El Fiat rodeó la ciudad de Trapani y enfiló la carretera del litoral. Michael Corleone y Stefan Andolini llegaron a una villa más grande que la mayoría, integrada por tres edificios. Estaba cercada por un muro que sólo tenía una abertura por el lado de la playa. La verja estaba vigilada por tres hombres, y detrás de ella Michael distinguió a un hombre grueso que vestía un atuendo insólito en aquel lugar: chaqueta y pantalones deportivos y un polo de punto, con el cuello desabrochado. Mientras esperaban a que se abriera la verja, Michael vio una sonrisa en el mofletudo rostro del otro, y se quedó estupefacto al comprobar que aquel hombre era Peter Clemenza.
Clemenza era, allá en Norteamérica, el principal subordinado del padre de Michael Corleone. ¿Qué estaba haciendo allí? Michael le había visto por última vez la fatídica noche en que Clemenza le entregó un arma para asesinar al capitán de la policía y a Sollozzo, el Turco. Recordaba la expresión de tristeza que Clemenza tenía en la cara en aquel momento.
Rebosante de sincero júbilo al ver a Michael, Clemenza le sacó casi a la fuerza del minúsculo Fiat y lo abrazó calurosamente.
—Michael, qué alegría me da verte. Llevo años esperando para decirte lo orgulloso que me siento de ti. Hiciste un trabajo magnífico. Y ahora todos tus problemas han terminado. Dentro de una semana estarás con la familia y daremos una gran fiesta. Todo el mundo aguarda tu regreso, Mikey.
Contempló con cariño el rostro de Michael mientras le estrechaba en sus fuertes brazos, y llegó a una conclusión. Ya no era un joven héroe guerrero. Durante su estancia en Sicilia, el muchacho se había convertido en un hombre. Es decir, el rostro de Michael ya no era un libro abierto, sino que mostraba la orgullosa, hermética expresión del típico siciliano. Michael estaba maduro para ocupar el lugar que por derecho le correspondía en la familia.
Michael también se alegró mucho de ver la voluminosa humanidad de Clemenza y su ancho rostro de duras facciones. Preguntó por su familia. Su padre se había recuperado del intento de asesinato, pero su salud no era muy buena. Clemenza sacudió la cabeza con pesadumbre.
—A nadie le sienta demasiado bien que le hagan varios agujeros en el cuerpo, por mucho que después se recupere. Pero no es la primera vez que le pegan un tiro a tu padre. Es como un roble. Se restablecerá. Lo que les afectó a él y a tu madre fue el asesinato de Sonny. Fue una brutalidad, Mikey, le hicieron picadillo con las ametralladoras. No estuvo bien, no debieron hacer eso. Actuaron por despecho. Pero estamos elaborando planes. Tu padre te los contará cuando regreses. Todo el mundo se alegra mucho de que vuelvas.
Stefan Andolini saludó con la cabeza a Clemenza, a quien debía de conocer de antes. Después le estrechó la mano a Michael y dijo que debía marchar porque había cosas que hacer en Montelepre.
—Oigas lo que oigas —le dijo—, recuerda esto: que yo siempre fui leal a Turi Giuliano y que él confió en mí hasta el último momento. Si le traicionan, no será por mi causa. —La sinceridad le hacía tartamudear—. Y a ti tampoco te traicionaré.
Michael le creyó.
—¿No quieres entrar y descansar un poco; tomar un bocado, beber algo…? —le preguntó.
Stefan Andolini sacudió la cabeza. Subió de nuevo al Fiat y cruzó la verja, que inmediatamente se cerró ruidosamente a su espalda.
Clemenza atravesó el jardín con Michael y se dirigió al edificio principal. Había hombres armados vigilando los muros y la playa por donde la finca se abría al mar. Un pequeño embarcadero apuntaba hacia la lejana costa de África y, amarrado al mismo, se podía ver una potente lancha motora en la que ondeaba la bandera italiana.
En el interior de la villa había dos viejas vestidas de riguroso negro, de piel renegrida por el sol y tocadas con negras pañoletas. Clemenza les pidió que llevaran un cuenco de fruta al dormitorio de Michael.
La terraza del dormitorio daba al Mediterráneo, cuyas azules aguas parecían hendirse bajo el sol matinal. Las embarcaciones de pesca, de velas azules y rojas, fluctuaban en el horizonte como pelotas que brincaran sobre el agua. Había en la terraza una mesita dispuesta con un mantel marrón oscuro, una cafetera de espresso y una botella de vino tinto. Dos hombres ocupaban sendas sillas ante ella.
—Te veo cansado —dijo Clemenza—. Duerme un rato, y después te lo explicaré todo detalladamente.
—No me vendrá nada mal un descanso —contestó Michael—. Pero antes dime una cosa. ¿Está bien mi madre?
—Está muy bien —contestó Clemenza—. Espera tu regreso. No podemos decepcionarla; sería demasiado, después de lo de Sonny.
—¿Y mi padre —añadió Michael—, se ha restablecido por completo?
—Desde luego que sí —contestó Clemenza, soltando una siniestra carcajada—. Las Cinco Familias se van a enterar. También él ansía verte de vuelta, Mikey. Tiene grandes planes para ti. No le podemos desilusionar. Así pues, no te preocupes demasiado por Giuliano; si aparece, nos lo llevaremos con nosotros. Si sigue escabulléndose, le dejaremos aquí.
—¿Son esas las órdenes de mi padre? —quiso saber el joven.
—Un enlace se traslada diariamente en avión a Túnez, y yo me desplazo hasta allí en lancha, para hablar con él —contestó Clemenza—. Esas son las órdenes que recibí ayer. Al principio, Don Croce nos tenía que ayudar, o por lo menos eso me dijo tu padre cuando salí de los Estados Unidos. Pero, ¿sabes lo que ocurrió ayer en Palermo, después de que tú te marcharas? Alguien trató de liquidar a Croce. Se encaramaron por la tapia del jardín y mataron a cuatro de sus guardaespaldas. Pero Croce no sufrió ningún daño. Y yo me digo, ¿qué demonios está pasando?
—Jesús —exclamó Michael, recordando las precauciones que había adoptado Don Croce en los alrededores del hotel—. Creo que eso es obra de nuestro amigo Giuliano. Confío en que tú y mi padre sepáis lo que estáis haciendo. Estoy tan cansado que ni siquiera puedo pensar.
Clemenza se levantó y le dio unas palmadas en el hombro.
—Ve a dormir un poco, Mikey. Después te presentaré a mi hermano. Un hombre estupendo, igual que tu padre, tan listo y tan duro como él, y el que manda en esta zona, mal que le pese a Don Croce.
Michael se desnudó y se metió en la cama. Llevaba más de treinta horas sin dormir y, ello no obstante, el nerviosismo le impedía descansar. A pesar de haber cerrado las contraventanas de gruesa madera, percibía el calor del sol matinal. Aspiraba la intensa fragancia de las flores y los limoneros y, entretanto, su mente iba pasando revista a los acontecimientos de los últimos días. ¿Cómo era posible que Pisciotta y Andolini se movieran con tanta libertad? ¿Por qué había llegado Giuliano a la conclusión de que Don Croce era su enemigo precisamente en aquel momento tan inoportuno? Semejante error no era propio de un siciliano. Al fin y al cabo, aquel hombre llevaba siete años viviendo en el monte como un forajido. Era más que suficiente. No cabía duda de que debía anhelar una existencia más agradable, si no allí, sí ciertamente en Norteamérica. Y estaba claro que sus planes eran ésos, de otro modo, no querría enviar anticipadamente a su novia a los Estados Unidos. Se le ocurrió pensar que la respuesta a todo aquel misterio era la voluntad de Giuliano de librar una última batalla. Que no temía morir en su tierra natal. Había allí planes y unas conspiraciones que estaban llegando a su desenlace y de los que él, Michael Corleone, no podía tener conocimiento, motivo por el cual debía andarse con mucho cuidado. Porque Michael Corleone no quería morir en Sicilia. Él no formaba parte de aquel mito.
Michael se despertó en un enorme dormitorio cuyas puertas vidrieras se abrían a un blanco balcón de piedra iluminado por el sol matinal. Bajo el balcón, el Mediterráneo extendía hasta el horizonte una alfombra color índigo. Las manchas carmesí de las barcas de pesca punteaban el agua hasta donde alcanzaba la vista. Michael contempló unos minutos aquel panorama, subyugado por la belleza del mar y de los majestuosos acantilados de Erice, visibles algo más al norte.
La habitación estaba llena de enormes muebles de estilo rústico. Había una mesa con una jofaina de esmalte azul y una jarra de agua. Sobre una silla vio una áspera toalla marrón. En las paredes había cuadros de diversos santos y de la Virgen con el Niño en brazos. Michael se lavó la cara y abandonó la habitación. Al pie de la escalera le estaba aguardando Peter Clemenza.
—Ah, ya tienes mejor cara, Mikey —le dijo Clemenza—. Una buena comida te devolverá las fuerzas, y después podremos hablar de negocios.
Acompañó a Michael a la cocina, que tenía una larga mesa de madera. Se sentaron y entonces, como por ensalmo, apareció una anciana enlutada que les sirvió inmediatamente dos tazas de espresso. También como por ensalmo, materializó una bandeja de huevos y embutidos y la depositó sobre la mesa. Después sacó del horno una crujiente y tostada hogaza en forma de sol, tras lo cual, y sin responder a las gracias que le dio Michael, desapareció en una dependencia situada detrás de la cocina. En ese momento, entró un hombre en la estancia. Aunque mayor que Clemenza, se parecía tanto a él que Michael comprendió en seguida que era Don Domenic Clemenza, el hermano de Peter. Domenic vestía de manera muy distinta a la de su hermano: pantalones de terciopelo negro remetidos en recias botas marrones, camisa de seda blanca con frunces en las mangas y un largo chaleco negro. Se cubría la cabeza con una gorra de pico y tenía en la diestra una fusta que arrojó a un rincón. Michael se levantó para saludarle y Don Domenic Clemenza le estrechó afectuosamente en sus brazos.
Los tres se sentaron a la mesa. Don Domenic poseía una dignidad natural y un aire de autoridad que a Michael le recordaron a su propio padre. Tenía también su misma cortesía un poco anticuada. Estaba claro que Peter Clemenza reverenciaba a su hermano mayor, el cual le trataba con el indulgente afecto que los hermanos mayores suelen dedicar a los más jóvenes y un poco alocados. A Michael le pareció divertido. Peter Clemenza era el capo-regime más duro y de más confianza que tenía su padre allá en los Estados Unidos.
—Michael, es para mí un gran placer y un gran honor que tu padre, Don Corleone, te haya encomendado a mis cuidados —dijo Don Domenic en tono muy serio, pero añadiendo un guiño—. Y ahora quiero que satisfagas mi curiosidad. Este inútil hermano mío que tenemos aquí… ¿de veras son sus éxitos en América tan grandes como él dice? Ha subido tan alto, que yo no me fiaría de que supiera sacrificar un cerdo como es debido. ¿Es de veras el brazo derecho de Don Corleone? Y me dice que tiene cien hombres a sus órdenes. ¿Cómo puedo creer semejante cosa?
Pero, mientras hablaba, le dio a su hermano menor unas cariñosas palmadas en el hombro.
—Todo eso es verdad —contestó Michael—. Mi padre dice siempre que estaría vendiendo aceite de oliva, de no haber sido por su hermano de usted.
Todos se echaron a reír y Peter Clemenza comentó:
—Yo me hubiera pasado casi toda la vida en las cárceles. Él me enseñó a pensar, en lugar de limitarme a utilizar una pistola.
—Yo no soy más que un pobre labriego —dijo Don Domenic, suspirando—. Es cierto que mis vecinos me vienen a pedir consejo y dicen aquí, en Trapani, que soy un hombre importante. Me llaman el «Infiel» porque no obedezco las órdenes de Don Croce. Puede que eso no sea muy inteligente, seguramente el Padrino encontrará algún medio de llevarse mejor con Don Croce. Sin embargo, a mí me es imposible. Quizá sea infiel, pero sólo con aquellos que no tienen honor. Don Croce nos vende información al Gobierno, y a mi forma de ver, eso es una infamitá. Por muy sutiles que sean las razones. Los métodos antiguos siguen siendo los mejores, Michael, tal como podrás ver cuando lleves aquí unos cuantos días.
—No me cabe la menor duda —contestó Michael cortésmente—. Y debo darle las gracias por la ayuda que me está prestando.
—Michael —dijo Peter Clemenza—, tu padre accedió a ayudar a Turi Giuliano a salir de este país por respeto a su padre. Sin embargo, tu seguridad es lo primero. Tu padre aún tiene enemigos aquí. Giuliano dispone de una semana para reunirse contigo. Pero, si no aparece, tendrás que regresar solo a los Estados Unidos. Esas son mis órdenes. Tenemos un avión especial esperando en África y podemos marcharnos en cualquier momento. Tú debes decidir.
—Pisciotta dijo que me traería a Giuliano muy pronto —contestó Michael.
Clemenza lanzó un silbido.
—¿Has visto a Pisciotta? ¡Pero si le están buscando tanto como al propio Giuliano! ¿Cómo ha salido de las montañas?
—Tenía uno de esos pases especiales de color rojo firmados por el ministro del Interior —dijo Michael, encogiéndose de hombros—. Y eso también me preocupa un poco.
Peter Clemenza sacudió la cabeza.
—El tipo que me ha traído aquí, ese Andolini, ¿tú le conoces bien, Peter? —preguntó Michael.
—Sí —contestó Clemenza—, trabajó para nosotros en Nueva York… un par de asuntillos de poca monta; en cambio, el padre de Giuliano era de toda confianza, y un gran maestro con el ladrillo. Lo de regresar fue una locura por parte de ambos. Pero muchos sicilianos son así. No pueden olvidar sus cochambrosas casitas de Sicilia. Esta vez me he traído a dos hombres para que me ayuden. Llevaban veinte años ausentes. Vamos a dar un paseo por el campo cerca de Erice, una ciudad preciosa, Mikey, y estábamos allí en medio de todas aquellas ovejas, bebiendo vino y demás, y de pronto nos entran a todos ganas de orinar. Nos ponemos a hacerlo y, al terminar, los dos tíos empiezan a pegar saltos de un metro, gritando como locos: «Viva Sicilia». ¿Qué se puede hacer con esta gente? Pero así son los sicilianos hasta el día en que se mueren.
—Sí, pero y Andolini, ¿qué? —dijo Michael.
—Es primo de tu padre —contestó Clemenza, encogiéndose de hombros—. Ha sido uno de los puntales de Giuliano durante los últimos cinco años. Antes era un estrecho colaborador de Don Croce. ¿Quién sabe? Es peligroso.
—Andolini va a traer aquí a la prometida de Giuliano —dijo Michael—. Está embarazada. La tenemos que mandar a los Estados Unidos y, una vez allí, ella le enviará a Giuliano una palabra clave, diciéndole que todo ha ido bien, y entonces Giuliano se pondrá en nuestras manos. ¿Te parece bien?
—No sabía que Giuliano tuviera una chica —dijo Clemenza dando un silbido—. Pero el proyecto es viable, desde luego.
Salieron a pasear al jardín. Michael vio centinelas junto a la verja y unos hombres armados paseaban arriba y abajo por la playa. La potente lancha motora seguía amarrada al pequeño embarcadero. En el jardín había un grupo de hombres aguardando a ser recibidos por Peter Clemenza. Eran unos veinte, todos ellos típicamente sicilianos, y con sus empolvadas ropas y sus sombreros de ala ancha resultaban versiones, a lo pobre, de Don Domenic.
En un rincón del jardín, bajo un limonero, había una mesa ovalada, de madera, con sillas de mimbre a su alrededor. Clemenza y Michael tomaron asiento allí, y después Clemenza llamó a los hombres que aguardaban. Se acercó uno de ellos y se sentó. Clemenza le hizo preguntas sobre su vida personal. ¿Estaba casado? ¿Tenía hijos? ¿Cuánto tiempo llevaba trabajando con Don Domenic? ¿Quiénes eran sus parientes en Trapani? ¿Había pensado alguna vez en buscar fortuna en América? La respuesta a esta pregunta era invariablemente afirmativa.
Una vieja vestida de negro les sirvió una enorme jarra de vino mezclado con limones frescos. Después acercó una bandeja cargada de vasos. Clemenza ofrecía un trago y un cigarrillo a cada entrevistado. Al terminar, cuando los hombres ya habían abandonado el jardín, Clemenza le preguntó a Michael:
—¿Alguno de ellos te ha dado mala espina?
—Todos me han parecido iguales —contestó Michael, encogiéndose de hombros—. Todos quieren irse a los Estados Unidos.
—Necesitamos sangre nueva allá en casa —dijo Clemenza—. Hemos perdido muchos hombres y puede que perdamos muchos más. Cada cinco años aproximadamente, vuelvo por aquí y me llevo a una docena de ellos. Yo mismo les adiestro. Trabajos sin importancia al principio: cobro de cuotas, intimidaciones, servicios de vigilancia… Pongo a prueba su lealtad. Cuando considero que ha llegado el momento y surge la ocasión, les doy la oportunidad de demostrar su valía. Pero tengo mucho cuidado. A esas alturas saben que podrán darse buena vida hasta el fin de sus días, siempre y cuando se mantengan leales. Aquí nadie ignora que vengo a reclutar efectivos para la familia Corleone y todos los hombres de la provincia quieren venir a verme. Pero quien los elige es mi hermano. Nadie se entrevista conmigo sin antes haber recibido su aprobación.
Michael contempló el hermoso jardín con sus flores multicolores, los perfumados limoneros, las antiguas estatuas de dioses procedentes de excavaciones arqueológicas, las imágenes de santos y la tapia rosada que rodeaba la villa. Era un decorado encantador para examinar a doce apóstoles del asesinato.
A última hora de la tarde, el pequeño Fiat se detuvo ante la verja de la villa y los guardas le franquearon el paso. Andolini iba al volante y llevaba al lado a una muchacha de largo cabello negro azabache y ovalado rostro de madona de retablo. Cuando descendió del vehículo, Michael advirtió que estaba encinta; aunque llevaba el decoroso y holgado vestido propio de las sicilianas, éste no era negro, sino estampado en una desacertada mezcla floreada de rosas y blancos. Sin embargo, su rostro era tan bonito que el vestido no tenía importancia.
Michael Corleone se sorprendió al ver surgir de la trasera del coche la personilla de Héctor Adonis. Fue éste el encargado de hacer las presentaciones. La chica se llamaba Justina y no poseía la timidez propia de las jóvenes; a sus diecisiete años, su rostro tenía la fuerza del de una mujer hecha, como si ya hubiera conocido las amarguras de la vida. Estudió detenidamente a Michael antes de saludarle con la cabeza. Parecía que intentara descubrir en su rostro algún atisbo de falsedad.
Una de las viejas la acompañó a su habitación y Andolini sacó del automóvil su equipaje. Se reducía a una pequeña maleta que el propio Michael llevó al interior de la casa.
Aquella noche cenaron juntos, todos menos Andolini, que ya se había marchado en el Fiat; Héctor Adonis se quedó. Durante la cena comentaron los planes para trasladar a Justina a los Estados Unidos. Don Domenic dijo que la embarcación ya estaba lista para salir hacia Túnez; lo estaba en todo momento, pues no sabiendo cuándo llegaría Giuliano, tenían que actuar con rapidez en cuanto apareciera.
—Cualquiera sabe qué mala gente le estará pisando los talones —dijo Don Domenic con una leve sonrisa.
Peter Clemenza declaró que acompañaría a Justina a Túnez y la instalaría en un avión especial, con documentos que le permitieran entrar en los Estados Unidos sin tropiezos. Después regresaría a la villa.
Cuando Justina llegara a Norteamérica, enviaría la palabra clave, y entonces se iniciaría la operación final para salvar a Giuliano.
Justina habló muy poco durante la velada. Don Domenic le preguntó si estaba en condiciones de emprender viaje aquella misma noche después del largo trayecto en automóvil.
Al contestar la muchacha, Michael comprendió la atracción que debía de haber ejercido sobre Giuliano. Tenía los ardientes ojos negros, la enérgica mandíbula y la boca de las valientes mujeres sicilianas, y hablaba con la misma arrogancia que éstas.
—Viajar es más fácil que trabajar y menos peligroso que esconderse —dijo—. Si he dormido en el monte, y en el campo con las ovejas, ¿por qué no puedo hacerlo en un barco o un avión? Seguro que no hará tanto frío. —Lo dijo con todo el orgullo de los jóvenes; sin embargo, cuando tomó la copa de vino, le temblaba la mano—. Lo único que me preocupa es que Turi consiga escapar. ¿Por qué no podía venir conmigo?
—Justina —le dijo Héctor Adonis cariñosamente—, no quería ponerte en peligro con su presencia. Viajar es más difícil para él; hay que tomar más precauciones.
—La lancha zarpará antes del amanecer, Justina —señaló Peter Clemenza—, convendría que descansaras un poco.
—No —contestó Justina—, no estoy cansada, y los nervios no me dejarían dormir. ¿Podría beber otra copa de vino?
Don Domenic se la llenó hasta el borde.
—Bebe, es bueno para el niño y te ayudará a dormir más tarde. ¿Te dio Giuliano algún mensaje para nosotros?
—Llevo meses sin verle —contestó Justina, sonriendo con tristeza—. Sólo se fía de Aspanu Pisciotta. No es que piense que yo le voy a traicionar, pero teme que le puedan atrapar aprovechando la debilidad que siente por mí. La culpa la tienen todos esos libros que lee, en los que el amor de las mujeres provoca la desgracia de los héroes. Piensa que su amor por mí es la peor de sus debilidades y, como es natural, nunca me cuenta sus planes.
Michael sentía deseos de averiguar más detalles sobre Giuliano, el hombre que él hubiera podido ser si su padre se hubiera quedado en Sicilia, el hombre que hubiera podido ser Sonny.
—¿Cómo conociste a Turi? —le preguntó a Justina.
—Me enamoré de él cuando tenía once años —repuso ella, y rió—. De eso hace seis, y fue el primero de su vida de forajido, aunque ya era famoso en nuestra pequeña aldea. Mi hermano menor y yo estábamos trabajando en los campos con mi padre y papá me dio un fajo de billetes, para que se los llevara a mi madre. Mi hermano y yo éramos muy ingenuos y nos emocionaba tanto tener todo aquel dinero, que se lo enseñamos a todo el mundo. Dos carabinieri nos vieron por el camino, nos quitaron los billetes y se pusieron a reír al ver que llorábamos. No sabíamos qué hacer, temíamos volver a casa y también regresar junto a nuestro padre. Entonces salió un joven de entre los arbustos. Era más alto que la mayoría de los sicilianos y también más ancho de espaldas. Se parecía a los soldados americanos que habíamos visto durante la guerra. Llevaba una metralleta bajo el brazo, pero tenía unos ojos castaños muy dulces. Era muy guapo. Nos preguntó: «¿Por qué lloráis en un día tan hermoso como éste, niños? Y tú, jovencita, si te estropeas esa cara tan preciosa que tienes, ¿quién querrá casarse contigo?». Pero como reía, comprendimos que le alegraba vernos, no sé por qué razón. Le contamos lo ocurrido y él volvió a reírse y nos dijo que tuviéramos siempre mucho cuidado con los carabinieri, y que aquello nos tenía que servir de lección en la vida.
«Después le entregó a mi hermano un montón de liras, para que se las llevara a nuestra madre, y a mí me dio una nota para papá. Aún recuerdo, palabra por palabra, lo que decía: «No regañe a estos dos hijos tan preciosos que tiene, porque van a ser la alegría y el consuelo de su vejez. La suma que les he dado es muy superior a la que han perdido. Y sépalo bien: a partir de hoy, usted y sus hijos quedan bajo la protección de Giuliano». A mí aquel nombre escrito en mayúsculas me pareció muy bonito. Lo soñé durante muchos meses. Simplemente aquella palabra: Giuliano.
»Sin embargo, lo que me indujo a quererle fue el placer que le producía hacer buenas obras. Le encantaba ayudar a la gente. Siempre vi en él ese mismo placer, como si disfrutara más dando que recibiendo. Por eso le quieren tanto en Sicilia.
—Hasta que ocurrió lo de Portella delle Ginestre —terció serenamente Héctor Adonis.
—Aún le siguen queriendo —contestó Justina, bajando los ojos.
—Pero, ¿cómo volviste a encontrarle? —quiso saber Michael.
—Mi hermano mayor era amigo suyo —contestó Justina—. Y, a lo mejor, mi padre era miembro de su banda. No lo sé. Sólo mi familia, el sacerdote y Pisciotta saben que estamos casados. Giuliano les hizo jurar a todos que guardarían el secreto, porque teme que las autoridades me detengan.
Esas palabras sorprendieron mucho a los reunidos alrededor de la mesa. Justina se sacó un pequeño monedero del escote y lo abrió. Contenía un documento de grueso papel color crema, con un gran sello. Se lo tendió a Michael, pero Héctor Adonis lo tomó antes y lo leyó.
—Mañana estarás en los Estados Unidos —le dijo luego con una sonrisa—. ¿Puedo comunicarles la buena noticia a los padres de Giuliano?
—Ellos pensaban que esperaba un hijo sin estar casada —contestó Justina, ruborizándose—. Y me miraban con un poco de desprecio. Sí, se la puede comunicar.
—¿Has visto o leído alguna vez el Testamento que Turi guarda escondido? —le preguntó Michael.
—No —contestó ella, sacudiendo la cabeza—. Turi jamás me habla de eso.
Don Domenic puso una cara muy seria, aunque también sentía curiosidad. Había oído hablar del Testamento, pensó Michael, pero no lo aprobaba. ¿Cuántas personas lo sabían? Desde luego, ningún siciliano. Sólo algunos miembros del Gobierno de Roma, Don Croce, la familia de Giuliano y el círculo de sus camaradas.
—Don Domenic —dijo Héctor Adonis—, ¿puedo abusar de su hospitalidad hasta que Justina nos comunique se encuentra a salvo en Norteamérica? Entonces me encargaré personalmente de que Giuliano reciba la noticia. Se trata sólo de una noche.
—Me honrará usted con ello, mi querido profesor —contestó Don Domenic con vehemencia—. Quédese cuanto tiempo quiera. Pero ahora conviene que nos retiremos. Nuestra joven signora tiene que descansar un poco de su largo viaje, y yo soy demasiado viejo para permanecer levantado tan tarde. Avanti —añadió, con un amplio ademán de pájaro protector reuniendo a su nidada.
Tomó a Héctor Adonis del brazo, para acompañarle a su dormitorio, y ordenó a las criadas que atendieran a los demás huéspedes.
Cuando Michael se despertó a la mañana siguiente, Justina ya se había marchado.
Héctor Adonis tuvo que pasar otras dos noches en la casa antes de que se recibiera por mediación del enlace la carta de Justina. En ella la joven decía que se encontraba a salvo en los Estados Unidos. La carta contenía la palabra clave que esperaba Adonis, y la mañana de su partida, el profesor solicitó hablar con Michael en privado.
Michael había pasado dos días de tensa espera, ansiando regresar a su vez a Norteamérica. Lo dicho por Peter Clemenza sobre el asesinato de Sonny le había llenado de siniestros presagios en relación con Turi Giuliano. En su mente, ambos hombres se confundían entre sí. Le parecían iguales porque poseían la misma vitalidad y potencia física. Giuliano tenía apenas la edad de Michael, y a éste le intrigaba su fama; por otra parte, la idea de encontrarse finalmente cara a cara con él le llenaba de inquietud. Se preguntaba para qué querría su padre a Giuliano en los Estados Unidos. Porque no cabía duda de que su padre se proponía algo. De otro modo, la misión que le habían encomendado, de llevar consigo a Giuliano, no hubiera tenido ningún sentido.
Michael bajó con Adonis a la playa, donde los guardianes les saludaron con el habitual «Vossia», señoría. Ninguno de ellos adoptó la menor expresión de burla al ver la minúscula estatura del elegante Héctor Adonis. La lancha motora había regresado y, al contemplarla más de cerca, Michael pudo ver que era casi del tamaño de un pequeño yate. Sus tripulantes iban armados con luparas y metralletas.
El sol de julio brillaba ardoroso y el mar estaba tan azul y sereno, que el reflejo solar lo hacía parecer metálico. Michael y Adonis se acomodaron en sendas sillas en el embarcadero.
—Antes de marchar, tengo que darte unas últimas instrucciones —dijo Héctor Adonis en voz baja—. Se trata del más importante servicio que puedes prestarle a Giuliano.
—Lo haré con sumo gusto —contestó Michael.
—Tienes que tomar el Testamento de Giuliano y enviárselo a tu padre a los Estados Unidos inmediatamente —dijo Adonis—. Él sabrá cómo usarlo. Se encargará de que Don Croce y el Gobierno de Roma se enteren de que el documento está a salvo en América y desistan, ante eso, de causarle ningún daño a Giuliano. Lo dejarán marchar tranquilamente.
—¿Lo tiene usted? —preguntó Michael.
El hombrecillo sonrió tímidamente y luego se echó a reír.
—El que lo tiene eres tú —dijo.
—Le han dado a usted una información errónea —dijo Michael asombrado—. A mí nadie me ha entregado nada.
—Sí te lo han entregado —replicó Héctor Adonis, apoyando amistosamente una mano en el brazo de Michael. Este observó que tenía unos dedos pequeños y delicados como los de un niño—. Te lo dio María Lombardo, la madre de Giuliano. Sólo ella y yo sabemos dónde está. Ni siquiera Pisciotta lo sabe. —Vio la perpleja expresión de Michael—. Está en el interior de la Virgen negra —dijo—. Es cierto que esa imagen pertenece a la familia hace muchas generaciones y es muy valiosa. Todo el mundo la conoce. Pero a Giuliano le regalaron una reproducción. Hueca. El Testamento está escrito en papel muy fino y cada página lleva la firma de Giuliano. Yo le ayudé a redactarlo en los últimos años. Hay también algunos documentos comprometedores. Turi siempre tuvo en cuenta cuál podía ser el final y quería estar preparado. Para ser tan joven, tenía un gran sentido de la estrategia.
—Y su madre es una gran actriz —rió Michael.
—Todos los sicilianos lo son —contestó Héctor Adonis—. No nos fiamos de nadie y fingimos delante de todo el mundo. El padre de Giuliano es de toda confianza, desde luego, pero podría ser indiscreto. Pisciotta es el mejor amigo de Giuliano desde su infancia, y Stefan Andolini le ha salvado la vida en sus choques con los carabinieri, pero los hombres cambian con el tiempo, o cuando se les somete a tortura. Por consiguiente, es mejor que no lo sepan.
—Pero confió en usted —apuntó Michael.
—Es un honor —se limitó a señalar Adonis—. Pero, ¿te das cuenta de lo listo que es Giuliano? El Testamento me lo confía a mí y la vida se la confía a Pisciotta. Para que le capturaran, le tendríamos que traicionar los dos.