14

Los efectivos de la guarnición de Montelepre se habían aumentado hasta un total de cincuenta carabinieri y las pocas veces que Giuliano bajaba cautelosamente a la ciudad para pasar una velada con su familia, temía constantemente que los carabinieri cayeran sobre ellos.

Una noche, mientras escuchaba a su padre hablar de sus viejos tiempos en los Estados Unidos, se le ocurrió una idea. Giuliano padre estaba bebiendo vino y charlando con un viejo amigo suyo de toda confianza que también había estado allí y había regresado con él, y ambos se estaban reprochando uno a otro cariñosamente el haber sido tan estúpidos. El amigo, un carpintero llamado Alfio Dorio, le recordó al padre de Giuliano sus primeros años en Norteamérica, cuando aún no trabajaba por cuenta de Don Corleone, el Padrino. Encontraron trabajo en las obras de construcción del enorme túnel que había de cruzar bajo el río, no recordaban si en dirección a Nueva Jersey o a Long Island, en eso no se ponían de acuerdo. Comentaron lo inquietante que era trabajar bajo el lecho del río y el miedo que tenían de que se hundieran los tubos que contenían el agua y todos se ahogaran como ratas. Y entonces, súbitamente, a Giuliano se le ocurrió la idea. Aquellos dos hombres, con algunos ayudantes de confianza, podrían construir un túnel desde la casa de sus padres hasta el pie de la montaña, distante tan sólo cien metros. La salida se podría disimular entre las enormes rocas de granito, y la boca se podría ocultar con un armario o detrás del horno de la cocina. En caso de que ello fuera factible, Giuliano podría ir y venir a su antojo.

Los hombres le dijeron que eso era imposible, pero la madre se puso loca de contento ante la idea de que su hijo pudiera entrar secretamente en la casa y dormir en su cama durante las frías noches invernales. Alfio Dorio señaló que, dada la necesidad de sigilo y el limitado número de hombres que podrían utilizarse, y habida cuenta de que el trabajo sólo se podría hacer de noche, se tardaría demasiado tiempo en terminar el túnel. Y, además, había otros problemas. ¿Cómo desembarazarse, sin que nadie se diera cuenta, de la tierra excavada? Por otra parte, era un terreno muy pedregoso. ¿Y si tropezaran allí abajo con una veta de granito? ¿Y si les traicionara alguno de los hombres reclutados? Sin embargo, la principal objeción de ambos expertos era que se tardaría por lo menos un año. Y Giuliano comprendió que insistían mucho en ello porque, en el fondo de su corazón, creían que él no iba a vivir tanto tiempo. Su madre también lo comprendió.

—Mi hijo os pide una cosa que puede salvar su vida —les dijo—. Si os da pereza hacerlo, lo haré yo. Por lo menos, podemos intentarlo. ¿Qué podemos perder, aparte del esfuerzo? ¿Y qué pueden hacer las autoridades aunque descubran el túnel? Tenemos derecho a excavar en nuestra tierra. Les diremos que estamos construyendo una bodega para las hortalizas y el vino. Imaginaos. Ese túnel puede salvar un día la vida de Turi. ¿No merece la pena sudar un poco?

Héctor Adonis, también presente en la reunión, dijo que conseguiría libros sobre trabajos de excavación así como el equipo necesario. Introdujo, además, una modificación que gustó mucho a todos: la construcción de un pequeño ramal que condujera a otra casa de la Via Bella, para poder utilizarlo en caso de que la salida del túnel ofreciera peligro o se produjera alguna traición. El ramal debería excavarse primero, y sólo trabajarían en él los dos hombres y María Lombardo. Nadie más sabría de su existencia. Y no se tardaría tanto tiempo en terminarlo.

Mantuvieron después una larga discusión sobre cuál de las casas sería más segura. El padre de Giuliano propuso la de los padres de Aspanu Pisciotta, pero Giuliano vetó inmediatamente la idea. La casa era demasiado sospechosa y estaría constantemente vigilada. Y, además, vivía allí mucha gente y serían demasiados los que conocieran el secreto. Por otra parte, Aspanu no estaba en muy buenas relaciones con su familia. Su padre había muerto y, cuando su madre se volvió a casar, él jamás se lo perdonó.

Héctor Adonis ofreció su propia casa, pero estaba demasiado lejos y Giuliano no quería comprometer a su padrino, ya que, en caso de que el túnel fuera descubierto, el propietario de la casa sería detenido. Se estudió y rechazó la posibilidad de otros parientes y amigos y, por fin, la madre de Giuliano dijo:

—Sólo hay una persona. Vive sola, justo cuatro casas más abajo. Los carabinieri mataron a su marido y ella les odia. Es mi mejor amiga y aprecia mucho a Turi: le ha visto crecer. ¿No os acordáis de que le estuvo mandando comida todo el invierno que pasó en el monte? Se trata de una buena mujer y yo confío plenamente en ella —dijo. Y después de una pausa añadió—: Es la Venera.

Desde el comienzo de la discusión, todos esperaban que ella propusiera aquel nombre. Todos habían pensado que la Venera era la opción más lógica. Pero como hombres y sicilianos no podían hacer semejante sugerencia. En caso de que la Venera se mostrara de acuerdo y alguien lo descubriera, su reputación quedaría dañada para siempre. Era una joven viuda que habría puesto su intimidad y su propia persona a la disposición de un hombre joven. ¿Quién dudaría de que había comprometido su virtud? Nadie, en aquella zona de Sicilia, aceptaría ya casarse con semejante mujer, y ni siquiera respetarla. La Venera no debía de haber cumplido los cuarenta años, pero le llevaba por los menos quince a Turi Giuliano. Sus facciones no eran hermosas, pero sí muy atractivas, y ardía en sus ojos un extraño fuego. En cualquier caso, era una mujer, y él un hombre, y gracias al túnel podrían estar solos y se convertirían sin duda en amantes, pues en Sicilia nadie creía que un hombre y una mujer pudieran estar juntos y reprimir sus impulsos, por mucha que fuera la diferencia de edad. Por esa razón, el túnel que tal vez salvara algún día la vida de Turi Giuliano la marcaría a ella para siempre como mujer de dudosa reputación.

Por otra parte, todos ellos, menos el propio interesado, estaban preocupados por la castidad de Turi Giuliano. Era casi un mojigato, y aquello no era normal en un varón siciliano. Los hombres de su banda visitaban a las prostitutas de Palermo, Aspanu Pisciotta mantenía escandalosas relaciones, y era bien sabido que sus lugartenientes Passatempo y Terranova eran los amantes de viudas pobres a las que entregaban regalos a cambio. Passatempo tenía fama de ser un nombre que utilizaba métodos persuasivos más propios de un violador que de un pretendiente, pero desde que se encontraba a las órdenes de Giuliano, tenía mucho más cuidado. Porque Giuliano había decretado la ejecución de cualquiera de sus hombres que cometiera alguna violación.

Por todas estas razones, tuvieron que aguardar a que fuera la madre de Giuliano la que propusiera el nombre de su amiga y, cuando ésta lo hizo, se sorprendieron un poco, pues María Lombardo de Giuliano era una mujer muy religiosa y anticuada que no vacilaba en llamar rameras a las chicas de la ciudad que se atrevían a pasear por la plaza sin ir acompañadas. Ellos no sabían lo que sabía María Lombardo: que a causa de las dificultades del parto y de la falta de adecuada atención médica, la Venera ya no podría tener hijos, y tampoco sabían que María Lombardo ya había llegado a la conclusión de que la Venera podría proporcionar consuelo a su hijo en las mejores condiciones. Turi era un forajido a cuya cabeza habían puesto precio, y era fácil que una mujer le traicionara. Era joven y viril y necesitaba compañía femenina, ¿quién mejor que una mujer que no podía tener hijos y que no podría exigir el matrimonio? Y que, además, no querría casarse con un bandido. Ya estaba harta de todo eso. Le bastaba con un marido acribillado a balazos ante sus ojos. El arreglo sería perfecto. Sólo se resentiría de ello la reputación de la Venera y, por consiguiente, la decisión la tendría que tomar ella. En caso de que accediera, la responsabilidad sería suya.

Cuando la madre de Giuliano le hizo la proposición algunos días más tarde, se sorprendió de que la Venera accediera gozosamente. Ello confirmaba sus sospechas de que su amiga sentía debilidad por Turi. Pues que así fuera, pensó María Lombardo mientras abrazaba a la Venera con lágrimas de gratitud en los ojos.

El ramal se construyó en cuatro meses, aunque el túnel principal tardaría un año en estar listo. Giuliano bajaba periódicamente a la ciudad por la noche, para visitar a su familia y dormir en una buena cama tras haber saboreado los platos calientes que le preparaba su madre; en tales ocasiones, siempre se organizaba un festín. Sin embargo, hasta llegada casi la primavera no tuvo necesidad de utilizar el ramal. Una patrulla de carabinieri bajó por la Via Bella y pasó de largo. Los hombres iban armados hasta los dientes. Los cuatro guardaespaldas de Giuliano, ocultos en casas cercanas, estaban dispuestos a presentar batalla, pero los carabinieri siguieron su camino. De todos modos, cabía la posibilidad de que, a la vuelta, quisieran registrar la casa de Giuliano. Este decidió por tanto bajar al túnel usando la trampa abierta en la alcoba de sus padres.

Ocultaba el ramal una plancha de madera cubierta por unos treinta centímetros de tierra, para que no descubrieran su existencia los que trabajaban en la construcción del túnel principal. Giuliano tuvo que retirar la tierra y apartar la plancha circular de madera. Después tardó un cuarto de hora en llegar a gatas al estrecho pozo situado bajo la casa de la Venera. La trampa daba a la cocina y estaba disimulada por una pesada estufa de hierro. Giuliano llamó con los nudillos a la puerta caediza, según la señal convenida, y esperó. Repitió la llamada. Las balas no le daban miedo, pero, en cambio, temía la oscuridad. Por fin oyó arriba un leve rumor y se levantó la trampa. No se podía alzar del todo porque lo impedía la estufa situada encima. Giuliano serpenteó dificultosamente y emergió boca abajo en el suelo de la cocina de la Venera.

Aunque ya era muy entrada la noche, la Venera aún llevaba puesto el negro y holgado vestido de luto por la muerte de su marido, acaecida tres años antes. Iba descalza y sin medias y, al salir del pozo, Giuliano advirtió que la piel de sus piernas era sorprendentemente blanca, en contraste con la morena tez tostada por el sol y el hermoso cabello negro azabache, recogido en trenzas. Observó también, por primera vez, que su rostro no era tan ancho como el de la mayoría de las mujeres del pueblo, sino más bien triangular, y que, si bien tenía los ojos de color castaño oscuro, había en ellos unas minúsculas pintas negras que hasta entonces no había advertido. Sostenía ella en la mano un cubo de brasas, como si estuviera a punto de arrojarlas por la trampa, pero al verle las devolvió al interior de la estufa y cerró la puerta caediza. Parecía un poco asustada.

—Es sólo una patrulla que anda rondando por ahí —le dijo Giuliano para tranquilizarla—. En cuanto vuelvan al cuartel, me marcharé. Pero no te preocupes, tengo amigos en la calle.

Esperaron. La Venera preparó café y pasaron un rato charlando. Ella observó que Giuliano no estaba tan nervioso como solía mostrarse su marido. No atisbaba por las ventanas ni ponía el cuerpo en tensión cada vez que oía algún ruido en la calle. Se le veía completamente sosegado. No sabía que Turi se esforzaba en mantener esa calma porque recordaba lo que ella solía contar sobre su marido y porque no quería alarmar a su familia, especialmente a su madre. Irradiaba una confianza tal, que la Venera olvidó en seguida el peligro que corría y, muy pronto, se encontraban comentando los pequeños acontecimientos de la localidad.

Ella le preguntó si había recibido la comida que le mandaba a la montaña de vez en cuando. Giuliano le dio las gracias y dijo que tanto él como sus compañeros habían recibido sus paquetes de comida como si fueran regalos de los Reyes Magos y que los hombres alababan mucho sus habilidades culinarias. No le contó los groseros comentarios de algunos de ellos en el sentido de que, si era tan buena en la cama como en la cocina, debía de ser una auténtica joya. Y, entretanto, no dejaba de mirarla. No estaba tan amable con él como de costumbre, no le demostraba aquella ternura de que siempre había hecho gala en público, y se preguntó si la habría ofendido en algo sin darse cuenta. Una vez pasado el peligro, y llegada para él la hora de marchar, se despidieron con mucha ceremonia.

Giuliano regresó dos semanas más tarde. El invierno estaba tocando a su fin, pero las tormentas eran todavía muy frecuentes en la montaña y los santos encerrados en sus capillitas al borde de los caminos, estaban empapados de lluvia. Giuliano soñaba en su cueva con los platos que preparaba su madre, con un baño caliente y el blando lecho de su infancia. Y a esos anhelos se añadía, para gran asombro suyo, el recuerdo de las blancas piernas de la Venera. Ya había anochecido cuando llamó con un silbido a sus guardaespaldas y bajó a Montelepre.

Su familia le acogió con gran alegría. La madre se puso a guisar sus platos preferidos y, entretanto, le preparó un baño caliente. Su padre acababa de ofrecerle una copa de anís, cuando uno de los espías se presentó en la casa, diciendo que las patrullas de carabinieri habían rodeado el pueblo y el propio maresciallo iba a salir del cuartel de Bellampo para efectuar una redada en casa de los Giuliano, al frente de una brigada ligera.

Giuliano abrió la trampilla del armario y bajó al túnel. Estaba fangoso a causa de la lluvia y la tierra se le pegaba al cuerpo y le dificultaba el avance. Cuando salió a la cocina de la Venera, tenía la ropa cubierta de barro y la cara negra.

Al verle, la Venera se echó a reír, y Giuliano se dio cuenta de que jamás la había visto reírse.

—Pareces un moro —le dijo ella.

Por un instante él se ofendió como un chiquillo, tal vez porque en Sicilia los moros eran siempre los malvados de las funciones de marionetas y, en lugar de parecer un héroe cuya vida estaba en peligro, se veía en el papel de un bellaco. O quizá porque aquella risa le hizo comprender que ella era inaccesible a sus deseos. La Venera se percató de que había herido en cierto modo su vanidad.

—Te voy a llenar la bañera y podrás asearte —le dijo—. Y tengo algunas prendas de mi marido que puedes utilizar mientras lavo las tuyas.

Esperaba que él pusiera reparos, que no quisiera bañarse en un momento de tanto peligro. Su marido estaba tan nervioso cuando la visitaba, que jamás se desvestía y siempre dejaba las armas al alcance de su mano. Giuliano, en cambio, la miró sonriendo y se quitó la gruesa chaqueta y las armas, dejándolo todo encima del arca de madera que contenía la leña para el fuego.

La Venera tardó un buen rato en calentar las ollas de agua y llenar la tina de latón. Mientras esperaban, le preparó un café y le observó con detenimiento. Era hermoso como un ángel, pensó, pero ella no se engañaba. Su marido lo era tanto como él, pero asesinaba, y las balas que lo mataron le dejaron hecho un guiñapo, recordó con tristeza; en Sicilia no era bueno amar el rostro de un hombre. Ella lloró mucho, pero en su fuero interno experimentó una sensación de alivio. Una vez convertido en bandido, su muerte era segura, y ella pedía a diario que por lo menos muriera en el monte, o en alguna lejana ciudad. Sin embargo, le abatieron ante sus ojos. Y desde entonces no había podido librarse de la vergüenza; no por el hecho de que fuera un bandido, sino por no haber muerto con valentía y haber caído de una manera tan ignominiosa. Se rindió y pidió compasión, y los carabinieri le acribillaron ante sus ojos. Menos mal que su hija no había presenciado su muerte. Una gracia de Jesucristo.

Vio que Turi Giuliano la estaba mirando con aquella luz especial que se encendía en los ojos de los hombres cuando ardían de deseo. Ella la conocía muy bien y la había visto a menudo en los compañeros de su marido. Sin embargo, sabía que Turi no intentaría seducirla, por respeto tanto a su madre como al sacrificio que ella había hecho permitiendo la construcción del túnel. Abandonó la cocina y se fue al pequeño cuarto de estar, para que él se pudiera bañar tranquilamente. Una vez se hubo retirado, Giuliano se desnudó y se metió en la bañera. El hecho de estar desnudo teniendo tan cerca a una mujer le resultaba erótico. Se lavó con escrupuloso cuidado y después se puso las prendas del marido de la Venera. Los pantalones le estaban un poco cortos y la camisa algo estrecha, por lo que tuvo que dejarse desabrochados los botones de arriba. Las toallas que ella había calentado en la estufa eran poco más que harapos y le habían dejado el cuerpo húmedo. Giuliano comprendió por primera vez lo pobre que era y decidió facilitarle dinero a través de su madre.

Llamó a la Venera, precisando que ya estaba vestido, y ella regresó a la cocina.

—Pero no te has lavado el cabello —exclamó—; llevas ahí un nido de salamanquesas.

Se lo dijo con cierta aspereza no exenta de afecto, para que no se lo tomara a mal. Después, como si fuera una abuela, le pasó las manos por el enmarañado cabello y, tomándole del brazo, le acompañó al fregadero.

Giuliano percibía como una especie de calor en la zona en que su mano le había tocado el cuero cabelludo. Colocó rápidamente la cabeza bajo el grifo y ella le enjabonó con el amarillo jabón de la cocina, porque no tenía otra cosa. Mientras lo hacía, le rozó con el cuerpo y con las piernas, y él experimentó el súbito impulso de acariciarle el pecho y el suave vientre.

Cuando terminó de lavarle el pelo, la Venera le hizo sentarse en una de las sillas de la cocina, esmaltadas de negro, y le secó enérgicamente con una áspera y deshilachada toalla marrón. Tenía el cabello tan largo que le llegaba hasta el cuello de la camisa.

—Pareces uno de esos picaros señores ingleses de las películas —le dijo—. Conviene que te corte ese pelo, pero no en la cocina. Caerían cabellos en las cacerolas y te estropearían la cena. Ven a la otra habitación.

A Giuliano le divertía su seriedad. Adoptaba el papel de una tía o una madre, para no revelar sentimientos más tiernos. Él era consciente de la sexualidad que se ocultaba detrás de todo aquello, pero prefería mostrarse precavido. Era inexperto en aquellas lides y no quería hacer el ridículo. Era como en las escaramuzas que dirigía en el monte: no quería lanzarse hasta tener la seguridad de que las circunstancias le serían favorables. Se trataba de un terreno inexplorado para él, pero el año que había pasado mandando y matando hombres le había librado en cierto modo de su natural temor infantil y el desprecio de una mujer ya no constituía una ofensa tan grave para su orgullo. A pesar de su fama de hombre casto, había visitado en varias ocasiones a las prostitutas de Palermo. Sin embargo, eso fue antes de convertirse en forajido y adquirir la dignidad de un jefe de bandidos y un romántico héroe, en quien semejante comportamiento hubiera parecido improcedente.

La Venera le acompañó al pequeño cuarto de estar, lleno de sillas tapizadas y de veladores de tapas barnizadas de negro. Sobre aquellas mesitas había fotografías de su marido y su hija muertos, juntos y por separado. En algunas la Venera aparecía con su familia. Las fotografías estaban enmarcadas en ovalados marcos negros, de madera, y reveladas en tonos sepia. Giuliano se asombró de la belleza de la Venera en aquellos felices tiempos, sobre todo cuando lucía alegres y juveniles vestidos. Había un retrato que la mostraba sola, luciendo un vestido rojo oscuro que a Giuliano le llamó mucho la atención, induciéndole a pensar súbitamente en los muchos delitos que debía de haber cometido su marido para regalarle ropas tan elegantes.

—No mires esas fotos —pidió ella con una triste sonrisa—, pertenecen a un tiempo en que yo creí que el mundo me podría hacer feliz.

Giuliano comprendió que le había traído a aquella habitación para que viera las fotografías.

Acercó un taburete de un rincón y Giuliano se sentó. De un estuche de cuero con adornos dorados, la Venera sacó unas tijeras, una navaja y un peine. Un regalo que le hizo el bandido Candelería por Navidad, producto de alguno de sus delitos. Después se fue al dormitorio y volvió con un lienzo blanco, que le echó sobre los hombros, y con un cuenco de madera que dejó sobre una mesita próxima. Pasó un jeep frente a la casa.

—¿Quieres que te traiga las armas de la cocina? —le preguntó ella—. ¿Estarías más tranquilo?

Giuliano la miró muy sereno. No quería alarmarla. Ambos sabían que el jeep iba lleno de carabinieri que se disponían a hacer una redada en su casa. Pero él sabía dos cosas. Si los carabinieri se acercaban a la casa y trataban de forzar la puerta atrancada, Pisciotta y sus hombres los liquidarían a todos. Y que antes de abandonar la cocina, él había corrido la estufa, de modo que nadie pudiera levantar la trampa.

—No —contestó, tocándole suavemente el brazo—, no necesito las armas, a menos que quieras degollarme con esa navaja.

Ambos se echaron a reír.

Y después ella emprendió el corte de pelo. Lo hizo poco a poco y con mucho cuidado, tomando los mechones uno a uno y depositando después el cabello cortado en el cuenco de madera. Giuliano permanecía sentado muy quieto, contemplando las paredes de la estancia, casi hipnotizado por el leve rumor de los tijeretazos. En las paredes se veían varias fotografías de gran tamaño del marido de la Venera, el famoso bandido Candeleria. Pero famoso sólo en aquella reducida zona de Sicilia, pensó Giuliano, compitiendo ya, en su juvenil orgullo, con el muerto.

Rutillo Candeleria era un hombre muy apuesto. Tenía una despejada frente coronada de ondulado cabello castaño pulcramente cortado. Giuliano se preguntó si se lo habría cortado su mujer. Tenía el rostro adornado por unos poblados bigotes de oficial de caballería que le hacían parecer mayor, aunque apenas contaba treinta y cinco años cuando los carabinieri le mataron. Aquel rostro le contemplaba desde su marco ovalado casi como si le bendijera amablemente. Sólo los ojos y la boca traicionaban su fiereza. Y sin embargo, se advertía en sus rasgos una especie de resignación, como si ya supiera cuál iba a ser su destino. Como todos los que levantaban sus manos contra el mundo y le arrancaban a éste lo que querían por medio de la violencia y el asesinato, como todos los que forjaban sus propias leyes y trataban de gobernar con ellas a la sociedad, no tenía más remedio que encontrar una muerte súbita.

El cuenco de madera se estaba llenando de relucientes mechones castaños que parecían pajarillos apretujados en su nido. La Venera le tenía apoyadas las piernas en la espalda, y Giuliano percibía su calor a través del sencillo vestido de algodón. Cuando se colocó delante de él para cortarle el cabello de la frente, procuró mantenerse bien apartada de él, pero al inclinarse hacia adelante, su busto casi le rozó la boca y el limpio perfume de su cuerpo le provocó en el rostro una oleada de calor, como si estuviera frente al fuego de una chimenea. La Venera se volvió hacia un lado, para depositar otro mechón en el cuenco, y por un instante su muslo le rozó el brazo, y pese al grueso vestido negro, él notó la sedosa suavidad de su piel. Procuró mantenerse inmóvil como una roca. Ella se apoyó en él con un poco más de fuerza. Para evitar meterle las manos por debajo de la falda y apresarle los muslos, Giuliano dijo en tono de chanza:

—¿Es que somos Sansón y Dalila?

Ella retrocedió de repente, y a Giuliano le sorprendió ver lágrimas en sus mejillas. Sin pensarlo ni un momento, adelantó las manos y la atrajo hacia sí. Lentamente, ella extendió el brazo y dejó las tijeras de plata sobre el montón de cabello castaño que llenaba el cuenco.

Las manos de Turi se perdieron entonces bajo el negro vestido de luto y le apresaron los cálidos muslos. La inicial ternura fue la chispa que encendió una pasión animal alimentada por tres años de casta viudedad y por el dulce anhelo de un joven que jamás había saboreado el amor de una mujer, sino únicamente los ejercicios comprados de las prostitutas.

Desde el primer momento, Giuliano perdió la conciencia de sí mismo y del mundo. El cuerpo de la Venera era sensual y ardía con un calor tropical que le llegaba a los huesos. Sus pechos, hábilmente protegidos y disimulados por el negro vestido de viuda eran más exuberantes de lo que él había imaginado. Al contemplar aquellos carnosos globos ovalados, notó que la sangre le latía con fuerza en las sienes. Después, ambos rodaron al suelo, desnudándose y haciendo simultáneamente el amor.

—Turi, Turi —murmuraba ella una y otra vez con voz quejumbrosa, pero él no decía nada.

Estaba perdido en el calor y la lozanía de su cuerpo. Al terminar, ella le acompañó a la alcoba y volvieron a hacer el amor. A Giuliano le parecía increíble poder gozar del placer que le deparaba aquel cuerpo, e incluso se avergonzó un poco de sucumbir con tanta vehemencia, tranquilizándose tan sólo cuando vio que ella se rendía con una intensidad todavía mayor.

Cuando se quedó dormido, ella permaneció largo rato contemplando su rostro y grabándoselo en la mente como si temiera no volverle a ver con vida. Recordaba que la última noche que pasó con su marido antes de que lo mataran, se volvió de espaldas, después de hacer el amor, y no vio la dulce expresión que siempre aparece en el rostro de los amantes. Se volvió de espaldas porque no podía soportar el nerviosismo que le dominaba a él cuando estaba en la casa, su terror a ser atrapado, que le impedía dormir, y el sobresalto que experimentaba cada vez que ella se levantaba de la cama para preparar algo de comer o atender a alguna tarea. Por eso le asombraba la tranquilidad de Giuliano y por eso le quiso. Le quiso porque, a diferencia de su marido, no se llevaba las armas a la cama y no interrumpía los transportes amorosos para prestar atención al rumor de posibles enemigos al acecho, no fumaba ni bebía y no le hablaba de sus temores mientras hacía el amor, sino que se entregaba al placer con intrépida y concentrada pasión. Se levantó sigilosamente de la cama y él no se movió. Esperó un momento y después se fue a la cocina para prepararle su mejor plato.

Cuando Giuliano abandonó la casa, lo hizo por la puerta principal, saliendo sin temor, pero con las armas ocultas bajo la chaqueta. Le dijo que no pasaría a despedirse de su madre y le pidió que lo hiciera ella en su nombre y le dijera que estaba a salvo. La Venera se asustó de su audacia, sin saber que tenía todo un pequeño ejército en el pueblo y sin haberse dado cuenta de que, antes de salir, él había dejado la puerta abierta unos segundos, para que Pisciotta estuviera sobre aviso y neutralizase a cualquier carabinieri que acertara a pasar por allí.

Ella le besó con una timidez conmovedora y luego le preguntó en voz baja:

—¿Cuándo volverás a verme?

—Siempre que venga a ver a mi madre, vendré después a verte a ti —contestó él—. En el monte soñaré contigo todas las noches.

Al oír sus palabras, ella experimentó la abrumadora alegría de haberle hecho feliz.

No fue a visitar a la madre de Giuliano hasta el mediodía siguiente. A María Lombardo le bastó con verle la cara para saber lo que había ocurrido. La Venera estaba rejuvenecida. En sus oscuros ojos castaños brillaban unas manchitas negras, sus mejillas estaban arreboladas y por primera vez se había puesto un vestido que no era negro. Era un vestido con volantes y adornos de cintas de terciopelo, como los que se ponían las muchachas para ir a ver a la madre de su enamorado. María Lombardo sintió una oleada de gratitud por la lealtad y el valor de su amiga y también cierta satisfacción por el hecho de que sus planes hubieran salido tan bien. Sería un arreglo maravilloso para su hijo, una mujer que jamás le traicionaría y que jamás le exigiría vínculos permanentes. A pesar de lo mucho que amaba a su hijo, no estaba celosa, en absoluto. Sólo se molestó un poco cuando la Venera le contó que le había preparado a Turi su mejor plato —una empanada rellena con carne de conejo y trozos de queso fuerte y aderezada con pimienta— y que había comido por cinco hombres, jurándole que jamás en su vida había saboreado nada mejor.