13

Los jefes de la Mafia Siciliana solicitaron una reunión con Don Croce. Aunque éste era reconocido como jefe de jefes, no les gobernaba directamente. Cada uno tenía su propio imperio. La Mafia era como uno de aquellos reinos medievales en los que los poderosos barones juntaban sus fuerzas para apoyar en las guerras al más fuerte de entre ellos, a quien reconocían como señor. Pero, al igual que aquellos antiguos barones, tenían que ser mimados por su rey y recompensados con el botín de guerra. Don Croce les gobernaba no con la fuerza sino con el poder de su inteligencia, su carisma y el «respeto» adquirido a lo largo de toda una vida. Gobernaba fundiendo sus divergentes intereses en un interés general del que todos pudieran beneficiarse.

Don Croce tenía que andarse con mucho cuidado con ellos. Todos tenían sus ejércitos particulares, sus secretos asesinos, estranguladores y envenenadores, y sus nobles dispensadoras de muertes directas: las temidas luparas. En ese sentido la fuerza de los jefes era igual a la suya; de ahí que el Don quisiera reclutar a Turi Giuliano y convertirle en su lugarteniente personal. Aquellos hombres eran, además, muy listos, y algunos lo más astuto que había en toda Sicilia. No les importaba que el Don ejerciera aquel dominio, porque confiaban y creían en él. Pero hasta el hombre más inteligente del mundo se puede equivocar a veces. Y ellos creían que aquel capricho del Don por Turi Giuliano era el único error surgido del laberinto de su mente.

El más temible y el más franco de todos ellos era Don Siano, que mandaba en la ciudad de Bisacquino. Había accedido a hablar en nombre de los demás y lo hizo con la áspera cortesía habitual en el supremo círculo de los «amigos de los amigos».

Don Croce había organizado un soberbio almuerzo para los seis jefes en los jardines del Hotel Umberto de Palermo, donde el sigilo y la seguridad estaban garantizados.

—Mi querido Don Croce —dijo Don Siano—, ya sabe usted el respeto que todos le tenemos. Usted nos resucitó a nosotros y a nuestras familias. Le debemos mucho. Por consiguiente, al hablarle ahora con toda franqueza, pretendemos prestarle un servicio. El bandido Turi Giuliano ha adquirido demasiada fuerza. Le hemos tratado con excesiva deferencia. Es sólo un muchacho y, sin embargo, desafía su autoridad y la nuestra. Roba las joyas de nuestros más ilustres clientes, requisa las cosechas de nuestros más ricos terratenientes. Y ahora acaba de cometer una definitiva ofensa que no podemos pasar por alto: secuestrar al príncipe de Ollorto, sabiendo muy bien que se encuentra bajo nuestra protección. Y, sin embargo, sigue usted negociando con él y le sigue tendiendo la mano. Ya sé que es fuerte, pero, ¿acaso no lo somos más nosotros? Y si le dejamos campar por sus respetos, ¿no irá envalentonándose cada vez más? Todos nosotros estamos de acuerdo en que ha llegado el momento de resolver esta cuestión. Tenemos que adoptar las medidas que sean necesarias para destruir su fuerza. Si callamos ante el secuestro del príncipe de Ollorto, nos convertiremos en el hazmerreír de toda Sicilia.

Don Croce asintió para indicar que estaba de acuerdo con todo lo dicho, pero no habló. Guido Quintana, el menos importante de los presentes, dijo en tono casi quejumbroso:

—Yo soy el alcalde de Montelepre y todo el mundo sabe que soy un «amigo». Pero nadie acude a mí para solicitar que juzgue, resuelva las disputas o conceda recompensas. El que manda allí es Giuliano, y si tolera que viva en el pueblo, es sólo por evitar un choque con los «amigos». Pero no puedo ganarme la vida, no tengo autoridad. Soy un simple testaferro. Mientras viva Giuliano, los «amigos» no existirán en Montelepre. Yo no le tengo miedo a ese chico. Una vez me enfrenté a él, antes de que se convirtiera en bandido. No me parece un hombre demasiado temible. Si este consejo lo autoriza, trataré de eliminarle. Ya he elaborado planes, y sólo espero la aprobación para llevarlos a la práctica.

—¿Qué nos detiene? —terció Don Piddu de Caltanissetta—. Con los recursos que tenemos, podríamos depositar su cadáver en la catedral de Palermo y asistir a su funeral como si fuera una boda.

Los demás jefes, Don Marcuzza, Don Bucilla y Don Arzana, expresaron también su aprobación. Y después esperaron.

Don Croce levantó su manaza. La frigidez de su mirada les fue atravesando uno a uno mientras hablaba.

—Mis queridos amigos, comprendo plenamente vuestros sentimientos —dijo—. Pero creo que tenéis en poco a ese joven. Posee una astucia impropia de su edad y puede que sea tan valiente como cualquiera de nosotros. No sería fácil matarle. Además, le considero útil en un futuro, no sólo para mí sino para todos nosotros. Los agitadores comunistas están provocando en los sicilianos una locura colectiva que les ha llevado a esperar la llegada de otro Garibaldi, y nosotros tenemos que procurar que no tienten a Giuliano con la idea de convertirse en un salvador. No hace falta que os diga cuáles serían las consecuencias para nosotros si esos salvajes gobernaran Sicilia. Tenemos que convencerle de que luche a nuestro lado. Nuestra posición aún no es lo bastante segura y no podemos permitirnos el lujo de desperdiciar su fuerza asesinándole. —El Don lanzó un suspiro, se llevó un poco de pan a la boca, tomó un sorbo de vino y se secó delicadamente la boca con la servilleta—. Hacedme un favor. Dejad que intente convencerle por última vez. Si se niega, haced lo que consideréis oportuno. Os daré la respuesta dentro de tres días. Permitidme un último intento de llegar a un acuerdo razonable.

Fue Don Siano quien primero inclinó la cabeza en señal de conformidad. Al fin y al cabo, por muy impaciente que estuviera, un hombre razonable siempre podía esperar tres días a cometer un asesinato. Una vez se hubieron marchado sus visitantes, Don Croce mandó llamar a Héctor Adonis a su casa de Villalba.

El Don estuvo muy tajante con Adonis.

—Ya se me ha acabado la paciencia con tu ahijado —le dijo—. Ahora tiene que estar o con nosotros o contra nosotros. El secuestro del príncipe de Ollorto ha sido una ofensa directa a mi persona, pero estoy dispuesto a perdonar y olvidar. Hay que comprender que es joven; yo recuerdo que a su edad era tan fogoso como él. Tal como he dicho siempre, yo le admiro por eso. Y puedes creerme si te aseguro que aprecio muchísimo sus aptitudes. Sentiría una enorme alegría si accediera a ser mi brazo derecho. Sin embargo, tiene que darse cuenta del lugar que ocupa en el esquema general de las cosas. Tengo otros jefes que no le aprecian ni le comprenden tanto como yo, y no podré mantenerles a raya mucho tiempo. Por consiguiente, ve a ver a tu ahijado y repítele lo que te he dicho. Tráeme la respuesta mañana a más tardar. No puedo esperar más tiempo.

—Don Croce —repuso Héctor Adonis, presa del pánico—, reconozco su generosidad de palabra y de obra. Pero Turi es muy obstinado y, como todos los jóvenes, confía demasiado en su poder. Y no cabe duda de que no está totalmente indefenso. Si lucha contra los «amigos», sé que no puede vencer, pero los daños serían, sin duda, terribles. ¿Puedo prometerle alguna compensación?

—Prométele lo siguiente —contestó Don Croce—. Tendrá un destacado lugar entre los «amigos» y contará con mi lealtad y mi afecto personales. Además, no puede pasarse toda la vida en las montañas. Llegará un momento en que deseará ocupar un puesto en la sociedad, vivir dentro de la ley en el seno de su familia. Cuando llegue ese día, yo soy el único hombre de Sicilia que puede garantizarle el indulto. Y lo haré con sumo gusto. Lo digo con toda sinceridad.

Y, en efecto, cuando el Don se expresaba de esa forma, era imposible no creerle y no rendirse a su voluntad.

Cuando subió al monte para hablar con Giuliano, Héctor Adonis estaba muy asustado e inquieto por su ahijado y decidió hablarle con toda franqueza. Quería hacerle comprender que el afecto que por él sentía era lo primero y estaba incluso por encima de su lealtad a Don Croce. Al llegar, vio las sillas y la mesa plegable colocadas al borde del precipicio y a Turi y Aspanu sentados a solas.

—Tengo que hablar contigo en privado —le dijo a Giuliano.

—Mira, hombrecillo —dijo Pisciotta enojado—, Turi no tiene para mí ningún secreto.

Adonis no prestó atención al insulto.

—Turi te podrá confiar, si quiere, lo que yo le diga —contestó muy tranquilo—. Eso es cosa suya. Pero yo no puedo hacerlo. No puedo asumir esa responsabilidad.

Aspanu —dijo Giuliano, dándole a Pisciotta una palmada en el hombro—, déjanos solos. Si es algo que debas saber, yo te lo diré.

Pisciotta se levantó bruscamente, miró a Adonis con rabia y se alejó.

Héctor Adonis esperó un buen rato. Y después empezó a hablar.

—Turi, tú eres mi ahijado. Te quiero desde que eras pequeño. Yo te enseñé, te di libros para leer, te ayudé cuando te convertiste en un forajido. Eres una de las pocas personas de este mundo que me hacen cara la vida. Y, sin embargo, tu primo Aspanu me insulta sin que tú le dirijas una sola palabra de reproche.

—Confío en ti más que en nadie, exceptuados mis padres —contestó Giuliano con tristeza.

—Y Aspanu —dijo Héctor Adonis en tono de reproche—. Se ha vuelto demasiado sanguinario para que se pueda confiar en él.

Giuliano le miró a los ojos y Adonis no pudo menos de admirar la serena franqueza de su semblante.

—Sí, debo reconocerlo, confío en Aspanu más que en ti. Pero siempre te he querido. Tú me abriste la mente con tus libros y tu inteligencia. Sé que has ayudado a mis padres con tu dinero. Y has sido un auténtico amigo en todas mis dificultades. Pero te veo mezclado con los «amigos de los amigos» y algo me dice que es eso lo que hoy te ha traído aquí.

Adonis se asombró una vez más de la intuición de su ahijado. Y le planteó la cuestión a Turi.

—Tienes que llegar a un acuerdo con Don Croce —le dijo—. Ni el rey de Francia, ni el rey de las Dos Sicilias, ni Garibaldi y ni siquiera Mussolini pudieron acabar del todo con los «amigos de los amigos». Tú no puedes abrigar la esperanza de ganar una guerra contra ellos. Te suplico que llegues a un acuerdo. Tendrás que hincar la rodilla ante Don Croce al principio, pero, ¿quién sabe qué te reserva el porvenir? Te lo juro por mi honor y por la cabeza de tu madre, a quien ambos adoramos: Don Croce cree en tu talento y siente por ti verdadero amor. Serás su heredero, su hijo preferido. Pero de momento, tendrás que someterte a sus dictados. —Adonis observó que Turi mostraba interés y se tomaba muy en serio sus palabras—, piensa en tu madre, Turi —añadió con vehemencia—. No puedes pasarte toda la vida en el monte, desafiar el peligro para ir a verla unos cuantos días por año. Con la ayuda de Don Croce, conseguirías el indulto.

El joven reflexionó un buen rato, y después, en tono pausado y solemne, le dijo a su padrino:

—Ante todo, quiero darte las gracias por tu sinceridad. La oferta es muy tentadora, pero yo me he impuesto la tarea de liberar de su condición a los pobres de Sicilia, y no creo que los «amigos» tengan ese mismo propósito. Son los servidores de los ricos y de los políticos de Roma, los cuales son mis enemigos jurados. Esperemos a ver. Es cierto que he secuestrado al príncipe de Ollorto y que les he causado problemas, pero respeto la vida de Quintana, a pesar de lo mucho que le desprecio. Le dejo en paz en atención a Don Croce. Díselo así. Dile que rezo porque llegue el día en que ambos podamos ser socios en igualdad de condiciones. En que nuestros intereses no entren en conflicto. En cuanto a sus jefes, que hagan lo que quieran. No les temo.

Con el corazón apesadumbrado, Héctor Adonis transmitió la respuesta a Don Croce, el cual asintió con su leonina cabeza como si no esperara otra cosa.

Al mes siguiente, se llevaron a cabo tres intentos de acabar con la vida de Giuliano. A Guido Quintana le permitieron ser el primer atacante. Planeó la operación con una minuciosidad digna de los Borgias. Cuando abandonaba el monte, Giuliano solía utilizar un determinado camino. Al lado de ese camino había unos magníficos pastizales, donde Quintana situó un gran rebaño de ovejas, encomendando su custodia a tres pastores a todas luces inofensivos, naturales de la villa de Corleone y viejos amigos suyos.

Durante casi una semana, cada vez que veían a Giuliano bajar por el camino, los pastores le saludaban respetuosamente y, siguiendo la antigua tradición, le besaban la mano. Giuliano conversaba amistosamente con ellos porque los de su oficio eran a menudo miembros esporádicos de su banda y él siempre andaba buscando nuevos reclutas. No se sentía en peligro porque iba acompañado casi siempre por sus guardaespaldas y, con frecuencia, por Pisciotta, que valía lo menos por dos hombres. Los pastores iban desarmados y vestían prendas ligeras, que no permitían ocultar armas.

Pero aquellos hombres guardaban las luparas y las cartucheras atadas al vientre de unas ovejas del rebaño y esperaban el momento en que Giuliano estuviera solo o menos protegido. Sin embargo, a Pisciotta le extrañaba la amabilidad de aquella gente y la súbita aparición del rebaño de ovejas. Llevó a cabo pesquisas a través de su cadena de confidentes y averiguó que los pastores eran asesinos a sueldo de Quintana.

Pisciotta no perdió el tiempo. Tomó a diez miembros de su banda particular y rodeando a los tres pastores, les interrogó detenidamente acerca del propietario de las ovejas, el tiempo que llevaban en su oficio, su lugar de nacimiento y los nombres de sus padres, esposas e hijos. Los pastores contestaron con aparente sinceridad, pero Pisciotta tenía pruebas de que estaban mintiendo.

Efectuaron un registro y descubrieron las armas ocultas entre la lana de las ovejas.

Pisciotta quería ejecutar a los impostores, pero Giuliano se lo impidió. Al fin y al cabo, no le habían causado ningún daño y el verdadero culpable era Quintana.

Ordenaron a los pastores conducir el rebaño de ovejas a la plaza de Montelepre y, una vez allí, decirle a la gente: «Venid a buscar el regalo de Turi Giuliano. Un cordero para cada casa, un obsequio de Turi Giuliano». Después los apresados deberían sacrificar y desollar todos los corderos que les pidieran.

—Recordadlo bien —les dijo Pisciotta—, quiero que seáis tan serviciales como la dependienta más amable de Palermo, como si os pagaran por ello una comisión. Y transmitidle mi saludo y mi agradecimiento a Guido Quintana.

Don Siano fue menos refinado. Envió a dos emisarios a sobornar a Passatempo y Terranova con el fin de que eliminaran a Giuliano. Pero lo que no podía prever Don Siano era que Giuliano fuera capaz de inspirar semejante lealtad a una bestia como Passatempo. Turi prohibió que ejecutaran a los hombres, pero el propio Passatempo los devolvió a su amo con las huellas del bastinado en el cuerpo.

El tercer intento lo volvió a llevar a cabo Quintana, y esa vez Giuliano perdió la paciencia.

A Montelepre llegó un día un nuevo fraile, un fraile estigmatizado. Un domingo por la mañana celebró la misa en la iglesia y después mostró sus llagas a los fieles.

Era el padre Dodana, un hombre alto y atlético cuyo oscuro hábito se agitaba al viento cuando caminaba a grandes zancadas con los pies enfundados en unos cuarteados zapatos de cuero. Tenía el cabello rubio pálido y un rostro de piel tan arrugada y morena como una nuez, a pesar de ser muy joven todavía. Al cabo de un mes, ya se había convertido en una leyenda en Montelepre por su gran capacidad de trabajo. Ayudaba a los campesinos a recolectar sus productos, en la calle reprendía a los niños traviesos, visitaba a las ancianas enfermas en sus casas, para confesarlas. Un día en que el fraile se encontraba a la puerta de la iglesia tras haber celebrado la misa, María Lombardo de Giuliano no se sorprendió de que se acercara a ella y le preguntara si podía hacer algo por su hijo.

—Estará usted preocupada por su alma inmortal, ¿no es cierto? —dijo el padre Dodana—. La próxima vez que venga a visitarla, mándeme llamar y le oiré en confesión.

María Lombardo no era amiga de los curas, a pesar de ser muy religiosa. Pero aquel hombre la impresionaba. Sabía que Turi jamás accedería a confesarse, pero quizá le interesara conocer a un santo varón que simpatizaba con su causa.

Le dijo al sacerdote que su hijo sería informado de aquel ofrecimiento.

—Estoy dispuesto incluso a subir a la montaña para ayudarle —dijo el padre Dodana—. Dígaselo. Mi única misión es salvar las almas que corren el peligro de condenarse. Lo que haga un hombre, es asunto suyo.

Una semana más tarde, Turi Giuliano visitó a su madre. Ella le instó a que hablara con el sacerdote y se confesara. Quizás el padre Dodana le administraría la comunión. Le dijo que estaría más tranquila si un sacerdote le absolviese.

Para su asombro, Turi Giuliano mostró mucho interés por el asunto. Accedió a ver al fraile y envió a Aspanu Pisciotta a la iglesia, para que le acompañara a la casa. Tal como Giuliano sospechaba, el padre Dodana, cuando hizo acto de presencia, le pareció demasiado activo y vigoroso, y también que simpatizaba demasiado con su causa.

—Hijo mío —dijo el fraile—, voy a oírte en confesión en la intimidad de tu dormitorio. Después te administraré la comunión. Lo llevo todo aquí —dijo, dando unas palmadas a una caja de madera que sujetaba el brazo—. Tu alma quedará tan pura como la de tu madre y, si te ocurriera alguna desgracia, irás directamente al cielo.

—Voy a prepararos café y un poco de comida —dijo María Lombardo, retirándose a la cocina.

—Me puede confesar aquí —expuso Turi Giuliano con una sonrisa.

—Tu amigo tendrá que salir de la habitación —dijo el padre Dodana, mirando a Aspanu Pisciotta.

—Mis pecados son del dominio público —replicó Turi, echándose a reír—. Los divulgan todos los periódicos. Por lo demás, mi alma es muy pura, exceptuando un defecto. Tengo que confesar que soy muy desconfiado. Por consiguiente, me gustaría ver qué lleva en esa caja.

—Las Sagradas Formas de la comunión —contestó el padre Dodana.

Fue a abrir el cofre pero en ese momento Pisciotta le puso una pistola en la nuca. Giuliano le arrebató la caja y la abrió. Una pistola automática de color azul oscuro brillaba en un lecho de terciopelo.

Pisciotta vio que Giuliano palidecía y que las pupilas orladas de plata se le oscurecían de rabia.

Giuliano cerró el cofre y miró al fraile.

—Creo que tenemos que ir a la iglesia a rezar juntos. Diremos una oración por usted y otra por Quintana. Le pediremos al Señor que arranque la maldad del corazón de Quintana y la codicia del suyo. ¿Cuánto prometió pagarle?

El padre Dodana no tenía miedo. Los presuntos asesinos anteriores habían salido muy bien librados.

—La recompensa del Gobierno, más otros cinco millones —contestó encogiéndose de hombros con una sonrisa.

—Un buen precio —dijo Giuliano—. No le reprocho que quiera ganar dinero. Pero ha engañado usted a mi madre y eso no se lo puedo perdonar. ¿Es de veras fraile?

—¿Yo? —repuso el padre Dodana en tono despectivo—. En mi vida lo he sido. Pero pensé que nadie lo advertiría.

Los tres bajaron por la calle juntos, Pisciotta un poco rezagado. Entraron en la iglesia. Giuliano ordenó al padre Dodana que se arrodillara frente al altar y después sacó la pistola automática de la caja. El padre Dodana se quedó lívido.

—Dispone de un minuto para decir sus oraciones —le dijo Giuliano.

Y dejando pasar el minuto, apretó el gatillo.

A la mañana siguiente, después de levantarse, Guido Quintana bajó al bar a tomar su habitual café. Al regresar y abrir la puerta de su casa, vio con sorpresa que una sombra impedía el paso de la luz del sol. Inmediatamente, una tosca cruz de madera de gran tamaño le cayó encima, casi derribándole al suelo. En la cruz habían clavado el cuerpo del falso padre Dodana.

Don Croce estudió aquellos fracasos. Quintana había sido advertido. Como no se limitara a cumplir sus deberes de alcalde, la ciudad de Montelepre se vería obligada a gobernarse por su cuenta. Estaba claro que Giuliano había perdido la paciencia y podía desencadenar una guerra abierta contra los «amigos». Don Croce reconoció en los justos castigos de Giuliano la precisión de un maestro. Sólo se le podría asestar otro golpe, y esa vez no debía fallar. Don Croce comprendió que finalmente no tendría más remedio que tomar partido y, en contra de su opinión y de su verdadera voluntad, mandó llamar a su sicario de más confianza, un tal Stefan Andolini, llamado también Fra Diavolo.