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Incluso en Sicilia, una tierra donde los hombres se mataban unos a otros con el mismo feroz entusiasmo con que los toreros españoles mataban a los toros, la locura asesina de los habitantes de Corleone inspiraba un temor universal. Las familias rivales se exterminaban entre sí por un simple olivo, los vecinos se podían matar por la cantidad de agua que sacaban de una corriente comunal y un nombre podía morir de amor, es decir por haber mirado con excesivo atrevimiento a la esposa o la hija de otro. Los juiciosos «amigos de los amigos» sucumbieron también a esa locura y sus distintas ramas se estuvieron enfrentando a muerte en Corleone hasta que Don Croce impuso la paz.

Pero incluso en una ciudad tan sanguinaria como aquélla, Stefan Andolini se había ganado el apodo de Fra Diavolo, esto es, Fray Diablo.

Don Croce le mandó llamar a Corleone y le facilitó instrucciones. Debería unirse a la banda de Giuliano y ganarse su confianza, y después permanecer con ellos hasta que Don Croce le indicara lo que tenía que hacer. Entretanto habría de enviar información sobre la verdadera fuerza de Giuliano y la lealtad de Passatempo y Terranova. Puesto que la de Pisciotta era una lealtad a toda prueba, sólo sus debilidades reclamaban estudio. Y en caso de que se le presentara la ocasión, Andolini debía liquidar a Giuliano.

Andolini no temía al gran Giuliano. Además, era pelirrojo y los pelirrojos eran tan insólitos en Italia, que en su fuero interno él se consideraba eximido de la práctica de la virtud. Como el jugador convencido de que su sistema nunca puede fallar, Stefan Andolini se creía tan astuto que descartaba la posibilidad de que nadie le engañara jamás.

Eligió como acompañantes a dos jóvenes picciotti, es decir, dos aprendices de asesino que aún no habían ingresado en la Mafia, pero aspiraban a tal honor. Los tres se trasladaron a los dominios montañeses de Giuliano portando mochilas y luparas y, tal como era de esperar, fueron inmediatamente localizados por una patrulla de vigilancia encabezada por Pisciotta.

Pisciotta escuchó la historia de Stefan Andolini con rostro impasible. Le contó Andolini que los carabinieri y la policía de seguridad le estaban buscando por el asesinato de un agitador socialista de Corleone, lo cual era cierto. Lo que no dijo fue que la policía y los carabinieri no tenían ninguna prueba y que sólo le buscaban para interrogarle. Sin embargo, gracias a la influencia de Don Croce, el interrogatorio no hubiera sido exhaustivo: se habría limitado a una simple formalidad. Andolini añadió que los picciotti que le acompañaban también eran buscados por la policía por complicidad en el asesinato, cosa igualmente cierta. Sin embargo, mientras contaba todo eso, Stefan Andolini empezó a experimentar una creciente inquietud. Pisciotta le estaba escuchando con la expresión de quien conoce de antiguo a su interlocutor o ha oído hablar mucho de él.

Andolini dijo que había subido al monte con la esperanza de incorporarse a la banda de Giuliano. Y después decidió jugar a su mejor carta. Contaba con el refrendo del propio padre de Giuliano. Él, Stefan Andolini, era primo del gran Don Vito Corleone de Norteamérica. Pisciotta asintió y Andolini prosiguió su relato. Don Vito se apellidaba Andolini y había nacido en la localidad de Corleone. Tras el asesinato de su padre y la persecución de que él fuera objeto de muchacho, había huido a los Estados Unidos, donde se convirtió en el famoso Padrino. Cuando regresó a Sicilia para vengarse de los asesinos de su padre, Stefan Andolini fue uno de sus picciotti. Después Stefan visitó al Don en América para recibir su recompensa y, estando allí, conoció al padre de Giuliano, que trabajaba de albañil en la nueva mansión que el Don se estaba construyendo en Long Island y se hicieron amigos. Por eso, antes de subir a la montaña, Stefan había pasado por Montelepre para recibir la bendición de Salvatore Giuliano padre.

Mientras escuchaba su relato, Pisciotta adoptó una expresión pensativa. Desconfiaba de aquel hombre, de su pelo rojo, de su cara de asesino. Y tampoco le gustaba la pinta de los dos picciotti que acompañaban a «Malpelo», que así le llamaba él siguiendo la costumbre siciliana.

—Os llevaré hasta Giuliano —dijo Pisciotta—, pero mantened al hombro las luparas hasta que él os hable. No os las descolguéis sin permiso.

Stefan Andolini esbozó una ancha sonrisa y dijo afablemente:

—Yo te he reconocido, Aspanu, y me fío de ti. Quítame la lupara del hombro y que hagan tus hombres lo mismo con mis picciotti. Cuando hayamos hablado con Giuliano, estoy seguro de que él nos las devolverá.

—Nosotros no somos bestias de carga para llevaros las armas —contestó Pisciotta—. Llevadlas vosotros mismos.

Y a continuación encabezó la marcha a través del monte hasta llegar al escondrijo de Giuliano, al borde del peñasco que dominaba Montelepre.

Más de cincuenta hombres de la banda se hallaban diseminados alrededor del peñasco, limpiando armas y reparando los pertrechos. Giuliano estaba sentado junto a la mesa, con los prismáticos ante los ojos.

Pisciotta habló con él antes de conducir a su presencia a los nuevos reclutas. Le contó las circunstancias del encuentro, y después añadió:

—Turi, a mí me parece un «mohoso».

—«Mohoso», en el argot siciliano, es el hombre que informa.

—¿Y tú crees haberle visto antes? —preguntó Giuliano.

—O haber oído hablar de él —contestó Pisciotta—. Me resulta conocido, pero los pelirrojos no abundan mucho por aquí. Tendría que recordarle.

—Has oído hablar de él a la Venera —dijo Giuliano serenamente—. Ella le llamaba «Malpelo», no sabía que se apellidara Andolini. A mí también me lo mentó. Se incorporó a la banda de su marido y, al cabo de un mes, el marido murió en una emboscada de los carabinieri. La Venera tampoco se fiaba de él. Dijo que era muy fullero.

Silvestro se acercó a ellos y le susurró a Giuliano:

—No te fíes de ese pelirrojo. Le he visto en el cuartel general de Palermo, visitando al comandante de los carabinieri.

—Bajad a Montelepre y traed aquí a mi padre —dijo Giuliano—. Entretanto, tenedles vigilados.

Pisciotta envió a Terranova a buscar al padre de Giuliano y luego regresó junto a los sospechosos que estaban sentados en el suelo. Se agachó y tomó el arma de Stefan Andolini. Otros miembros de la banda rodearon a los tres hombres, como lobos cercando a una presa.

—No te importará que te ahorre la molestia de vigilar el arma, ¿verdad? —le preguntó a Andolini con una sonrisa.

Sorprendido por un instante, el otro contrajo el rostro en una mueca. Después se encogió de hombros. Pisciotta arrojó la lupara a uno de sus hombres.

Esperó un momento, para cerciorarse de que sus hombres estaban preparados, y entonces se inclinó para arrebatarles las luparas a los dos picciotti de Andolini. Uno de ellos, más por miedo que por malicia, dio un empujón a Pisciotta y se llevó la mano al hombro. Inmediatamente, con la rapidez con que una serpiente saca la lengua, en la mano de Pisciotta apareció una navaja. Y abalanzándose sobre el picciotto le rebanó la garganta con la navaja. Una fuente de roja sangre estalló en el aire claro de la montaña y el picciotto ladeó el cuerpo y se desplomó. Pisciotta, que se encontraba a horcajadas de su víctima, se inclinó sobre ella y la remató con un último navajazo. Después, con una serie de rápidos puntapiés, hizo rodar el cadáver hasta una hondonada.

—Una vez le dijiste al padre Manfredi que estabas en deuda con él. Que te podía pedir lo que quisiera. —Giuliano recordaba muy bien su promesa. Pero ¿cómo se había enterado de ella aquel sujeto? Andolini añadió—: Envíame junto a él y te pedirá que me respetes la vida.

—Turi —dijo Pisciotta en tono despectivo—, enviar un mensajero y recibir la respuesta nos llevará todo un día. ¿Acaso el franciscano ejerce en ti más influencia que tu propio padre?

Giuliano volvió a sorprenderles.

—Atadle los brazos y colocadle una soga en los pies, de modo que pueda andar pero no correr. Dadme una guardia de diez hombres. Yo mismo le acompañaré al convento y, si el superior no intercede por él le dejaré hacer su última confesión y luego lo ejecutaré yo mismo y entregaré su cadáver a los frailes, para que lo entierren.

Giuliano y sus hombres llegaron a la puerta del convento al amanecer, cuando los frailes lo abandonaban para ir a trabajar a los campos. Giuliano les contempló con una sonrisa en los labios. Hacía apenas dos años, él salía a trabajar con ellos metido en un hábito marrón y con la cabeza cubierta por un negro y abollado sombrero americano de ala ancha. Recordó lo bien que solía pasarlo. ¿Quién hubiera podido imaginar entonces su futura fiereza? Pensó con nostalgia en aquellos días de paz, pasados trabajando en los campos.

El superior iba ya camino de la puerta, para saludarles. Alto, envuelto en el hábito, el anciano vaciló un instante cuando el prisionero avanzó un paso y abrió los brazos. Stefan Andolini corrió a abrazar al anciano, le besó en ambas mejillas y le dijo:

—Padre, estos hombres van a matarme, sólo usted me puede salvar.

El prior asintió y extendió los brazos hacia Giuliano, que se adelantó para abrazarle. De pronto lo comprendía todo. Andolini había pronunciado la palabra «padre» como quien se dirige no a un sacerdote, sino a su progenitor.

—Te pido la vida de este hombre como un favor especial —dijo el superior.

Giuliano le desató pies y brazos a Andolini y dijo:

—Es suyo.

Vencido por el miedo que llevaba en el cuerpo, Andolini se desplomó al suelo. El superior le sostuvo a pesar de su fragilidad.

—Pasad al refectorio —le dijo a Giuliano—; mandaré que sirvan comida a tus hombres y nosotros tres hablaremos de lo que hay que hacer. Mi querido hijo —le señaló a Andolini—, aún no estás fuera de peligro. ¿Qué pensará Don Croce cuando se entere de esto? Tenemos que discutir juntos la cuestión; de otro modo, estás perdido.

El superior disponía de un saloncito particular para tomar el café. Hizo servir queso y pan a sus dos invitados.

—Uno de mis muchos pecados —le dijo a Giuliano, sonriendo con tristeza—. Yo engendré a este hombre de muy joven. Ah, nadie conoce las tentaciones de un párroco siciliano. Yo no pude resistirlas. El escándalo se disimuló y su madre se casó con Andolini. Hubo mucho dinero de por medio y yo fui ascendido en la Iglesia. Pero nadie puede predecir las ironías del Cielo. Al crecer, mi hijo se convirtió en un asesino. Y ésa es una de las cruces que tengo que soportar, aparte de los muchos pecados que pesan sobre mi alma. Escúchame atentamente, hijo mío —añadió, cambiado de tono al dirigirse a Andolini—. Te he salvado la vida por segunda vez. Entiende bien que ahora debes tu lealtad, ante todo, a Giuliano.

»No puedes regresar junto al Don. Se preguntaría por qué Turi te perdonó la vida y mató en cambio a los otros dos. Sospechará que le has traicionado y eso supondría tu muerte. Lo que debes hacer es confesárselo todo al Don y pedirle permiso para quedarte con la banda de Giuliano. Dile que le facilitarás información y actuarás de eslabón entre ella y los «amigos de los amigos». Acudiré al Don personalmente y le expondré las ventajas de este arreglo. Le diré también que serás leal a Giuliano, pero que eso no irá en contra de sus intereses. El pensará que vas a vender al hombre que te ha perdonado la vida. Pero yo te digo que, si traicionas a Giuliano, caería sobre ti mi eterna maldición. Y te llevarás la maldición de tu padre a la tumba —dijo. Y dirigiéndose a Giuliano, añadió—: Y ahora te pido un segundo favor, mi querido Turi. Acepta a mi hijo en tu banda. Luchará por ti y obedecerá tus órdenes, y yo te juro que te será fiel.

Giuliano lo meditó detenidamente. Estaba seguro de que, con el tiempo, se podría ganar el afecto de Andolini, y sabía que éste quería mucho a su padre, el superior del convento. Por consiguiente, las posibilidades de traición eran mínimas, y podía precaverse contra ellas. Stefan Andolini sería un valioso subjefe en las operaciones de su banda, y todavía más valioso como fuente de información sobre el imperio de Don Croce.

—¿Y qué le dirá usted al Don? —quiso saber Giuliano.

—Hablaré con él —contestó el superior después de una pausa—. Tengo influencia. Luego, ya veremos. ¿Vas a aceptar a mi hijo en tu banda?

—Sí, por el cariño que le profeso a usted y por la palabra que empeñé —contestó Giuliano—. Pero, si me traiciona, sus plegarias no serán lo suficientemente rápidas para impedir que vaya al infierno.

Stefan Andolini había vivido en un mundo gobernado por la desconfianza, y ésa era tal vez la razón de que al correr del tiempo su rostro se hubiera trocado en la imagen de un asesino. Sabía que, en los años futuros, sería como un trapecista, siempre en equilibrio en el alambre de la muerte. Pero no tenía otra salida. Le consolaba pensar que el espíritu compasivo de Giuliano le había salvado la vida. Incluso así, no se hacía ilusiones. Turi Giuliano era el único hombre que le había hecho temblar de miedo.

A partir de aquel día, Stefan Andolini pasó a formar parte de la banda de Giuliano. Y en los años sucesivos se hizo tan famoso por su crueldad y su fervor religioso, que el apodo de Fra Diavolo llegó a ser conocido en toda Sicilia. Su fervor religioso consistía en el hecho de ir a misa todos los domingos, generalmente en la ciudad de Villalba, donde el padre Benjamino ejercía su ministerio sacerdotal. Y en el confesonario, le contaba a su consejero espiritual los secretos de la banda de Giuliano, para que el otro se los transmitiera a Don Croce. Sin embargo, callaba los secretos que Giuliano le ordenaba no contar.