La guerra ya había terminado, pero la de Giuliano acababa de empezar. En el breve espacio de catorce meses, Salvatore Giuliano se convirtió en el hombre más famoso de toda Sicilia. Había impuesto su ley en la zona noroccidental de la isla y el corazón de su imperio era la ciudad de Montelepre. Dominaba las localidades de Piani dei Greci, Borgetto y Partinico e incluso la sanguinaria ciudad de Corleone, cuyos habitantes eran tan violentos que hasta en Sicilia se habían hecho tristemente famosos; llegaba casi hasta Trapani y amenazaba la ciudad de Monreale y la mismísima capital, Palermo. Cuando el nuevo Gobierno democrático de Roma puso un precio de diez millones de liras a su cabeza, Giuliano se echó a reír y siguió actuando con absoluta impunidad en gran número de ciudades. A veces hasta cenaba en los restaurantes de Palermo. Al terminar, siempre dejaba una nota debajo del plato en la que decía: «Esto demuestra que Turi Giuliano puede ir adonde le plazca».
La inexpugnable fortaleza de Giuliano eran las distintas galerías de los montes Cammarata. Conocía todas las cuevas y los secretos caminos. Se sentía invencible. Le gustaba contemplar desde allí la ciudad de Montelepre y el llano de Partinico, que se extendía hasta Trapani y el Mediterráneo. Cuando el crepúsculo se teñía de azul, reflejando el color del lejano mar, podía ver las ruinas de los templos griegos, los naranjales, los olivares y los campos de trigo de Sicilia occidental. Con los prismáticos alcanzaba a ver incluso los polvorientos santos encerrados con candados en sus capillitas al borde de los caminos.
Desde aquellas montañas bajaba con sus hombres a las polvorientas carreteras blancas para asaltar los convoyes del Gobierno y los trenes y despojar de sus joyas a las mujeres ricas. Los hombres que se desplazaban en sus carros pintados a los sagrados festejos les saludaban tanto a él como a sus bandidos, al principio con temor y después con respeto y cariño. No había un solo pastor ni jornalero que no se hubiera beneficiado de sus repartos de botín.
Todos los campesinos se convirtieron en espías suyos. Los niños, en sus oraciones nocturnas, le pedían a la Virgen que «salvara a Giuliano de los carabinieri».
Toda aquella campiña alimentaba a Giuliano y a sus hombres.
Había olivares, naranjales y viñedos. Había rebaños cuyos pastores cerraban los ojos cuando los bandidos llegaban en busca de unos cuantos corderos. En aquel paisaje, Giuliano se movía como un espectro, perdido en esa brumosa luz azulada de Sicilia, reflejo del cerúleo Mediterráneo desde el cielo.
Los meses invernales eran largos y fríos en la montaña. Pero la banda de Giuliano seguía creciendo. Por la noche, sus hogueras punteaban las pendientes y los valles de las montañas Cammarata. Los hombres aprovechaban la luz de las hogueras para limpiar sus armas, remendar la ropa y hacer la colada en el cercano arroyo. A veces discutían a la hora de preparar la cena. Cada aldea de Sicilia tiene su propia receta para los platos de calamares y anguilas y para la salsa de tomate con hierbas, y disputan entre sí sobre si las salchichas deben o no deben cocerse al horno. Los hombres aficionados a matar con navaja gustaban de hacer la colada, los secuestradores, en cambio, preferían guisar y coser. Los atracadores de bancos y trenes se dedicaban a limpiar las armas.
Giuliano les hizo cavar trincheras de defensa y establecer lejanos puestos de escucha para que las fuerzas gubernamentales no pudieran sorprenderles. Un día, cavando, los hombres encontraron el esqueleto de un animal gigantesco, más grande que el de cualquier bestia que pudieran imaginar. Héctor Adonis llegó aquel día con libros para Giuliano, ya que éste sentía un enorme afán de saberlo todo. Estudiaba textos de ciencia, de medicina, de política, de filosofía y de técnicas militares. Héctor Adonis se los proporcionaba en gran cantidad con intervalos de pocas semanas. Giuliano le acompañó al lugar donde habían encontrado el esqueleto. Adonis esbozó una sonrisa al ver el desconcierto de los hombres.
—¿Acaso no te he traído suficientes libros de historia? —le dijo a Giuliano—. Un hombre que no conoce la historia de la humanidad de los últimos dos mil años es un hombre que vive en las tinieblas. —Se detuvo un instante y después añadió en el suave tono propio de un profesor—: Eso es el esqueleto de un ingenio bélico utilizado por Aníbal el cartaginés, el cual atravesó hace dos mil años estas montañas para destruir la Roma imperial. Se trata del esqueleto de uno de sus elefantes de guerra, adiestrados para el combate y jamás vistos en el continente con anterioridad. Imaginaos el pánico que harían cundir entre aquellos soldados romanos. Y, sin embargo, no le sirvió de nada, porque Roma venció a Aníbal y destruyó Cartago. Estas montañas encierran muchos fantasmas y vosotros acabáis de descubrir uno. Imagínate, Turi, tú serás un día uno de ellos.
Y Giuliano se pasó toda la noche imaginándolo. Le gustaba la idea de llegar a convertirse algún día en un fantasma de la historia. En caso de que le mataran, esperaba que ello ocurriera en el monte, porque pensaba que, una vez herido, se arrastraría hasta el interior de una de sus numerosas cuevas y nadie le encontraría hasta que se produjera algún accidente fortuito, como había sucedido con el elefante de Aníbal.
Durante el invierno cambiaron varias veces de campamento y los miembros de la banda se dispersaron por varias semanas. Durmieron en casa de familiares o de pastores amigos, o bien en los inmensos graneros vacíos pertenecientes a la nobleza. Giuliano pasó la mayor parte de aquellos meses estudiando sus libros y forjando planes. Mantenía también largas conversaciones con Héctor Adonis.
A principios de primavera, bajó a la carretera de Trapani. Y en aquella carretera vieron por primera vez un carro pintado con otras leyendas, las leyendas de Giuliano. Era una escena plasmada en chillones tonos rojos que representaba a Giuliano quitándole a la duquesa su esmeralda, al tiempo que se inclinaba ante ella en reverencia. En segundo término se veía a Pisciotta amenazando con una ametralladora a un grupo de hombres armados.
Aquel día ambos lucieron también las hebillas de cinturón con un águila y un león rampante labrados en una placa rectangular, de oro. Las había realizado Silvestro, que ahora era el armero de la banda. Se las entregó a Giuliano y Pisciotta como emblema de su caudillaje. Giuliano la lucía siempre: Pisciotta únicamente cuando acompañaba a Giuliano. Porque Pisciotta bajaba a menudo disfrazado a las aldeas y ciudades, e incluso a Palermo.
Por la noche en las montañas, cuando se quitaba el cinturón, Giuliano estudiaba la cuadrada hebilla de oro. A un lado había un óvalo de filigrana que contenía un águila parecida a un hombre con plumas. Al otro lado se podía ver un segundo óvalo con un león rampante sosteniendo en sus patas un círculo también de filigrana. Ambas imágenes daban la impresión de hacer girar una bola del mundo. El león le fascinaba especialmente, con su cuerpo humano bajo la fiera cabeza. La reina del aire y el rey de la tierra labrados en una lámina de fino oro. Giuliano era el águila, Pisciotta el león, y el círculo la isla de Sicilia.
Durante siglos el secuestro de los ricos había sido una de las más habituales industrias caseras de Sicilia. Por regla general, los secuestradores eran los más temibles mafiosos, los cuales se contentaban con enviar una carta antes del secuestro. En ella se explicaba con la mayor cortesía que, para evitar las molestias de un secuestro, se debería pagar una determinada suma. En tal caso —como ocurre cuando se paga al contado en las ventas al por mayor—, se haría una considerable rebaja sobre el precio del rescate en atención a los irritantes problemas que así se ahorraban. Porque, a decir verdad, el secuestro de un famoso personaje no era tan fácil como la gente creía. No estaba al alcance de codiciosos aficionados ni de inútiles y gandules cabezas de chorlito que no querían ganarse la vida trabajando. Tampoco era una alocada y suicida actividad como en los Estados Unidos, donde el secuestro había dado muy mala fama a quienes lo practicaban, por haber hecho blanco de sus actos a los niños. En Sicilia jamás se tomaba a los niños como rehenes, a no ser que les acompañara una persona mayor. Porque de los sicilianos se podía decir cualquier cosa: que eran unos criminales natos, que asesinaban con la misma facilidad con que una mujer recoge flores, que eran tan arteros y traidores como los turcos, que llevaban un atraso social de trescientos años; pero lo que nadie podía negar era que amaban, más aún, idolatraban a los niños. Por consiguiente, aquella modalidad de secuestro no existía en Sicilia. Ellos «invitaban» a una persona rica a que fuera su huésped, y ésta no podía marcharse hasta que hubiera pagado la comida y el alojamiento, como en un hotel de primera.
A lo largo de cientos de años esa industria casera había ido elaborando toda una serie de normas. El precio era siempre negociable a través de intermediarios como la Mafia. Nunca se ejercía ningún tipo de violencia sobre el «huésped», el cual era tratado con el máximo respeto y recibía las atenciones que le correspondían según fuera un príncipe, un duque, un Don o incluso un arzobispo, en caso de bandidos que no tuvieran reparo en poner en peligro la salvación de su alma secuestrando a un representante del clero. A un miembro del parlamento se le llamaba «honorable» a pesar de constarle a todo el mundo que aquellos tunantes eran los mayores ladrones que uno se pudiera echar a la cara.
Todo ello se hacía por conveniencia. La historia enseñaba que dicho sistema daba excelentes resultados. Una vez liberado, si su dignidad no había sufrido menoscabo, el prisionero no manifestaba el menor deseo de vengarse. Se dio el caso de un duque que, ya en libertad y tras haber conducido a los carabinieri al lugar donde sabía que se ocultaban los bandidos, pagó abogados que se encargaran de su defensa. Cuando, a pesar de todo, los bandidos fueron declarados culpables, el duque intervino para que les redujeran a la mitad la larga condena. Habían tratado al duque con tan exquisito tacto y corrección, que éste afirmó no haber conocido jamás modales tan finos ni siquiera entre la mejor sociedad de Palermo.
En cambio, si se dispensaba un mal trato a un prisionero, éste, al ser liberado, gastaba fortunas en perseguir a sus secuestradores, ofreciendo a veces una recompensa muy superior al rescate pagado.
Sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos, si ambas partes se comportaban de manera civilizada, el precio se concertaba mediante diversas negociaciones, y el prisionero era puesto en libertad. Los ricos de Sicilia lo consideraban una especie de impuesto ilegal que debían pagar a cambio de vivir en la tierra que tanto amaban, y puesto que apenas pagaban impuestos al Estado, soportaban aquella cruz con cristiana resignación.
Las negativas obstinadas y los regateos excesivos se resolvían mediante alguna leve forma de coacción. Se cortaba una oreja o se amputaba un dedo, por ejemplo. Ello bastaba, en general, para que todo el mundo entrara en razón. Exceptuando aquellos insólitos y lamentables casos en que había que devolver un cuerpo ritualmente mutilado y acribillado a balazos o, en tiempos más antiguos, cosido a puñaladas en un dibujo de cruz.
Sin embargo, «invitar a un huésped» era siempre un engorro. Había que someter a vigilancia a la víctima durante cierto período de tiempo, para poder secuestrarla con la menor violencia posible. Y antes era necesario preparar varios escondrijos y dotarlos de suministros y guardianes, porque ya se sabía que las negociaciones iban a ser largas y que las autoridades buscarían a las víctimas. Era un asunto muy complejo y que no podían manejar los aficionados.
Cuando decidió dedicarse al negocio de los secuestros, Giuliano se propuso invitar únicamente a los personajes más ricos de Sicilia. Y, de hecho, su primera víctima fue el aristócrata más acaudalado y poderoso de toda la isla. Se trataba del príncipe de Ollorto, el cual no sólo tenía inmensas propiedades en Sicilia sino que, además, se había construido un imperio en el Brasil. Era el amo de casi todos los habitantes de Montelepre… de sus granjas y de sus casas. En política se le conocía como influyente personaje que actuaba en la sombra; un ministro importante del Gabinete de Roma era íntimo amigo suyo. Y, en Sicilia, el administrador de todas sus fincas era nada menos que el propio Don Croce. Huelga decir que, en el magnífico sueldo que percibía Don Croce estaban incluidos los pagos del seguro destinado a preservar a la persona del príncipe de Ollorto de los secuestradores y asesinos y a proteger sus bienes del asalto de los ladrones.
A salvo en su castillo, cuyas murallas vigilaban los hombres de Don Croce, los porteros y sus propios guardianes personales, el príncipe de Ollorto se disponía a pasar una agradable y tranquila velada, observando las estrellas a través de su enorme telescopio, que era lo que más amaba en este mundo. De repente sonaron fuertes pisadas en la escalera de caracol que conducía al observatorio de la torre. Se abrió violentamente la puerta e irrumpieron en la minúscula estancia cuatro hombres armados y muy mal vestidos. El príncipe extendió el brazo sobre el telescopio en gesto protector y se apartó de las inocentes estrellas para mirarles. Al ver la cara de hurón de Terranova, el príncipe empezó a rezar.
Pero Terranova le dijo amablemente:
—Señoría, tengo orden de llevarle a las montañas, a pasar unas vacaciones con Turi Giuliano. Tendrá usted que pagar la comida y el alojamiento, según la costumbre. Pero recibirá tantos cuidados como un recién nacido.
El príncipe trató de disimular su pánico e, inclinando la cabeza, preguntó:
—¿Puedo recoger unas medicinas y algunas prendas de vestir?
—Ya enviaremos por ellas más tarde —contestó Terranova—. Ahora el tiempo apremia. Los carabinieri llegarán en seguida, y no están invitados a nuestra pequeña fiesta. Baje, por favor, delante de mí. Y no se le ocurra echar a correr. Tenemos hombres apostados en todas partes y, por muy príncipe que sea, no puede ser más veloz que las balas.
Frente a una entrada lateral situada al final del muro, se encontraban estacionados un Alfa Romeo y un jeep. El príncipe de Ollorto fue introducido en el Alfa Romeo con Terranova, los demás saltaron al interior del jeep, e inmediatamente ambos vehículos salieron camino de las montañas. Cuando ya se encontraban a media hora de distancia de Palermo y faltaba poco para llegar a Montelepre, los vehículos se detuvieron y todos los hombres bajaron. Ante una imagen de la Virgen que había al borde del camino, Terranova se arrodilló brevemente y se persignó. El príncipe, que era hombre muy religioso, reprimió el impulso de hacer lo mismo, temiendo que lo consideraran una muestra de debilidad o un deseo de suplicar que aquellos hombres no le causaran ningún daño. Los secuestradores se desplegaron después en formación de estrella, con el príncipe en el centro, y empezaron a bajar por una empinada pendiente, hasta llegar a un estrecho sendero que conducía a la desierta inmensidad de los montes Cammarata.
Caminaron durante horas y el príncipe tuvo que pedir varias veces un descanso, cosa que los hombres le concedieron amablemente. En determinado momento, se sentaron al pie de una enorme roca granítica y se pusieron a cenar. Tenían una barra de pan, un buen trozo de queso y una botella de vino. Terranova lo distribuyó entre todos, sin olvidar al príncipe, a quien incluso presentó sus disculpas.
—Siento no poder ofrecerle nada mejor —le dijo—. Cuando lleguemos a nuestro campamento, Giuliano le ofrecerá una comida caliente, tal vez un buen estofado de conejo. Tenemos un cocinero que ha trabajado en varios restaurantes de Palermo.
El príncipe le dio amablemente las gracias y comió con buen apetito. En realidad, con más apetito que en los grandes banquetes a los que solía asistir. El ejercicio le había dejado famélico, hacía años que no sentía tanta hambre. Se sacó del bolsillo una cajetilla de cigarrillos ingleses y la ofreció a los hombres. Terranova y sus hombres tomaron sendos cigarrillos y empezaron a fumar con avidez. El príncipe observó que no se habían quedado con la cajetilla. Y entonces se atrevió a decir:
—Tengo que tomar ciertos medicamentos. Soy diabético y necesito administrarme insulina todos los días.
Le sorprendió la solicitud de Terranova.
—Pero, ¿por qué no lo ha dicho? —le preguntó éste—. Hubiéramos podido esperar un minuto. De todos modos, no se apure. Giuliano enviará por las medicinas y las tendrá usted mañana por la mañana. Le doy mi palabra.
—Muchas gracias —contestó el príncipe.
El menudo cuerpo de lebrel de Terranova pareció inclinarse siempre en cortés atención. Su rostro de hurón sonreía amablemente. Pero era como una navaja: se podía utilizar para un noble uso o convertirse en un instrumento mortífero. Reanudaron la marcha y Terranova se situó en una punta de la formación estelar. De vez en cuando, retrocedía para charlar con el príncipe y asegurarle que no le iba a ocurrir nada malo.
Por fin llegaron a la falda de una montaña. Había tres hogueras encendidas y varias mesas de jardín con sillas de mimbre junto al borde del precipicio. Sentado a una mesa, Giuliano estaba leyendo un libro a la luz de una linterna del ejército norteamericano. A sus pies había una bolsa de lona llena de libros por la que paseaban gran cantidad de salamanquesas. Se percibía en el aire de la montaña un incesante zumbido que el príncipe reconoció como el rumor de millones de insectos, pero eso no parecía molestar a Giuliano.
El forajido se levantó de la mesa y saludó cortésmente al príncipe. No adoptó el aire propio del secuestrador en presencia de su prisionero, pero, pensando en lo lejos que había llegado, esbozaba una curiosa sonrisa. Hacía apenas dos años, era un pobre campesino, y ahora tenía a su merced al hombre más rico y noble de toda Sicilia.
—¿Ha comido? —preguntó—. ¿Necesita alguna cosa especial para que su estancia entre nosotros sea más agradable? Va a pasar aquí algún tiempo.
El príncipe reconoció que tenía hambre y explicó que necesitaba insulina y otros medicamentos. Giuliano dio una voz desde el borde del precipicio y en seguida subió uno de sus hombres con una cazuela de humeante estofado. Giuliano le pidió al príncipe que anotara con todo detalle qué medicamentos necesitaba.
—Tenemos en Monreale un farmacéutico amigo nuestro que nos abrirá la tienda a la hora que sea —dijo—. Tendrá usted sus medicamentos mañana al mediodía.
Cuando el príncipe terminó de comer, Giuliano le acompañó por una pendiente hasta una pequeña cueva en la que había una cama de mimbre con un colchón. Les seguían dos bandidos con mantas, y al príncipe le sorprendió ver que había incluso blancas sábanas y un almohadón. Giuliano advirtió la divertida expresión de su rostro y le dijo:
—Es usted un huésped de honor y haremos cuanto esté en nuestra mano para hacerle gratas estas pequeñas vacaciones. Si alguno de mis hombres le faltara al respeto, le ruego que me lo haga saber. Han recibido orden de tratarle con toda la consideración que merece su rango y su fama de patriota siciliano. Le deseo un buen descanso, mañana va a necesitar toda su energía, pues nos aguarda una larga marcha. Ya se ha entregado la nota de rescate y los carabinieri montarán una vasta operación de búsqueda, por consiguiente, tendremos que alejarnos mucho.
El príncipe le dio las gracias por su amabilidad y después le preguntó cuál iba a ser la cuantía del rescate.
Giuliano se echó a reír, y al príncipe le llamó la atención su juvenil carcajada y la infantil hermosura de su rostro. La respuesta de Giuliano le dejó anonadado.
—Su gobierno ha puesto un precio de diez millones a mi cabeza. Sería un insulto a vuestra señoría que el rescate no fuera diez veces superior.
El príncipe se quedó de una pieza. Después dijo con un ápice de ironía:
—Espero que mi familia me tenga en tan alto concepto como usted.
—Estaremos abiertos a las negociaciones —contestó Giuliano.
Cuando éste se fue, dos bandidos prepararon la cama y después se sentaron a montar guardia a la entrada de la cueva. A pesar del sonoro zumbido de los insectos, el príncipe de Ollorto durmió como no lo había hecho en muchos años.
Giuliano se pasó toda la noche muy ocupado. Envió a Montelepre por las medicinas. Había mentido al príncipe al hablarle de Monreale. Después mandó a Terranova a ver al padre Manfredi, el superior del convento. Quería que él se encargara de las negociaciones del rescate, pese a constarle que el prior tendría que actuar por mediación de Don Croce. Aun así, Manfredi seria un amortiguador perfecto, y Don Croce cobraría la correspondiente comisión.
Las negociaciones iban a ser muy largas, y ya sabían que no conseguirían los cien millones de liras. Aunque el príncipe de Ollorto era muy rico, el primer precio solicitado jamás era, por tradición histórica, el definitivo.
El príncipe de Ollorto pasó un primer día de secuestro muy agradable. Hubo una marcha muy larga, pero no demasiado pesada, hasta una alquería abandonada, en mitad de las montañas. Giuliano actuaba como el amo de una lujosa mansión, como un rico hacendado que acabara de recibir la inesperada visita de su rey. Con su habitual perspicacia, se dio cuenta de que el príncipe estaba afligido por el estado de su ropa y por haberse estropeado aquel traje inglés confeccionado a la medida que tanto dinero le había costado.
Giuliano le preguntó con curiosidad y sin el menor asomo de desprecio:
—¿Tanto le importa lo que lleva encima de la piel?
El príncipe tenía inclinaciones pedagógicas y no cabía duda de que, en aquellas circunstancias, ambos disponían de mucho tiempo. Así pues, le dio a Giuliano una conferencia sobre la forma en que un correcto atuendo, confeccionado a la medida con los mejores tejidos, podía enriquecer la personalidad de un hombre como él. Le habló de los refinados sastres de Londres, comparados con los cuales los duques italianos parecían comunistas. Le describió las distintas clases de tejidos y se refirió a la habilidad y el tiempo que requerían las innumerables pruebas.
—Mi querido Giuliano —dijo—, no se trata del dinero, aunque bien sabe santa Rosalía que lo que yo pagué por este traje bastaría para mantener durante un año a toda una familia siciliana y pagar incluso la dote de su hija. Lo que ocurre es que tengo que ir a Londres y pasarme varios días con los sastres, que me empujan de un lado para otro. Por eso lamento haber estropeado este traje. Nunca lo podré sustituir.
Giuliano estudió al príncipe con simpatía, y después le preguntó:
—¿Por qué es tan importante para usted y los de su clase vestir con tanto lujo… disculpe, quiero decir con tanta corrección? Ahora mismo, lleva usted corbata, aunque estamos en la montaña. Y he visto que al entrar en esta casa se abrochaba la chaqueta como si le estuviera aguardando una duquesa.
El príncipe de Ollorto, pese a ser extremadamente reaccionario en cuestiones de política y no tener, como casi toda la nobleza italiana, el menor sentido de lo que era la justicia económica, siempre se había sentido muy identificado con las clases populares. Le parecía que los humildes eran seres humanos como él, y nadie que trabajara para él, tuviera buenos modales y supiera estar en su sitio, pasaba jamás necesidad. Los criados de su castillo le adoraban, y él los trataba como si fueran miembros de su familia. Siempre les hacía regalos en los cumpleaños y tenía con ellos algún detalle durante las fiestas. A la hora de las comidas, a menos que hubiera invitados, los criados que servían a la mesa participaban en las conversaciones de la familia y manifestaban su opinión acerca de sus problemas, lo cual no era nada insólito en Italia. A las clases bajas se las trataba con crueldad sólo cuando empezaban a luchar por sus derechos económicos.
Y en ese momento adoptaba la misma actitud con Giuliano, como si su secuestrador fuera un simple criado que quisiera compartir su vida, la vida de un hombre muy rico y poderoso. El príncipe comprendió súbitamente que podría convertir aquel período de cautiverio en una ventaja por la que mereciera la pena pagar un rescate. Sabía, no obstante, que habría de actuar con mucho cuidado y echar mano de su encanto, sin mostrarse condescendiente en ningún momento; que habría de ser sincero y veraz y guardarse de explotar demasiado la situación. Porque Giuliano podía pasar de la debilidad a la fuerza.
Así pues, se tomó muy en serio la pregunta de Giuliano y le contestó con toda franqueza.
—¿Por qué luce usted ese anillo con la esmeralda y esa hebilla de oro? —dijo con una sonrisa. Esperó la respuesta, pero Giuliano se limitó a sonreír. Entonces añadió—: Me casé con una mujer todavía más rica que yo. Tengo poder y deberes políticos. Tengo propiedades aquí en Sicilia y propiedades todavía más grandes en el Brasil, procedentes de mi esposa. La gente en Sicilia me besa las manos en cuanto me las saco de los bolsillos, e incluso en Roma soy muy apreciado, pues en aquella ciudad, manda el dinero. Los ojos de todo el mundo están fijos en mí. Me siento ridículo, porque no he hecho nada para merecerlo. Pero es mío y debo conservarlo, no puedo deslustrar esa reputación. Incluso cuando salgo a cazar enfundado en lo que parece un sencillo atuendo de campesino, tengo que estar muy metido en mi papel: el de un rico e importante personaje que va de caza. Cómo envidio a veces a los hombres como usted y Don Croce, que tienen el poder en la cabeza y el corazón y que se lo han ganado con su valentía y astucia. ¿No resulta risible que yo consiga casi lo mismo vistiéndome en el mejor sastre de Londres?
Habló con tanto donaire, que Giuliano se echó a reír. Es más, la compañía del príncipe le resultaba tan agradable que ambos cenaron juntos y hablaron largo y tendido acerca de las desdichas de Sicilia y las cobardías de Roma.
El príncipe, al corriente de la intención de Don Croce de reclutar a Giuliano, trató de favorecer ese objetivo.
—Mi querido Giuliano —dijo—, ¿cómo es posible que usted y Don Croce no junten sus fuerzas para gobernar Sicilia? El tiene la sabiduría de la edad y usted el idealismo de la juventud. No cabe la menor duda de que ambos aman esta tierra. ¿Por qué no se unen ustedes, a la vista de los tiempos que tenemos por delante, tan peligrosos para todos nosotros? Ahora que la guerra ha terminado, las cosas están cambiando. Los comunistas y socialistas pretenden aplastar a la Iglesia y destruir los vínculos de sangre. Se atreven a decir que la fidelidad a un partido político es más importante que el amor que se profesa a la propia madre y el afecto que se debe a hermanos y hermanas. ¿Y si ganaran las elecciones y llevaran a la práctica esas ideas?
—Nunca podrán ganar —contestó Giuliano—. Los sicilianos jamás votarán a los comunistas.
—No esté tan seguro —dijo el príncipe—. Los buenos chicos como Silvio Ferra fueron a la guerra y volvieron contagiados de ideas radicales. Los agitadores prometen pan gratis y tierras gratis. El ingenuo campesino es como un asno que sigue a una zanahoria. Es muy posible que acaben votando a los socialistas.
—Yo no aprecio a los democristianos, pero haría cualquier cosa para evitar un gobierno socialista —dijo Giuliano.
—Sólo usted y Don Croce pueden asegurar la libertad de Sicilia —señaló el príncipe—. Es necesario que aúnen sus fuerzas. Don Croce habla a menudo de usted como si fuera su hijo, le tiene auténtica estima. Y sólo él puede evitar una guerra abierta entre usted y los «amigos de los amigos». Comprende que usted hace lo que tiene que hacer; yo también lo comprendo. Pero incluso ahora los tres podemos trabajar juntos y proteger nuestro destino. En caso contrario, es posible que todos vayamos camino de la destrucción.
Turi Giuliano no pudo reprimir su enojo. Qué insolentes eran los ricos.
—Aún no se ha resuelto la cuestión de su rescate —dijo con voz pausada— y me viene usted a proponer una alianza. Puede que le matemos.
Aquella noche el príncipe durmió muy mal. Pero Giuliano no le demostró después la menor malquerencia, y el aristócrata pasó un par de semanas muy provechosas. El ejercicio diario y el aire puro de la montaña mejoraron su salud y tonificaron su cuerpo. Aunque siempre había estado delgado, tenía alrededor de la cintura unos depósitos de grasa que entonces desaparecieron. Jamás se había sentido mejor físicamente.
Su bienestar se había extendido también a la esfera mental. A veces, cuando le trasladaban de un lugar a otro, Giuliano no formaba parte del grupo que le custodiaba y el príncipe se veía obligado a conversar con hombres incultos y analfabetos cuyo talante le sorprendía. Casi todos aquellos bandidos eran corteses por naturaleza, poseían una dignidad innata y eran inteligentes en grado sumo. Siempre se dirigían a él por su título y trataban de complacer todas sus peticiones. Jamás había estado tan cerca de sus paisanos sicilianos y se sorprendió al experimentar un renovado afecto por su tierra y sus gentes.
Finalmente, el rescate quedó fijado en sesenta millones de liras en oro y se pagó por mediación de Don Croce y el abad Manfredi. La víspera de la liberación, Giuliano, sus hombres de confianza y veinte de los más destacados miembros de la banda ofrecieron un banquete de despedida al príncipe de Ollorto. Se procuraron champaña de Palermo, para celebrar la ocasión, y todos brindaron por su inminente libertad, pues le habían cobrado auténtico afecto. El príncipe por su parte brindó por ellos en los siguientes términos:
—He sido huésped en las más nobles mansiones de Sicilia, pero jamás he recibido este trato y esta hospitalidad y nunca he conocido a hombres con modales tan exquisitos como los de estas montañas. Nunca he dormido tan profundamente ni he comido tan bien. —Hizo una breve pausa. Después añadió con una sonrisa—: La factura ha sido un poco alta, pero las buenas cosas siempre son caras.
Todos rieron, y Giuliano más que ninguno. Sin embargo, el príncipe observó que Pisciotta no había sonreído tan siquiera.
Después bebieron a su salud y le vitorearon. Fue una noche que el príncipe recordaría con placer toda su vida.
A la mañana siguiente, domingo, el príncipe fue acompañado hasta la puerta de la catedral de Palermo, entró en el templo, para asistir a la primera misa, y rezó una plegaria de acción de gracias. Iba vestido exactamente igual que cuando le secuestraron. En prueba de su estima, Giuliano le había mandado arreglar y limpiar su traje inglés por el mejor sastre de Roma.