Turi Giuliano consiguió finalmente lo que jamás había logrado ningún estadista ni político de la nación. Unió a todos los partidos italianos en la persecución de un mismo objetivo: la destrucción de Giuliano y su banda.
En julio de 1949 el ministro Trezza anunciaba a la prensa la creación de un ejército especial de carabinieri integrado por cinco mil hombres, y denominado Fuerzas Combinadas para la Represión del Bandidaje, sin hacer ninguna referencia explícita a Giuliano. Los periódicos rectificaron muy pronto el taimado comedimiento del Gobierno, reacio a reconocer que su principal objetivo era el forajido siciliano. La prensa aprobó con entusiasmo el proyecto y felicitó a la Democracia Cristiana en el poder por la adopción de aquella enérgica medida.
La prensa nacional se maravilló también por la habilidad demostrada por el ministro Trezza con la creación de aquel ejército especial de cinco mil hombres, formado únicamente por solteros, para que no hubieran viudas, o, en todo caso, esposas e hijos que pudieran ser objeto de amenazas. Habría comandos, tropas paracaidistas, carros blindados, armamento pesado e incluso aviones. ¿Cómo podría un bandido de tres al cuarto resistir semejante ofensiva? Al mando de las fuerzas estaría el coronel Hugo Luca, uno de los grandes héroes italianos de la segunda guerra mundial, combatiente, al lado del legendario general Rommel del ejército alemán. «El Zorro del Desierto italiano», le llamaba la prensa, experto en la guerra de guerrillas, cuyas tácticas y estrategias desconcertarían al sencillo campesino que era Turi Giuliano.
La prensa comunicaba en un pequeño párrafo el nombramiento de Federico Velardi para el cargo de jefe de la policía de seguridad de toda Sicilia, sin atribuir la menor trascendencia a la noticia. Del inspector Velardi apenas se sabía nada, como no fuera el hecho de haber sido elegido personalmente por el ministro Trezza para que ayudara en sus tareas al coronel Luca.
Hacía apenas un mes se había celebrado un trascendental encuentro entre Don Croce, el ministro Trezza y el cardenal de Palermo. El cardenal había comunicado a sus interlocutores la existencia del Testamento de Giuliano y sus comprometedores documentos.
El ministro Trezza se asustó. Habría que destruir el Testamento antes de que el ejército cumpliera su misión. Pensaba que ojalá pudiera revocar la orden de creación de las fuerzas especiales, pero no podía porque el Gobierno estaba sometido a presiones muy fuertes.
Para Don Croce, el Testamento era una simple complicación adicional que no alteraba para nada sus propósitos. El asesinato de sus seis jefes no le dejaba otra alternativa. Sin embargo, ni él ni los «amigos de los amigos» podían eliminar directamente a Giuliano. Era un héroe demasiado querido y su asesinato sería un crimen cuyo peso no podrían soportar ni siquiera los «amigos», en los cuales se concentraría todo el odio de Sicilia.
Don Croce comprendía, por otra parte, que tendría que adaptarse a las necesidades de Trezza. Al fin y al cabo, era el hombre que él pretendía aupar al cargo de primer ministro de la República.
—Nuestro plan de acción debe ser el siguiente —le dijo al ministro—. Usted no tiene más remedio que perseguir a Giuliano. Sin embargo, le pido que procure mantenerle vivo hasta que yo destruya el Testamento, cosa que le garantizo conseguir.
El ministro asintió con cara muy seria. Pulsó el botón del dictáfono y dijo en tono autoritario:
—Mándeme al inspector.
A los pocos segundos entró en la estancia un hombre de elevada estatura y gélidos ojos azules. Era delgado, iba elegantemente vestido y poseía un rostro de rasgos aristocráticos.
—Les presento al inspector Federico Velardi —dijo el ministro—. Acabo de nombrarle jefe de la policía de seguridad de toda Sicilia. Él se encargará de coordinar toda la operación junto con el jefe del ejército que voy a enviar a la isla. —Y pasó a exponerle el problema del Testamento y la amenaza que éste suponía para el Gobierno de la Democracia Cristiana—. Mi querido inspector —añadió—, le pido que considere a Don Croce mi representante personal en Sicilia. Deberá usted facilitarle cualquier información que él le pida, tal como haría conmigo. ¿Comprendido?
El inspector tardó un rato en digerir aquella curiosa petición. Después lo comprendió todo. Su tarea consistiría en revelar a Don Croce todos los planes que elaborara el ejército de invasión para capturar a Giuliano. Don Croce, a su vez, transmitiría la información a Giuliano para que éste pudiera escapar hasta que Don Croce considerara llegado el momento de capturarle.
—¿Facilitar toda la información a Don Croce? —exclamó el inspector Velardi—. El coronel Luca no es tonto y pronto sospechará que hay una filtración, y puede que me excluya de sus sesiones de planificación.
—Si tiene alguna dificultad —contestó el ministro—, comuníquemelo. Su verdadera misión consistirá en conseguir el Testamento y proteger la vida y la libertad de Giuliano hasta que eso se consiga.
—Tendré mucho gusto en servirle —dijo el inspector, mirando con sus fríos ojos azules a Don Croce—. Pero necesito una aclaración. Si capturan a Giuliano con vida antes de que hayamos destruido el Testamento, ¿qué debo hacer?
El Don no se anduvo con rodeos porque no era un funcionario del Gobierno y podía hablar con entera libertad.
—Sería una desgracia irreparable —contestó.
La prensa acogió con mucho agrado la designación del coronel Hugo Luca para el cargo de comandante de las Fuerzas Especiales para la Represión del Bandidaje, y todos los periódicos se apresuraron a publicar su historial militar, mencionando las medallas al valor con que había sido condecorado, su habilidad táctica, su temperamento tranquilo y reposado y el aborrecimiento que le inspiraba cualquier tipo de fracaso. Era un pequeño bulldog, decían, y sería una buena horma para el zapato de la violencia siciliana.
Antes de iniciar su actuación, el coronel Luca estudió todos los documentos relativos a Turi Giuliano que obraban en poder de los servicios de espionaje. El ministro Trezza le encontró en su despacho, rodeado de carpetas de informes y periódicos atrasados. Al preguntarle aquél cuándo se iba a trasladar con su ejército a Sicilia, el coronel contestó muy tranquilo que estaba reuniendo a un equipo de colaboradores y que Giuliano no se movería de su sitio por mucho que tardara en hacerlo.
El coronel Luca se pasó una semana estudiando los informes y llegó a determinadas conclusiones: Giuliano era un genio de la guerra de guerrillas y tenía un singular método de actuación. Mantenía a su alrededor un reducido grupo de veinte hombres entre los cuales figuraban sus jefes; Aspanu Pisciotta era su lugarteniente, Canio Silvestro su guardaespaldas personal y Stefan Andolini su jefe de espionaje y el hombre que le servía de enlace con Don Croce y toda la cadena de la Mafia. Terranova y Passatempo tenían sus propias bandas y podían actuar sin recibir órdenes directas de Giuliano a menos que se tratara de alguna acción concertada. Terranova se encargaba de llevar a cabo los secuestros y Passatempo estaba especializado en asaltos a bancos y a trenes.
El coronel dedujo que toda la banda de Giuliano estaba formada por un total de no más de trescientos individuos. ¿Cómo era posible, se preguntó, que aquel hombre hubiera durado seis años, mantenido en jaque a los carabinieri de toda una provincia e impuesto su ley prácticamente en todo el noroeste de Sicilia? ¿Cómo era posible que él y sus hombres hubieran escapado a los rastreos llevados a cabo por grandes contingentes de fuerzas policiales? La única explicación plausible era que Giuliano contaba con más efectivos entre los campesinos de Sicilia y echaba mano de ellos cuando los necesitaba. Y cuando las fuerzas policiales efectuaban batidas por las montañas, aquellos bandidos en régimen de dedicación parcial se refugiaban en las aldeas y las alquerías, mezclándose con la gente y viviendo como campesinos corrientes. Lo cual significaba que muchos de los habitantes de Montelepre debían de ser miembros secretos de la banda. Sin embargo, el factor más importante era la popularidad de Giuliano; había muy pocas posibilidades de que le traicionaran, y no cabía duda de que si hiciera una llamada a la revolución, millares de hombres seguirían sus consignas.
Y, por último, otro elemento desconcertante: la invisibilidad de Giuliano. Aparecía en un sitio y después se esfumaba como por ensalmo. Cuantas más cosas leía el coronel, tanto más se llenaba de asombro. Después descubrió algo contra lo que podría emprender una acción inmediata. Parecería una bagatela, pero, a la larga, daría sus frutos.
Giuliano escribía a la prensa frecuentes cartas que siempre iniciaba con el mismo preámbulo: «Si, tal como me han inducido a creer, no somos enemigos, publicaréis esta carta», pasando después a exponer las razones de sus últimos actos de bandidaje. Al coronel Luca le pareció que aquella frase inicial era una especie de amenaza o coacción. El resto de las cartas era propaganda. Se explicaban los secuestros y los robos y se especificaba de qué manera el dinero iba a parar a los pobres de Sicilia. Cuando Giuliano se enzarzaba en alguna batalla campal con los carabinieri y mataba a unos cuantos, siempre enviaba una carta para explicar que las guerras presuponían soldados caídos, pidiendo directamente a los carabinieri que no lucharan. En otra carta, cursada tras la ejecución de los seis jefes de la Mafia, exponía que sólo gracias a aquel hecho habían podido los campesinos ocupar unas tierras que por derecho y humanidad les correspondían.
Al coronel Luca le sorprendió que el Gobierno hubiera permitido la publicación de aquellos mensajes y decidió solicitar del ministro Trezza la implantación del estado de sitio en Sicilia, para poder aislar a Giuliano de sus seguidores.
Buscó información sobre la posible existencia de una mujer en la vida de Giuliano, pero no encontró nada. Aunque se tenía noticia de que los bandidos frecuentaban los burdeles de Palermo y de que Pisciotta era un mujeriego, Giuliano, al parecer, llevaba seis años viviendo una existencia exenta de relaciones sexuales. Siendo italiano, el coronel Luca no podía creerlo. Tenía que haber alguna mujer en Montelepre y, cuando la descubrieran, la mitad del trabajo estaría hecho.
Le pareció también muy interesante el mutuo apego entre Giuliano y su madre. Giuliano era un hijo afectuoso con sus dos progenitores, pero trataba con especial veneración a su madre. El coronel Luca tomó nota de ese dato. En caso de que verdaderamente no hubiera ninguna mujer en la vida de Giuliano, se podría utilizar a la madre para tenderle una trampa.
Una vez finalizada esa labor de información previa, el coronel Luca organizó su equipo de colaboradores. El nombramiento más importante fue el del capitán Antonio Perenze para el puesto de ayudante de campo y guardia personal. Perenze era un hombre corpulento, con tendencia a la gordura, de rostro simpático y temperamento afable, aunque el coronel Luca sabía que era también valiente por demás. Tal vez, en un momento dado, aquella valentía pudiera salvar la vida del coronel.
El coronel Luca llegó a Sicilia en septiembre de 1949 con un primer contingente de dos mil hombres. Esperaba que fueran suficientes; no quería glorificar a Giuliano enviando contra él a cinco mil hombres. Al fin y al cabo, no era más que un simple bandido, al que hubieran tenido que eliminar hacía ya tiempo.
Su primera medida consistió en prohibir a los periódicos de la isla la publicación de las cartas de Giuliano. La segunda fue detener al padre y la madre de Giuliano por complicidad con su hijo; y la tercera, arrestar e interrogar a más de doscientos hombres de Montelepre acusados de ser miembros secretos de la banda de Giuliano. Los detenidos fueron trasladados a las cárceles de Palermo celosamente custodiados por los hombres del coronel Luca. Todas esas acciones se pudieron emprender gracias a las leyes del régimen fascista de Mussolini, todavía en vigor.
La casa de Giuliano fue registrada y se descubrieron los túneles secretos. La Venera fue detenida en Florencia, pero puesta inmediatamente en libertad tras haber afirmado desconocer la existencia de los túneles. El inspector Velardi no la creyó, pero quería que estuviera libre, ante la posibilidad de que Giuliano decidiera visitarla.
La prensa italiana puso al coronel Luca por las nubes; por fin se había encontrado a un hombre que iba «en serio». El ministro Trezza estaba muy satisfecho y, cuando recibió una cordial carta de felicitación del primer ministro, su alegría no tuvo límites. El único que no estaba tan contento era Don Croce.
Turi Giuliano se pasó un mes estudiando la actuación de Luca y el despliegue de fuerzas de los carabinieri. Admiraba la astucia demostrada por el coronel al prohibir a la prensa la publicación de sus cartas, cortando de ese modo su línea vital de comunicación con el pueblo de Sicilia. Sin embargo, cuando Luca empezó a detener indiscriminadamente a los habitantes de Montelepre —culpables e inocentes por igual—, su admiración se trocó en odio. La detención de sus padres, en particular, provocó en Giuliano una cólera asesina.
Giuliano se pasó dos días sin salir de su cueva de los montes Cammarata. Elaboró planes y revisó todo lo que sabía acerca del ejército de dos mil carabinieri del coronel Luca. Por lo menos mil de ellos se encontraban en Palermo y sus alrededores, aguardando a que él intentara rescatar a sus padres. Los otros mil estaban concentrados en la zona de las localidades de Montelepre, Piani dei Greci, San Giuseppe Jato, Partinico y Corleone, muchos de cuyos habitantes eran miembros secretos de la banda a los que se podría reclutar en caso de que hubiera de presentar batalla.
El coronel Luca había establecido su cuartel general en Palermo, donde su persona era invulnerable. Habría que sacarle de allí por medio de algún engaño.
Turi Giuliano canalizó toda su cólera en la elaboración de planes tácticos. Todos ellos tenían una aritmética muy clara y eran tan sencillos como un juego infantil. Casi siempre daban resultado y, en caso de que no lo dieran, se podría ocultar de nuevo en el monte. Sabía, sin embargo, que todo dependía de que la ejecución fuera impecable y no se descuidara ningún detalle, por pequeño que fuese.
Mandó llamar a Aspanu Pisciotta a su cueva y le expuso los planes. A los demás jefes —Passatempo, Terranova, el cabo Silvestro y Stefan Andolini— sólo les dijo lo que cada uno necesitaba saber para el desempeño de su cometido particular.
En el cuartel general de los carabinieri de Palermo estaba la tesorería de todas las fuerzas de la Sicilia occidental. Una vez al mes, salía un furgón estrechamente custodiado que transportaba las nóminas de las guarniciones de las diversas localidades de la zona. El pago se hacía en efectivo, en sobres que contenían el sueldo exacto, en billetes y moneda fraccionaria, de cada soldado. Los sobres se colocaban en unas cajas de madera provistas de ranuras y se cargaban en un vehículo en otro tiempo utilizado por el ejército norteamericano para el transporte de armas.
El conductor iba armado con una pistola y el soldado que le acompañaba llevaba un fusil. Cuando aquel furgón cargado con millones de liras salía de Palermo, lo hacía precedido por tres jeeps de reconocimiento, cada uno de ellos con ametralladoras y cuatro hombres, y un vehículo de transporte de tropas con veinte hombres provistos de metralletas y fusiles. Detrás iban otros dos vehículos, cada uno con seis hombres. Todos los vehículos podían establecer comunicación radiofónica con Palermo o el cuartel de carabinieri más próximo para solicitar el envío de refuerzos. No se abrigaba ningún temor de que los bandidos atacaran semejante convoy porque ello hubiera equivalido a un suicidio.
La caravana de la nómina abandonó Palermo a primera hora de la mañana y efectuó su primera parada en la localidad de Tommaso Natale. Desde allí enfiló la sinuosa carretera de Montelepre. El cajero y los guardias sabían que iba a ser una jornada muy larga y circulaban a gran velocidad. Por el camino comieron pan con salami y bebieron vino a pico de botella. Bromeaban y se reían, y los conductores de los jeeps que abrían la marcha posaron las armas en el suelo de los vehículos. Al llegar a lo alto de la última colina, desde la cual se bajaba a Montelepre, se asombraron de ver un enorme rebaño de ovejas en la carretera. Los jeeps se abrieron paso por entre el rebaño y los hombres increparon a los miserables pastores que lo guardaban. Los soldados estaban deseando llegar al cuartel para comer algo caliente, quitarse la ropa y echarse en la cama o jugar una partida de cartas durante el descanso del mediodía. No podía haber ningún peligro; Montelepre, a sólo unos cuantos kilómetros de distancia, tenía una guarnición integrada por quinientos hombres del ejército del coronel Luca. Vieron a su espalda que el vehículo que transportaba el dinero penetraba en el vasto mar de ovejas, pero no se dieron cuenta de que se había quedado detenido y no podía avanzar.
Los pastores estaban tan ocupados tratando de despejar el camino que no parecían darse cuenta de los bocinazos de los vehículos, ni de que los guardias gritaban, se reían y soltaban palabrotas. La situación seguía sin ser alarmante.
De improviso, seis pastores se acercaron al furgón del dinero, sacaron armas de bajo las chaquetas y obligaron al conductor y al cajero a descender del vehículo, desarmando a los dos carabinieri. Los otros cuatro hombres descargaron las cajas que contenían los sobres con las pagas. Passatempo era el jefe de aquella banda, y su rostro de animal y la violencia de sus modales acobardaron a los guardias mucho más que las armas.
Simultáneamente, las laderas que rodeaban la carretera se llenaron de bandidos armados con carabinas y metralletas. Los neumáticos de los dos vehículos que cerraban la marcha fueron reventados por los disparos y Pisciotta se plantó entonces delante del primer vehículo.
—Bajad despacio y sin las armas —gritó— y esta noche podréis comeros los espaguetis en Palermo. No queráis haceros los héroes, porque no es a vosotros a quien quitamos el dinero.
Carretera abajo, el vehículo de transporte de tropas y los tres jeeps de reconocimiento habían llegado al pie de la última colina y estaban a punto de entrar en Montelepre, cuando el oficial que iba al mando se percató de que no había nada detrás. Sólo ovejas, de pronto aún más numerosas, aislándoles del resto del convoy. Tomó la radio y ordenó a uno de los jeeps que retrocediera. Con una seña, ordenó a los demás vehículos que se arrimaran a la cuneta y esperaran.
El jeep de reconocimiento dio la vuelta y empezó a subir hacia la colina que acababa de dejar atrás. A mitad de camino, fue recibido con ráfagas de ametralladora y disparos de fusil. Sus cuatro ocupantes fueron acribillados a balazos y el vehículo, sin gobierno, empezó a retroceder lentamente por la empinada carretera hacia el punto que ocupaba el resto del convoy.
El oficial que mandaba el grupo saltó de su jeep y ordenó a los hombres del vehículo de transporte de tropas que descendieran y formaran una línea de escaramuza. Los otros dos jeeps escaparon como liebres asustadas buscando cobijo, pero fueron neutralizados en seguida. No pudieron rescatar el furgón de la nómina porque se encontraba en la otra vertiente de la colina, y ni siquiera pudieron disparar contra los hombres de Giuliano, que se estaban embolsando los sobres del dinero. Los forajidos dominaban por entero la situación y su potencia de fuego les permitiría enfrentarse con éxito a cualquier atacante. Lo mejor que podían hacer los soldados era establecer una línea de escaramuza a cubierto y seguir disparando.
El maresciallo de Montelepre aguardaba con ansia la llegada del cajero. A finales de mes, siempre andaba escaso de fondos y, al igual que sus hombres, ya estaba soñando con la noche que iba a pasar en Palermo, cenando con sus amigos en un buen restaurante en compañía de mujeres encantadoras. Cuando oyó los disparos, se quedó perplejo. Giuliano no se hubiera atrevido a atacar en pleno día a una de sus patrullas, teniendo en cuenta los refuerzos auxiliares de quinientos soldados que el coronel Luca había establecido en la zona.
Inmediatamente después, el maresciallo oyó una tremenda explosión junto a la entrada del cuartel de Bellampo. Uno de los carros blindados estacionados en la parte de atrás había estallado, convirtiéndose en una antorcha color naranja. El maresciallo percibió a continuación el tableteo de ametralladoras que disparaban por la parte de la carretera que conducía a Castelvetrano y a la ciudad costera de Trapani, seguido por el incesante fuego de armas de pequeño calibre hacia la base de la cadena montañosa, en las afueras del pueblo. Vio que las patrullas de Montelepre regresaban a toda prisa al cuartel, a pie y en jeeps, como si les persiguiera el diablo; y, aunque lentamente, empezó a comprender que Turi Giuliano había atacado con todos sus efectivos a la guarnición de quinientos hombres del coronel Luca.
Desde uno de los peñascos que dominaban Montelepre, Turi Giuliano contempló a través de sus prismáticos el asalto al furgón de la nómina. Efectuando un giro de noventa grados, pudo observar también la batalla que se estaba librando en las calles de la ciudad: el ataque directo contra el cuartel de Bellampo y el combate con las patrullas de carabinieri de las carreteras de la costa. La actuación de sus jefes había sido perfecta. Passatempo y sus hombres tenían el dinero de la nómina, Pisciotta había inmovilizado la retaguardia de la columna de carabinieri, Terranova y su banda, con la ayuda de nuevos refuerzos, habían atacado el cuartel de Bellampo, trabando combate con las patrullas. Los hombres directamente a las órdenes de Giuliano dominaban la falda de la montaña. Stefan Andolini, auténtico Fra Diavolo, estaba preparando una sorpresa.
En su cuartel general de Palermo, el coronel Luca recibió la noticia de la pérdida de la nómina con una serenidad muy insólita, en opinión de sus subordinados. Pero interiormente debía de estar echando chispas contra la astucia de Giuliano, preguntándose cómo habría podido averiguar la disposición de las tropas. Cuatro carabinieri resultaron muertos durante el asalto y hubo otras cinco bajas en la batalla campal que habían librado contra las restantes fuerzas de Giuliano.
El coronel Luca se encontraba todavía al teléfono, recibiendo los informes sobre las bajas, cuando el capitán Perenze irrumpió en el despacho con las mofletudas mejillas temblándole a causa del nerviosismo. Se acababan de recibir noticias de que unos bandidos habían resultado heridos y uno de ellos había muerto, quedando abandonado en el campo de batalla. El cadáver había sido identificado por la documentación que llevaba y merced al testimonio personal de dos habitantes de Montelepre. El muerto era nada más y nada menos que Turi Giuliano.
En contra de toda cautela y del mínimo sentido común, el coronel Luca se sintió invadido por una sensación de triunfo. La historia militar estaba llena de grandes victorias y también de brillantes tácticas frustradas por pequeños accidentes personales. Una estúpida bala dirigida por el destino había buscado y encontrado el esquivo espectro del gran bandido. Pero la cautela resurgió en seguida. Era una suerte excesiva, podía ser una trampa. Bien, pues en caso de que lo fuera, él se acercaría a ella y entramparía al entrampador.
El coronel Luca tomó las necesarias disposiciones y ordenó preparar una columna volante capaz de resistir cualquier ataque. Los carros acorazados abrían la marcha. Seguía el vehículo blindado en que viajaban el coronel Luca y el inspector Velardi, el cual había insistido en acompañar al coronel para identificar el cadáver, aunque lo que pretendía, en realidad, era cerciorarse de que entre los documentos encontrados no figuraba el Testamento. Detrás iban los vehículos de transporte de tropas con los hombres en estado de alerta y las armas en posición de disparo. Veinte jeeps de reconocimiento llenos de tropas paracaidistas armadas, precedían a la columna. Se había ordenado a la guarnición de Montelepre vigilar las carreteras inmediatas y establecer puestos de observación en los montes circundantes. Patrullas de a pie integradas por gran número de hombres armados hasta los dientes, inspeccionaban toda la ruta.
El coronel Luca tardó menos de una hora en llegar a Montelepre con su columna volante. No hubo ningún ataque porque la demostración de fuerza fue excesiva para los bandidos. Pero, al llegar, el coronel sufrió una decepción.
El coronel Velardi dijo que el cadáver, que ahora descansaba en una ambulancia en el cuartel de Bellampo, no podía pertenecer a Giuliano. La bala causante de la muerte le había desfigurado, pero no hasta el punto de que él pudiera equivocarse. Se había obligado a otros habitantes de Montelepre a identificar el cadáver y éstos también habían dicho que no era Giuliano. Se trataba de una trampa; Giuliano debía de esperar que el coronel acudiera a toda prisa al lugar de los hechos con una pequeña escolta, para poder tenderle una emboscada. El coronel ordenó que se adoptaran toda clase de precauciones y emprendió el camino de regreso a Palermo. Tenía prisa por regresar a su cuartel general e informar personalmente a Roma de lo ocurrido, evitando que alguien pudiera transmitir el falso informe sobre la muerte de Giuliano. Tras haber comprobado que todas las tropas ocupaban sus puestos, de modo que no pudieran tenderles ninguna emboscada a la vuelta, el coronel confiscó para su uso uno de los rápidos jeeps de reconocimiento que iban en cabeza de la columna. Le acompañaba el inspector Velardi.
La rapidez del coronel les salvó la vida a ambos. Cuando la columna volante ya se encontraba en las cercanías de Palermo, con el vehículo de mando de Luca en medio, se oyó una tremenda explosión. El vehículo saltó por los aires hasta una altura de más de tres metros y cayó envuelto en llamas y hecho pedazos, con los restos diseminados por la ladera de la montaña. En el vehículo de transporte de tropas que le seguía hubo ocho muertos y quince heridos, sobre un total de treinta nombres. Los dos oficiales que viajaban en el vehículo de Luca quedaron totalmente destrozados.
Al llamar al ministro Trezza para comunicarle la mala noticia, el coronel Luca aprovechó para pedir también el inmediato envío a Sicilia de los tres mil hombres que aguardaban en la península.
Don Croce sabía que aquellos ataques se irían sucediendo mientras los padres de Giuliano permanecieran en la cárcel, y se encargó de que les pusieran inmediatamente en libertad.
Sin embargo, no pudo impedir la llegada de las tropas de refuerzo, y en esos momentos mil soldados ocupaban la localidad de Montelepre y la zona circundante. Otros tres mil hombres se dedicaban a rastrear el monte. Setecientos habitantes de Montelepre y de toda la provincia de Palermo se encontraban en la cárcel, para ser interrogados por el coronel Luca, a quien el Gobierno de la Democracia Cristiana de Roma había otorgado poderes especiales. Se estableció un toque de queda que empezaba al anochecer y terminaba a la salida del sol; los habitantes se vieron obligados a permanecer en sus casas, y los viajeros que no disponían de pase especial eran enviados a la cárcel. Toda la provincia se encontraba bajo el reinado oficial del terror.
Don Croce observaba con cierta inquietud el desfavorable sesgo que tomaban las cosas para Giuliano.