El rey Humberto de Saboya era un hombre sencillo y amable, muy querido por el pueblo, y acababa de aceptar el plebiscito mediante el cual se iba a decidir si Italia seguiría siendo o no una monarquía constitucional. No deseaba seguir siendo rey en caso de que el pueblo no le quisiera. En eso se parecía a sus antecesores. Los reyes de la casa de Saboya siempre fueron gobernantes poco ambiciosos y las suyas habían sido monarquías democráticas, administradas por el Parlamento. Su falta de apego al poder había permitido que Mussolini y sus fascistas se adueñaran del país; sin embargo, fue el Rey quien tuvo el valor de destituir oficialmente a Mussolini de su cargo. Los expertos en política estaban seguros de que el plebiscito se resolvería en favor de la monarquía.
Se contaba con que la isla de Sicilia votaría mayoritariamente por el statu quo. En aquellos momentos, las dos fuerzas más poderosas de la isla eran Turi Giuliano, cuya banda dominaba la zona noroccidental de Sicilia, y Don Croce Malo que, con sus «amigos de los amigos», tenía en sus manos el resto de Sicilia. Giuliano no participó en las estrategias de ningún partido político. Don Croce y la Mafia trataron por todos los medios a su alcance de conseguir la reelección de los democristianos y la continuidad de la monarquía.
Sin embargo, para asombro de todo el mundo, Italia rechazó la monarquía y se convirtió en república, y entonces los comunistas y socialistas armaron tal alboroto, que la Democracia Cristiana se tambaleó peligrosamente y estuvo a punto de caer. Como cabía la posibilidad de que en las siguientes elecciones se instaurara en Roma un gobierno socialista ateo, la Democracia Cristiana echó mano inmediatamente de todos sus recursos para tratar de impedirlo.
La mayor sorpresa la deparó Sicilia, donde resultaron elegidos muchos diputados socialistas y comunistas. En Sicilia, donde los sindicatos seguían considerándose obra del diablo, muchos industriales y terratenientes se negaban a mantener tratos con los sindicalistas. ¿Qué había pasado?
Don Croce estaba furioso. Su gente había hecho bien el trabajo. Había amenazado y asustado a todos los campesinos de las zonas rurales, pero estaba claro que las amenazas no habían surtido efecto. Los sacerdotes de la Iglesia católica predicaban contra los comunistas, y las monjas sólo entregaban sus lotes de espaguetis y aceite de oliva a quienes prometían votar a la Democracia Cristiana. La jerarquía católica de Sicilia estaba anonadada. Había distribuido millones de liras en alimentos, pero el astuto campesino siciliano se había tragado el pan benéfico, para después escupir a la Democracia Cristiana.
El ministro del Interior, Franco Trezza, también estaba enojado con sus paisanos sicilianos. Eran unos traidores, actuaban con astucia incluso cuando ello no les reportaba ningún beneficio y se enorgullecían de su honor personal aunque no tuvieran donde caerse muertos. Estaba muy desilusionado de ellos. ¿Cómo era posible que hubieran votado por los socialistas y los comunistas que acabarían destruyendo su estructura familiar y expulsarían a sus dioses cristianos de todas las impresionantes catedrales de Italia? Sólo había una persona capaz de responder a esa pregunta y resolver satisfactoriamente el tema de las inminentes elecciones que iba a decidir la futura vida política de Italia. Así pues, mandó llamar a Don Croce Malo.
Los campesinos de Sicilia que habían votado por los partidos de izquierda y en contra de su querido Rey se hubieran quedado asombrados ante la cólera de todos aquellos altos personajes. Se hubieran sorprendido de que naciones tan poderosas como los Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña se preocuparan tanto por la posibilidad de que ellos se aliaran con Rusia. Muchos jamás habían oído hablar de Rusia.
Ante el regalo de unas elecciones democráticas por primera vez en veinte años, los pobres de Sicilia se limitaron a votar por los candidatos y los partidos políticos que les habían prometido la oportunidad de comprar alguna pequeña porción de tierra a cambio de una mínima cantidad de dinero.
Sin embargo, les hubiera horrorizado saber que su voto en favor de las izquierdas era un voto contra su estructura familiar, contra la Virgen y la santa Iglesia católica, las imágenes de cuyos santos, iluminadas con velas rojas, presidían todas las cocinas y alcobas de Sicilia; les hubiera horrorizado saber que habían votado en favor de convertir sus catedrales en museos y expulsar al Papa, a quien tanto amaban, de los confines de Italia.
No. Los sicilianos habían votado no por un partido político sino por un pedazo de tierra para ellos y sus familias. No hubieran podido concebir mayor felicidad en la vida. Trabajar su propia tierra, para poder quedarse con los frutos del sudor de su frente y alimentar a sus hijos. Su sueño dorado era un trigal, una huerta en la ladera de la montaña, una pequeña viña, un limonero y un olivo.
El despacho del ministro del Interior en Roma era muy espacioso y estaba amueblado con hermosas piezas antiguas. En las paredes había fotografías del presidente Roosevelt y de Winston Churchill. Tenía vidrieras de colores que daban a un pequeño balcón. El ministro le escanció una copa de vino a su ilustre visitante, Don Croce Malo.
El ministro Franco Trezza era natural de Sicilia y un auténtico antifascista que había pasado mucho tiempo en las cárceles de Mussolini antes de huir a Inglaterra. Era un hombre alto y de aspecto aristocrático, con el cabello negro azabache y unas facciones muy marcadas. Se le consideraba un auténtico héroe, pero también un burócrata y un político nato, lo cual constituía una insólita combinación.
Entre sorbos de vino, empezaron a hablar del escenario político de Sicilia y de las inminentes elecciones regionales. El ministro Trezza le expresó a Don Croce sus temores. En caso de que Sicilia siguiera inclinándose hacia la izquierda en los comicios electorales, el partido de la Democracia Cristiana podía llegar a perder la mayoría gubernamental, y la Iglesia su situación legal de religión oficial del Estado italiano.
Don Croce guardaba silencio. Estaba comiendo con muy buen apetito y tenía que reconocer que la comida romana era muy superior a la de su Sicilia natal. El Don inclinó su majestuosa cabeza de emperador sobre el plato de espaguetis con trufas mientras sus poderosas mandíbulas masticaban inexorablemente y sin cesar. De vez en cuando se secaba el bigotillo con la servilleta. Su nariz imperial aspiraba el aroma de los platos servidos por los criados como si tratara de detectar la presencia de algún veneno. Sus ojos recorrían ávidos los ricos manjares que cubrían la mesa. Siguió guardando silencio mientras el ministro le comentaba con voz monótona distintos y trascendentales asuntos de Estado.
La opípara comida terminó con una gran bandeja de fruta y un surtido de quesos. Después, mientras se tomaban el café y el coñac de rigor, el Don se dispuso a hablar. Se revolvió incómodo en la silla y el ministro se apresuró a acompañarle a un salón provisto de mullidos sillones. Ordenó al criado que les acercara el café y el coñac y después le mandó retirarse. El propio ministro le sirvió al Don el espresso, le ofreció un cigarro, que rechazó, y se dispuso a escuchar los sabios y sin duda acertados consejos de su interlocutor.
Don Croce miró fijamente al ministro. No le impresionaba su aristocrático perfil y tampoco sus abultados rasgos ni su energía. Además, su barba le parecía una afectación. Era un hombre que podía impresionar en Roma, pero jamás en Sicilia. Sin embargo, en sus manos estaba consolidar el poder de la Mafia en Sicilia. En el pasado ésta había cometido el error de despreciar a los de Roma, y las consecuencias fueron Mussolini y los fascistas. Don Croce no se hacía ilusiones. Un Gobierno de izquierdas se tomaría muy en serio las reformas y trataría de eliminar el gobierno en la sombra de los «amigos de los amigos». Sólo un gabinete democristiano mantendría las estructuras legales que garantizaban la invulnerabilidad de Don Croce, el cual había accedido a trasladarse a la capital con la satisfacción de un curandero que visita a una horda de implorantes tullidos, aquejados en buena parte de histeria. Sabía que estaba en condiciones de sanar a los enfermos.
—Puedo entregarle Sicilia en las próximas elecciones —le dijo al ministro Trezza—. Pero necesitamos gente armada. Me tiene usted que asegurar que no actuará contra Turi Giuliano.
—Esa promesa no se la puedo hacer —contestó el ministro Trezza.
—Pues es indispensable —replicó Don Croce.
—¿Qué clase de hombre es el tal Giuliano? —preguntó el ministro, acariciándose la barbita—. Es demasiado joven para ser tan duro. Aun tratándose de un siciliano.
—Ah, no, es un buen chico —dijo Don Croce, pasando por alto la irónica sonrisa del ministro y sin precisar que no conocía a Giuliano personalmente.
—No me parece posible —dijo Trezza, sacudiendo la cabeza—. Un hombre que ha matado a diez carabinieri no puede ser un buen chico.
Era cierto. Don Croce opinaba que Giuliano había sido muy temerario durante el último año. Desde la ejecución del barbero Frisella, Giuliano había desatado su furia contra todos sus enemigos, tanto de la Mafia como de Roma.
Empezó por enviar cartas a los periódicos, proclamando que él era el amo de la Sicilia occidental, por mucho que afirmase Roma lo contrario. También cursó diversas cartas a los carabinieri de las localidades de Montelepre, Corleone y Monreale, con la prohibición de patrullar por las calles pasada la medianoche, alegando que sus hombres tenían que desplazarse a determinados lugares, para visitar a amigos o parientes, y él no quería que los detuvieran mientras dormían o les pegaran un tiro al salir de casa, ni que le ocurriese a él otro tanto cuando visitaba a su familia en Montelepre.
Los periódicos publicaban las cartas con grandes alardes tipográficos. ¿Salvatore Giuliano prohibía el empleo de la cassetta? ¿El bandido impedía a la policía patrullar legalmente por las ciudades de Sicilia? Qué desfachatez. Qué escandalosa desvergüenza. ¿Acaso se había creído aquel muchacho que era el rey de Italia? Algunos chistes ilustrados mostraban a los carabinieri ocultos en una calleja de Montelepre mientras la impresionante figura de Giuliano aparecía en la plaza.
Como es natural, el maresciallo de Montelepre sólo podía hacer una cosa. Todas las noches enviaba a sus hombres a patrullar calles. Noche tras noche, su guarnición, cuyos efectivos se elevaban ya a cien hombres, permanecía en estado de alerta, vigilando los accesos a la ciudad, para que Giuliano no pudiera organizar un ataque.
Sin embargo, en la única ocasión en que el maresciallo envió a sus carabinieri al monte, Giuliano y sus cinco jefes Pisciotta, Terranova, Passatempo, Silvestro y Andolini, cada uno de ellos encabezando un grupo de cincuenta hombres, les tendieron una emboscada. Giuliano no tuvo la menor compasión y seis carabinieri resultaron muertos. Otros destacamentos tuvieron que emprender la retirada bajo el fuego de las ametralladoras y los fusiles.
Aunque Roma se indignó, era precisamente aquella temeridad de Giuliano lo que en esos momentos les podía sacar a todos del apuro, suponiendo que Don Croce consiguiera convencer a aquel insensato ministro del Interior.
—Confíe en mí —le dijo Don Croce al ministro Trezza—. Giuliano nos puede ser muy útil. Yo le convenceré de que declare la guerra a los partidos comunista y socialista de Sicilia. Atacará sus cuarteles generales, eliminará a sus organizadores. Será mi brazo militar en vasta escala. Y después, como es lógico, mis «amigos» y yo haremos el necesario trabajo que no puede hacerse en público.
El ministro Trezza no pareció escandalizarse ante aquella propuesta, pero dijo con arrogancia:
—Giuliano ya se ha convertido en un escándalo nacional. Internacional incluso. Tengo sobre mi escritorio un plan del jefe de Estado Mayor del ejército; ese plan contempla la utilización de las fuerzas armadas, para eliminarle. Hemos puesto un precio de diez millones de liras a su cabeza. Mil carabinieri están a punto de trasladarse a Sicilia para reforzar los efectivos ya existentes. ¿Y usted me pide que le proteja? Mi querido Don Croce, yo esperaba que usted consiguiera entregárnoslo tal como ha hecho ya con otros bandidos. Giuliano es la vergüenza de Italia. Todo el mundo piensa que es preciso acabar con él.
Don Croce tomó un sorbo de espresso y se secó el bigote con los dedos. La hipocresía romana estaba a punto de hacerle perder los estribos. Sacudió lentamente la cabeza.
—Turi Giuliano nos es mucho más útil vivo, en el monte, realizando heroicas hazañas. Los sicilianos le adoran y rezan por su alma y por su seguridad. Ningún hombre de mi isla le traicionaría. Y además, él es mucho más listo que todos los demás bandidos. Tengo espías en su campamento, pero es tanta la atracción que ejerce sobre ellos su personalidad, que ya no sé en qué medida me son leales. Esa es la clase de hombre de quien se habla. Inspira afecto a todo el mundo. Si envía usted a mil carabinieri y fracasa la operación, como ya han fracasado otras, ¿qué ocurrirá? Le diré una cosa: si Giuliano decide ayudar a los partidos de izquierda en las próximas elecciones, perderá usted Sicilia y, como sin duda debe ya de saber, su partido perderá Italia. —Hizo una prolongada pausa, mirando fijamente al ministro—. Hay que llegar a un entendimiento con Giuliano.
—¿Y quién se encargará de concertarlo? —preguntó el ministro Trezza con aquella cortés sonrisita de superioridad que tanto despreciaba Don Croce. Era una sonrisa romana, y aquel hombre era siciliano. El ministro añadió—: Sé de buena tinta que Giuliano no le tiene a usted la menor simpatía.
—En estos últimos tres años —dijo Don Croce, encogiéndose de hombros— ha tenido inteligencia suficiente para olvidar rencores. Y, además, tengo una conexión con él. El doctor Héctor Adonis es de los míos y es también el padrino y el más fiel amigo de Giuliano. Él será mi intermediario y concluirá la paz con nuestro hombre. Pero necesito que me dé usted seguridades concretas.
—¿Le gustaría que le firmara una carta, diciendo que aprecio mucho al bandido al que estoy intentando atrapar? —preguntó el ministro en tono sarcástico.
Una de las mayores cualidades del Don consistía en no darse jamás por enterado de los comentarios ofensivos y de las faltas de respeto, que, sin embargo, conservaba por siempre en el corazón.
—No —contestó, el rostro de caoba convertido en una máscara inescrutable—. Bastará con que me facilite una copia de los planes del Alto Estado Mayor para la eliminación de Giuliano. Y otra de la orden que usted ha firmado para el envío a la isla de mil carabinieri de refuerzo. Se las mostraré a Giuliano y le prometeré que no llevará usted adelante esos propósitos si él nos ayuda a educar a los electores sicilianos. Eso no puede comprometerle a usted más adelante, pues siempre podrá alegar que la copia le fue robada. Además, le prometeré a Giuliano que, en caso de que la Democracia Cristiana gane las próximas elecciones, le será concedido el indulto.
—Ah, eso no —dijo el ministro Trezza—. La concesión de un indulto rebasa mis atribuciones.
—Una promesa no rebasa sus atribuciones —replicó Don Croce—. Y después, si se puede hacer, pues muy bien. Y si no es posible, le comunicaré la mala noticia.
El ministro comprendió por fin. Vio, tal como Don Croce trataba de hacerle ver, que, a la larga, el Don tendría que librarse de Giuliano, que ambos no podían coexistir en Sicilia. Y que Don Croce asumiría toda la responsabilidad y él no tendría que preocuparse por la solución del problema. Que se podían hacer promesas con impunidad. Que bastaba con entregarle a Don Croce sendas copias de ambos planes militares.
El ministro reflexionó en silencio. Don Croce inclinó hacia él su poderosa cabeza y le dijo:
—Le ruego que haga todo lo posible para que se otorgue el indulto.
El ministro paseaba de un lado a otro de la estancia, estudiando las complicaciones que podrían surgir. Don Croce permanecía inmóvil, sin prestar atención a los paseos del otro.
—Prométale el indulto en mi nombre —dijo el ministro—, pero sepa ya desde ahora que va a ser muy difícil. El escándalo podría ser excesivo. Si los periódicos se enteraran de esta reunión, me desollarían vivo y tendría que retirarme a mi granja de Sicilia, a recoger boñigas y trasquilar ovejas. ¿Es realmente necesario que le entregue las copias de esos planes y de mi orden?
—Sin ellas no se podría hacer nada —contestó Don Croce. Su voz de tenor era tan poderosa y convincente como la de un gran cantante—. Giuliano necesita alguna prueba de que usted y yo somos amigos, y alguna recompensa anticipada a cambio de sus servicios. Conseguiremos ambas cosas cuando yo le muestre los planes y le prometa que no se llevarán a la práctica. Entonces él podrá actuar con la misma libertad de antes, sin tener que luchar contra un ejército y unos efectivos policiales extraordinarios. El hecho de que yo tenga en mi poder los planes probará mi relación con usted y, suspendidos esos planes, quedará demostrada la influencia que ejerzo en Roma.
El ministro Trezza le ofreció a Don Croce otra taza de espresso.
—Estoy de acuerdo —dijo—. Confío en su amistad. La discreción lo es todo. Pero me preocupa su seguridad. Cuando Giuliano cumpla su misión y no reciba el indulto, le hará a usted responsable de ello.
El Don asintió con su imponente cabeza, pero no dijo nada. Se limitó a beberse el espresso. El ministro le observó detenidamente, y después añadió:
—Ustedes dos no pueden coexistir en una isla tan pequeña.
—Yo le haré sitio —contestó el Don, sonriendo—. Tenemos mucho tiempo por delante.
—Bien, bien —dijo el ministro Trezza—. Téngalo muy en cuenta. Si puedo prometerle a mi partido los votos de Sicilia en las próximas elecciones y si después consigo resolver el problema de Giuliano a mayor gloria del Gobierno, no tengo que decirle cómo me encumbraré en la política italiana. Sin embargo, por muy alto que suba, jamás me olvidaré de usted, mi querido amigo. Siempre gozará usted de mi confianza.
Don Croce desplazó su enorme mole en el sillón y se preguntó si merecería realmente la pena convertir a aquel zopenco de siciliano en primer ministro de Italia. Sin embargo, su misma estupidez sería una ventaja para los «amigos de los amigos» y, en caso de que cometiera alguna traición, sería fácil destruirle. Con aquella sinceridad suya que tan justa fama le había reportado, le dijo:
—Le agradezco su amistad y haré cuanto esté en mi mano por favorecerle. Estamos de acuerdo. Yo salgo hacia Palermo mañana por la tarde, y le agradecería muchísimo que por la mañana me enviara al hotel los planes y demás documentos. En cuanto a Giuliano, si no puede usted conseguirle el indulto una vez haya realizado su trabajo, yo me encargaré de que desaparezca. Enviándole quizás a los Estados Unidos o a cualquier otro lugar donde no pueda causarle a usted ningún quebradero de cabeza.
Y así se despidieron el siciliano Trezza, que se había propuesto defender a la sociedad, y Don Croce, en cuya opinión las estructuras y las leyes de Roma eran un instrumento diabólico destinado a esclavizarle. Porque Don Croce creía en la libertad, en su libertad personal, ganada a pulso sin la intervención de terceros, y basada en el respeto que le tenían sus paisanos sicilianos. Era una pena, pensó Don Croce, que el destino le hubiera enfrentado a Turi Giuliano, un hombre de los que a él le gustaban, no como aquel ministro hipócrita y bribón.
De vuelta en Palermo, Don Croce mandó llamar a Héctor Adonis y le habló de su reunión con Trezza y del acuerdo a que ambos habían llegado. Después le mostró las copias de los planes elaborados por el Gobierno para acabar con Giuliano. El hombrecillo se inquietó muchísimo, tal como el Don esperaba que ocurriera.
—El ministro me ha prometido que desautorizará esos planes y nunca se llevarán a la práctica —dijo Don Croce—. Pero su ahijado deberá utilizar todo su poder para influir en los resultados de las próximas elecciones. Tiene que mostrarse fuerte y firme y no ocuparse tanto de los pobres. Tiene que pensar en su propio pellejo. Tiene que comprender que cualquier alianza con Roma y el ministro del Interior es una gran oportunidad. Trezza ejerce autoridad sobre los carabinieri, la policía y los jueces. Es posible que algún día llegue a ser jefe del Gobierno. Si eso ocurriera, Turi Giuliano podría regresar al seno de su familia y quizás incluso abrirse camino en el campo de la política. Los sicilianos le adoran. Pero, de momento, debe perdonar y olvidar. Cuento con que sabrá usted convencerle.
—Pero, ¿cómo puede creer en las promesas de Roma? —preguntó Héctor Adonis—, Turi siempre ha luchado en favor de los pobres. De ningún modo querrá hacer nada contra sus intereses.
—No creo que sea comunista —replicó Don Croce con aspereza—. Prepáreme un encuentro con Giuliano —añadió—. Yo le convenceré. Somos los dos hombres más poderosos de Sicilia. ¿Por qué no íbamos a colaborar? Se ha negado a ello otras veces, pero los tiempos cambian. Ahora eso va a ser su salvación y también la nuestra. Los comunistas nos aplastarían a los dos con análogo placer. Un Estado comunista no se puede permitir el lujo de un héroe como Giuliano o de un villano como yo. Acudiré a verle donde él quiera. Y dígale que le garantizo las promesas de Roma. Si la Democracia Cristiana gana las próximas elecciones, yo le conseguiré el indulto. Empeño en ello mi vida y mi honor.
Héctor Adonis comprendió esas últimas palabras. En caso de que las promesas del ministro Trezza no se cumplieran, Don Croce incurriría en la cólera de Giuliano.
—¿Me puedo llevar estos planes para mostrárselos a Giuliano? —preguntó.
Don Croce reflexionó un instante. Le constaba que jamás los recuperaría y entregándolos le daba a Giuliano una poderosa arma para el futuro.
—Mi querido profesor —contestó sonriendo—, pues claro que se los puede llevar.
Mientras aguardaba a Héctor Adonis, Turi Giuliano empezó a pensar en su futura actuación. Sabía que las elecciones y la victoria de los partidos de izquierdas obligarían a Don Croce a pedirle ayuda.
En los últimos tres años, Giuliano había distribuido entre los pobres cientos de millones en efectivo y en comida en su rincón de Sicilia, pero sólo podría ayudarles de veras en caso de que ostentara cierto poder.
Los libros de economía y política de Adonis le habían causado mucha inquietud. La historia demostraba que los partidos de izquierda eran la única esperanza de los pobres en todos los países menos en Norteamérica. Aun así, él no podía aliarse con ellos. Los odiaba porque iban contra la Iglesia y se burlaban de los tradicionales vínculos familiares de los sicilianos. Y sabía, además, que un Gobierno socialista pondría más empeño que los cristianodemócratas en aplastarle.
Era de noche y Giuliano estaba contemplando las hogueras de sus hombres, diseminadas por la montaña. Desde el peñasco que dominaba Montelepre, podía oír de vez en cuando algunos retazos de la música que transmitían los altavoces de la plaza del pueblo. Pensó por un instante que, cuando llegara su padrino y una vez resueltos los asuntos pendientes, bajaría con él y visitaría a sus padres y a la Venera. No tenía miedo. Al cabo de tres años, dominaba por completo todos los movimientos de la provincia. El destacamento de carabinieri de la ciudad estaba constantemente vigilado y, además, llevaría consigo bastantes hombres para provocar una matanza en caso de que los carabinieri se atrevieran a acercarse a la casa de su madre. En la propia Via Bella vivían muchos partidarios suyos que disponían de armas.
Cuando llegó Adonis, Turi Giuliano le acompañó al interior de la gran cueva iluminada con linternas del ejército norteamericano y acondicionada con una mesa y varias sillas. Héctor Adonis le abrazó y le entregó una pequeña bolsa de libros, que él aceptó agradecido. Adonis le dio también una cartera de documentos.
—Creo que te parecerán interesantes. Debes leerlos inmediatamente.
Giuliano extendió los documentos sobre la mesa de madera. Eran las órdenes, firmadas por el ministro Trezza, que autorizaban el envío de otros mil carabinieri a Sicilia para luchar contra la banda de Giuliano. Estaban también los planes elaborados por el jefe del Alto Estado Mayor del ejército. Giuliano lo estudió todo con expresión muy seria. No tenía miedo; sólo se vería obligado a adentrarse un poco más en la montaña. De todos modos, la advertencia era muy oportuna.
—¿Quién te los ha conseguido? —quiso saber.
—Don Croce —contestó Adonis—. Los ha recibido de manos del propio ministro Trezza.
La noticia no pareció sorprender demasiado a Turi, el cual esbozaba incluso una leve sonrisa.
—¿Es para asustarme? —preguntó—. La montaña es muy grande. Los hombres que envíen pueden ser liquidados, y yo me echaré a dormir debajo de un árbol.
—Don Croce quiere reunirse contigo en un lugar que tú elijas —dijo Adonis—. Estos planes son una muestra de su buena voluntad. Quiere hacerte una propuesta.
—¿Y tú, mi padrino, me aconsejas que converse con Don Croce? —inquirió Turi, mirando a Héctor fijamente.
—Sí —se limitó a contestar Adonis.
Turi Giuliano asintió.
—Entonces nos reuniremos en tu casa de Montelepre. ¿Estás seguro de que Don Croce querrá correr ese riesgo?
—¿Y por qué no? —replicó Adonis muy serio—. Le daré mi palabra de que estará a salvo. Y tendré tu palabra, en la que confío más que en cosa alguna del mundo.
—Como yo en la tuya —contestó Giuliano, estrechando en las suyas las manos de Héctor—. Gracias por estos documentos y por los libros que me has traído. ¿Me ayudarás a estudiar alguno de ellos esta noche, antes de marcharte?
—Pues claro —contestó Héctor Adonis.
Y se pasó el resto de la noche explicándole a su ahijado con su sonora voz de profesor, los pasajes difíciles de los libros que le había traído. Giuliano escuchaba con atención y le hacía preguntas. Parecían el maestro y el colegial de antaño.
Aquella noche Héctor Adonis le sugirió a Giuliano que redactara un Testamento, una especie de diario que diese cuenta del quehacer de la banda y especificara todos los acuerdos secretos concertados entre Giuliano por una parte y Don Croce y el ministro Trezza por otra. Ello constituiría para él una garantía de protección.
A Giuliano le encantó la idea. Aunque el documento no tuviera ninguna fuerza, incluso aunque se perdiera, soñaba con que algún día, tal vez al cabo de cien años lo descubriera otro rebelde. Del mismo modo que él y Pisciotta habían descubierto los huesos del elefante de Aníbal.