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Aquella mañana de Pascua del año 1949 fue esplendorosa. Toda la isla estaba tapizada de flores, y en los balcones de Palermo podían verse enormes macetas que eran estallidos de brillante color; en las grietas de la acera crecían brotes de pétalos rojos, azules y blancos, al igual que en las fachadas de las viejas iglesias. Las calles de Palermo estaban llenas de gente que iba a la misa mayor de las nueve en la gran catedral de Palermo, donde el cardenal administraría la comunión a los fieles. Habían llegado campesinos de las aldeas cercanas, enfundados en sus trajes negros de luto y acompañados de sus esposas e hijos; dirigían a todos los que se cruzaban con ellos el tradicional saludo de Pascua de los campesinos: «Cristo ha resucitado». Turi Giuliano contestó con el no menos tradicional: «Bendito sea Su Nombre».

Giuliano y sus hombres habían llegado clandestinamente a Palermo la víspera. Vestían el sencillo traje negro de los campesinos, pero con las chaquetas abultadas y sin abrochar porque debajo llevaban las metralletas. Giuliano estaba muy familiarizado con las calles de Palermo porque, en los seis años que llevaba de bandido, había entrado subrepticiamente en la ciudad en diversas ocasiones, para dirigir el secuestro de algún aristócrata o cenar en algún famoso restaurante, donde dejaba después su habitual nota de desafío debajo del plato.

Giuliano jamás corrió peligro durante aquellas visitas. Siempre recorría las calles acompañado del cabo Canio Silvestro. Dos hombres caminaban veinte pasos por delante de él; cuatro más iban por la otra acera; y otros dos, veinte pasos detrás. Dos últimos hombres les seguían a mayor distancia. En caso de que los carabinieri se hubieran acercado a Giuliano para pedirle la documentación, hubieran sido un blanco muy fácil para aquella numerosa escolta dispuesta a disparar sin piedad. Cuando entraba en algún restaurante, sus guardaespaldas ocupaban otras mesas del comedor.

Aquella mañana Giuliano se había llevado cincuenta hombres a la ciudad. Entre ellos figuraban Aspanu Pisciotta, el cabo y Terranova; Passatempo y Andolini se habían quedado en el monte Cuando Giuliano y Pisciotta entraron en la catedral, cuarenta de sus hombres entraron con él y los diez restantes se quedaron con el cabo y Terranova, junto a los vehículos de huida, en la parte posterior de la catedral.

El cardenal estaba presidiendo la celebración de la misa y, con sus vestiduras blancas y doradas, el eran crucifijo que pendía sobre su pecho y la melodiosa sonoridad de su voz, creaba a su alrededor un aura de invulnerable santidad. En la catedral abundaban las imágenes de Jesucristo y la Virgen, Giuliano mojó los dedos en la pila de agua bendita adornada con relieves de la Pasión de Cristo. Al arrodillarse, vio el vasto techo abovedado y las velas color de rosa que servían de lámparas votivas ante las imágenes de los santos a lo largo de los muros laterales.

Los hombres de Giuliano se dispersaron hacia las paredes del ábside. Los bancos estaban totalmente ocupados por una inmensa cantidad de fieles: campesinos vestidos de negro y habitantes de la ciudad ataviados con sus mejores galas de Pascua. Giuliano se situó de pie junto al famoso retablo de la Virgen y los Apóstoles y, por un breve instante, quedó subyugado por su belleza.

Las invocaciones de los sacerdotes y los acólitos, el murmullo de las respuestas de los fieles, el perfume de las flores subtropicales que adornaban el altar y la devoción de la gente impresionaron a Giuliano. Había estado en la iglesia por última vez una semana antes de convertirse en forajido, hacía seis años. En aquella mañana de Pascua, experimentó una sensación de soledad y temor. ¡Cuántas veces había dicho a sus enemigos sentenciados a muerte «Te ejecuto en nombre de Dios y de Sicilia», esperando a que musitaran las plegarias que en ese momento escuchaba! Por un instante, deseó poder resucitarlos a todos, tal como había resucitado Cristo, poder rescatarlos de las tinieblas eternas adonde los había arrojado. Y ahora, en aquella mañana de Pascua, quizá tuviera que enviar a un cardenal de la Iglesia a hacerles compañía. El cardenal había faltado a su palabra, le había mentido y traicionado, convirtiéndose en su enemigo. Nada importaba que entonara hermosas invocaciones en aquella impresionante catedral. ¿Sería una impertinencia decirle al cardenal que se reconciliara con Dios? ¿Acaso un cardenal no se hallaba siempre en estado de gracia? ¿Sería lo bastante humilde para confesar que había traicionado a Giuliano?

La misa ya estaba tocando a su fin y los fieles se iban acercando en fila al altar, para recibir la comunión. Algunos de los hombres de Giuliano se habían arrodillado e iban a comulgar porque se habían confesado la víspera en el convento con el superior Manfredi y estaban puros, ya que no tendrían que cometer el crimen hasta finalizada la ceremonia.

La multitud de los fieles, felices por la Resurrección pascual de Jesucristo y por haber podido purificarse de sus pecados, empezó a salir de la catedral, llenando la piazza, donde desembocaba la avenida. El cardenal se situó detrás del altar y un acólito le ciñó la frente con la cónica mitra arzobispal. Con ella, el cardenal parecía treinta centímetros más alto y las intrincadas filigranas del dorado frontal resplandecían sobre sus rudas facciones sicilianas; la impresión que producía era más de poder que de santidad. Acompañado de un séquito de sacerdotes, inició los tradicionales pasos de oración en cada una de las cuatro capillas de la catedral. La primera albergaba el sepulcro del rey Roger I, en la siguiente estaba la tumba del emperador Federico II, en la tercera se encontraba el sarcófago de Enrique IV y la cuarta custodiaba las cenizas de Constanza, madre de Federico II. Los sarcófagos eran de mármol blanco, con hermosas incrustaciones de mosaico. En otra capilla aparte se podía ver un templete de plata que cobijaba la imagen, de media tonelada de peso, de Santa Rosalía, la patrona de Palermo, que los ciudadanos llevaban en procesión por las calles el día de su fiesta. Allí se conservaban los restos de todos los arzobispos de Palermo y allí sería enterrado también el cardenal cuando muriera. La primera estación la hizo el cardenal en aquella capilla, y allí fue donde Giuliano y sus hombres le rodearon junto con sus acompañantes mientras se arrodillaba para rezar. Otros hombres de Giuliano cerraron las restantes entradas de la capilla, para que nadie pudiera dar la voz de alarma.

El cardenal se levantó para enfrentarse con ellos. Vio a Pisciotta y recordó su rostro, pero no con la expresión que ahora mostraba. En ese momento era el rostro del demonio que venía a apoderarse de su alma para asar su carne en el infierno.

—Eminencia, es usted mi prisionero —le dijo Giuliano—. Si hace lo que le diga, no sufrirá ningún daño. Pasará la Pascua en el monte como invitado mío y le prometo que comerá tan bien como en su palacio arzobispal.

—¿Te atreves a entrar con hombres armados en la casa de Dios? —replicó el cardenal, enfurecido.

Giuliano se echó a reír, y todo su temor reverente se esfumó al pensar en lo que estaba a punto de hacer.

—Me atrevo a eso y a mucho más —contestó—. Me atrevo a reprocharle el incumplimiento de su sagrada palabra. Me prometió usted el indulto para mí y para mis hombres, y no ha cumplido su promesa. Ahora usted y la Iglesia lo tendrán que pagar.

—No me moveré de este sagrado lugar —dijo el cardenal, sacudiendo la cabeza—. Mátame si tienes valor, y te convertirás en un hombre infame en todo el mundo.

—Ya tengo ese honor —contestó Giuliano—. Y ahora, si no hace lo que le ordeno, me veré obligado a emplear métodos más violentos mataré a todos los sacerdotes que le acompañan y a usted le ataré y le amordazaré. Si viene conmigo tranquilamente, nadie sufrirá ningún daño y usted regresará a esta catedral dentro de una semana.

El cardenal se santiguó y se encaminó hacia la puerta de la capilla que le indicaba Giuliano. La puerta conducía a la parte posterior del templo, donde otros miembros de la banda ya se habían apoderado del coche oficial del cardenal y apresado a su chófer. El enorme automóvil negro estaba adornado con ramilletes de flores pascuales y lucía banderolas de la Iglesia a ambos lados del radiador. Los hombres de Giuliano habían requisado también los vehículos de otros dignatarios. Giuliano acompañó al cardenal al automóvil y se sentó a su lado. Otros dos hombres se acomodaron también en los asientos de atrás y Pisciotta se sentó en el delantero, junto al chófer. Inmediatamente después los vehículos se pusieron en marcha y atravesaron la ciudad, siendo saludados al paso por las patrullas de los carabinieri. Por orden de Giuliano, el cardenal respondía con bendiciones. Al llegar a un tramo desierto de la carretera, el cardenal fue obligado a abandonar el automóvil. Otro grupo de hombres de Giuliano estaba aguardando con una camilla para transportar al cardenal. Dejaron allí los vehículos con sus chóferes y se perdieron entre el mar de flores de la montaña.

Giuliano cumplió su palabra: en las cuevas del monte, el cardenal comió tan bien como en su palacio arzobispal. Los respetuosos bandidos, reverenciando su autoridad espiritual, le pedían la bendición cada vez que le servían un plato.

Los periódicos de toda Italia clamaron indignados y los habitantes de Sicilia experimentaron dos clases de emoción: horror ante el sacrilegio cometido y perverso júbilo por el hecho de que los carabinieri hubieran sido humillados. Pero, por encima de todo ello, destacaba el inmenso orgullo que sentían por Giuliano, el siciliano vencedor de Roma; Giuliano se había convertido de pronto en el «hombre de respeto» por excelencia.

¿Qué iba a pedir Giuliano, se preguntaba todo el mundo, a cambio del cardenal? La respuesta era muy sencilla: un rescate impresionante.

La santa Iglesia, al fin y al cabo custodia de almas, no se rebajó a los tacaños regateos de los aristócratas y los ricos comerciantes y pagó en seguida el rescate de cien millones de liras. Pero Giuliano aún tenía otro motivo.

—Yo soy un aldeano y nada sé de los caminos del Cielo —le dijo al cardenal—, pero jamás he faltado a mi palabra. En cambio, usted, un cardenal de la Iglesia, con todos sus ornamentos sagrados y sus cruces de Jesucristo, me mintió como un moro pagano. Su sagrado ministerio por sí solo no bastará para salvarle la vida.

El cardenal notó debilidad en las rodillas.

—Pero tiene usted suerte —añadió Giuliano—. Puedo hacerle otra propuesta.

Entonces le dio a leer el Testamento.

Sabiendo ya que su vida estaba a salvo, el cardenal, avezado a esperar el castigo de Dios, empezó a mostrar más interés por los documentos del Testamento que por los reproches de Giuliano. Al ver la carta que él mismo le había escrito a Pisciotta, se santiguó, dominado por una santa cólera.

—Mi querido cardenal —dijo Giuliano—, comunique la existencia de este documento a la Iglesia y al ministro Trezza. Es la prueba de mi capacidad de destruir el Gobierno de la Democracia Cristiana. Mi muerte será su mayor desgracia. El Testamento se encontrará en un lugar seguro, inaccesible para ustedes. Si alguien duda de mi palabra, dígale que le pregunten a Don Croce cómo trato a mis enemigos.

Una semana después del secuestro del cardenal, la Venera abandonó a Giuliano.

Turi se había pasado cuatro años visitando subrepticiamente su casa a través del túnel. En su lecho, encontraba calor y cobijo y gozaba de los consuelos de su espléndido cuerpo. Ella nunca se quejaba y jamás le pedía otra cosa que no fuera su placer.

Pero aquella noche fue distinto. Después de hacer el amor, ella le anunció que se iba a vivir con unos parientes que tenía en Florencia.

—Tengo el corazón demasiado débil —le dijo—. No puedo soportar el peligro que corre tu vida. En mis sueños te veo muerto a balazos ante mis ojos. A mi marido le mataron los carabinieri como si fuera un animal, frente a esta casa. No pararon de disparar hasta que le dejaron el cuerpo convertido en un guiñapo ensangrentado. Y en mis sueños veo que a ti te ocurre lo mismo. —Acercó la cabeza de Giuliano a su pecho y le dijo—: Escucha, escucha los latidos de mi corazón.

Él escuchó y se llenó de compasión y amor al oír los irregulares latidos. La piel desnuda de su exuberante busto estaba cubierta de un salado sudor provocado por el pánico que albergaba en su cuerpo. La Venera se echó a llorar y él le acarició la abundante melena negra.

—Jamás tuviste miedo —le dijo—. Nada ha cambiado.

—Turi —contestó ella, sacudiendo violentamente la cabeza—, te has vuelto demasiado temerario. Te has creado enemigos muy poderosos. Tus amigos temen por tu vida. Tu madre palidece cada vez que llaman a la puerta. No podrás seguir escapando siempre.

—Yo no he cambiado —dijo Giuliano.

—Ah, Turi —respondió la Venera, echándose de nuevo a llorar—, sí has cambiado. Ahora matas por cualquier cosa. No digo que seas cruel, pero no tienes prudencia.

Giuliano lanzó un suspiro. Vio lo asustada que estaba y se sintió invadido por una incomprensible tristeza.

—Entonces tienes que irte —le dijo—. Te daré suficiente dinero para que puedas vivir en Florencia. Todo esto terminará algún día. Ya no habrá más muertes. Tengo mis planes. No pienso ser un bandido toda la vida. Mi madre podrá dormir por las noches y todos volveremos a estar juntos de nuevo.

Adivinó que ella no le creía.

A la mañana siguiente, antes de que él se marchara, volvieron a hacer el amor y sus cuerpos se entrelazaron por última vez con salvaje frenesí.