10

Don Croce estaba, a esas alturas, muy al tanto de las actividades de Turi Giuliano y le admiraba profundamente. Qué joven tan mafioso, pensaba, utilizando el término en su acepción tradicional: un rostro mafioso, un árbol mafioso, una mujer mafiosa, es decir, algo que destaca sobremanera por su belleza.

Qué fuerza coercitiva hubiera podido ser aquel muchacho para Don Croce, qué capitán en el campo de batalla. Don Croce le perdonaba a Giuliano que fuera para él en aquellos momentos una espina clavada en el costado. Los dos bandidos encarcelados en Montelepre, el temido Passatempo y el astuto Terranova, habían sido capturados con la aprobación y la complicidad del Don. Pero todo aquello se podía olvidar: lo pasado, pasado está; el Don nunca guardaba un rencor que pudiera perjudicar sus futuros intereses. A partir de aquel momento, iba a seguir cuidadosamente los pasos de Turi Giuliano.

Allá en el monte, Turi Giuliano ignoraba su creciente fama. Estaba demasiado ocupado forjando planes con vistas a su futuro poder. Y su primer problema eran los bandidos Passatempo y Terranova. Les interrogó detenidamente y llegó a la conclusión de que les habían traicionado, de que algún confidente había facilitado información sobre ellos. Ellos juraban que sus hombres les habían sido fieles y que muchos murieron en la trampa que les habían tendido. Analizado el asunto, Giuliano concluyó que la Mafia, cuyos miembros actuaban de mensajeros y peristas, les había traicionado. Al comentárselo a los dos bandidos, éstos se negaron a creerlo. Los «amigos de los amigos» jamás hubieran quebrantado el sagrado código de la omertá, tan fundamental para su propia supervivencia. Giuliano no insistió, sino que les propuso unirse a su banda.

Les explicó que su finalidad no era sólo sobrevivir sino convertirse en una fuerza política. Subrayó su intención de no robar a los pobres. Es más, la mitad de los beneficios que obtuviera la banda se distribuiría entre los necesitados de las localidades cercanas a Montelepre e incluso en los suburbios de Palermo. Terranova y Passatempo mandarían en sus propias bandas, pero estarían bajo el mando supremo de Giuliano. Aquellas bandas subordinadas no podrían emprender sin el consentimiento de Giuliano ninguna acción encaminada a obtener dinero. Juntas ejercerían su dominio absoluto sobre la gran ciudad de Palermo y las localidades de Monreale, Montelepre, Partinico y Corleone. Hizo especial hincapié en la lucha contra los carabinieri, afirmando que deberían ser éstos quienes temieran por su vida, y no ya los bandidos. Los otros se quedaron de una pieza al oír su baladronada.

Passatempo, un bandido a la antigua que se dedicaba a violar, practicar pequeñas extorsiones y matar ovejas, empezó a estudiar inmediatamente el provecho que le reportaría aquella colaboración, y cómo eliminar después a Giuliano para quedarse con su parte del botín. Terranova, que apreciaba a Giuliano y le agradecía el que le hubiera liberado, se preguntó de qué manera podría encauzar diplomáticamente a aquel joven bandido por un camino más prudente.

Giuliano les miró sonriente, como si pudiera leerles el pensamiento y le divirtiera lo que discurrían.

Pisciotta estaba acostumbrado a las sublimes ideas de su amigo de toda la vida. Y creía en ellas. Cuando Turi Giuliano decía que podía hacer algo, Aspanu Pisciotta le creía. De modo que le escuchó atento.

Bajo el sol matinal que estaba cubriendo de oro las montañas, los tres escucharon hipnotizados a Giuliano mientras éste les explicaba que iban a encabezar la lucha por la libertad de los sicilianos, por la mejora de las condiciones de vida de los pobres y por la destrucción del poder de la Mafia y de la nobleza de Roma. Ellos se habrían burlado de cualquier otro que hubiera dicho semejantes cosas, pero recordaban lo que siempre recordarían todos los que lo habían visto: el cabo de carabinieri apuntando con su pistola a la cabeza de Giuliano, la serena mirada de éste y su absoluta seguridad, mientras aguardaba a que el cabo apretara el gatillo, de que no iba a morir; la clemencia que demostró para con el cabo al fallarle a éste el tiro. Eran actos propios de un hombre que cree en su inmortalidad y obliga a los demás a compartir su creencia. Contemplaban a aquel apuesto joven asombrados de su belleza física, su valor y su inocencia.

A la mañana siguiente, Giuliano bajó con Aspanu Pisciotta, Passatempo y Terranova por un camino que les conduciría a los llanos próximos a la ciudad de Castelvetrano. Se puso en camino muy temprano, para reconocer el terreno. Los cuatro vestían como braceros sicilianos que marcharan a trabajar la tierra.

Sabía que pasaban por allí los camiones de viandas destinadas al abastecimiento de los mercados de Palermo. El problema sería lograr que los camiones se detuvieran. Circularían a gran velocidad, para frustrar los propósitos de los salteadores de caminos, y era posible que los conductores llevaran armas.

Giuliano ordenó a sus hombres que se ocultaran tras unos arbustos del borde de la carretera, casi a la entrada de Castelvetrano, y él se sentó en una roca blanca de gran tamaño, a la vista de todo el mundo. Los hombres que iban a trabajar al campo le miraban con rostro impasible. Viendo la lupara que llevaba apresuraban el paso. Giuliano se preguntó si alguno de ellos le habría reconocido. Entonces vio un gran carro pintado con viñetas de leyendas que bajaba por la carretera tirado por una sola mula. Giuliano conocía de vista al viejo que lo conducía. Era uno de los muchos carreteros profesionales que tanto abundaban en la Sicilia rural. En esa época se dedicaba a transportar caña desde las lejanas aldeas hasta las fábricas de la ciudad. Había vivido en Montelepre en otros tiempos y en ocasiones había transportado productos del campo por cuenta del padre de Giuliano. Éste se plantó de pronto en mitad de la carretera, sosteniendo la lupara en la diestra. El carretero le reconoció, pero le miró sin inmutarse, con un simple parpadeo momentáneo.

Giuliano le saludó llamándole familiarmente «tío», como solía de niño.

—Zu Peppino —le dijo—, éste es un día afortunado para los dos. Yo estoy aquí para hacer tu fortuna y tú me ayudarás a aliviar los sufrimientos de los pobres.

Se echó a reír porque se alegraba sinceramente de ver al viejo.

El otro no contestó. Miró a Giuliano con el rostro petrificado, y esperó. Giuliano se encaramó al carro y se sentó a su lado, arrojó la lupara al interior del vehículo y volvió a reírse, presa de la emoción. Gracias a Zu Peppino, estaba seguro de que aquél iba a ser un gran día.

Giuliano saboreó el frescor del final del otoño, la hermosura de las montañas en el horizonte y la alegría de saber que sus hombres dominaban la carretera con sus armas desde detrás de los arbustos. Expuso su plan a Zu Peppino y éste le escuchó en silencio y sin modificar su expresión. Hasta que Giuliano le comunicó cuál iba a ser su recompensa: su carro lleno de la comida que transportaban los camiones. Entonces Zu Peppino dijo con un gruñido:

—Turi Giuliano, siempre fuiste un chiquillo valiente y esforzado. De buen corazón, sensible, generoso y comprensivo. No has cambiado de mayor. —Giuliano recordó entonces que Zu Peppino era uno de aquellos insólitos viejos de Sicilia tan aficionados al lenguaje florido—. Cuenta con mi ayuda en eso y en todo lo demás. Saluda a tu padre, que debiera estar muy orgulloso de tener a un hijo semejante.

El convoy de los tres camiones cargados de víveres apareció en la carretera al mediodía. Cuando doblaron la curva que salía directamente del llano de Partinico, tuvieron que detenerse. Varios carros y mulas cerraban por completo el paso. El bloqueo lo había organizado Zu Peppino, al cual todos los carreteros de la zona debían favores y obediencia.

El conductor del camión que iba en cabeza hizo sonar la bocina y se adelantó un poco, rozando el carro que tenía más cerca. El hombre del carro le miró con tal odio, que inmediatamente detuvo el camión y se dispuso a esperar con paciencia. Sabía que, a pesar de su humilde oficio, aquellos carreteros eran hombres muy orgullosos que, por una cuestión de honor como era su derecho de precedencia en la carretera, podían matarle de un navajazo y después seguir tranquilamente su camino con una canción en los labios.

Los otros dos camiones tuvieron también que detenerse, y los conductores se apearon. Uno de ellos era de la zona oriental de Sicilia y el otro un extranjero, es decir que procedía de Roma. El romano se acercó a los carros, bajándose la cremallera de la cazadora, mientras gritaba enfurecido que apartaran del camino sus malditas mulas y sus carros de basura, al tiempo que se introducía la mano en la chaquetilla.

Giuliano saltó del carro sin molestarse en tomar la lupara ni extraer la pistola que llevaba al cinto. Hizo una señal a los hombres que aguardaban entre los arbustos y éstos salieron a la carretera empuñando sus armas. Terranova se desplazó hacia el camión de atrás, para que no pudiera moverse. Pisciotta se deslizó por el terraplén y se enfrentó al enfurecido conductor romano.

Passatempo entretanto, más excitable que los demás, hizo bajar a la fuerza al conductor del primer camión y le empujó al suelo, a los pies de Giuliano. Éste le tendió la mano y le ayudó a levantarse. Pisciotta ya había obligado al conductor del camión de cola a reunirse con los otros dos. El romano retiró la mano de la chaquetilla, y su cólera se disipó como por arte de ensalmo. Giuliano sonrió afablemente y les dijo:

—Este es un día auténticamente afortunado para vosotros tres. No tendréis que hacer el largo viaje hasta Palermo. Mis carreteros descargarán los camiones y distribuirán la comida a los necesitados de esta zona, todo bajo mi vigilancia, claro. Permitidme que me presente. Soy Giuliano.

Los tres conductores se deshicieron inmediatamente en disculpas y zalamerías. No tenían ninguna prisa, dijeron. Disponían de todo el tiempo que hiciera falta. En realidad, ya era la hora del almuerzo. En los camiones estaban muy cómodos. El calor no era excesivo. Aquello había sido una auténtica suerte, una ocasión afortunada.

Giuliano vio su temor.

—No os preocupéis —les dijo—. Yo no mato a los hombres que se ganan el pan con el sudor de su frente. Almorzaréis conmigo mientras mi gente hace el trabajo, y después regresaréis a casa junto a vuestras mujeres e hijos y les contaréis la suerte que habéis tenido. Cuando la policía os interrogue, procurad prestarle la menor ayuda posible y os ganaréis mi gratitud.

Giuliano hizo una pausa. No quería que aquellos hombres sintieran vergüenza ni temor. Quería que informaran del buen trato recibido. Porque habría más adelante otros como ellos.

Los hombres fueron acompañados junto a la sombra de una roca que se alzaba gigantesca al borde de la carretera y, sin que nadie les registrara, entregaron voluntariamente sus armas a Giuliano y permanecieron sentados como unos angelitos mientras los carreteros descargaban sus camiones. Se llenaron los carros, pero todavía les quedaba todo un camión por descargar porque ya no había más sitio. Giuliano ordenó que Pisciotta y Passatempo subieran al camión con un conductor y se dirigieran a Montelepre para distribuir los productos entre los braceros. El propio Giuliano y Terranova vigilarían la distribución de los alimentos en la zona de Castelvetrano y en Partinico. Más tarde se reunirían todos en la cueva del Monte D’Ora.

Con su hazaña Giuliano pretendía ganarse el apoyo de toda la gente de aquellos campos. ¿Qué otro bandido hubiera entregado su botín a los pobres? Al día siguiente, los periódicos de toda Sicilia publicaron reportajes sobre el Robin Hood de la isla. Sólo Passatempo protestó por haberse pasado todo el día trabajando a cambio de nada. Pisciotta y Terranova comprendieron que su banda se había ganado a miles de partidarios en contra de Roma.

Lo que no sabían era que los alimentos estaban destinados a un almacén de Don Croce.

En sólo un mes Giuliano consiguió tener informadores en todas partes: qué rico comerciante viajaba con dinero del mercado negro, cuáles eran las costumbres de ciertos aristócratas y quiénes los malvados que iban a contarles chismes a los altos funcionarios de la policía. Y de ese modo se enteró de que la duquesa de Alcamo había sacado sus joyas de un banco de Palermo para lucirlas en la serie de fiestas con que la alta sociedad iba a celebrar las navidades.

La finca de los duques de Alcamo, situada a unos sesenta kilómetros al sur de Montelepre, estaba cercada por un muro y tenía las entradas vigiladas por guardianes armados. El duque pagaba también una «cuota» a los «amigos de los amigos», para evitar que le robaran el ganado, le desvalijaran la casa o secuestraran a algún miembro de su familia. En tiempos normales y con delincuentes normales, ello le hubiera permitido estar más seguro que el Papa en el Vaticano.

Giuliano envió a Aspanu Pisciotta a cortejar a una de las criadas de la finca de Alcamo, ordenándole severamente que no deshonrara a la chica. Pisciotta no hizo caso de las instrucciones, considerando que Turi era demasiado romántico e ingenuo en lo tocante a las cosas del mundo. Además, la chica era demasiado bonita, y Pisciotta aún no había aprendido a temer a su amigo de la infancia. Pisciotta se pasó varias semanas cultivando la amistad de la muchacha, le hizo varias visitas en la finca y comió como un rey en la cocina del duque. Habló con los jardineros, los guardabosques, el mayordomo y las demás criadas. Era simpático, guapo y sabía ganarse el favor de la gente. No le fue difícil averiguar cuándo emprendería el duque viaje a Palermo por un asunto de negocios.

Cuando faltaban cinco días para la Navidad, Giuliano, Passatempo, Pisciotta y Terranova se detuvieron con un carro tirado por mulas ante la verja de la propiedad. Iban vestidos con el atuendo de caza típico de los propietarios rurales acomodados, comprado en Palermo con el producto de su asalto a los camiones: pantalones de pana, camisas rojas, de lana, gruesas chaquetas de color verde, en cuyos bolsillos guardaban cajas de munición. Los dos guardas de la entrada les cerraron el paso, pero, siendo de día, estaban descuidados y llevaban las armas colgadas al hombro.

Giuliano se les acercó caminando a grandes zancadas. No llevaba más arma que una pistola oculta bajo la gruesa chaqueta.

—Señores —dijo, esbozando una ancha sonrisa—, me llamo Giuliano y he venido para felicitar a la encantadora duquesa las pascuas de Navidad y pedirle limosnas para ayudar a los pobres.

Los guardianes, mudos de asombro al oír aquel nombre, hicieron ademán de empuñar sus armas. Pero Passatempo y Terranova ya les estaban apuntando con sus metralletas. Pisciotta les quitó las armas y las arrojó al interior del carro. Passatempo y Terranova se quedaron en la entrada, vigilando a los guardas.

Se accedía a la mansión cruzando un enorme patio empedrado. En un rincón, unas gallinas correteaban alrededor de una anciana que les estaba echando comida. Al otro lado del edificio, los cuatro hijos de la duquesa jugaban en el jardín, vigilados por ayas uniformadas de negro algodón. Giuliano enfiló el camino que conducía a la casa, acompañado de Pisciotta. La información era correcta, no había más vigilantes. Más allá del jardín, se extendían un huerto y un olivar. Vieron a seis jornaleros trabajándolos. Llamó al timbre y empujó la puerta justo en el momento en que la criada la abría. Esta reconociendo a Pisciotta, se apartó, sorprendida de verle en la puerta principal.

—No te asustes —le dijo Giuliano amablemente—. Dile a tu ama que nos envía el duque por un asunto de negocios. Tengo que hablar con ella.

Con la sencillez propia de la servidumbre siciliana, la criada les hizo pasar al salón, donde la duquesa estaba leyendo. La duquesa, que era de la península, se molestó ante aquella intromisión y dijo con aspereza:

—Mi esposo no está en casa. ¿Qué desean?

Giuliano no le pudo contestar. Estaba impresionado por la belleza de la estancia. Era la más espaciosa y sorprendente que jamás hubiera visto. Más bien redonda que cuadrada, unos cortinajes dorados protegían sus puertas vidrieras, y el techo formaba una cúpula adornada con frescos de querubines. Había libros por todas partes: en el sofá, en los veladores y en unos estantes especiales adosados a las paredes. Grandes lienzos al óleo adornaban las paredes, y había jarrones con flores por doquier. Sobre las mesitas colocadas delante de los mullidos sofás y sillones resaltaban preciosas cajas de oro y plata. Aquel salón tenía capacidad para cien personas por lo menos, pero sólo lo ocupaba aquella solitaria mujer vestida de blanca seda. A través de las ventanas abiertas penetraban la luz del sol y el aire y los gritos de los niños que jugaban en el jardín. Giuliano comprendió por vez primera la seducción de la riqueza, se dio cuenta de que el dinero era capaz de crear toda aquella hermosura y no quiso desfigurarla con ningún acto de torpeza o crueldad. Haría lo que tuviera que hacer sin dejar la menor cicatriz en aquella encantadora escena.

La duquesa esperó pacientemente una respuesta, asombrada ante la viril apostura de aquel joven. Le vio admirar la belleza del salón y se molestó un poco al observar que no se fijaba en ella. Lástima, pensó, que fuera un campesino y no se moviera en su ambiente, donde un coqueteo inofensivo no hubiera estado fuera de lugar. Todo ello la indujo a adoptar un tono más afectuoso al decir:

—Mire, joven, lo siento mucho, pero, si se trata de algún asunto relacionado con la finca, tendrá que volver en otro momento. Mi esposo, como le digo, está ausente.

Giuliano la miró. Experimentaba esa oleada de rebeldía que siente un hombre pobre ante una mujer rica cuya insinuada superioridad sobre él se basa sólo en su riqueza y su posición social. Se inclinó en cortés reverencia y, contemplando la espectacular sortija que lucía ella, dijo en tono de irónica sumisión:

—El asunto que me trae se relaciona con usted. Me llamo Giuliano.

Sin embargo, la irónica sumisión no hizo mella en la duquesa, demasiado acostumbrada al servilismo de sus criados. La aceptó como un hecho normal. Era una mujer culta, aficionada a los libros y a la música, y no le interesaban las realidades cotidianas de Sicilia. No leía apenas los periódicos porque le parecían vulgares. Por consiguiente, se limitó a decir con exquisita cortesía:

—Me alegro de saludarle. ¿Nos hemos conocido en Palermo? ¿En la ópera quizá?

Aspanu Pisciotta, que había estado observando la escena muy divertido, soltó una carcajada y se situó frente a la puertaventana, para impedir el paso a cualquier criado que pudiera aparecer por allí.

Giuliano, un poco irritado por la carcajada de Pisciotta, pero subyugado por la ignorancia de la duquesa, contestó muy serio:

—Mi querida duquesa, jamás nos hemos conocido. Yo soy un bandido y mi nombre completo es Salvatore Giuliano. Me considero el defensor de Sicilia, y el propósito de mi visita es pedirle que done sus joyas a los pobres para que puedan celebrar con alegría el nacimiento de Jesucristo el día de Navidad.

La duquesa esbozó una sonrisa de incredulidad. Aquel joven cuyo rostro y cuyo cuerpo despertaban en ella unas ansias tan insólitas no querría causarle ningún daño. La amenaza de peligro la intrigaba sobremanera. Se iba a divertir mucho cuando contara la historia en las fiestas de Palermo.

—Mis joyas están en la caja fuerte del banco de Palermo —dijo con una inocente sonrisa—. Todo el dinero que haya en la casa se lo puede quedar. Con mi beneplácito.

Nadie había dudado jamás de su palabra. Nunca había mentido, ni siquiera de niña. Era la primera vez que lo hacía.

Giuliano contempló el dije de brillantes que adornaba el cuello de la duquesa. Sabía que le estaba mintiendo, pero aun así lamentaba tener que actuar como iba a hacerlo. A una señal suya, Pisciotta hundió los dedos entre los dientes y lanzó tres silbidos. Segundos más tarde Passatempo aparecía en la puertaventana. Su achaparrada e innoble figura y su perverso rostro cubierto de cicatrices parecían salidos de un espectáculo de marionetas. Era cariancho y de frente muy baja, y el lanudo cabello negro y las pobladas cejas le conferían todo el aspecto de un gorila. Miró sonriente a la duquesa, descubriendo sus enormes dientes amarillentos.

Al ver aparecer a un tercer bandido, la duquesa empezó a asustarse. Se quitó el collar y, dándoselo a Giuliano, le preguntó:

—¿Le basta con eso?

—No —contestó él—. Mi querida duquesa, yo soy un hombre muy tierno, pero mis compañeros no se me parecen en absoluto. Mi amigo Aspanu, pese a ser tan guapo, es tan cruel como ese bigotito que lleva y que tantos corazones destroza. Y el hombre de la puerta.

Pese a estar a mis órdenes, me provoca pesadillas. No me obligue a dejarles sueltos. Entrarán en su jardín como halcones y se llevarán a sus hijos a las montañas. Deme el resto de sus brillantes.

La duquesa se dirigió a su alcoba y regresó a los pocos minutos con un joyero. Había tenido la precaución de ocultar las piezas más valiosas. Le entregó el joyero a Giuliano y él le dio las gracias amablemente. Después, dirigiéndose a Pisciotta, dijo:

Aspanu, puede que la duquesa haya olvidado algunas cosas. Ve a echar un vistazo a la alcoba, para cerciorarte.

Pisciotta encontró casi inmediatamente las joyas ocultas y se las llevó a Giuliano.

Giuliano abrió el joyero, y el corazón le dio un vuelco de alegría al ver las preciosas gemas. Sabía que el contenido de aquel estuche hubiera bastado para alimentar durante muchos meses a toda la ciudad de Montelepre. Y pensó con emoción que el duque las había comprado con el sudor de sus jornaleros. Mientras la duquesa se retorcía las manos angustiada, Giuliano se fijó de nuevo en la enorme esmeralda que lucía en el dedo.

—Mi querida duquesa —le dijo—, ¿cómo ha tenido la insensatez de intentar engañarme ocultando las otras joyas? Eso es más propio de un pobre campesino que se mata a trabajar para reunir un pequeño tesoro. Pero ¿cómo ha podido usted poner en peligro su vida y la de sus hijos por unas joyas que no echará en falta más de lo que echa en falta su marido el sombrero que se pone? Y ahora, déjese de tonterías y deme esa sortija.

—Mi estimado joven —contestó la duquesa llorando—, le ruego que me permita conservar este anillo. Le enviaré su valor en dinero. Es el regalo de compromiso que me hizo mi esposo. No podría soportar perderlo. El corazón se me partiría de pena.

Pisciotta rompió a reír de nuevo, esa vez deliberadamente. Temía que Turi, obedeciendo a los sentimentales impulsos de su corazón, la dejara conservar la sortija. Estaba claro que la esmeralda era la pieza más valiosa.

Pero el sentimentalismo de Giuliano no llegaba a tanto. Pisciotta siempre recordaría la mirada con que asió sin contemplaciones el brazo de la duquesa y le quitó la sortija de la temblorosa mano. Después, retrocediendo rápidamente un paso, se ajustó la sortija en el meñique de la mano izquierda.

Turi vio que la duquesa se había ruborizado y que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—En atención a sus recuerdos —le dijo, recuperando sus corteses maneras de antes—, jamás venderé este anillo y siempre lo llevaré puesto.

La duquesa buscó en su rostro algún rastro de ironía, pero no lo encontró.

Para Turi Giuliano fue un momento mágico porque, cuando se puso la sortija en el dedo, percibió la transferencia del poder. Mediante aquel anillo acababa de desposarse con su destino. Era el símbolo del poder que les iba a arrebatar a los ricos. En aquel estanque verde oscuro rodeado de oro e impregnado todavía del perfume de la hermosa mujer que lo luciera sin cesar durante muchos años, había apresado una minúscula esencia, una parte de la vida que jamás podría pertenecerle.

Don Croce escuchó sin decir palabra.

El duque de Alcamo se estaba quejando personalmente ante él. ¿Acaso no había pagado la «cuota» a los «amigos de los amigos»? ¿No le habían ellos garantizado la inmunidad contra cualquier clase de robo? ¿Qué estaba pasando? En los viejos tiempos, nadie se hubiera atrevido a hacer semejante cosa. El duque había denunciado el robo a las autoridades pese a constarle que era inútil y que tal vez disgustaría a Don Croce. Lo hizo porque tenía que cobrar el seguro, y también porque así, a lo mejor, el gobierno de Roma empezaría a tomarse un poco más en serio al tal Giuliano.

Don Croce resolvió que había llegado efectivamente la hora de tomarle muy en serio.

—Si yo recupero sus joyas —le dijo al duque—, ¿pagaría usted la cuarta parte de su valor?

El duque se puso hecho un basilisco.

—Primero le pago la «cuota» para mantener a salvo mi persona y mis posesiones. Y ahora que usted ha fallado en lo que era su deber, me pide que pague un rescate. ¿Cómo quiere que le respeten sus clientes trabajando de esa manera?

—Tengo que reconocer que le asiste toda la razón —contestó Don Croce, asintiendo—. Pero considere que Salvatore Giuliano es una fuerza de la naturaleza, un azote de Dios. No esperará usted que los «amigos de los amigos» le protejan contra los terremotos, los volcanes y las inundaciones, ¿verdad? A su debido tiempo, Giuliano será dominado, se lo aseguro. Pero piénselo bien: usted abona el rescate que yo concertaré; disfrutará de mi protección sin pagar la cuota acostumbrada durante cinco años; y de conformidad con el acuerdo, Giuliano no volverá a atacar. Por otra parte, ¿por qué iba a hacerlo, si él y yo daremos por sentado que tendrá usted el suficiente juicio para guardar esos objetos de valor en las cajas de seguridad del banco de Palermo? Las mujeres son demasiado inocentes, no saben con cuánto afán y codicia persiguen los hombres los bienes materiales de este mundo. —Hizo una pausa y esperó a que se desvaneciera la leve sonrisa que había aparecido en el rostro del duque. Y después añadió—: Si calcula la «cuota» que tendría que pagar por la protección de todas sus propiedades durante cinco años en los tiempos tan difíciles que se avecinan, verá que este infortunio le habrá costado muy poco.

El duque lo pensó bien. Era cierto lo que Don Croce decía sobre los tiempos difíciles que se avecinaban. El rescate de las joyas le iba a costar un ojo de la cara, a pesar de la cancelación de la «cuota» durante cinco años; ¿y quién le garantizaba que Don Croce viviría otros cinco años o si estaría en condiciones de pararle los pies a Giuliano? Aun así, era el mejor acuerdo que se podía conseguir. Con ello evitaría que la duquesa le pidiera nuevas joyas, y eso ya constituiría de por sí un gran ahorro. Tendría que vender otro pedazo de tierra, pero sus antepasados se habían pasado muchas generaciones haciendo lo mismo para costearse sus locuras, y todavía le quedaban varios miles de hectáreas. El duque aceptó el trato.

Don Croce mandó llamar a Héctor Adonis. Al día siguiente, Adonis fue a visitar a su ahijado y le explicó su misión con toda claridad.

—No vas a conseguir mejor precio aunque les vendas las joyas a los ladrones de Palermo —le dijo—. Y, aun así, tardarías mucho tiempo y no tendrías el dinero antes de las navidades, como es tu deseo. Por otra parte, te ganarás la estima de Don Croce y eso te conviene mucho. Al fin y al cabo, has perjudicado su reputación, pero él te perdonará si le haces este favor.

Giuliano miró sonriendo a su padrino. La estima de Don Croce le importaba un pimiento, pues uno de sus sueños era precisamente la destrucción del dragón de la Mafia siciliana. No obstante, ya había enviado emisarios a Palermo en busca de compradores para las joyas robadas y sabía que iba a ser un largo y espinoso proceso. Aceptó por consiguiente el trato, pero se negó a devolver la sortija de la esmeralda.

Antes de marcharse, Adonis abandonó finalmente su papel de presentador de historias caballerescas y le habló por primera vez a Giuliano de las realidades de la vida siciliana.

—Mi querido ahijado —le dijo—, nadie admira tus cualidades más que yo. Me encanta tu magnanimidad y creo haber contribuido a inculcártela. Pero ahora tenemos que hablar de supervivencia. Nunca podrás vencer a los «amigos de los amigos». Durante mil años, como un millón de arañas, han estado tejiendo una tela gigantesca sobre toda lamida de Sicilia. Ahora el centro de esa tela lo ocupa Don Croce. Él te admira, busca tu amistad y desea que te enriquezcas a su lado. Pero es necesario que de vez en cuando te sometas a su voluntad. Tú podrás tener tu imperio, pero lo deberás inscribir en esa tela de araña. Lo que está claro es que no puedes enfrentarte a él abiertamente. Si así lo hicieras, la propia historia ayudaría a Don Croce a destruirte.

Y así fue como el duque recuperó las joyas. La mitad del dinero se distribuyó entre los miembros de la banda de Giuliano y, como es natural, Pisciotta, Passatempo y Terranova recibieron participaciones más elevadas. Y aunque contemplaron la esmeralda que Giuliano lucía en el meñique, no se atrevieron a objetar nada, porque su jefe no había querido reservarse cantidad alguna del dinero producido por la venta de las joyas.

Giuliano deseaba que la otra mitad se distribuyera entre los pastores que guardaban los rebaños de ovejas y vacas de los ricos, los jornaleros que se ganaban cada día unas miserables liras con el sudor de su frente y todos los indigentes de la comarca.

Por regla general distribuía el dinero a través de intermediarios, pero, en cierta ocasión, se llenó de billetes de banco los bolsillos de la zamarra, tomó un saco de lona lleno de dinero y acompañado de Terranova, fue a dar un paseo por las aldeas situadas entre Montelepre y Piani dei Greci.

En una de ellas había tres ancianas que se estaban muriendo de hambre, y él les entregó sendos fajos de billetes. Las mujeres se echaron a llorar y le besaron las manos. En otra aldea vivía un hombre que estaba a punto de perder su granja y sus tierras por no poder pagar la hipoteca. Giuliano le dejó dinero suficiente para redimirla por completo. En una tercera localidad, ocupó la panadería y la tienda de comestibles, pagándole al propietario el precio de los productos, y distribuyó pan, queso y pasta entre todos los habitantes.

En otro lugar entregó a los padres de un niño enfermo lo necesario para que pudieran llevarle al hospital de Palermo y pagar las visitas del médico del pueblo. Después asistió a la boda de unos jóvenes y les hizo un generoso regalo.

Sin embargo, lo que más le gustaba era entregar dinero a los harapientos chiquillos que llenaban las calles de todas las pequeñas localidades de Sicilia. Todos conocían a Giuliano y se congregaban a su alrededor cuando repartía entre ellos paquetes de dinero, con el encargo de que lo entregaran a sus padres.

Y después les miraba correr gozosos a sus casas.

Le quedaban únicamente un par de fajos cuando, antes del anochecer, decidió visitar a su madre. Mientras atravesaba los campos situados detrás de la casa, vio a un niño y una niña que estaban llorando. Habían perdido el dinero que sus padres les habían confiado; dijeron que se lo habían quitado los carabinieri. A Giuliano le hizo gracia aquella pequeña tragedia y les entregó uno de los dos fajos que le quedaban. Después, contemplando a aquella chiquilla tan bonita, no pudo soportar la idea de que la castigaran y le entregó una nota para sus padres. Los padres de la niña no fueron los únicos agradecidos. Los habitantes de Borgetto, Corleone, Partinico, Monreale y Piani dei Greci empezaron a llamarle el «rey de Montelepre» para demostrarle su lealtad.

Don Croce estaba satisfecho a pesar de la pérdida de los cinco años de «cuota» del duque. Le dijo a Adonis que el duque había pagado el veinticinco por ciento del valor de las joyas, pero él entregaría el veinte y se quedaría un cinco por ciento para su bolsillo.

Lo que más le alegraba era haber reparado en Giuliano en sus comienzos y haberle juzgado con tanta precisión. Qué muchacho tan magnífico. ¿Quién hubiera creído que un hombre tan joven pudiera ver las cosas con tanta claridad, actuar con semejante prudencia y escuchar con tan buena disposición los sabios consejos de los mayores? Y sin embargo, lo había hecho todo sin dejar de proteger con fría inteligencia sus propios intereses, cosa que el Don admiraba muchísimo porque, ¿a quién le hubiera gustado asociarse con un imbécil? Sí, el Don pensaba que Turi Giuliano iba a ser su brazo derecho. Y con el tiempo, su amado hijo adoptivo.

Turi Giuliano comprendió con toda claridad las intrigas que se estaban urdiendo a su alrededor. Sabía que su padrino estaba sinceramente preocupado por su seguridad. Lo cual no significaba que él se fiara de su opinión. Giuliano sabía que aún no era lo bastante fuerte para enfrentarse a los «amigos de los amigos» y que, de hecho, necesitaba su ayuda. Pero, a la larga, no se hacía ninguna ilusión en ese sentido. En caso de que atendiera los consejos de su padrino, a la larga acabaría convertido en un vasallo de Don Croce. Y él se había hecho el firme propósito de jamás llegar a ser tal cosa. Por eso tenía que esperar el momento oportuno.