11

La banda de Giuliano estaba integrada por treinta hombres. Unos eran antiguos miembros de las partidas de Passatempo y Terranova. Otros eran algunos de los habitantes de Montelepre que, liberados por Giuliano durante su asalto al cuartel, se dieron cuenta de que, a pesar de su inocencia, las autoridades no les perdonaban y les seguían hostigando, con lo cual prefirieron ser acosados junto a Giuliano antes que ser atrapados solos y sin amigos.

Una hermosa mañana de diciembre los confidentes que Giuliano tenía en Montelepre le mandaron decir que un hombre de aspecto peligroso, tal vez un espía de la policía, estaba haciendo averiguaciones sobre el modo de unirse a la banda. Se encontraba en la taberna de Cesáreo Ferra. Giuliano envió a Terranova y otros cuatro hombres a investigar a Montelepre. Si el sospechoso era un espía, le matarían y, si fuera útil, sería reclutado.

A primera hora de la tarde, Terranova regresó y le dijo a Giuliano:

—Tenemos a este sujeto y, antes de pegarle un tiro, hemos pensado que quizá te gustaría conocerle.

Giuliano se echó a reír cuando vio al gigantón enfundado en las tradicionales prendas de trabajo de los campesinos sicilianos.

—Vaya, pero si es mi viejo amigo. ¿Pensabas que se me iba a despintar tu cara? ¿Traes mejores balas esta vez?

Era el cabo de carabinieri Canio Silvestro, el que había disparado contra Giuliano durante el famoso asalto al cuartel.

El ancho rostro de Silvestro, marcado por la cicatriz, estaba muy serio. Era un rostro que atraía a Giuliano por alguna inexplicable razón. El forajido sentía una especial debilidad por aquel hombre, que había contribuido a probar su inmortalidad.

—He venido para unirme a tu banda —dijo Silvestro—. Te puedo ser muy útil.

Hablaba con el orgullo de quien se dispone a hacer un regalo. Giuliano se mostró muy complacido y permitió que Silvestro le contara su historia.

Tras el asalto al cuartel, el cabo Silvestro fue enviado a Palermo para ser juzgado en consejo de guerra por negligencia en el cumplimiento de su deber. El maresciallo se puso furioso con él y le interrogó minuciosamente antes de recomendar su procesamiento. Curiosamente, lo que más recelos despertó en el maresciallo fue el hecho de que hubiera intentado disparar contra Giuliano. El motivo del fallido tiro fue una bala defectuosa. El maresciallo afirmó que el cabo había cargado su pistola con aquella bala inofensiva, a sabiendas de que era defectuosa. Que el intento de resistencia fue una comedia y que el cabo Silvestro ayudó a Giuliano a organizar la fuga de los presos y dispuso a sus guardias de tal forma que contribuyeran a favorecer el éxito del asalto.

—¿Qué les hizo pensar que tú sabías lo de la bala defectuosa? —le interrumpió Giuliano.

—Hubiera tenido que saberlo —contestó Silvestro muy avergonzado—. Yo era armero de infantería, un experto —se puso muy serio y después se encogió de hombros—. Cometí un error, es cierto. Me convirtieron en un hombre de oficina y no presté demasiada atención a mi verdadera misión. Pero a ti te puedo ser muy útil. Puedo ser tu armero. Revisar todas las armas y reparártelas. Encargarme de que se manejen adecuadamente las municiones, para que no estalle tu depósito de suministros y te haga saltar por los aires. Puedo modificar tus armas aquí, en el monte, para que las destines al uso que prefieras.

—Cuéntame el resto de tu historia —le dijo Giuliano, estudiándole con atención.

Podía ser un plan para introducir en la banda a un confidente. Vio que Pisciotta, Passatempo y Terranova desconfiaban de aquel hombre.

—Se comportaron como estúpidos, como mujeres asustadas —añadió Silvestro—. El maresciallo sabía que era una locura llevarse a todos los hombres a la montaña, teniendo el cuartel lleno de presos. Los carabinieri ven en Sicilia una especie de país extranjero ocupado. Yo protestaba contra esa actitud y por eso me pusieron en su lista negra. Además, las autoridades de Palermo querían proteger al maresciallo porque, al fin y al cabo, eran responsables de su actuación. Preferían que el cuartel de Bellampo hubiera sido traicionado desde dentro a que lo hubieran tomado hombres más listos y valientes. No me juzgaron en consejo de guerra. Me pidieron que me fuera. Me dijeron que no iba a tener dificultades, pero sé que eso no es cierto. Nunca podré conseguir otro empleo oficial. Yo no sirvo para otra cosa, y soy un patriota siciliano. Entonces me pregunté: ¿qué voy a hacer con mi vida? Y me dije: acudiré a Giuliano.

Giuliano ordenó que le sirvieran comida y bebida y se reunió con sus lugartenientes, para discutir el asunto.

—Pero ¿qué clase de imbéciles se han creído que somos? —dijo Passatempo en tono expeditivo—. Pégale un tiro y arroja su cuerpo por el despeñadero. No necesitamos carabinieri en esta banda.

Pisciotta observó que Giuliano estaba a punto de dejarse arrastrar de nuevo por el cabo. Conociendo las impulsivas emociones de su amigo, dijo cautelosamente:

—Lo más probable es que sea una trampa. Pero, aunque no lo fuera, ¿por qué correr ese riesgo? Viviríamos constantemente preocupados. Siempre habría una sombra de duda. ¿Por qué no le dices, simplemente, que se marche?

—Conoce nuestro campamento —terció Terranova—. Ha visto a algunos de nuestros hombres y sabe cuántos somos. Eso es una información muy valiosa.

—Es un siciliano de una pieza —contestó Giuliano—. Lo hace todo por sentido del honor. No puedo creer que sea un espía.

Vio que los demás sonreían ante su inocencia.

—Recuerda que te quiso matar —dijo Pisciotta—. Llevaba un arma oculta y, siendo un prisionero, trató de matarte en un acceso de cólera, a pesar de constarle que no tenía ninguna esperanza de escapar.

Eso es precisamente lo que más me gusta de él, pensó Giuliano.

—¿Y acaso no demuestra eso que es un hombre de honor? —preguntó a los demás—. Estaba vencido, pero creyó que tenía que morir vengándose. ¿Qué daños nos puede causar? Será un miembro normal de la banda, no le haremos ninguna confidencia. Y le vigilaremos de cerca. Yo me encargaré personalmente de ello. Cuando llegue el momento, le someteremos a una prueba que no tendrá más remedio que rechazar en caso de que sea un espía de la policía. Dejadlo de mi cuenta.

Aquella noche, cuando le comunicó a Silvestro que ya formaba parte de la banda, éste se limitó a decir:

—Puedes contar conmigo para lo que sea.

Y comprendió que Giuliano le había vuelto a salvar la vida.

Por Navidad Giuliano visitó a su familia. Pisciotta lo consideró una imprudencia y dijo que la policía podía tenderle una trampa. En Sicilia la Navidad siempre había propiciado la muerte de los bandidos. La policía contaba con que los fuertes vínculos de la sangre inducirían a los forajidos a bajar de las montañas para visitar a sus seres queridos. Sin embargo, los espías de Giuliano comunicaron que el maresciallo se iría a visitar a su familia a la península y que había concedido permiso a la mitad de los hombres de la guarnición de Bellampo, de modo que pudieran pasar las fiestas en Palermo. Para mayor seguridad, Giuliano decidió bajar acompañado de varios hombres y llegó a Montelepre en Nochebuena.

Había anunciado su visita con antelación, y su madre le tenía preparado un festín. Aquella noche durmió en la cama de su infancia, y cuando al día siguiente su madre fue a misa de Navidad, la acompañó a la iglesia. Llevaba seis guardaespaldas que también visitarían a sus familias, pero que tenían orden de acompañarle adondequiera que fuese.

Al salir de la iglesia con su madre, los seis guardaespaldas le estaban aguardando con Pisciotta.

—Te han traicionado, Turi —dijo éste muy pálido—. El maresciallo ha regresado de Palermo con otros veinte hombres, para capturarte. Tienen rodeada la casa de tu madre porque piensan que estás allí.

Giuliano experimentó un acceso de cólera al pensar en lo estúpido e imprudente que había sido y juró que jamás volvería a incurrir en semejante descuido. Y no es que pensara que el maresciallo y sus veinte hombres podían capturarle ni aun en casa de su madre. Sus guardaespaldas les hubieran tendido una emboscada y se habría producido una sangrienta batalla. Pero eso habría estropeado el espíritu de su vuelta a casa por Navidad. El día del nacimiento de Cristo había que respetar la paz.

Se despidió de su madre con un beso y le pidió que regresara a casa y reconociera tranquilamente ante la policía que le había dejado en la iglesia. De ese modo, no la podrían acusar de complicidad. Le dijo que no se preocupara, que él y sus hombres iban armados hasta los dientes y podrían escapar con facilidad; ni siquiera habría lucha. Los carabinieri no se atreverían a seguirles hasta el monte.

Giuliano y sus hombres se marcharon sin ser vistos por la policía. Aquella noche, en su campamento de la montaña, Giuliano interrogó a Pisciotta. ¿Cómo era posible que el maresciallo se hubiera enterado de la visita? ¿Quién había sido el confidente? Habría que hacer todo lo posible por averiguarlo.

—Esa va a ser tu misión especial, Aspanu —le dijo—. Y si hay uno, es posible que existan otros. No me importa lo mucho que tardemos ni el dinero que cueste; debes averiguarlo.

A Pisciotta jamás le habían gustado las payasadas del barbero de Montelepre, ni siquiera de niño. Frisella era uno de aquellos barberos que cortaban el pelo según su estado de ánimo del momento: un día siguiendo los cánones de la moda, otro en plan divertido, y al siguiente, de acuerdo con el conservador estilo de los campesinos. Con esas variaciones pretendía dárselas de artista. Se tomaba, además, demasiadas libertades con los que estaban por encima de él y adoptaba una actitud excesivamente paternalista con sus iguales. Se burlaba de los niños y los trataba con ese desprecio tan típicamente siciliano, que constituye una de las características menos agradables de la isla: les pinchaba las orejas con las tijeras y, a veces, les cortaba el cabello tan corto, que les dejaba la cabeza como una bola de billar. Por eso Pisciotta experimentó un placer especial al comunicarle a Giuliano que el barbero Frisella era el espía de la policía y había quebrantado el sagrado código de la omertá.

Era evidente que el maresciallo no había atacado a tontas y a locas el día de Navidad. Alguien le debió de decir que Turi estaría en casa. ¿Cómo lo habrían averiguado, si él se puso en contacto con su familia con sólo veinticuatro horas de antelación?

Pisciotta recurrió a los confidentes que tenía en el pueblo. Quería saber todo lo que el maresciallo había hecho durante aquellas veinticuatro horas. Puesto que los únicos que conocían los planes de Giuliano eran sus padres, Pisciotta les interrogó con disimulo, para ver si se habían ido de la lengua involuntariamente.

María Lombardo descubrió en seguida su propósito.

—No he hablado con nadie, ni siquiera con mis vecinas —le dijo—. Me quedé en casa a guisar para ofrecerle a Turi una buena comida de Navidad.

Pero el padre de Giuliano había acudido a la barbería de Frisella la víspera de Navidad. El viejo era un poco presumido y quería estar elegante en las contadas ocasiones en que su hijo Turi visitaba la casa de Montelepre. Era una costumbre adquirida quizás en los Estados Unidos. Frisella le afeitó y le cortó el pelo, y bromeó con él como solía.

—¿Acaso quiere el signor ir a Palermo, a visitar a ciertas señoras de allí? ¿Es que va a recibir alguna importante visita de Roma?

Frisella se encargaría de que el signor Giuliano estuviera lo bastante presentable para recibir a un «rey». Pisciotta imaginó la escena. El padre de Giuliano diciendo, con una enigmática sonrisa en los labios, que un hombre podía arreglarse por simple satisfacción personal. E hinchándose como un pavo al ver que su hijo era tan famoso que le llamaban el «rey de Montelepre». O a lo mejor el viejo había acudido allí en otra ocasión y, habiéndose enterado de que Giuliano había visitado a sus padres aquel mismo día, el barbero empezó a atar cabos.

El maresciallo Roccofino se afeitaba todas las mañanas en la barbería. Y aunque no parecía probable que Frisella hubiera informado al policía, Pisciotta estaba seguro de que así había sido. Envió a sus espías a la barbería para que charlaran con Frisella y jugaran a las cartas con él, sentados a la mesa que Frisella solía sacar a la calle. Bebieron vino, hablaron de política e insultaron a los amigos que pasaban.

A lo largo de varias semanas, los espías de Pisciotta fueron obteniendo más información. Frisella siempre silbaba una de sus arias de ópera preferidas mientras atendía a sus clientes. A veces encendía su aparato de radio, un armatoste de forma ovalada, para oír los discos que ofrecían las emisoras romanas. Cuando atendía al maresciallo, siempre tenía conectada la radio. Y siempre, en algún momento, se inclinaba hacia el policía y le susurraba algo. Quien no se hubiera maliciado nada, habría podido ver en eso simple solicitud de un barbero amable para con su cliente. Sin embargo, uno de los espías de Pisciotta alcanzó a ver el billete con que pagó el maresciallo el servicio, y observó que estaba doblado y que el barbero se lo guardaba en un bolsillo del chaleco que llevaba bajo la bata blanca. Después, el espía y uno de sus colaboradores acorralaron a Frisella y le obligaron a enseñarles el billete, que era de diez mil liras. El barbero juró que correspondía al pago de los servicios de varios meses, y los espías fingieron creerle.

Pisciotta expuso las pruebas a Giuliano en presencia de Terranova, Passatempo y el cabo Silvestro. Estaban en su campamento de la montaña. Giuliano se acercó al borde de uno de los precipicios que daban a Montelepre y contempló la ciudad. El barbero Frisella formaba parte de aquella ciudad desde siempre. Frisella le había cortado el pelo para la ceremonia de la confirmación y le regaló una monedita de plata. Conocía a la mujer y al hijo del barbero. Frisella le gastaba bromas cuando le encontraba en la calle, y siempre le preguntaba por sus padres.

Y de pronto resultaba que aquel hombre había quebrantado el sagrado código de la omertá. Había vendido secretos al enemigo, era un confidente a sueldo de la policía. ¿Cómo podía ser tan insensato? ¿Y qué debía hacer él ahora con aquel hombre? Una cosa era matar a un policía en el ardor del combate y otra muy distinta ejecutar a sangre fría a un hombre mayor que era casi como un tío para él. Turi Giuliano tenía apenas veintidós años y se veía por primera vez en la necesidad de utilizar aquella gélida crueldad tan necesaria en las grandes empresas.

Se volvió para mirar a los demás.

—Frisella me conoce de toda la vida. De niño, me daba limonada, ¿te acuerdas, Aspanu? Y a lo mejor se limita a contar chismes al maresciallo, pero no por facilitarle información. Otra cosa sería si le hubiésemos dicho que íbamos a ir a la ciudad y él se lo hubiera contado a la policía. A lo mejor hace simples conjeturas, y acepta el dinero porque se lo ofrecen. ¿Quién lo rechazaría?

Passatempo miraba a Giuliano con los ojos entornados, como contemplaría una hiena a un león moribundo, preguntándose si habría llegado el momento de abalanzarse sobre la fiera y darle una dentellada. Terranova movió lentamente la cabeza, sonriendo con el aire de quien oye contar a un niño una historia absurda. Pero Pisciotta fue el único que le contestó.

—Tiene más delito que un cura en una casa de putas —dijo.

—Podríamos hacerle una advertencia —propuso Giuliano—. Podríamos atraerle a nuestro lado y utilizarle para proporcionar falsa información a la policía cuando nos conviniera.

Pero mientras hablaba, comprendió que sería un error. Y ya no podía permitírselos.

—¿Por qué no le hacemos un regalo, ya que estamos en eso? —replicó Pisciotta enfurecido—. Un saco de trigo o un pollo. Turi, nuestras vidas y las de todos los hombres que están aquí, en el monte, dependen de tu valor, de tu voluntad, de tu capacidad de dominio. ¿Cómo podremos seguirte si perdonas a un traidor como Frisella? Un hombre que ha quebrantado la ley de la omertá. A esta hora, y por mucho menos, los «amigos de los amigos» ya habrían colgado su corazón y su hígado en la puerta de su barbería. Si le perdonas, cualquier traidor codicioso sabrá que puede delatarte sin ser castigado. Uno de ellos puede ser nuestra muerte.

—Frisella es un estúpido payaso —terció Terranova con muy buen tino—, un hombre traidor y codicioso. En tiempos normales, sería un simple pelmazo. Ahora, en cambio, es peligroso. Sería una imprudencia que le dejaras suelto, no tiene inteligencia suficiente para enmendarse. Pensaría que no somos gente seria. Y otros muchos lo pensarían también. Turi, tú has acabado con las actividades de los «amigos de los amigos» en Montelepre. El tal Quintana actúa con mucho tiento, aunque a veces dice cosas un poco imprudentes. Si le perdonas la vida a Frisella, los «amigos de los amigos» creerán que eres débil y te someterán a otras pruebas. Los carabinieri serán más audaces, perderán el miedo y se harán más peligrosos. Y hasta los habitantes de Montelepre empezarán a despreciarte. Frisella no puede seguir con vida.

Esto último lo dijo casi con tristeza.

Giuliano les escuchó con aire pensativo. Tenían razón. Sabía cómo era Passatempo y podía adivinar lo que estaba pensando. En caso de que le perdonara la vida a Frisella, no podría fiarse de Passatempo. Ya no podrían ser caballeros de Carlomagno, ya no podrían resolver sus diferencias en honroso combate. Frisella tendría que ser ejecutado de forma que su muerte sirviera de supremo escarmiento.

A Giuliano se le ocurrió una idea.

—¿Tú qué piensas? —le preguntó al cabo Silvestro—. Estoy seguro de que el maresciallo te diría quiénes eran sus confidentes. ¿Es culpable el barbero?

Silvestro se encogió de hombros con expresión impasible. No quería hablar. Todos comprendieron que su sentido del honor le impedía traicionar su antigua confianza y que el hecho de no contestar era una manera indirecta de decirles que el barbero mantenía ciertos contactos con el maresciallo. Pero Giuliano quería estar seguro. Miró sonriente al cabo y le dijo:

—Ha llegado el momento de que nos demuestres tu lealtad. Iremos todos a Montelepre y tú ejecutarás personalmente al barbero en la plaza.

Aspanu Pisciotta se asombró de la astucia de su amigo. Giuliano siempre le deparaba sorpresas. Siempre actuaba con nobleza y, sin embargo, era capaz de tender trampas dignas del mismísimo Yago. Todos creían que el cabo era un hombre sincero y honrado que respetaba profundamente el juego limpio. Jamás accedería a llevar a cabo la ejecución de no constarle la culpabilidad del barbero, por muy caro que ello le pudiera costar. Pisciotta vio la leve sonrisa de Giuliano y comprendió que, si el cabo rehusaba hacer lo que le pedían, el barbero sería considerado inocente y tendrían que dejarle en paz.

Sin embargo, el cabo se acarició los poblados mostachos y les miró uno tras otro, a los ojos.

—Frisella corta el cabello tan mal —dijo— que sólo por eso merece morir. Lo haré por la mañana.

Al amanecer, Giuliano, Pisciotta y el ex cabo Silvestro bajaron a Montelepre. Una hora antes, Passatempo se había adelantado con un grupo de diez hombres, para cerrar las calles que convergían en la plaza principal. Terranova se quedó en el campamento, preparado para bajar con un numeroso grupo de hombres en caso de que se produjera algún grave percance.

Era todavía muy temprano cuando Giuliano y Pisciotta llegaron a la plaza. Las calles adoquinadas y las estrechas aceras habían sido regadas y unos niños estaban jugando alrededor de la plataforma en la que el asno y la mula se habían apareado aquel fatídico y ya lejano día. Giuliano le dijo a Silvestro que echara a los niños de la plaza: no quería que presenciaran lo que estaba a punto de ocurrir. Silvestro lo hizo con tan malos modos, que los niños se dispersaron como gallinas. Cuando Giuliano y Pisciotta entraron en la barbería pistola en mano, Frisella le estaba cortando el pelo a un acaudalado terrateniente de la provincia. El barbero pensó que pretendían secuestrar a su cliente y retiró rápidamente la toalla, sonriendo con astucia, como si ofreciera un botín. El terrateniente, un antiguo campesino siciliano que se había enriquecido durante la guerra, vendiendo ganado al ejército italiano, se levantó orgullosamente. Pero Pisciotta le indicó por señas que se apartara y le dijo sonriendo:

—No tienes suficiente dinero ni para pagar nuestros precios ni para interesarnos.

Giuliano estaba mirando a Frisella con expresión vigilante. El barbero aún tenía las tijeras en la mano.

—Déjalas —le dijo Giuliano—. En tu nuevo destino no necesitarás cortarle el pelo a nadie. Y ahora, a la calle.

Frisella soltó las tijeras y su sonrisa de bufón se trocó en una mueca de payaso.

—Turi —dijo—, no tengo dinero. Acabo de abrir. Soy un hombre pobre.

Pisciotta le agarró por la abundante cabellera y le arrastró a la calle, donde estaba aguardando Silvestro. Frisella cayó de hinojos y rompió a gritar:

—Turi, Turi, yo te cortaba el pelo cuando eras pequeño. ¿Acaso lo has olvidado? Mi mujer se morirá de hambre. Mi hijo no es vivo de cabeza.

Pisciotta observó que Giuliano vacilaba. Dio un puntapié al barbero y le dijo:

—Tendrías que haber pensado en esas cosas cuando informaste.

—Yo nunca he dado información sobre Turi —contestó Frisella, echándose a llorar—. Sólo le hablé al maresciallo de unos ladrones de ovejas. Lo juro por mi mujer y mi hijo.

Giuliano le miró y comprendió en aquel instante que el corazón se le iba a partir de pena y que lo que estaba a punto de hacer le destruiría para siempre. Pese a ello, se limitó a decir:

—Dispones de un minuto para reconciliarte con Dios.

Frisella contempló a los tres hombres que le rodeaban y no vio en ellos la menor compasión. Entonces inclinó la cabeza y musitó una plegaria.

—No dejes que mi mujer y mi hijo se mueran de hambre —dijo después, mirando a Giuliano.

—Te prometo que no les faltará el pan —contestó Giuliano. Dirigiéndose a Silvestro, añadió—: Mátale.

El cabo había asistido a la escena medio aturdido. Pero, al oír las palabras, apretó sin vacilar el gatillo de su metralleta. Las balas levantaron el cuerpo de Frisella del suelo y lo hicieron saltar sobre los adoquines mojados. La sangre oscureció las grietas a las que no había llegado el agua y provocó la huida de unas pequeñas lagartijas. Hubo un largo momento de sobrecogido silencio en la plaza. Después Pisciotta se arrodilló junto al cadáver y le dejó sobre el pecho un cuadrado de papel blanco.

Cuando llegó el maresciallo, fue ésa la única prueba que encontró. Los tenderos no habían visto nada, dijeron. Estaban trabajando en la trastienda. O contemplando las hermosas nubes que cubrían el Monte D’Ora. El cliente de Frisella afirmó no haber visto a los asesinos porque se estaba lavando la cara en la pila. A pesar de todo ello, la autoría estaba muy clara. El papel colocado sobre el cadáver de Frisella decía: Así mueren los que traicionan a Giuliano.