La matanza de Portella delle Ginestre conmovió a toda Italia. Los periódicos denunciaron en sus titulares aquella horrenda carnicería de mujeres y niños inocentes. Hubo quince muertos y más de cincuenta heridos. Al principio se creyó que todo había sido obra de la Mafia, y el propio Silvio Ferra, en sus discursos, atribuyó la hazaña a Don Croce. Pero el Don ya estaba preparado. Miembros secretos de los «amigos de los amigos» juraron ante los magistrados haber visto a Passatempo y a Terranova tendiendo la emboscada. Las gentes de Sicilia se preguntaban por qué Giuliano no negaba aquella atroz acusación en una de sus famosas cartas a los periódicos. El bandido guardaba un silencio muy impropio de él.
Cuando faltaban dos semanas para las elecciones, Silvio Ferra tomó su bicicleta, para trasladarse de San Giuseppe Jato a Piani dei Greci. Bordeó el río Jato y rodeó la falda del monte. Por el camino, se cruzó con dos hombres que gritaron para que se detuviera, pero él aceleró el pedaleo. Miró hacia atrás y vio que le seguían. Pronto les dejó rezagados y, al llegar a Piani dei Greci, ya les había perdido de vista.
Ferra se pasó tres horas en la Casa del Pueblo con otros dirigentes socialistas de la zona. Cuando terminaron, ya era el crepúsculo, y él quería regresar a casa antes de que oscureciera. Atravesó la plaza principal del pueblo, montado en la bicicleta y saludando cordialmente a algunos conocidos. De repente, se vio rodeado por cuatro hombres. Silvio Feria reconoció en uno de ellos al jefe de la Mafia de Montelepre y lanzó un suspiro de alivio. Conocía a Quintana desde niño y sabía también que la Mafia procuraba no irritar a Giuliano en aquella zona de Sicilia y no quebrantar sus normas sobre las «ofensas a los pobres». Por eso, al ver a Quintana, le saludó con una sonrisa y le dijo:
—Estás muy lejos de casa.
—Hola, amigo mío —le contestó Quintana—. Te vamos a acompañar un rato. No armes jaleo y no te pasará nada. Sólo queremos discutir un asunto contigo.
—Lo podemos discutir aquí —respondió Ferra.
Experimentó un primer estremecimiento del mismo pánico que había sentido en el campo de batalla durante la guerra, pero que él sabía dominar muy bien, lo cual evitó que en ese momento cometiera una imprudencia. Flanqueándole, dos de los hombres le agarraron por los brazos y le empujaron hacia el otro lado de la plaza.
La bicicleta rodó sola un momento, y después cayó al suelo.
Ferra observó que los vecinos, sentados a la puerta de sus casas, se habían dado cuenta de lo que ocurría. Estaba seguro de que alguien acudiría en su ayuda. Pero la matanza de Portella les había sumido en el terror, quebrantando su temple, por lo que nadie emitió un solo grito de protesta. Silvio Ferra clavó los talones en el suelo e intentó volverse hacia la Casa del Pueblo. Incluso a aquella distancia, distinguió en la puerta a algunos de sus compañeros del partido. ¿Acaso no veían que estaba en dificultades? Sin embargo, nadie se movió de aquel rectángulo de luz.
—Ayudadme —gritó.
Pero no hubo la menor reacción. Y Silvio Ferra se avergonzó profundamente de ellos.
Quintana le dio un brusco empujón.
—No seas tonto —le dijo—. Sólo queremos hablar. Acompáñanos y no armes jaleo. No vayamos a lastimar a tus amigos por tu culpa.
Ya casi había oscurecido y la luna brillaba en el cielo. Notó el cañón de un arma en la espalda y comprendió que si de veras hubieran querido matarle, lo habrían hecho allí mismo, en la plaza. Liquidando, además, a cualquiera que acudiese en su ayuda. Tal vez no quisieran matarle: había demasiados testigos y algunos habrían reconocido sin duda a Quintana. En caso de que forcejeara con ellos, podían asustarse y disparar. Era mejor esperar a ver.
Quintana le estaba diciendo amablemente:
—Queremos convencerte de que abandones todas esas insensateces comunistas. Te hemos perdonado el ataque contra los «amigos de los amigos» cuando les acusaste de lo de Portella. Pero nuestra paciencia no ha sido recompensada y se nos está acabando por momentos. ¿Te parece juicioso? Como sigas así, nos obligarás a dejar huérfanos a tus hijos.
A todo eso habían salido de la aldea y estaban adentrándose por un pedregoso sendero que conducía a la cima del monte Kumeta. Silvio Ferra miró hacia atrás, desesperado, pero no vio a nadie que les siguiera.
—¿Vas a matar a un padre de familia por tonterías políticas? —le dijo a Quintana.
—He matado a hombres por haberme escupido en el zapato —contestó Quintana, soltando una áspera carcajada.
Los hombres que le sujetaban por los brazos le soltaron, y en ese momento, Silvio Ferra comprendió cuál iba a ser su destino. Girando en redondo, echó a correr por el pedregoso sendero iluminado por la luna.
Los aldeanos oyeron los disparos, y uno de los dirigentes del Partido Socialista acudió a los carabinieri. A la mañana siguiente, el cadáver de Silvio Ferra apareció en una hondonada. La policía interrogó a la población. Nadie había visto nada. Nadie mencionó a los cuatro hombres, nadie afirmó haber reconocido a Guido Quintana. Por muy rebeldes que fueran, eran sicilianos y no podían quebrantar la ley de la omertá. Sin embargo, alguien le contó lo que había visto a uno de los miembros de la banda de Giuliano.
La victoria electoral de la Democracia Cristiana se debió a toda una combinación de factores. Don Croce y los «amigos de los amigos» hicieron bien su trabajo. La matanza de Portella delle Ginestre conmovió a toda Italia, pero a los sicilianos los dejó traumatizados. La Iglesia, haciendo campaña electoral en nombre de Cristo, se mostró mucho más cuidadosa con sus actividades benéficas. El asesinato de Silvio Ferra fue el golpe decisivo. La Democracia Cristiana obtuvo una abrumadora victoria en Sicilia en 1948, y ese resultado influyó en todo el resto de Italia. Estaba claro que dicho partido iba a gobernar largo tiempo en un previsible futuro. Don Croce era el amo de Sicilia. La Iglesia católica iba a ser la religión oficial del Estado, y era más que probable que en algunos años, no muchos, el ministro Trezza se convirtiera en presidente del Consejo.
Los hechos dieron la razón a Pisciotta. Don Croce mandó decir, por mediación de Héctor Adonis, que la Democracia Cristiana no podía conceder el indulto a Giuliano y a sus hombres, a causa de la matanza de Portella delle Ginestre. El escándalo sería enorme y volverían a mencionarse las raíces políticas del suceso. Los periódicos pondrían el grito en el cielo y se producirían violentas reacciones en toda Italia. Don Croce dijo que el ministro Trezza tenía las manos atadas, que el cardenal de Palermo ya no podía ayudar a un hombre acusado de la matanza de mujeres y niños inocentes, pero que él, Don Croce, seguiría trabajando en favor de la amnistía. Sin embargo, a Giuliano le convendría mucho más emigrar al Brasil o a los Estados Unidos, y en tal caso él, Don Croce, le prestaría toda clase de ayuda.
Los hombres de Giuliano se asombraron de que a éste no le enfureciera aquella traición e incluso la aceptara como algo esperado. Él se adentró un poco más con su banda en el monte y pidió a sus jefes que levantaran sus campamentos más cerca del suyo, para poder reunirles con mayor rapidez. A medida que pasaban los días, se fue encerrando cada vez más en su mundo particular. Transcurrieron varias semanas sin que sus impacientes jefes recibieran ninguna orden.
Cierta mañana se internó en el monte sin ningún guardaespaldas. Al regresar, anochecido ya, se acercó a la luz de las hogueras.
—Aspanu —dijo—, reúne a todos los jefes.
El príncipe de Ollorto tenía una finca de miles de hectáreas en la que se cultivaba todo lo que había convertido a Sicilia en la despensa de Italia a lo largo de un milenio: limones y naranjas, cereales de todo tipo, plantaciones de caña, olivares muy productivos y fértiles viñedos; y había océanos de tomates, pimientos verdes y berenjenas de un precioso color púrpura y tan grandes como la cabeza de un carretero. Parte de las tierras estaban cedidas a los campesinos en régimen de aparcería al cincuenta por ciento; pero como a mayoría de los terratenientes, el príncipe de Ollorto hacía primero toda clase de deducciones: amortización de la maquinaria utilizada, coste de las semillas, gastos de transporte, y todo ello con sus correspondientes intereses. El campesino podía considerarse afortunado si le quedaba el veinticinco por ciento de todos los tesoros obtenidos con el sudor de su frente. Aun así, su situación era infinitamente mejor que la de aquellos que trabajaban como braceros y tenían que aceptar unos jornales de pura miseria.
La tierra era fértil, pero, por desgracia, la nobleza terrateniente mantenía sin explotar buena parte de sus fincas. Ya en 1860, el gran Garibaldi había prometido a los campesinos la propiedad de las tierras. Y sin embargo, el príncipe de Ollorto seguía manteniendo veinticinco mil hectáreas sin cultivar. Y lo mismo hacían los demás aristócratas, los cuales utilizaban las tierras como reserva económica, vendiendo parcelas para poder, de esta manera, entregarse a sus derroches.
En las últimas elecciones todos los partidos, incluida la Democracia Cristiana, habían prometido reforzar y hacer cumplir las leyes relativas a distribución de tierras, leyes según las cuales las superficies no explotadas de las grandes fincas podían ser reclamadas por los campesinos contra el pago de una suma simbólica.
Sin embargo, dicha legislación siempre había sido soslayada por los nobles a través de los jefes de la Mafia, que intimidaban a los posibles reivindicadores. Al jefe de la Mafia le bastaba con pasear a caballo por los lindes de la finca reclamada para que ningún campesino se atreviera a ocuparla cuando le era concedida. Los pocos que se atrevían a hacerlo, acababan invariablemente asesinados junto con los miembros varones de su familia. Tal era la situación desde hacía un siglo, y todos los sicilianos conocían la norma. Si una finca estaba protegida por un jefe de la Mafia, sus tierras no se podían reclamar. Las leyes que se aprobaban en Roma carecían de todo significado. Tal como le dijo Don Croce al ministro Trezza en un momento de descuido:
—¿Qué tienen sus leyes que ver con nosotros?
Poco después de las elecciones, se fijó un día para la ocupación legal de las tierras no cultivadas del príncipe de Ollorto. Por orden del Gobierno, se iba a distribuir la totalidad de las veinticinco mil hectáreas. Los dirigentes de los partidos de izquierdas instaron a la gente a presentar sus solicitudes. El día previsto, casi cinco mil campesinos se congregaron frente al palacio del príncipe. Los funcionarios del Gobierno aguardaban en el interior de una enorme tienda provista de mesas y sillas y de todo el material necesario para la formalización de los títulos de propiedad. Algunos de los campesinos procedían de Montelepre.
El príncipe de Ollorto, siguiendo los consejos de Don Croce, había contratado a seis jefes de la Mafia para que intimidaran a los campesinos. Así pues, aquella luminosa mañana, mientras el ardiente sol de Sicilia les hacía sudar a mares, los seis jefes mafiosos empezaron a pasearse a caballo por los límites de la finca expropiada. Los campesinos congregados bajo unos olivos más viejos que la fe cristiana, contemplaban a aquellos seis hombres, famosos en toda Sicilia por su crueldad. Esperaron que se produjera algún milagro, sin atreverse a dar un solo paso.
Pero el milagro no iban a ser las fuerzas del orden. El ministro Trezza envió instrucciones directas al general que ostentaba el mando de los carabinieri, ordenando que éstos no abandonaran el cuartel. Aquel día no se vio en toda la provincia de Palermo ni un solo miembro uniformado de la policía nacional.
La multitud congregada frente a la finca del príncipe de Ollorto esperó. Los seis jefes de la Mafia paseaban arriba y abajo, con sus caballos, el rostro impasible, los rifles metidos en sus fundas, las luparas colgadas del hombro y las pistolas al cinto, ocultas bajo las chaquetas. No intentaron ningún gesto de amenaza; haciendo caso omiso de la gente, se limitaban a continuar su ronda. Los campesinos, como si esperasen que los caballos se cansaran o acabaran por llevarse lejos a aquellos dragones guardianes, abrieron sus bolsas de comida y descorcharon sus botellas de vino. Casi todos eran hombres, con la excepción de unas pocas mujeres entre las cuales se encontraba Justina, en compañía de su padre. Habían acudido allí para desafiar a los asesinos de Silvio Ferra. Y, sin embargo, nadie se atrevió a cruzar la línea marcada por los caballos en lento movimiento. Nadie se atrevió a reclamar una tierra que por derecho le pertenecía.
No era sólo el miedo, sino también el saber que se las habían con «hombres de respeto», los cuales eran, en definitiva, los verdaderos legisladores en aquellas tierras. Los «amigos de los amigos» habían establecido un gobierno en la sombra que funcionaba con mucha más eficacia que el Gobierno de Roma. ¿Que algún cuatrero robaba vacas y ovejas? Si la víctima denunciaba el hecho a los carabinieri, podía tener por seguro que jamás recuperaría los bienes perdidos. En cambio, si acudía a los jefes de la Mafia y pagaba una cuota de un veinte por ciento del valor reclamado, se le devolvía lo sustraído y se le garantizaba que el hecho no volvería a repetirse. Si un matón exaltado asesinaba a algún inocente trabajador por culpa de un vaso de vino, las autoridades rara vez podían declararle culpable del asesinato, debido a los testigos perjuros y a la ley de la omertá. En cambio, si la familia de la víctima acudía a uno de aquellos seis hombres de respeto, obtenían pronta justicia y venganza.
A los ladronzuelos que robaban a los pobres se les ejecutaba sin más, las enemistades se resolvían mediante el código del honor y las disputas sobre los límites de las tierras se zanjaban sin gastos de abogados. Aquellos seis hombres eran jueces cuyos fallos inapelables no se podían echar en saco roto y cuyos castigos eran gravísimos y no se podían eludir a menos que uno emigrara. Aquellos seis hombres ejercían un poder en Sicilia que no ostentaba siquiera el primer ministro de la República. Por eso la gente no traspasó los confines de la propiedad del príncipe de Ollorto.
Los seis jefes de la Mafia no cabalgaban demasiado juntos, porque eso hubiera sido una señal de debilidad. Montaban por separado como monarcas independientes, cada cual caracterizado por la clase de terror que practicaba. El más temido, y que montaba un caballo gris pintado, era Don Siano, de la parroquia de Bisacquino. Tenía sesenta y tantos años y una cara tan gris y moteada como el pellejo de su montura. Se convirtió en una leyenda, a los veintiséis años de edad, al asesinar al anterior jefe de la Mafia, asesino a su vez de su padre cuando él contaba doce años. Siano esperó catorce años para consumar su venganza. Un día, se abatió desde un árbol sobre su víctima montada a caballo y, agarrándole por detrás, le obligó a atravesar la calle principal del pueblo. Y allí, delante de todo el mundo, lo despedazó cortándole la nariz, los labios, las orejas y los genitales. Después, llevando en brazos el ensangrentado cadáver, desfiló a caballo por delante de la casa de la víctima. A partir de aquel momento, impuso su dominio en la zona con sanguinaria mano de hierro.
El segundo jefe de la Mafia, jinete de un caballo negro con penachos escarlata detrás de las orejas, era Don Arzana, de Piani dei Greci. Era un hombre tranquilo y reposado que, convencido de que una disputa siempre tenía dos caras, se había opuesto al asesinato de Silvio Ferra por razones políticas, habiendo conseguido aplazar durante varios años el destino de aquel hombre. El asesinato de Ferra le dolió muchísimo, pero no pudo hacer nada por evitarlo porque Don Croce y los demás jefes de la Mafia insistieron en que había llegado el momento de imponer un castigo ejemplar en la comarca. Mandaba con generosidad y compasión y era el más querido de los seis tiranos. Pero en ese momento, montado en su caballo delante de aquella multitud, todas sus dudas internas se habían desvanecido.
El tercer jinete era Don Piddu, de Caltanissetta, cuya cabalgadura lucía una brida adornada con guirnaldas de flores. Era muy sensible a los halagos y muy presumido y celoso de su poder y a menudo se mostraba muy duro con las aspiraciones de los hombres más jóvenes. Una vez, durante las fiestas de una aldea, un joven y gallardo campesino volvió locas a las mujeres porque bailaba luciendo cascabeles en los tobillos y una camisa y pantalones de seda verde confeccionados en Palermo, y cantaba acompañándose con una guitarra fabricada en Madrid. Don Piddu se puso furioso ante los halagos de que fue objeto aquel Valentino de pueblo, y le ofendió el que las mujeres no admiraran a un hombre de cuerpo entero como él, prefiriendo en su lugar a aquel mozalbete afeminado que sonreía como un estúpido. Y que ya no volvió a bailar después de aquel día fatídico, porque le encontraron, en el camino que llevaba a su alquería, con el cuerpo acribillado a balazos.
El cuarto jefe de la Mafia era Don Marcuzzo, de la localidad de Villamura, de quien se sabía que era muy religioso y tenía capilla propia en su casa, como los nobles de antaño. Sin embargo, a pesar de este alarde, Don Marcuzzo vivía con sencillez y personalmente era pobre porque no quería aprovecharse de su poder. El poder, en cambio, le encantaba, y era incansable en sus esfuerzos por ayudar a sus paisanos sicilianos, aunque fuera un firme defensor de los antiguos métodos de los «amigos de los amigos». Su figura adquirió visos de leyenda cuando ejecutó a su sobrino predilecto por la infamitá de quebrantar la ley del silencio facilitando a la policía información sobre una facción rival de la Mafia.
El quinto hombre era Don Bucilla, el que había acudido a Héctor Adonis para interceder en favor de su sobrino el fatídico día en que Turi Giuliano se convirtió en forajido. Ahora, cinco años más tarde, había aumentado veinte kilos de peso. Lucía el mismo atuendo de campesino de opereta, a pesar de haberse enriquecido enormemente durante aquellos años. Aunque benévolo por temperamento, no podía soportar la falta de honradez y ejecutaba a los ladrones con la misma severidad de aquellos jueces ingleses del siglo dieciocho que condenaban a muerte a los niños por un simple delito de ratería.
El sexto jinete era Guido Quintana, el cual, aunque oficialmente era de Montelepre, se había hecho famoso por la toma del sanguinario campo de batalla de la ciudad de Corleone. No había tenido más remedio que hacerlo, habida cuenta de que Montelepre se encontraba bajo la protección directa de Giuliano. En Corleone, sin embargo, Guido Quintana encontró lo que su malvado corazón andaba buscando. Resolvió cuatro disputas familiares por el sencillo método de liquidar a los que se oponían a sus decisiones. Había asesinado a Silvio Ferra y era posiblemente el único jefe de la Mafia que suscitaba más odio que respeto.
Tales eran los seis hombres que, con su fama y el respeto y temor que inspiraban, impidieron que las tierras del príncipe de Ollorto fueran a parar a manos de los pobres campesinos de Sicilia.
Dos jeeps repletos de hombres armados bajaron a gran velocidad por la carretera Montelepre-Palermo y se desviaron por el camino que conducía a la finca. Todos los hombres, menos dos, se cubrían la cabeza con pasamontañas. Los dos que iban con la cara descubierta eran Turi Giuliano y Aspanu Pisciotta. Entre los enmascarados figuraban el cabo Canio Silvestro, Passatempo y Terranova. Cuando los jeeps se encontraban a unos quince metros de los jefes de la Mafia, otros hombres se abrieron paso por entre los campesinos. Todos ellos iban enmascarados a su vez. Anteriormente habían estado almorzando en el olivar. Al aparecer los dos jeeps, abrieron sus cestas de provisiones y sacaron las armas y las máscaras, desplegándose en semicírculo para apuntar con sus carabinas a los jinetes. Debían de ser, en total, unos cincuenta.
Turi Giuliano saltó de su jeep para comprobar que todos estuvieran en sus puestos. Contempló a los seis jinetes en ronda. Sabía que éstos le habían visto y que la gente también le había reconocido. El sol de la brumosa tarde siciliana empezó a teñir de rojo el verde de los campos. El habitual zumbido de incontables insectos quedó ahogado por la presencia de la multitud. Giuliano se preguntó cómo era posible que aquellos miles de rudos campesinos se dejaran intimidar hasta el punto de permitir que seis hombres les quitaran el pan de la boca a sus hijos.
Aspanu Pisciotta esperaba a su lado como una víbora impaciente por atacar. Sólo Aspanu se había negado a cubrirse el rostro. Los demás temían la vendetta de las familias de los seis jefes mafiosos y de los «amigos de los amigos». Giuliano y Pisciotta iban a soportar todo el peso de la vendetta.
Ambos lucían las hebillas de oro con el león y el águila. Giuliano llevaba tan sólo una pistola al cinto, metida en su funda, y exhibía en el meñique la sortija de esmeralda arrebatada a la duquesa tiempo atrás. Pisciotta acunaba en los brazos una metralleta. La palidez de su rostro era debida a su dolencia pulmonar y a la emoción; se estaba impacientando con Giuliano porque tardaba demasiado. Pero Turi lo inspeccionaba todo con mucho cuidado, para asegurarse de que se habían cumplido sus órdenes. Sus hombres habían formado un semicírculo para dejar una ruta de huida a los jefes de la Mafia en caso de que quisieran escapar. Si huyeran, perderían el «respeto» y una buena parte de su influencia, y los campesinos dejarían de temerles. Sin embargo, vio que Don Siano daba la vuelta y que los otros seguían su ejemplo, situándose junto al muro de la finca. No tenían intención de huir.
Desde una de las torres de su antiguo palacio, el príncipe de Ollorto estaba observando la escena a través del telescopio que utilizaba para seguir el curso de las estrellas. Vio claramente y con todo detalle el rostro de Turi Giuliano, los ojos almendrados, los limpios planos de su cara, la generosa boca, ahora con los labios fuertemente apretados; y comprendió que la fuerza de su rostro era la fuerza de la virtud, lamentando con toda su alma que la virtud no engendrara sentimientos más compasivos. Porque en su estado puro —tal como ocurría en aquel caso—, era algo terrible. Se avergonzaba de su propio papel. Conocía muy bien a sus paisanos sicilianos, y él iba a ser el responsable de lo que estaba a punto de suceder. Los seis hombres a quienes había contratado por dinero, lucharían por él, no huirían. Habían intimidado a la muchedumbre que se agolpaba a la entrada de su finca. Pero Giuliano se había plantado delante de ellos como un ángel vengador. Y al príncipe le pareció que el sol ya se había empezado a ocultar.
Giuliano se adelantó hacia el camino que estaban recorriendo los jinetes. Eran unos hombres achaparrados y corpulentos, y paseaban lentamente con sus cabalgaduras. De vez en cuando, se detenían para que sus caballos comieran de una gran montaña de avena amontonada contra el muro. Pretendían con ello que los animales defecaran sin cesar y que dejaran un insultante reguero de excrementos; después reanudaban su lento ir y venir.
Turi Giuliano se situó a muy escasa distancia del camino que seguían los jinetes, y Pisciotta un paso más atrás. Los seis hombres no les miraron ni se detuvieron. Sus rostros mostraban expresiones inescrutables. Aunque todos llevaban luparas al hombro, no intentaron echar mano de ellas. Giuliano esperó. Los hombres pasaron por su lado otras tres veces. Él retrocedió y le dijo en voz baja a Pisciotta:
—Oblígales a desmontar y tráemelos.
Después atravesó el camino y se apoyó en la blanca tapia de la finca.
Sabía que haciendo aquello cruzaba una línea fatídica y que su acto de aquel día iba a decidir su destino. Pero no vaciló ni experimentó inquietud, tan sólo una fría cólera contra el mundo. Le constaba que detrás de aquellos hombres se ocultaba la gigantesca figura de Don Croce y que su enemigo final era el Don. Se enfureció también contra la gente a la que estaba ayudando. ¿Por qué eran tan dóciles y asustadizos? Si pudiera armarlos y ponerse al frente de todos ellos, forjaría una nueva Sicilia. Sin embargo, se compadeció en seguida de aquellos campesinos pobremente vestidos y casi muertos de hambre y levantó el brazo en ademán de saludo, para animarles. La multitud permaneció en silencio. Por un instante, pensó en Silvio Ferra, que tal vez hubiera sabido despertarles de su apatía.
Seguidamente Pisciotta tomó el mando de la situación. Vestía su jersey de color crema con unos dragones rampantes de color oscuro entretejidos en la lana. Su fina cabeza morena, de perfil afilado como un cuchillo, destacaba bajo la luz rojo sangre del sol siciliano. Movió la cabeza, como si fuera una hoja de cuchillo, en dirección a los seis obeliscos montados a caballos y los contempló un buen rato con su mortífera mirada de víbora. La montura de Don Siano defecó a sus pies mientras los seis hombres pasaban por su lado. Pisciotta dio un paso atrás. A una señal suya, Terranova, Passatempo y Silvestre corrieron hacia los cincuenta hombres armados y enmascarados que formaban en arco. Los hombres se desplegaron un poco más, para cerrar la ruta de huida que habían dejado abierta. Los jefes de la Mafia siguieron paseando orgullosamente como si no hubieran visto nada, pese a haberlo observado y comprendido todo muy bien. Sin embargo, habían ganado la primera parte de la batalla. A continuación era Giuliano quien debía decidir si dar o no el último y más peligroso paso. Pisciotta atajó al caballo de Don Siano y levantó la mano autoritariamente hacia aquel temible rostro grisáceo. Pero Don Siano no se detuvo. El animal trató de retroceder, pero el jinete mantuvo la cabeza alta, y Pisciotta hubiera sido aplastado de no haberse apartado a tiempo, con una cruel sonrisa en los labios, inclinándose en profunda reverencia al paso del Don. Pero entonces Pisciotta se situó directamente detrás de montura y jinete, apuntó la metralleta a los cuartos traseros del caballo gris y apretó el gatillo.
El aire perfumado por la fragancia de las flores se llenó de viscosas entrañas, en medio de una impresionante ducha de sangre y miles de doradas manchas de estiércol. La lluvia de balas le arrancó las patas al animal, que se desplomó al suelo. Don Siano quedó atrapado debajo y cuatro hombres de Giuliano le sacaron y le ataron los brazos a la espalda. El caballo aún estaba vivo, y Pisciotta, compasivo, le atravesó a balazos la cabeza.
Un ahogado murmullo de terror y júbilo se elevó de la multitud. Giuliano seguía apoyado en el muro, sin desenfundar la pistola. Permanecía con los brazos cruzados, como preguntándose qué iba a hacer Aspanu Pisciotta a continuación.
Los cinco jefes restantes de la Mafia prosiguieron el paseo como si nada hubiera ocurrido. Al oír los disparos, sus cabalgaduras se encabritaron, pero ellos consiguieron dominarlas sin tardanza. Siguieron paseando tan despacio como antes. Y Pisciotta volvió a cerrarles el paso, levantando una vez más la mano. Don Bucilla, que era el que iba en cabeza, se detuvo. Los cuatro que le seguían refrenaron sus caballos.
—Vuestras familias van a necesitar los caballos en los próximos días —les gritó Pisciotta—. Prometo enviárselos. Ahora, desmontad y presentad vuestros respetos a Giuliano.
Su voz pudo ser oída con toda claridad por la multitud.
Hubo un largo silencio, tras el cual los cinco hombres desmontaron y permanecieron de pie, mirando con orgullo e insolencia a la muchedumbre. El amplio arco que formaban los hombres de Giuliano se rompió cuando veinte de ellos se adelantaron con las armas en posición de disparo. Ya llevaban preparadas unas cuerdas, con las cuales, cuidadosamente, les ataron los brazos a la espalda a los cinco hombres. Después llevaron a los seis jefes a presencia de Giuliano.
Giuliano les contempló con mirada inexpresiva. Quintana le había humillado una vez y había tratado incluso de asesinarle, pero ahora las tornas habían cambiado. La cara de Quintana no había sufrido ninguna alteración en cinco años, tenía la misma pinta zorruna de siempre, pero en aquellos momentos sus ojos estaban como perdidos y parecían querer huir de aquella máscara mafiosa de desafío.
El grisáceo rostro de Don Siano miraba despectivamente a Turi. Don Bucilla estaba un poco perplejo, como si le sorprendiera toda aquella malquerencia en un asunto que, en realidad, le importaba un bledo. Los otros jefes mafiosos lo miraron fríamente a los ojos, tal como tenían que hacer siempre los hombres de respeto cabales. Giuliano les conocía a todos de nombre, y de chiquillo les temía, sobre todo a Don Siano. Ahora les había humillado delante de toda Sicilia y ellos jamás se lo iban a perdonar. Sería, para siempre, mortales enemigos suyos. No ignoraba lo que debía hacer, pero también le constaba que aquellos hombres eran maridos y padres reverenciados y que sus hijos iban a llorar por ellos. Los seis seguían mirándole con orgullo, sin dar la menor muestra de sentir miedo. El mensaje estaba muy claro. Que Giuliano hiciera lo que debía hacer, si tenía valor para ello. Don Siano escupió a los pies de Giuliano.
Él les miró uno tras otro a la cara.
—Arrodillaos y reconciliaos con Dios —les dijo.
Ninguno de ellos se movió. Entonces Giuliano dio media vuelta y se alejó. Los jefes de la Mafia destacaban sobre la blanca tapia. Giuliano llegó hasta la línea que formaban sus hombres y se volvió. Después dijo, levantando la voz para que la gente le pudiera oír:
—Os ejecuto en nombre de Dios y de Sicilia.
Tras lo cual le dio a Pisciotta una palmada en el hombro.
En aquel momento, Don Marcuzza hizo ademán de arrodillarse, pero Pisciotta ya había apretado el gatillo. Passatempo, Terranova y el cabo, todavía enmascarados, rompieron también a disparar. La lluvia de balas de la metralleta arrojó los seis cuerpos contra el muro de la finca. Las blancas piedras melladas quedaron salpicadas de sangre rojo púrpura y fragmentos de carne arrancada de los galvanizados cuerpos. Estos parecían danzar como pendientes de hilos conforme la incesante ráfaga de proyectiles los alzaba una y otra vez del suelo.
En la alta torre de su palacio, el príncipe de Ollorto se apartó del telescopio. Y, de ese modo, no pudo ver lo que sucedió a continuación.
Giuliano se adelantó y avanzó hacia el muro, sacó la pistola que llevaba en el cinto y poco a poco y con gran solemnidad, disparó a la cabeza de cada uno de los jefes de la Mafia caídos en el suelo.
La muchedumbre lanzó un rugido y, en cuestión de segundos, miles de personas cruzaron la verja de la finca del príncipe de Ollorto. Giuliano miró a la gente y advirtió que nadie se le acercaba.