación de felicidad oyendo decirle que le amaba y pensaba y soñaba con él mientras él estaba en el monte. Siguió acariciándole el cabello y ella le tomó la mano y la sostuvo en la suya, tibia y seca.
—¿Te sorprendiste cuando le pedí a tu padre que te hablara del matrimonio? —le preguntó.
—No después de haber visto cómo me mirabas, en Palermo —contestó ella con una picara sonrisa triunfal—. A partir de aquel día, me preparé para ti.
Él se inclinó para besar sus carnosos labios rojos como el vino y esta vez ella no apartó el rostro. Giuliano se asombró de la dulzura de su boca y de su aliento y de su propia reacción física. Por primera vez en su vida, notó que el cuerpo se le derretía y se le escapaba. Empezó a temblar y Justina apartó el edredón de pluma para que pudiera acostarse a su lado y abrazarla, fundiéndose estrechamente con ella. Giuliano la vio cerrar los ojos y pensó que su cuerpo era distinto de cuantos hubiera tocado jamás.
Le besó la boca, los ojos cerrados y los pechos; su piel era tan fina que el calor de la carne casi le quemaba los labios, y percibió el dulce aroma de su cuerpo, no contaminado por el dolor de la vida y tan lejos aún de la muerte. Le acarició un muslo, y la suavidad de su piel le produjo un estremecimiento que, desde los dedos, se le transmitió a las ingles y a la cabeza, provocándole lo que parecía casi un dolor que le indujo a reír en voz alta. Pero entonces ella introdujo suavemente la mano entre sus piernas y le hizo poco menos que perder el sentido. Empezó a hacerle el amor con una pasión ardiente y suave a la vez, y ella correspondió a sus caricias, primero despacio y con cierta vacilación, y al cabo de un rato, con tanta vehemencia como él. Se pasaron la noche amándose sin hablar, exceptuando alguna que otra exclamación de placer, y, al llegar la aurora, Justina se hundió en el sueño, rendida por el cansancio.
Cuando despertó, hacia el mediodía, encontró la enorme bañera de mármol llena de agua fría y unos cubos de agua junto al lavabo. No vio a Turi por ninguna parte. Se asustó un instante, pero después se metió en la bañera y se lavó. Al salir, se secó con una enorme y áspera toalla de color marrón y utilizó uno de los frascos de perfume que había junto al lavabo. Una vez terminado su aseo, se puso su vestido de viaje —falda marrón oscuro y un jersey blanco abrochado— y se calzó unos cómodos zapatos de paseo.
Fuera, el sol de mayo brillaba con fuerza, como siempre ocurre en Sicilia, pero el aire de la montaña refrescaba la atmósfera. Vio una hoguera junto a una mesa plegable donde Giuliano la estaba aguardando con el desayuno a punto; rebanadas de pan tostado, jamón y un poco de fruta. Había también jarras de leche sacadas de un recipiente de metal envuelto en hojas de árbol.
Puesto que no había nadie más a la vista, Justina corrió a arrojarse en brazos de Turi y le besó apasionadamente. Después le dio las gracias por haberle preparado el desayuno, pero le reprochó que no la hubiera despertado para que lo hiciera ella. Era inaudito que un varón siciliano se encargara de aquellas cosas.
Comieron al sol, rodeados por los muros encantados del castillo en ruinas, donde destacaban los restos de la torre normanda con su aguja de mosaico de brillantes colores. La entrada del castillo estaba formada por un precioso pórtico normando a través de cuyas rotas piedras se podía ver el arco del altar de la capilla.
Recorrieron las ruinas y pasearon por un olivar y un pequeño limonar, en medio de las flores que con tanta abundancia crecían en toda Sicilia, los asfódelos de los poetas griegos, la rosada anémona, las campanillas, la escarlata peonía que, según la leyenda, se había manchado con la sangre del amante de Venus. Turi Giuliano rodeó con sus brazos a Justina, cuyo cuerpo y cabello tenían ya el perfume de las flores. En el olivar, Justina atrajo audazmente a Giuliano hacia sí sobre la inmensa alfombra florida y volvieron a hacer el amor. Por encima de ellos un solitario y pequeño halcón rojo siciliano empezó a volar en círculo y después se elevó hacia el azul del cielo infinito.
En su tercero y último día, oyeron un lejano eco de disparos en la montaña. Justina se alarmó, pero Giuliano la tranquilizó. A lo largo de aquellos tres días, procuró no darle ningún motivo de temor. Nunca iba armado y no había ninguna arma a la vista, pues las había ocultado todas en la capilla. No dio a entender en ningún momento que estuviera prevenido contra un posible ataque, y ordenó a sus hombres que se mantuvieran apartados. Al poco rato, apareció Aspanu Pisciotta con un par de ensangrentados conejos al nombro. Los arrojó a los pies de Justina y le dijo:
—Prepáraselos a tu marido, es su plato favorito. Y, si los estropeas, tenemos otros veinte.
La miró sonriendo y, mientras ella empezaba a despellejar y limpiar los conejos, le hizo una seña a Giuliano. Juntos se dirigieron a un derruido arco del muro y se sentaron.
—Qué, Turi —preguntó Pisciotta sonriendo—, ¿merece la pena el que nos hayamos jugado la vida por ella?
—Me siento muy feliz —contestó Giuliano en tono pausado—. Pero háblame de esos veinte conejos que has cobrado.
—Una de las patrullas de Luca, con muchos hombres —contestó Pisciotta—. La hemos detenido junto al cinturón de defensa. Dos carros blindados. Uno de ellos ha tropezado con una de nuestras minas y se ha asado como se asarán los conejos que te va a preparar tu mujer. El otro carro disparó hacia las rocas y salió corriendo hacia Montelepre. Seguramente volverán mañana en busca de sus compañeros. Serán muchos. Te aconsejo que te marches esta noche.
—El padre de Justina vendrá a recogerla al amanecer —dijo Giuliano—. ¿Te has encargado de organizar nuestro pequeño encuentro?
—Sí —contestó Pisciotta.
—Cuando se haya marchado mi mujer… —Giuliano tartamudeó al pronunciar esa palabra y Pisciotta se echó a reír. Giuliano sonrió y continuó—: …tráeme a esos hombres a la capilla y resolveremos el asunto. —Se detuvo un instante. Y después añadió—: ¿Te sorprendiste cuando te conté la verdad sobre lo de Portella?
—No —contestó Pisciotta.
—¿Te quedarás a cenar? —quiso saber Giuliano.
—¿En la última noche de tu luna de miel? —dijo Pisciotta, sacudiendo la cabeza—. Ya conoces el proverbio. Guárdate de los guisos de una recién casada.
El viejo proverbio se refería, como es lógico, a la traición latente de los nuevos amigos a los que se convierte en cómplices de algún crimen. Pero lo que Pisciotta estaba diciendo una vez más era que Giuliano no hubiera debido casarse.
—Todo esto ya no puede durar mucho —repuso Giuliano sonriente—, tenemos que prepararnos para otro tipo de vida. Encárgate de que el cinturón resista mañana hasta que hayamos resuelto todo este asunto.
Pisciotta asintió y miró hacia la hoguera donde Justina estaba guisando.
—Es una chica preciosa —dijo—. Y pensar que creció delante de nuestras mismas narices y no nos dimos cuenta. Pero ándate con ojo, porque su padre dice que tiene mal genio. No dejes que toque tus armas.
Era otra vulgar broma siciliana, pero Giuliano pareció no darse por enterado y Pisciotta se levantó y, rodeando el muro, desapareció por el olivar.
Justina recogió unas flores y las puso en un viejo jarrón que había encontrado en el castillo, para adornar la mesa. Después sirvió la comida que había preparado: conejo con ajo y tomate, una ensalada aliñada con aceite de oliva y rojo vinagre de vino. A Turi le pareció que estaba un poco triste y nerviosa. Quizás a causa de los disparos o de la aparición de Aspanu Pisciotta en su Jardín del Edén, con su melancólico rostro y las negras armas que le cubrían el cuerpo.
Se sentaron uno frente a otro y empezaron a comer despacio. No era mala cocinera, pensó Giuliano, mientras ella se apresuraba a servirle el pan y más carne y a llenarle el vaso de vino; su madre le había enseñado muy bien. Observó satisfecho que no era melindrosa y comía con buen apetito. Justina levantó los ojos y vio que él la estaba mirando.
—¿Es tan buena la comida como la de tu madre? —indagó con una sonrisa.
—Mejor —contestó él—. Pero no se te ocurra decírselo.
Ella seguía mirándole como un gato.
—¿Y es tan buena como la de la Venera?
A Turi Giuliano le sorprendió el exabrupto porque jamás había tenido amores con una joven, pero el sentido táctico de su mente analizó rápidamente la pregunta. Después vendrían otras, sobre sus relaciones amorosas con la Venera. No quería oír las preguntas ni quería contestar a ellas. El amor que sentía por aquella mujer era distinto del que le inspiraba la muchacha, y aún le profesaba cariño y respeto. Era una mujer que había sufrido unas tragedias y unos dolores que Justina, con todo su encanto, no podía imaginar siquiera.
Sonrió con un asomo de tristeza, mirando a Justina. Ella se había levantado para quitar los platos, pero continuaba esperando su respuesta.
—La Venera guisaba de maravilla; no estaría bien que te comparara con ella —contestó.
Un plato pasó volando por encima de su cabeza, y él se echó a reír, sin poderlo evitar. Se rió por el hecho de intervenir en aquella escena tan doméstica y porque, por vez primera, había desaparecido del rostro de la muchacha aquella máscara de dulzura y docilidad. Al ver que se echaba a llorar, la estrechó en sus brazos.
Permanecieron en pie a la plateada luz de ese crepúsculo que tan repentinamente suele presentarse en Sicilia.
—Era una broma —le susurró él junto a la sonrosada oreja—. Eres la mejor cocinera del mundo.
Pero hundió el rostro en su cuello para que ella no pudiera ver su sonrisa.
En su última noche juntos, hablaron más que hicieron el amor. Justina le preguntó por la Venera y él contestó que era agua pasada. Después le preguntó cómo iban a verse en el futuro y él le explicó que estaba tratando de organizar su marcha a los Estados Unidos, donde después se reuniría con ella. Pero eso se lo había dicho ya su padre, y lo que Justina quería saber era cómo conseguirían verse antes de emigrar a los Estados Unidos. Giuliano observó que a la muchacha no le había pasado siquiera por la cabeza la posibilidad de que él no lograra escapar: era demasiado joven para imaginar finales tristes.
Su padre llegó con las primeras luces del alba. Justina abrazó por última vez a Turi Giuliano y se marchó.
Giuliano entró en la capilla del castillo y aguardó la llegada de Aspanu Pisciotta con sus jefes. Mientras esperaba, se ciñó las armas que había ocultado en la capilla.
En su conversación con el padre Manfredi, el día de su boda, Giuliano le habló al anciano de sus sospechas acerca de una posible reunión de Stefan Andolini y Passatempo con Don Croce dos días antes de lo de Portella delle Ginestre. Le aseguró al franciscano que no causaría el menor daño a su hijo, pero insistió en conocer la verdad. El superior del convento le contó toda la historia. Tal como Turi suponía, su hijo se lo había confesado todo.
Don Croce pidió a Stefan Andolini que acudiera a su casa de Villalba en compañía de Passatempo para celebrar con ambos una reunión secreta. Después le ordenó que saliera de la estancia, mientras él conversaba con Passatempo. Luego de la tragedia del Primero de Mayo, Andolini habló con Passatempo y éste le reveló que Don Croce le había pagado una crecida suma de dinero para que desobedeciera las órdenes de Giuliano y disparara contra la multitud. Después le amenazó diciendo que, si llegaba a revelarle algo a Giuliano, afirmaría que él también se encontraba presente en la habitación cuando se hizo el trato con Don Croce. Y Andolini sólo se atrevió a hablar con su padre, el superior Manfredi, el cual le aconsejó que mantuviera la boca cerrada. Una semana después de la matanza, Giuliano seguía tan furioso que les quería ejecutar a los dos.
Reiteró al franciscano su intención de no causar ningún daño a su hijo y dio instrucciones a Pisciotta acerca de lo que debería hacer, si bien dijo que resolvería el asunto pasada su luna de miel, cuando Justina ya hubiera regresado a Montelepre. No quería interpretar el papel de carnicero antes que el de marido.
Ahora estaba aguardando en la capilla en ruinas del castillo normando, cuya bóveda era el azul cielo mediterráneo. Se apoyó en el altar semiderruido, y así fue como recibió a sus jefes cuando Aspanu Pisciotta entró con ellos. El cabo, que ya había recibido instrucciones, se situó donde pudiera tener a tiro a Passatempo y a Andolini. Estos fueron conducidos directamente a presencia de Giuliano, ante el altar. Terranova, que nada sabía, se había sentado en uno de los bancos de piedra de la capilla. Después de dirigir la defensa del cinturón durante las largas horas nocturnas estaba agotado. Giuliano no había dicho a nadie lo que iba a hacer con Passatempo.
Giuliano sabía que Passatempo era como una bestia salvaje… olía los cambios de tiempo en la atmósfera y olfateaba el peligro que podían representar otras personas. Giuliano procuró por tanto comportarse con él exactamente igual que otras veces. Siempre se había mantenido a más distancia de Passatempo que de los demás. De hecho, había encomendado a él y a su banda las operaciones de la lejana comarca de Trapani porque la violencia de Passatempo le desagradaba. Utilizaba siempre a Passatempo para ejecutar a los confidentes y para amenazar a los «invitados» recalcitrantes a fin de que pagaran los rescates. La sola presencia de Passatempo bastaba para asustar a los prisioneros y abreviar las negociaciones; pero no contento con eso, el bandido les contaba lo que se proponía hacer con ellos y sus familias en caso de que no pagaran, y los infelices dejaban de regatear, para que les soltaran cuanto antes.
Giuliano apuntó a Passatempo con la metralleta y le dijo:
—Antes de despedirnos, tenemos que saldar nuestras deudas. Desobedeciste mis órdenes y recibiste dinero de Don Croce para provocar una matanza en Portella delle Ginestre.
Terranova estaba mirando a Giuliano con los ojos entornados. Temía por su propia seguridad y no sabía si Giuliano, tratando de averiguar quién era el culpable, le iba a acusar también a él. Hubiera intentado defenderse, pero vio que Pisciotta estaba apuntando con su pistola a Passatempo.
—Sé que tu banda y tú obedecisteis mis órdenes —le dijo Giuliano a Terranova—. Passatempo no lo hizo. Con ello, puso también en peligro tu vida porque, si yo no hubiera averiguado la verdad, os hubiera tenido que ejecutar a los dos. Pero ahora tengo que arreglarle las cuentas a él.
Stefan Andolini no había movido ni un solo músculo. Había sido fiel a Giuliano y, como quienes no pueden creer que Dios sea perverso y cometen toda clase de crímenes en su nombre, tenía una confianza ciega en que no iba a sufrir daño alguno.
Passatempo sabía también lo que iba a ocurrir. Con su instinto animal, comprendió que su muerte estaba muy próxima. Nada le podía salvar como no fuera su propia fiereza, pero había dos armas apuntándole. Sólo podía intentar ganar tiempo y lanzar un último y desesperado ataque.
—Stefan Andolini me dio el dinero y el mensaje —dijo—, pídele cuentas a él.
Esperaba que Andolini hiciera algún movimiento para protegerse y que, al amparo de aquel movimiento, se le ofreciera alguna oportunidad de atacar.
—Andolini ha confesado sus pecados —dijo Giuliano— y su mano no tocó jamás las ametralladoras. Don Croce le engañó como me engañó a mí.
—Sin embargo, yo he matado a cien hombres y tú jamás te has quejado —replicó Passatempo, sorprendido—. Hace dos años de aquello. Llevamos juntos siete años y es la primera vez que te desobedezco. Don Croce me dio a entender que no te ibas a disgustar demasiado por ello. Que eras demasiado blando para hacerlo tú mismo. Y, al fin y al cabo, ¿qué son unos cuantos muertos más o menos después de todos los hombres que hemos matado? Jamás te he sido desleal personalmente.
Giuliano comprendió entonces que sería inútil el intento de hacerle comprender la enormidad de su acción. Y, sin embargo, ¿por qué estaba tan disgustado? A lo largo de los años, ¿acaso no había ordenado él acciones casi tan horribles como aquélla? ¿La ejecución del barbero, la crucifixión del falso monje, los secuestros, la matanza de carabinieri, las despiadadas ejecuciones de los espías? Si Passatempo era un bruto de nacimiento, ¿qué era él, el defensor de Sicilia? Le daba reparo tener que ejecutarle él mismo.
—Te daré tiempo para que te reconcilies con Dios —dijo—. Arrodíllate y reza tus oraciones.
Los demás hombres se habían apartado de Passatempo, dejándole solo en su fatídico círculo de tierra. Passatempo hizo ademán de arrodillarse, pero, en lugar de eso, su achaparrado cuerpo se abalanzó sobre Giuliano, el cual dio un paso al frente y apretó el gatillo. Las balas alcanzaron a Passatempo en el momento en que saltaba, pero, pese a ello, éste se adelantó e intentó agarrarle al caer. Giuliano retrocedió para apartarse.
Aquella tarde, una patrulla de carabinieri encontró el cuerpo de Passatempo en un camino de montaña. El cadáver llevaba prendida una nota que decía lo siguiente: ASÍ MUEREN TODOS LOS QUE TRAICIONAN A GIULIANO.