Las elecciones sicilianas de abril de 1948 fueron un desastre para el Partido de la Democracia Cristiana. El Bloque Popular, una coalición de partidos comunistas y socialistas, obtuvo seiscientos mil votos contra los trescientos treinta mil obtenidos por la Democracia Cristiana. Otros quinientos mil votos se repartieron entre los monárquicos y otros dos partidos escindidos. En Roma cundió el pánico. Había que emprender alguna acción drástica antes de las elecciones generales, pues, en caso contrario, Sicilia, la región más atrasada del país, sería un factor determinante para que Italia se convirtiese en un país socialista.
Giuliano llevaba varios meses cumpliendo lo pactado con Roma. Arrancaba los carteles de los partidos rivales, llevaba a cabo incursiones en las sedes de los grupos izquierdistas y había «reventado» sus mítines en Corleone, Montelepre, Castellanamare, Partinico, Piani dei Greci, San Giuseppe Jato y la ciudad de Monreale. Sus bandidos se dedicaban a fijar en las paredes de todas las localidades carteles que pedían en grandes letras negras muerte a los comunistas, y habían incendiado algunas casas del pueblo de los obreros socialistas. Sin embargo, la campaña se inició muy tarde para poder influir en las elecciones, y él no quiso recurrir al asesinato como instrumento de presión. Hubo intercambios de mensajes entre Don Croce, el ministro Trezza, el cardenal de Palermo y Turi Giuliano. Hubo reproches y se instó a Giuliano a intensificar su campaña, de forma que se pudiera invertir la tendencia con vistas a las elecciones nacionales. Giuliano guardó todos los mensajes para incluirlos en su Testamento.
Había que dar un gran golpe y fue la fértil imaginación de Don Croce la que lo concibió. El Don envió un mensaje a Giuliano a través de Stefan Andolini.
Las dos localidades más izquierdistas y rebeldes de Sicilia eran Piani dei Greci y San Giuseppe Jato. Durante muchos años, incluso bajo el régimen de Mussolini, habían celebrado el Primero de Mayo como día de la revolución. Puesto que esa fecha coincidía con la festividad de Santa Rosalía, los festejos podían disfrazarse de fiestas religiosas y las autoridades fascistas no los prohibían. Ahora, en cambio, las celebraciones del Primero de Mayo eran muy audaces y en ellas se exhibían banderas rojas y se pronunciaban discursos incendiarios. Faltaba una semana para la celebración del Primero de Mayo más sonado de toda la historia. Según la costumbre, ambas localidades iban a organizar conjuntamente los festejos y a ellos asistirían simpatizantes de toda la isla, con sus familias, para celebrar la reciente victoria. El senador comunista Lo Causi, célebre por su exaltada oratoria, iba a pronunciar el principal discurso. Con ello la izquierda pretendía conmemorar de manera oficial su reciente y asombroso triunfo en las elecciones.
Desde hacía tres años, los festejos se celebraban siempre en un alto situado entre ambas ciudades. Piani dei Greci se encontraba al pie de una de las montañas y San Giuseppe Jato, en la falda de la otra. La gente subía por la sinuosa carretera que bordeaba parcialmente el curso del río Jato.
Don Croce quería que la banda de Giuliano atacara a la multitud y la obligara a dispersarse, disparando al aire fuego con sus ametralladoras. Iba a ser el primer paso de una campaña de intimidación, una advertencia paternal y un suave aviso. Después de aquello, el senador comunista Lo Causi comprendería que su elección al Parlamento ni le otorgaba libertad de acción en Sicilia ni confería invulnerabilidad a su persona. Giuliano aceptó el plan y ordenó a sus jefes Pisciotta, Terranova, Passatempo, Silvestro y Stefan Andolini que se encargaran de llevarlo a efecto.
El alto donde se iban a celebrar los festejos estaba situado entre las dos moles gemelas del monte Pizzuta y el monte Kumeta. Las dos tortuosas carreteras convergían en determinado punto, a partir del cual las poblaciones de ambas localidades formaban una sola procesión. El paso se llamaba Portella delle Ginestre.
Las localidades de Piani dei Greci y de San Giuseppe Jato eran pobres, sus casas viejas y su agricultura arcaica. Sus habitantes creían en los antiguos códigos del honor, y las mujeres sentadas a la puerta de sus casas tenían que hacerlo de perfil para no manchar su reputación. Sin embargo, se trataba de las dos poblaciones más rebeldes de toda Sicilia.
Los pueblos eran tan antiguos que la mayoría de sus construcciones eran de piedra y algunas no tenían ventanas sino tan sólo unas pequeñas aberturas cubiertas con discos de hierro. Muchas familias albergaban a los animales en su propia vivienda. Las panaderías tenían las cabras y los corderos junto a los hornos y, si alguna barra de pan recién hecha caía al suelo, lo más probable era que aterrizara sobre un montón de estiércol.
Los hombres trabajaban de braceros en las propiedades de los grandes terratenientes a cambio de una miseria que apenas bastaba para el sustento de sus familias. Por consiguiente, cuando las monjas y los curas, los «cuervos negros», acudían con sus paquetes de macarrones y de ropa, los aldeanos juraban que iban a votar por la Democracia Cristiana.
Sin embargo, en las elecciones regionales de abril de 1948, votaron a traición y abrumadoramente por los comunistas y socialistas. Don Croce se enfureció muchísimo porque estaba seguro de que el jefe de la Mafia local tenía la zona en sus manos; sin embargo, dijo que lo que más le afligía era la falta de respeto hacia la Iglesia. ¿Cómo era posible que aquellos devotos sicilianos se hubieran burlado de las buenas monjas que con tanta caridad cristiana les llevaban el pan con que alimentar a sus hijos?
El cardenal de Palermo estaba también muy molesto. Había realizado un viaje especial para celebrar misa en ambos pueblos, les había advertido que no votaran por los comunistas, incluso había bendecido y bautizado a los niños y, a pesar de todo ello, se habían revuelto contra la Iglesia. Mandó llamar a los párrocos de los pueblos a Palermo y les dijo que debían intensificar sus esfuerzos con vistas a las elecciones generales. No sólo para defender los intereses políticos de la Iglesia sino también para salvar del infierno a las almas ignorantes.
El ministro Trezza no se sorprendió tanto. Era siciliano y conocía la historia de su isla. Los habitantes de los dos pueblos siempre habían luchado con orgullo contra los ricos de Sicilia y contra la tiranía de Roma. Fueron los primeros que se unieron a Garibaldi, y antes habían luchado contra los dominadores musulmanes y franceses de la isla. Los habitantes de Piani dei Greci descendían de los griegos que se habían establecido en Sicilia huyendo de los invasores turcos. Conservaban todavía sus costumbres griegas, hablaban griego y celebraban las fiestas griegas luciendo sus antiguos trajes regionales. Pero la población era un reducto de la Mafia, que siempre había fomentado su rebelión. Por eso el ministro Trezza se sentía muy decepcionado por la actuación de Don Croce y por su incapacidad para educar a aquella gente. Sabía también, empero, que el voto de aquellas poblaciones y de toda la campiña circundante era fruto de la labor de un solo hombre, un organizador del partido socialista llamado Silvio Ferra.
Silvio Ferra era un ex combatiente del ejército italiano en la segunda guerra mundial, distinguido con numerosas condecoraciones. Ganó varias medallas en la campaña de África, y posteriormente fue apresado por el Ejército norteamericano. Estuvo en un campo de concentración en los Estados Unidos, donde asistió a unos cursos educativos destinados a instruir a los prisioneros en las ventajas de los sistemas democráticos. El no creyó demasiado lo que le contaban, hasta que le dieron permiso para trabajar fuera del campo, en una panadería de la localidad. Le asombró entonces la libertad de la vida norteamericana, la facilidad con que el duro trabajo podía trocarse en una prosperidad duradera y la mejora constante de las clases humildes. En Sicilia, un campesino que se matara a trabajar sólo podía abrigar la esperanza de proporcionar techo y comida a sus hijos, sin posibilidad alguna de asegurarse el porvenir.
Cuando regresó a su Sicilia natal, Silvio Ferra se convirtió en un ardiente defensor de los Estados Unidos. Pero pronto se dio cuenta de que la Democracia Cristiana era un instrumento de los ricos, y entonces se incorporó al Grupo de Estudio del Obrero Socialista de Palermo. Tenía afán de aprender y le entusiasmaban los libros. Tras empaparse de las teorías de Marx y Engels, se afilió al Partido Socialista y recibió el encargo de organizar el Club del Partido en su aldea de San Giuseppe Jato.
Hizo en tres años lo que agitadores del norte de Italia no habían podido conseguir: tradujo la revolución roja y la doctrina socialista en términos sicilianos. Convenció a la gente de que votar por el Partido Socialista equivaldría a conseguir un trozo de tierra. Eso era lo único que quería el campesino siciliano y Silvio Ferra lo comprendió muy bien. Predicó la necesidad de distribuir las tierras de las grandes fincas de la nobleza que no las cultivaba, unas tierras que serían pan para los hijos. Convenció a la gente de que, bajo el Gobierno de los socialistas, se eliminaría la corrupción de la sociedad siciliana, nadie tendría que sobornar a los funcionarios, dar un par de huevos al cura para que le leyera una carta de América, darle una propina al cartero para que entregara la correspondencia y vender en subasta el sudor de la propia frente, para trabajar a cambio de una miseria en los campos de los duques y los barones. Se acabarían los jornales de hambre, y los funcionarios del Gobierno serían servidores públicos, tal como ocurría en los Estados Unidos. Silvio Ferra citó toda clase de referencias para demostrar que la Iglesia oficial apoyaba al desprestigiado sistema capitalista, pero no atacó en ningún momento a la Virgen, a la hueste de los santos ni Jesucristo. La mañana de Pascua, saludaba a sus convecinos con el tradicional «Cristo ha resucitado», y los domingos iba a misa. Su mujer y sus hijos se atenían a todas las estrictas normas sicilianas porque él creía en todos los viejos valores, en el respeto de los hijos hacia el padre y la madre, en el sentido de obligación que le ligaba incluso a sus más lejanos primos.
Cuando la cosca[1] de San Giuseppe Jato le dijo que estaba yendo demasiado lejos, él se limitó a sonreír y dio a entender que, en el futuro, acogería con agrado su amistad, aunque sabía muy bien que la última y la mayor de todas las batallas tendría que librarse contra la Mafia. Don Croce le envió emisarios especiales, para llegar a un acuerdo, pero él los rechazó. Su fama de valiente en la guerra, el respeto que le tenían sus paisanos y sus insinuaciones en el sentido de que iba a ser juicioso con los «amigos de los amigos», indujo a Don Croce a tener paciencia, en la suposición de que las elecciones ya estaban ganadas de todos modos.
Su mejor cualidad era, sin embargo, el amor que le inspiraba el prójimo, cosa insólita en un campesino siciliano. Si un vecino se ponía enfermo, le llevaba comida para su familia; ayudaba en sus quehaceres a las viudas ancianas y achacosas que vivían solas; y alentaba a los hombres que apenas podían ganarse la vida y miraban con desconfianza el porvenir. Preconizaba una aurora de esperanza bajo el Partido Socialista, y en sus discursos políticos echaba mano de la retórica sureña que tanto apreciaban los sicilianos. No explicaba las teorías económicas de Marx, pero hablaba, con ardor, de venganza contra quienes habían oprimido a los campesinos durante siglos.
—Tan dulce como para nosotros el pan, es la sangre de los pobres para los ricos que se la beben —decía.
Silvio Ferra organizó la primera cooperativa de trabajadores que se negó a someterse a las subastas laborales que daban trabajo a quienes se avenían a cobrar menos. Estableció un jornal fijo, y la nobleza tuvo que aceptarlo cuando llegaba el tiempo de las cosechas so pena de que las aceitunas, la uva y el trigo se pudrieran y fueran devorados por las salamanquesas. Silvio Ferra era por todo ello un hombre marcado.
Le salvaba el hecho de encontrarse bajo la protección de Turi Giuliano. Esa fue una de las consideraciones que tuvo en cuenta Don Croce para no descargar su mano sobre él. Silvio Ferra había nacido en Montelepre y ya de muchacho destacaba por sus extraordinarias cualidades. Turi Giuliano le admiraba mucho, pero no era íntimo amigo suyo debido a la diferencia de edad —era cuatro años menor que él— y al hecho de que Silvio se fue a la guerra, de la cual regresó convertido en un héroe condecorado. Silvio conoció a una chica de San Giuseppe Jato y se trasladó a vivir allí al casarse con ella. Después empezó a hacerse famoso y Giuliano hizo saber a todo el mundo que aquel hombre era amigo suyo, aunque las ideas políticas de ambos no coincidieran. Cuando inició su programa de «educación» de los electores de Sicilia, Giuliano dio orden de que no se emprendiera ninguna acción contra el pueblo de San Giuseppe Jato ni contra la persona de Silvio Ferra.
Ferra se enteró y tuvo la inteligencia de enviarle a Giuliano un mensaje en el que le daba las gracias y afirmaba estar a sus órdenes. El mensaje fue enviado por mediación de los padres de Ferra, que vivían en Montelepre con sus restantes hijos. Uno de ellos era una muchacha de sólo catorce años, llamada Justina, que fue la encargada de llevar la nota a casa de Giuliano y entregársela a su madre.
Giuliano se encontraba casualmente visitando a su familia y pudo recibir personalmente la misiva. A los catorce años, casi todas las niñas sicilianas son ya mujeres y, como no podía ser de otro modo, la muchacha se enamoró de Turi Giuliano. Su prestancia física y su felina gracia le fascinaron hasta el punto de inducirla a mirarle casi con descaro.
Turi Giuliano, sus padres y la Venera estaban bebiendo café e invitaron a la chica a tomar una taza, pero ella se excusó. Sólo la Venera se fijó en su belleza y en su emoción. Giuliano no reconoció en ella a la chiquilla a la que una vez había encontrado llorando y había regalado unas liras.
—Dile a tu hermano que gracias por su ofrecimiento —le encargó— y que, aunque no coincidamos en política, él nunca será mi enemigo. Y dile también que no se preocupe por sus padres, porque siempre estarán bajo mi protección.
Justina abandonó a toda prisa la casa y regresó junto a sus padres. A partir de aquel día, soñó con ser la amante de Turi Giuliano. Y, además, estaba muy orgullosa del afecto que éste sentía por su hermano.
Así pues, tras haber accedido a desbaratar los festejos de Portella delle Ginestre, Giuliano envió a Silvio Ferra una amistosa advertencia, a fin de que no tomara parte en la celebración del Primero de Mayo. Le aseguró que los habitantes de San Giuseppe Jato no iban a sufrir daño alguno, si bien podían crearse situaciones de peligro y él no podría protegerle en caso de que persistiera en sus actividades socialistas. Giuliano jamás le habría causado el menor daño, pero los «amigos de los amigos» estaban decididos a aplastar el socialismo siciliano y Ferra iba a ser sin duda uno de sus objetivos. Al recibir la nota, Silvio Ferra creyó, sin embargo, que se trataba de un simple intento de intimidarle, propiciado por Don Croce. Era inútil. Los socialistas habían emprendido el camino de la victoria y él no pensaba perderse la celebración del gran triunfo ya alcanzado.
El Primero de Mayo de 1948 los habitantes de las localidades de Piani dei Greci y San Giuseppe Jato se levantaron temprano para iniciar la larga marcha a través de los senderos de montaña hasta el paso llamado de Portella delle Ginestre. Les acompañaban bandas de música de Palermo contratadas para la ocasión. Silvio Ferra, flanqueado por su mujer y sus dos hijos, iba en cabeza del grupo de San Giuseppe, portando orgullosamente una de las enormes banderas rojas. Unos carros pintados de brillantes colores y con las caballerías vistosamente enjaezadas con penachos rojos y llamativas mantas con borlas, transportaban utensilios de cocina, enormes cajas de espaguetis y grandes cuencos para la ensalada.
Otro carro especial transportaba garrafas de vino, y un tercero, provisto de barras de hielo, llevaba ruedas de queso, salamis de gran tamaño, hornos portátiles y masa de harina para cocer el pan.
Los niños brincaban e impulsaban con los pies sus balones de fútbol. Los jinetes sometían a prueba a sus cabalgaduras con vista a las carreras, que iban a ser la máxima atracción de los festejos de la tarde.
En el momento en que Silvio Ferra llegaba con sus conciudadanos al estrecho paso montañoso que daba acceso al alto de Portelia delle Ginestre, los habitantes de Piani dei Greci aparecieron por el otro lado con sus banderas rojas y sus estandartes del Partido Socialista. Ambos grupos se mezclaron y empezaron a intercambiar saludos a gritos, a comentar los últimos escándalos habidos en sus respectivos pueblos y a hacer conjeturas acerca de lo que iba a reportarles su reciente victoria y sobre los peligros que se avecinaban. Habían corrido rumores de que podría haber disturbios durante los festejos de aquel día, pero ellos no estaban asustados. Despreciaban a los de Roma y temían a la Mafia, pero no hasta el punto de someterse a ella. Al fin y al cabo, habían desafiado a ambos en las últimas elecciones y nada había ocurrido.
A mediodía, ya se habían congregado más de tres mil personas. Las mujeres encendieron las cocinas portátiles para poner a hervir el agua de la pasta y los niños lanzaron al aire sus cometas, sobre las cuales podían verse volar los pequeños halcones rojos de Sicilia. El senador comunista Lo Causi estaba repasando las notas del discurso que iba a pronunciar, y unos hombres dirigidos por Silvio Ferra estaban ultimando la plataforma que iban a ocupar él y otros destacados ciudadanos de ambas localidades. Sus ayudantes le aconsejaron que hiciera una presentación muy breve del senador, porque los niños ya pedían comer.
En aquel momento se oyeron detonaciones en la montaña. Algunos niños habrían traído petardos, pensó Silvio Ferra. Y se volvió para mirar.
Aquella misma mañana, pero mucho más temprano —en realidad, antes de que el sol siciliano despuntara entre la bruma—, dos escuadras de doce hombres cada una, habían iniciado la marcha desde el cuartel general de Giuliano en las montañas de Montelepre hacia el paso de Portella delle Ginestre. Passatempo iba al mando de una escuadra y Terranova conducía la otra. Cada una de ellas portaba una ametralladora. Passatempo subió con sus hombres por la ladera del monte Kumeta e inspeccionó cuidadosamente el emplazamiento de su ametralladora. Cuatro hombres iban a encargarse de su manejo. Los ocho restantes se desplegaron por la ladera, con sus carabinas y luparas, listos para repeler cualquier ataque.
Terranova y sus hombres ocuparon por su parte la ladera del monte Pizzuta, al otro lado de Portella. Desde aquella posición ventajosa, el árido llano que conducía a las aldeas de abajo se encontraba a tiro de su ametralladora y de los fusiles de sus hombres. No querían verse sorprendidos por una incursión de los carabinieri.
Desde ambas laderas montañosas, los hombres de Giuliano observaron la larga marcha de los habitantes de Piani dei Greci y de San Giuseppe Jato hacia el paso. Algunos tenían parientes en aquella concentración, pero no sentían el menor remordimiento. Las instrucciones de Giuliano habían sido muy claras. Había que disparar al aire, hasta que todo el mundo se dispersara y regresara a sus aldeas. No se tenía que causar daño alguno a nadie.
Giuliano tenía previsto participar en la expedición y mandarla personalmente, pero una semana antes del Primero de Mayo, los débiles pulmones de Aspanu Pisciotta sufrieron finalmente una hemorragia. Pisciotta estaba subiendo por la ladera del monte para dirigirse al cuartel general de la banda cuando, de repente, le empezó a brotar sangre de la boca y cayó al suelo, rodando por la pendiente. Giuliano, que iba detrás, pensó al principio que era una de las habituales bromas de su primo. Detuvo el cuerpo con el pie y vio entonces que Pisciotta tenía toda la pechera manchada de sangre. Creyó en un primer momento que le habría alcanzado el disparo de algún francotirador y que él no lo había oído. Tomando a Aspanu en brazos, lo llevó monte arriba. Pisciotta, aún consciente, repetía sin cesar:
—Déjame en el suelo, déjame en el suelo.
Giuliano comprendió entonces que no era una bala. La voz denotaba una rotura interior, no el violento trauma de un cuerpo herido por el metal.
Colocaron al enfermo en una camilla y, acompañado por diez hombres, Giuliano le llevó a un muy discreto médico de Monreale que curaba a menudo las heridas de bala de sus hombres. Sin embargo, el médico comunicó a Don Croce lo ocurrido a Pisciotta, tal como antes había hecho en todos sus contactos con Giuliano. Quería que le nombraran director de un hospital de Palermo y sabía que ello no sería posible sin el beneplácito del Don.
El médico envió a Pisciotta al hospital de Monreale y le sometió a otras pruebas, pidiéndole a Giuliano que se quedara para aguardar los resultados. Por un instante Giuliano temió que el médico le traicionase.
—Regresaré por la mañana —le dijo a éste.
Dejó a cuatro hombres vigilando a Pisciotta en el hospital y fue a ocultarse en casa de uno de los hombres de su banda.
Al día siguiente el médico le dijo que Pisciotta necesitaba un medicamento llamado estreptomicina, que sólo se podía obtener en los Estados Unidos. Giuliano reflexionó un instante y decidió pedir a su padre y a Stefan Andolini que escribieran a Don Corleone y le solicitaran el envío de la medicina. Comunicó esa decisión al médico y le preguntó si Pisciotta podía abandonar el hospital. El médico dijo que sí, pero a condición de que guardara cama varias semanas.
Y de ese modo, mientras se llevaba a cabo la operación de Portelia delle Ginestre, Giuliano se encontraba en Monreale, atendiendo a Pisciotta y buscándole una casa donde recuperarse.
Cuando Silvio Ferra se volvió, alertado por el ruido de los petardos, tres cosas se grabaron simultáneamente en su mente. La primera fue el espectáculo de un chiquillo con el brazo en alto y una expresión de asombro en el rostro. Al final del brazo, y en lugar de la mano que antes dirigía una cometa, podía verse un muñón horriblemente ensangrentado, mientras la cometa se escapaba hacia el cielo sobre las cimas. La segunda cosa fue su espanto al descubrir que los petardos eran, en realidad, disparos de ametralladora. Y la tercera, un gran caballo negro corriendo desbocado por entre la gente, sin jinete y con los costados chorreando sangre. Entonces Silvio Ferra echó a correr, buscando a su mujer y a sus hijos.
Desde la ladera del monte Kumeta, Terranova observaba la escena con sus gemelos de campaña. Al principio pensó que la gente se arrojaba al suelo por miedo, pero después vio los cuerpos inmóviles, caídos en ese especial abandono que da la muerte, y ordenó al ametrallador que se apartara del arma. Aunque ésta enmudeció, seguía oyéndose el tableteo de la ametralladora del monte Pizzuta. Terranova pensó que Passatempo no se habría dado cuenta de que sus hombres habían apuntado demasiado bajo y se había producido una matanza. A los pocos minutos, cesaron los disparos de la otra ametralladora, y un horrible silencio se abatió sobre Portella delle Ginestre. Y después, flotando por encima de las cumbres gemelas, se empezaron a oír los lamentos de los vivos y los gritos de os heridos y los moribundos. Terranova ordenó a sus hombres que se reunieran y desmontaran la ametralladora, y alejándose con ellos por la otra ladera del monte, emprendió la huida. No sabía si presentarse o no ante Giuliano e informarle de la tragedia. Temía que, en un arrebato de cólera, Giuliano mandara ejecutarle junto con sus hombres. Sin embargo, estaba seguro de que antes le escucharía, y tanto él como sus hombres jurarían que habían disparado al aire.
Decidió regresar al cuartel general e informar de lo ocurrido. Se preguntó si Passatempo haría lo mismo.
Cuando Silvio Ferra encontró a su mujer y sus hijos, las ametralladoras ya habían dejado de disparar. Sus familiares, que no habían resultado heridos, se estaban poniendo en pie. El les obligó a tenderse de nuevo y a permanecer inmóviles otros quince minutos. Vio a un hombre a caballo, galopando hacia Piani dei Greci para recabar la ayuda de los carabinieri del cuartel y, al comprobar que no le disparaban, comprendió que el ataque ya había terminado, y se levantó.
En la explanada del paso de Portella delle Ginestre, miles de personas iniciaban el regreso hacia sus aldeas del pie de las montañas. Y en el suelo habían quedado los muertos y heridos, y los familiares que lloraban arrodillados a su lado. Los estandartes que por la mañana enarbolaran orgullosos, yacían olvidados en el polvo, y sus dorados, sus verdes brillantes y sus solitarios rojos fulguraban bajo el sol del mediodía. Silvio Ferra dejó a su familia al cuidado de los heridos, mandó detenerse a algunos de los hombres que huían y les pidió que actuaran de camilleros. Vio con horror que algunos de los muertos eran mujeres y niños, y entonces las lágrimas asomaron a sus ojos. Sus maestros, los que creían con firmeza en la acción política, estaban equivocados. Los votos jamás cambiarían a Sicilia. Todo era una locura. Para defender sus derechos, tendrían que asesinar.
Fue Héctor Adonis quien le comunicó la noticia a Giuliano junto al lecho de enfermo de Pisciotta. Giuliano regresó inmediatamente a su cuartel de la montaña y dejó a su primo recuperándose sin su protección personal.
Una vez en los peñascos que dominaban Montelepre, mandó llamar a Passatempo y a Terranova.
—Permitidme haceros una advertencia antes de que habléis —les dijo Giuliano—. El responsable será descubierto por mucho tiempo que ello exija. Y cuanto más se tarde, tanto más grave será el castigo. Si fue un error de buena fe, confesadlo ahora mismo y os prometo que no seréis ejecutados.
Passatempo y Terranova jamás habían visto a Giuliano tan enfurecido. Permanecieron de pie sin atreverse a mover un solo dedo mientras Giuliano les interrogaba. Juraron que habían elevado las ametralladoras, para que los disparos no alcanzaran a la multitud y que, al observar que ocurría lo contrario, habían interrumpido el fuego.
Giuliano interrogó después a los hombres de las escuadras y a los encargados de manejar las ametralladoras. Y se hizo una composición de lugar. La ametralladora de Terranova disparó durante cinco minutos, antes de detenerse. Y la de Passatempo durante unos diez. Los ametralladores juraron haber disparado al aire. Ninguno de ellos quiso reconocer que había cometido un error o que había inclinado, por la razón que fuera, el ángulo de tiro.
Giuliano los despidió a todos y se quedó a solas. Por primera vez en su vida de forajido, experimentaba una sensación de insoportable vergüenza. A lo largo de aquellos cuatro años se había jactado de jamás haber causado daño alguno a los pobres. Y de pronto eso ya no era cierto. Había provocado una matanza entre ellos. En el fondo de su corazón, ya no podía considerarse un héroe. Después reflexionó acerca de lo ocurrido. Podía haber sido un error: los hombres de su banda manejaban muy bien las luparas, pero no estaban familiarizados con las ametralladoras. Disparando hacia abajo, era posible que hubieran elegido un ángulo equivocado. No podía creer que Terranova y Passatempo le hubieran engañado, pero cabía también la espantosa posibilidad de que uno de ellos, o tal vez ambos, hubieran sido sobornados para llevar a cabo la matanza. Cuando se enteró de la noticia, pensó también que podía haber un tercer grupo de hombres apostados.
Sin embargo, si el ataque hubiera sido deliberado, hubiera muerto mucha más gente, la sarracina habría sido mucho mayor. A no ser, pensó, que con ella sólo se pretendiera deshonrar el nombre de Giuliano. ¿Y a quién se le había ocurrido la idea del ataque contra Portella delle Ginestre? La coincidencia era demasiado grande para que cupiera alguna duda.
La inevitable y humillante verdad era que Don Croce le había engañado.