17

Michael Corleone y Héctor Adonis regresaron a la villa y se sentaron bajo un limonero en compañía de Peter Clemenza. Michael estaba deseando leer el Testamento, pero Héctor Adonis dijo que Andolini estaba a punto de llegar, para devolverle a Montelepre, y Michael esperó por si Andolini tuviera algún mensaje para él.

Pasó una hora. Adonis consultó su reloj con expresión preocupada.

—Seguramente habrá tenido alguna avería en el coche —dijo Michael—. Ese Fiat está en las últimas.

Adonis sacudió la cabeza.

—Stefan Andolini tiene corazón de asesino, pero es la puntualidad personificada. Y es muy cumplidor. Temo que le haya ocurrido algo; ya lleva una hora de retraso. Y yo tengo que estar en Montelepre antes de que anochezca y comience el toque de queda.

—Mi hermano le proporcionará un automóvil y un chófer —dijo Peter Clemenza.

—No —contestó Adonis, tras reflexionar un instante—, prefiero esperar. Necesito verle.

—¿Le importa que leamos el Testamento sin usted? —preguntó Michael—. ¿Cómo se abre?

—Desde luego que no me importa —contestó Adonis—. En cuanto a abrirlo, la cosa es sencilla. La imagen tiene un hueco. La cabeza se soldó después de haber colocado Turi los documentos en el interior. Basta con cortar la cabeza. Si te cuesta leerlo, te ayudaré gustosamente. Mándame a una criada.

Michael subió a su dormitorio en compañía de Peter Clemenza. La imagen se encontraba todavía en la chaqueta de Michael, el cual había olvidado por completo su existencia. La sacó del bolsillo y los dos hombres la contemplaron un instante. Los rasgos eran netamente africanos, pero la expresión era idéntica a la de todas las Vírgenes blancas que presidían los hogares humildes de Sicilia. Michael la ponderó. Pesaba mucho: nadie hubiera podido imaginar que estuviera hueca.

Peter Clemenza se acercó a la puerta y dio una orden a una de las criadas de abajo. La mujer apareció en seguida con una cuchilla de carnicero. Miró un instante al interior de la estancia y le entregó la cuchilla a Clemenza, el cual cerró inmediatamente la puerta, para que sus curiosos ojos no pudieran espiarles.

Michael apoyó la Virgen negra en la sólida mesa del tocador. Asiendo la peana con una mano, sujetó con la otra la cabeza de la imagen. Clemenza aplicó cuidadosamente la cuchilla al cuello de la talla, levantó el musculoso brazo y, con un recio golpe, cercenó la cabeza, que voló al otro lado de la estancia. Un fajo de papeles atados con una fina cinta de cuero gris brotó del hueco cuello de la imagen.

Clemenza había asestado el golpe justo en el punto en que se había efectuado la soldadura, pues la cuchilla no hubiera podido cortar de ningún modo la dura madera de olivo. Dejó la tajadera en la mesa y extrajo los papeles que contenía la decapitada talla. Desató la cinta de cuero y extendió los papeles sobre la mesa. Eran unas cincuenta páginas de papel cebolla, cubiertas de prieta caligrafía en tinta negra. Al pie de cada página figuraba la firma de Giuliano, parecida a los descuidados garabatos con que suelen firmar los reyes. Había también unos documentos con sellos oficiales del Estado, cartas con membretes del Gobierno y declaraciones con sellos notariales. Los papeles estaban abarquillados por su encierro y Michael utilizó los dos fragmentos de la imagen y la cuchilla para mantenerlos abiertos sobre la mesa. Después tomó una botella de vino que había sobre la mesita de noche y llenó ceremoniosamente dos copas, ofreciéndole una a Clemenza. Ambos bebieron un sorbo y luego iniciaron la lectura del Testamento.

Les llevó casi dos horas.

A Michael le asombró el que Turi Giuliano, tan joven e idealista, hubiera sobrevivido a tantas traiciones. Michael tenía experiencia suficiente para imaginar que Giuliano era astuto y había elaborado sus propios esquemas a fin de llevar a cabo su misión. De pronto se sintió enormemente identificado con él y comprometido en la causa de su huida.

Lo que sin duda provocaría la caída del Gobierno democristiano de Roma no era tanto el diario de Giuliano, donde éste refería la historia de sus últimos siete años, sino los documentos que corroboraban las afirmaciones en él contenidas. ¿Cómo era posible que aquellos poderosos personajes hubieran sido tan insensatos?, se preguntó Michael: una nota firmada por el cardenal, una carta en la que el ministro del Interior preguntaba a Don Croce qué se podía hacer para sofocar las manifestaciones de Ginestre, todo redactado con mucho tacto, desde luego, pero muy comprometedor a la luz de los acontecimientos posteriores. Los elementos resultaban inofensivos por separado, pero en conjunto formaban una montaña de pruebas más impresionante que las pirámides.

Había una carta llena de amables cumplidos en la que el príncipe de Ollorto le aseguraba a Giuliano que las más altas autoridades del Gobierno democristiano de Roma le habían garantizado que harían todo lo posible por conseguir su indulto, siempre y cuando hiciera él lo que pedían. En su carta, el príncipe afirmaba haber llegado a un completo acuerdo con el ministro.

Existían también copias de unos planes operativos preparados por oficiales de alta graduación de los carabinieri con vistas a la captura de Giuliano, copias que habían sido entregadas en pago de servicios prestados.

—No me extraña nada que no les interese apresar a Giuliano —dijo Michael—. Los puede comprometer a todos con estos papeles.

—Voy a llevarme todo esto a Túnez inmediatamente —dijo Peter Clemenza—. Mañana por la noche estará ya en la caja fuerte de tu padre. —Tomó la Virgen decapitada e introdujo de nuevo los papeles en la oquedad. Después se la guardó en el bolsillo y le dijo a Michael—: Vamos. Si salgo ahora mismo, podré estar de regreso por la mañana.

Antes de abandonar la villa, Clemenza le devolvió la cuchilla a la vieja en la cocina y ella la examinó recelosamente, como buscando rastros de sangre. Echaron a andar hacia la playa y, de pronto y con sorpresa, vieron que Héctor Adonis seguía esperando. Stefan Andolini no había aparecido aún.

El hombrecillo se había aflojado el nudo de la corbata y quitado la chaqueta. Pese a encontrarse a la sombra de un limonero, tenía la pulcra camisa blanca empapada de sudor. Estaba, además, un poco embriagado por haber bebido entera la botella de vino que había sobre la mesa del jardín.

Saludó a Michael y a Peter Clemenza muy angustiado.

—Las traiciones finales ya se han puesto en marcha. Andolini lleva tres horas de retraso. Tengo que ir a Montelepre y a Palermo. He de avisar a Giuliano.

—Profesor —dijo Clemenza sin inquietarse—, puede que haya tenido una avería o que se haya retrasado por algún asunto más urgente, pueden haber ocurrido miles de cosas. Él sabe que usted se encuentra a salvo aquí y que esperará. Si no viene, quédese otra noche con nosotros.

—Todo saldrá mal, todo saldrá mal —musitaba Adonis una y otra vez.

Finalmente les rogó que le facilitaran un medio de transporte. Clemenza dijo a dos de los hombres que sacaran uno de los Alfa Romeo y acompañaran a Héctor Adonis a Palermo, ordenándoles regresar sin falta a la villa antes del anochecer.

Ayudaron a Héctor Adonis a subir al vehículo y le tranquilizaron. El Testamento llegaría a los Estados Unidos en veinticuatro horas, y entonces Giuliano estaría a salvo. Una vez el automóvil hubo cruzado la verja, Michael bajó con Clemenza a la playa. Le observó mientras subía a la lancha motora y le siguió observando cuando la embarcación zarpó rumbo a África.

—Estaré de regreso mañana por la mañana —le gritó Clemenza.

Y Michael se preguntó qué ocurriría si Giuliano decidiera aparecer aquella noche.

Más tarde, las dos viejas le sirvieron la cena. Después estuvo paseando por la orilla hasta llegar a la altura de los guardas que vigilaban el perímetro de la propiedad. Faltaban pocos minutos para que oscureciera y las aguas del Mediterráneo eran de un azul intenso y aterciopelado; percibía, de más allá del horizonte, el perfume del continente africano, la fragancia de las flores silvestres y el olor de los animales salvajes.

Allí, junto al agua, no se oía el zumbido de los insectos. Aquellos bichos necesitaban la frondosa vegetación y el brumoso y cálido aire del interior. Era casi como si una máquina hubiera dejado de funcionar. Permaneció de pie en la playa, aspirando la paz y la belleza de la noche siciliana, y se compadeció de todos los que se movían temerosos en la oscuridad: Giuliano en sus montañas, Pisciotta con el frágil escudo de su pase orlado de rojo cruzando las líneas enemigas, el profesor Adonis y Stefan Andolini buscándose el uno al otro por las polvorientas carreteras de Sicilia, y Peter Clemenza surcando el oscuro azul de las aguas camino de Túnez. Y, por cierto, ¿dónde estaba Don Domenic Clemenza, que no había aparecido a la hora de la cena? Todos ellos eran sombras en la noche siciliana y, cuando salieran de nuevo al escenario, el decorado ya estaría dispuesto para ofrecer la vida o la muerte de Turi Giuliano.