Turi Giuliano y Aspanu Pisciotta se levantaron antes de las primeras luces del amanecer porque, aunque no era probable, los carabinieri podían empezar a buscarles en la oscuridad y sorprenderles a la salida del sol. La víspera habían visto llegar al cuartel de Bellampo dos carros blindados de Palermo con dos jeeps cargados de refuerzos. Durante la noche, Giuliano efectuó varios reconocimientos por la ladera de la montaña y, temiendo que alguien se acercara a su peñasco, estuvo atento a los menores ruidos. Pisciotta se burló de sus precauciones.
—De pequeños, hubiéramos sido más atrevidos —dijo—. Pero, ¿tú crees que los gandules de los carabinieri van a arriesgar la vida en la oscuridad o renunciar a una sola noche de sueño en sus mullidas camas?
—Tenemos que adquirir buenos hábitos —contestó Turi Giuliano.
Sabía que algún día tendrían que enfrentarse a enemigos de más fuste.
Turi y Aspanu colocaron las armas sobre una manta y se pasaron un buen rato comprobando cuidadosamente que todas estuvieran en perfectas condiciones. Después se comieron sendos trozos de empanada de la Venera, regados con una botella de vino que Héctor Adonis les había dejado. Los ingredientes y las especias de la empanada les dieron la energía necesaria para construir una barrera de ramas y rocas al borde del peñasco. Escudados en ella, observaron con los prismáticos la ciudad y los caminos de montaña. Mientras Pisciotta montaba guardia, Giuliano cargó las armas y se guardó varias cajas de municiones en los bolsillos de la zamarra. Lo hizo todo muy despacio y con gran cuidado. Él mismo enterró todos los suministros y cubrió el escondrijo con grandes piedras. Jamás confiaría a nadie aquellas cosas. Fue Pisciotta quien vio salir el carro blindado del cuartel de Bellampo.
—Tienes razón —dijo Pisciotta—. El carro se va hacia el llano de Castellammare y se aleja de nosotros.
Ambos esbozaron una sonrisa y Giuliano experimentó una serena sensación de júbilo. Luchar contra la policía no iba a ser demasiado difícil. Un juego de niños con astucia de niños. El carro blindado desaparecería al doblar la curva de la carretera y después describiría un círculo y regresaría a la montaña por detrás del peñasco donde ellos se encontraban. Debían de conocer la existencia del túnel y pensarían que ellos lo iban a utilizar para huir y entonces se encontrarían con el carro y sus ametralladoras.
En cuestión de una hora, los carabinieri enviarían un destacamento al Monte D’Ora y llevarían a cabo un ataque frontal, para obligarles a salir. La policía pensaba que no eran más que unos jóvenes insensatos, unos forajidos de poca monta. La bandera escarlata y gualda de Sicilia que habían plantado al borde del peñasco confirmaba su atolondrada desfachatez, o eso debían de estimar los carabinieri.
Una hora más tarde, una furgoneta con tropas y un jeep en el que viajaba el maresciallo Roccofino atravesaron las puertas del cuartel de Bellampo. Los dos vehículos se dirigieron sin prisas al pie del Monte D’Ora y se detuvieron para cargar. Doce carabinieri armados con rifles se desplegaron por los caminos de la ladera. El maresciallo Roccofino se quitó el sombrero de pico guarnecido con trencilla y señaló con él la bandera escarlata y gualda que ondeaba en lo alto del peñasco.
Turi Giuliano lo estaba observando todo con sus prismáticos al amparo de la barrera de ramas. Por un instante, se inquietó al pensar en el carro blindado del otro lado de la montaña. ¿Enviarían refuerzos por la otra vertiente? De ser así, tardarían varias horas en ascender, y no podían estar cerca. Apartando esa idea de la mente le dijo a Pisciotta:
—Aspanu, si somos menos listos de lo que pensamos, esta noche no podremos comernos en casa los espaguetis que nos preparaban de pequeños.
—Siempre nos fastidiaba tener que regresar a casa, ¿o es que no te acuerdas? —replicó Pisciotta, echándose a reír—. Tengo que reconocer que esto es mucho más divertido. ¿Quieres que nos carguemos a unos cuantos?
—No —contestó Giuliano—. Dispara al aire. —Recordó que Pisciotta le había desobedecido la otra noche. Así pues, añadió—: Obedéceme, Aspanu. No tiene sentido matarles. Esta vez no nos serviría de nada.
Esperaron pacientemente por espacio de una hora. Después Giuliano introdujo el cañón de la escopeta por entre las ramas y efectuó dos disparos. Fue asombroso ver de qué forma la confiada línea recta de hombres se dispersaba a toda prisa, como hormigas que desaparecieran entre la hierba. Pisciotta disparó cuatro veces con su fusil. Penachos de humo se elevaron en distintos lugares de la ladera, coincidiendo con los disparos de respuesta de los carabinieri.
Giuliano posó la escopeta y tomó los prismáticos. Vio que el maresciallo y su sargento estaban manipulando una radio portátil. Se pondrían en contacto con los hombres del vehículo blindado del otro lado, para advertirles que los forajidos bajarían por allí. Tomando de nuevo la escopeta, efectuó varios disparos, y después le dijo a Pisciotta:
—Es hora de quitarse de en medio.
Se arrastraron hasta el extremo opuesto del peñasco, fuera del campo visual de los carabinieri y se deslizaron por la escarpada pendiente, rodando unos cincuenta metros, antes de ponerse en pie con las armas a punto. Corrieron agachados por la ladera, deteniéndose tan solo para que Giuliano pudiera observar a sus atacantes con ayuda de los prismáticos.
Los carabinieri seguían disparando contra el peñasco, sin darse cuenta de que los dos forajidos se encontraban ya en su flanco. Giuliano bajó seguido de Pisciotta por un estrecho camino oculto entre enormes peñas, y se adentró en un bosquecillo. Descansaron un instante y en seguida echaron a correr en silencio por el camino. En menos de una hora, llegaron al llano que separaba la montaña de la ciudad de Montelepre, pero habían dado un rodeo y se encontraban en su extremo opuesto, desde donde pudieron observar que el vehículo utilizado para el transporte de las tropas se interponía entre ellos y la ciudad. Ocultando las armas bajo las chaquetas, atravesaron el llano como dos campesinos que se dirigieran a sus tierras de labor. Entraron en Montelepre por la Via Bella, a sólo cien metros del cuartel de Bellampo.
En aquel mismo instante el maresciallo Roccofino estaba ordenando a sus hombres continuar el ascenso hacia el punto en que ondeaba la bandera al borde del peñasco. Hacía una hora que no recibían respuesta a sus disparos y estaba seguro de que los forajidos habrían escapado por el túnel y estaban bajando por la otra vertiente, donde les aguardaba el carro blindado. Quería cerrar la trampa. Los hombres todavía tardaron una hora en llegar al peñasco y retirar la bandera. El maresciallo Roccofino entró en la cueva y mandó desplazar las rocas que tapaban la entrada del túnel. Después ordenó a sus hombres cruzar el pasadizo y bajar por el otro lado del monte para reunirse con el vehículo blindado. Quedó muy sorprendido al ver que se le había escapado la presa. Entonces distribuyó a sus efectivos en varios grupos de reconocimiento, seguro de que podrían encontrar el escondrijo de los fugitivos.
Héctor Adonis había cumplido las instrucciones de Giuliano a la perfección. En lo alto de la Via Bella había un carro pintado de brillantes colores, cubierto de escenas de antiguas leyendas tanto en su interior como por fuera. Hasta los radios de las ruedas y las llantas mostraban diminutas figuras de guerreros con armaduras que, al ponerse las ruedas en movimiento, daban la impresión de estar enzarzados en combate. Los varales también estaban adornados con volutas de color rojo brillante y puntitos plateados.
El carro parecía un hombre con todo el cuerpo cubierto de tatuajes. Entre los varales había una adormilada mula blanca. Giuliano subió al vacío pescante y echó un vistazo al interior del vehículo. Estaba lleno de grandes garrafas de vino protegidas por un revestimiento de caña. Había lo menos veinte. Giuliano ocultó la escopeta entre los garrafones. Dirigió una rápida mirada a la montaña y no vio más que la bandera ondeando al viento.
—Todo a punto —le dijo a Pisciotta con una sonrisa en los labios—. Ve a hacer tu número.
Pisciotta se cuadró en un saludo levemente burlón, se abrochó la chaqueta, para disimular la pistola, y echó a andar en dirección a la entrada del cuartel de Bellampo. Con un rápido vistazo a la carretera de Castellammare, se cercioró de que ningún carro blindado llegaba de regreso de las montañas.
Desde el carro Turi Giuliano vio a Pisciotta atravesar lentamente los campos y adentrarse en el camino empedrado que conducía al cuartel. Después contempló la Via Bella. Divisó su casa, pero no había nadie en la puerta. Había contado con ver, siquiera fugazmente, a su madre. Unos hombres se encontraban en la puerta de otra casa, con una mesa y unas botellas de vino bajo la sombra del balcón. De repente, recordó que llevaba los prismáticos al cuello y, desabrochándose la correa, los arrojó al interior del carro.
Un joven carabinieri de no más de veinte años montaba guardia a la entrada del cuartel. Sus sonrosadas mejillas y su rostro imberbe proclamaban su procedencia norteña, y el negro uniforme con los ribetes blancos, demasiado holgado y confeccionado en serie, junto con el llamativo sombrero militar, le daba el aspecto de una marioneta o un payaso. En contra del reglamento, llevaba un cigarrillo en su adolescente boca en forma de corazón. Pisciotta le miró con burlona expresión de desprecio. A pesar de lo ocurrido en los últimos días, el muchacho no sostenía el rifle en posición de disparo.
El guardia vio solamente a un zarrapastroso campesino que tenía el descaro de lucir un bigote de inapropiada elegancia.
—Oye, tú, palurdo, ¿a dónde vas?
Ni siquiera se descolgó el fusil del hombro. Pisciotta le hubiera podido degollar en un segundo. Ello no obstante procuró mostrarse servil y reprimir la risa que le producía la arrogancia de aquel mozuelo.
—Perdone, quisiera ver al maresciallo. Tengo información que le interesa.
—Me la puedes dar a mí —dijo el guardia.
Pisciotta no pudo menos de contestarle con altanería:
—¿Y también usted me podrá pagar?
Aunque le asombró su desfachatez, el guardia le contestó con un poco más de cautela:
—No te pagaría ni una lira aunque me dijeras que Jesucristo ha vuelto a la tierra.
—Algo mejor que eso —dijo Pisciotta, sonriendo—. Sé dónde está Turi Giuliano, el hombre que les ha zurrado a ustedes.
—¿Desde cuándo un siciliano ayuda a la ley en este maldito país? —replicó el centinela con recelo.
—Es que yo tengo ambiciones —contestó Pisciotta, acercándose un poco más—. He presentado una instancia para ingresar en el cuerpo de carabinieri. El mes que viene voy a Palermo para el examen. ¿Quién sabe?, puede que dentro de poco vistamos los dos el mismo uniforme.
El guardia miró a Pisciotta con un interés un poco más amistoso. Muchos sicilianos ingresaban en la policía. Era un medio de salir de la pobreza y alcanzar una pequeña parcela de poder. En todo el país solía comentarse en broma que los sicilianos se convertían o bien en delincuentes o bien en policías, y que causaban tanto daño en un sitio como en el otro. Pisciotta entretanto reía interiormente, imaginándose de carabinieri. Pisciotta era un elegante que poseía una camisa de seda hecha en Palermo. Sólo un imbécil se hubiera podido poner aquel uniforme negro ribeteado de blanco y aquel ridículo gorro de pico adornado con trencilla.
—Te aconsejo que lo pienses bien —dijo el guardia, contrario a que todo el mundo se beneficiara de un empleo tan bueno—. La paga es muy baja y todos nos moriríamos de hambre si no aceptáramos los sobornos de los contrabandistas. Justo esta misma semana, dos hombres de este cuartel, muy amigos míos, han sido asesinados por ese maldito Giuliano. Y encima tenemos que aguantar la insolencia de vuestros campesinos, que no te quieren decir ni dónde está la barbería.
—Ya les haremos entrar en razón con el bastinado —respondió Pisciotta alegremente. Y en seguida preguntó con aire confidencial, como si ambos fueran ya compañeros de armas—: ¿Puedes darme un cigarrillo?
Para deleite de Pisciotta, la amabilidad del otro se esfumó como por ensalmo.
—¿Un cigarrillo? —dijo el guardia en tono de indignada incredulidad—. ¿Y por qué razón tendría yo que darle un cigarrillo a una boñiga siciliana?
Y entonces, por fin, el guardia se descolgó el fusil del hombro.
Por un instante Pisciotta experimentó el irreprimible impulso de abalanzarse sobre él y rebanarle el cuello. Pero se contuvo y contestó humildemente:
—Porque yo puedo decirte dónde está Giuliano. Tus compañeros, los que le están buscando por el monte, son tan tontos que no serían capaces de encontrar una salamanquesa tan siquiera.
El guardia se quedó perplejo. La insolencia de aquel sujeto le dejó desconcertado, pero la información que le ofrecía le hizo comprender que sería mejor consultar con su superior. Tenía la sensación de que aquel hombre era demasiado tortuoso y podía meterle en algún lío. Abriendo la verja, indicó a Pisciotta, con un movimiento del fusil, que entrara en el recinto del cuartel de Bellampo. Estaba de espaldas a la calle. En ese momento, Giuliano, que se encontraba a unos cien metros de distancia, despabiló a la mula con el pie y conduciendo el carro Via Bella abajo, enfiló el camino empedrado que conducía al cuartel.
El cuartel de Bellampo ocupaba una superficie de aproximadamente una hectárea. El edificio de la Administración tenía un ala en forma de L, que albergaba los calabozos. Detrás estaban los alojamientos de los carabinieri, con capacidad para cien hombres y con una zona separada para el apartamento particular del maresciallo. A la derecha había un garaje que en realidad era un establo y que en parte seguía utilizándose como tal, puesto que la guarnición tenía un considerable número de mulos y asnos destinados a las expediciones montañeras, donde los vehículos motorizados carecían de utilidad.
En la parte de atrás se encontraban el cobertizo de las municiones y el de los suministros, construidos con palastro ondulado. Todo el recinto estaba cercado por una alambrada de púas, de más de dos metros de altura, con dos elevadas torres de vigilancia que no se utilizaban desde hacía muchos meses. El cuartel había sido construido por el régimen de Mussolini y ampliado durante las operaciones contra la Mafia.
Al entrar, Pisciotta miró a su alrededor en busca de señales de peligro. En las torres no había nadie y tampoco en el patio se veían hombres con armas. Todo parecía más bien una pacífica granja desierta. No había vehículos en el garaje ni en ninguna otra parte, lo cual sorprendió mucho a Pisciotta y le hizo temer el pronto regreso de alguno. No podía creer que el maresciallo fuera tan tonto que dejase la guarnición sin ningún medio de transporte. Tendría que advertir a Turi la posibilidad de que aparecieran visitantes inesperados.
Acompañado por el joven guardia, Pisciotta franqueó la gran puerta de entrada del edificio de la Administración. Había una espaciosa estancia con ventiladores de techo que apenas conseguían aliviar el calor. Un gran escritorio situado sobre una tarima dominaba la sala, y a los lados, en espacios rodeados por barandillas, estaban las mesas de los funcionarios. Adosados a las paredes podían verse varios bancos de madera. Todo estaba vacío, menos el escritorio, ocupado por un cabo de los carabinieri que no se parecía en nada al joven guardia. La placa dorada del escritorio decía: «Cabo Canio Silvestro». Era de torso macizo, hombros muy anchos y toruno cuello coronado por una cabezota que parecía una roca. Una cicatriz rosada y reluciente discurría desde su oreja hasta el final de la recia mandíbula. Largos y poblados bigotes en forma de manillar de bicicleta adornaban su labio superior como a modo de dos negras alas.
Llevaba los galones de cabo en la manga y una pistola al cinto, y mientras el guardia le daba las pertinentes explicaciones, miró a Pisciotta con recelo y desconfianza. Cuando habló el cabo Silvestro, su acento reveló que era siciliano.
—Eres una mierda seca —le dijo a Pisciotta.
Pero antes de que pudiera proseguir, se oyó la voz de Giuliano, que gritó desde el otro lado de la verja:
—¡Eh, carabinieri!, ¿queréis vuestro vino, sí o no?
Pisciotta admiró el buen estilo de Giuliano, su voz de tono áspero, el cerrado dialecto que sólo hubieran podido comprender los nacidos en aquella provincia y la arrogante manera de hablar, típica de los campesinos acomodados.
El cabo masculló exasperado:
—Pero, ¿qué demonios grita ése ahí afuera?
E inmediatamente abandonó la estancia a grandes zancadas, seguido por el guardia y Pisciotta.
El carro pintado y la mula blanca se encontraban al otro lado de la verja. Desnudo de cintura para arriba y con el tórax empapado en sudor, Turi Giuliano sostenía en la mano una botella de vino. Sonreía como un idiota y tenía todo el cuerpo ladeado. Su aspecto no inspiraba la menor sospecha: estaba borracho como una cuba y hablaba con el acento más palurdo de toda Sicilia. El cabo apartó la mano de la pistola y el centinela bajó el fusil. Pisciotta retrocedió un paso, listo para extraer el arma que llevaba bajo la chaqueta.
—Os traigo toda una carretada de vino —dijo Giuliano con voz pastosa.
Se sonó la nariz con los dedos y arrojó los mocos al interior de la verja.
—¿Y quién ha pedido ese vino? —preguntó el cabo.
Pero ya se estaba acercando a la verja y Giuliano comprendió que la iba a abrir de par en par para dar paso al carro.
—Mi padre me ha mandado que se lo trajera al maresciallo —contestó Giuliano con un guiño.
El cabo miró fijamente a Giuliano. El vino debía de ser sin duda un regalo por haber permitido a algún campesino hacer un poco de contrabando. El cabo se extrañó de que, siendo siciliano, el padre no hubiera acudido a entregar personalmente el obsequio, pero se encogió de hombros.
—Descarga la mercancía y éntrala.
—Ni hablar —contestó Giuliano—, eso no es cosa mía.
El cabo volvió a recelar un poco. Le daba al corazón que allí había gato encerrado. Giuliano se dio cuenta y saltó del carro, situándose de forma que pudiera sacar fácilmente la lupara de su escondrijo. Pero primero tomó una de las garrafas enfundadas en caña y dijo:
—Os traigo veinte bellezas como ésta.
El cabo rugió una orden en dirección a los alojamientos, y salieron corriendo dos jóvenes carabinieri destocados y con las chaquetas desabrochadas. No llevaban armas. De pie en el carro, Giuliano empezó a arrojarles las garrafas a los brazos. Le dio una al guardia del fusil, pero éste intentó rechazarla.
—Seguro que también beberás —le dijo Giuliano jovialmente—, por consiguiente, trabaja.
Inmovilizados ya los tres guardias por los recipientes que tenían en los brazos, Giuliano estudió la situación. Todo estaba tal y como él quería. Pisciotta se encontraba directamente detrás del cabo, el único hombre que tenía los brazos libres. Giuliano miró hacia la montaña, pero no vio la menor señal de los carabinieri que habían salido en su busca. Después observó la carretera de Castellammare: ningún carro blindado a la vista. En la Via Bella había unos niños jugando. Introdujo la mano entre las garrafas, sacó la lupara y encañonó al sorprendido cabo. Pisciotta extrajo simultáneamente la pistola escondida bajo la camisa.
—No te muevas ni un centímetro —dijo Pisciotta— si no quieres que te afeite con plomo esos mostachos.
Giuliano estaba apuntando con la lupara a los tres asustados guardias.
—Quedaos con las garrafas en los brazos y entrad todos en el edificio —les dijo.
Al centinela se le cayó el rifle al suelo. Pisciotta lo recogió mientras entraban. Una vez en el despacho, Giuliano tomó la placa de encima del escritorio y la admiró.
—Cabo Canio Silvestro —dijo—. Sus llaves, por favor. Todas.
El cabo tenía una mano en la pistola. Miró furibundo a Giuliano. Pisciotta le dio un golpe en la mano y se apoderó del arma. El cabo se volvió y le dirigió una fría, mortífera mirada escudriñadora. Pisciotta sonrió y le dijo:
—Con perdón.
—Muchacho —dijo el cabo, dirigiéndose a Giuliano—, vete corriendo y dedícate a la carrera de actor, que lo haces muy bien. No sigas con esto, no podrás escapar. El maresciallo y sus hombres regresarán antes de que anochezca y te perseguirán hasta el último rincón del mundo. Piensa lo que es ser un forajido a cuya cabeza han puesto precio. Yo mismo te perseguiré, y jamás se me olvida una cara. Averiguaré tu nombre y te encontraré aunque te escondas en el infierno.
Giuliano le miró sonriendo. No sabía por qué, aquel hombre le resultaba simpático.
—Si quiere saber mi nombre, ¿por qué no me lo pregunta? —le dijo.
—¿Y me lo ibas a decir, como un idiota? —contestó el cabo en tono despectivo.
—Yo nunca miento —dijo Turi—. Me llamo Giuliano.
El cabo se llevó la mano al cinto, buscando la pistola que Pisciotta ya le había arrebatado. A Giuliano le gustó mucho su reacción instintiva. Era valiente y tenía sentido del deber. Los otros guardias estaban muertos de miedo. Aquél era Salvatore Giuliano, que ya había matado a dos de sus compañeros. No había ninguna razón para suponer que a ellos les fuera a perdonar la vida.
El cabo estudió el rostro de Giuliano para grabárselo en el cerebro, y después, con movimientos pausados y cautelosos, sacó un enorme llavero de un cajón del escritorio. Lo hizo así porque Giuliano le tenía clavado en la espalda el cañón de la escopeta. Giuliano tomó las llaves y se las arrojó a Pisciotta.
—Suelta a los prisioneros —le dijo.
En un ala del edificio de la Administración había una espaciosa zona enrejada. En ella estaban encerrados los diez habitantes de Montelepre detenidos la noche de la huida de Giuliano. En un calabozo aparte se encontraban los dos famosos bandidos Passatempo y Terranova. Pisciotta abrió la puerta de la celda y ambos le siguieron muy contentos a la otra estancia.
Los habitantes de Montelepre, todos ellos vecinos de Giuliano, entraron en el despacho y se congregaron alrededor de Turi para abrazarle y darle las gracias. Él lo permitió, sin apartar los ojos de los carabinieri cautivos. Los vecinos, muy satisfechos de la hazaña de Giuliano, se alegraban de que hubiera humillado a la odiada policía y fuera su defensor. Le explicaron que el maresciallo había ordenado que les propinaran un bastinado, pero que el cabo lo había impedido gracias a la fuerza de su carácter y de sus argumentos, señalando que semejante acción provocaría malestar entre la población y pondría en peligro la seguridad del cuartel. Tenían previsto enviarles al día siguiente a Palermo, para que les interrogase un magistrado.
Giuliano inclinó el cañón de la lupara hacia el suelo, para evitar que un disparo accidental lastimara a alguien. Aquellos hombres le llevaban varios años y él les conocía desde niño. Les habló, por tanto, como lo había hecho siempre.
—Podéis acompañarme al monte —les dijo—, o bien hospedaros con parientes que tengáis en otros lugares de Sicilia, hasta que las autoridades recuperen el sentido común.
Esperó, pero todos guardaron silencio. Miró a los bandidos Passatempo y Terranova que aguardaban en pie, un poco apartados de los demás. Parecían en guardia, listos para entrar inmediatamente en acción. Passatempo era un hombre achaparrado y feo, con una cara muy tosca, picada por la viruela que había padecido en su infancia, y una boca grande y sin forma. Los campesinos le llamaban el Bruto. Terranova, por su parte, era menudo y parecía un hurón. Sin embargo, sus facciones resultaban agradables y sus labios esbozaban una permanente sonrisa. Passatempo era el típico bandido siciliano que se dedicaba simplemente a robar ganado y mataba por dinero. Terranova, en cambio, era un campesino que se ganaba la vida con esfuerzo y que se convirtió en forajido cuando dos recaudadores de impuestos se le presentaron en casa para requisarle el cerdo. Los mató a los dos, sacrificó al cerdo, para que su familia tuviera de qué alimentarse, y se echó al monte. Ambos hombres juntaron sus fuerzas hasta que, por último, alguien les traicionó y les apresaron en un almacén vacío de los campos de cereales de Corleone.
—Vosotros dos no podéis elegir —les dijo Giuliano—. Nos iremos juntos al monte y después podréis quedaros a mis órdenes, si queréis, o iros por vuestra cuenta. Pero hoy necesito vuestra ayuda y vosotros me debéis un pequeño favor.
Les dirigió una sonrisa para suavizar la exigencia de que se sometieran a su mando.
Antes de que los bandidos pudieran contestar, el cabo de carabinieri cometió un insensato acto de desafío. Quizá fue su orgullo siciliano herido o alguna especie de furia animal innata, o quizá se irritó ante el hecho de que los dos famosos bandidos encomendados a su custodia estuvieran a punto de escapar. A escasa distancia de Giuliano, dio un paso al frente con asombrosa rapidez y extrajo una pequeña pistola que ocultaba en el interior de la camisa. Giuliano levantó la lupara, pero llegó demasiado tarde. El cabo alzó la pistola hasta unos sesenta centímetros de la cabeza de Giuliano. La bala le iba a dar de lleno en el rostro.
Todos estaban petrificados por el miedo. Giuliano vio el arma apuntada a su cabeza. Y, detrás de ella, el congestionado rostro del cabo, sus músculos contorsionados como si fueran el cuerpo de una serpiente. Pero le pareció que la pistola se adelantaba muy despacio. Fue como si estuviera cayendo al vacío en una pesadilla, cayendo infinitamente despacio, pero sabiendo que no era más que un sueño y que jamás alcanzaría el fondo. Antes de que el cabo apretara el gatillo, hubo una fracción de segundo en la cual Giuliano se sintió invadido por una gran serenidad y no experimentó ningún temor. Ni parpadeó cuando el otro apretó el gatillo; en realidad, dio un paso al frente. Se oyó un fuerte chasquido metálico cuando el percusor golpeó la bala defectuosa alojada en la recámara. Una décima de segundo después, Pisciotta, Terranova y Passatempo se abalanzaron sobre el cabo y éste cayó al suelo bajo el peso de sus cuerpos. Terranova le retorció el brazo y le quitó la pistola, Passatempo le agarró por los pelos y quiso arrancarle los ojos y Pisciotta estaba a punto de hundirle la navaja en la garganta. Giuliano intervino justo a tiempo.
—No le hagáis daño —dijo sosegadamente, al tiempo que les apartaba del postrado e indefenso cabo.
Se quedó aterrado al ver el daño que éste había sufrido durante aquel fugaz instante de furia asesina. Tenía una oreja medio arrancada y sangrándole profusamente; el brazo derecho le colgaba, grotescamente torcido; le salía sangre de un ojo y un gran jirón de piel se lo cubría parcialmente.
Pero el hombre permanecía impávido. Al verle tendido en el suelo esperando la muerte, Giuliano se sintió invadido por una oleada de ternura. Era el hombre que le había puesto a prueba, el que había confirmado su inmortalidad, demostrando la impotencia de la muerte. Giuliano le ayudó a levantarse y, para asombro de todos los demás, le dio un rápido abrazo, aunque simuló que sólo le ayudaba a tenerse en pie.
Terranova examinó la pistola.
—Eres un hombre de suerte —le dijo a Giuliano—. Era la única bala defectuosa.
Giuliano tendió la mano hacia la pistola. Terranova dudó un instante, pero se la entregó. Giuliano se la devolvió al cabo.
—Pórtese bien —le dijo en tono amistoso— y no le ocurrirá nada ni a usted ni a sus hombres. Se lo garantizo.
El cabo, todavía muy aturdido y debilitado a causa de las lesiones sufridas, no pareció entender lo que le decían.
—Dame tu navaja y acabaré con él —le susurró Passatempo a Pisciotta.
—Aquí las órdenes las da Giuliano, y todo el mundo obedece —contestó Pisciotta en tono indiferente, para no darle a entender que era capaz de liquidarle en un segundo.
Los hombres de Montelepre que acababan de ser liberados se marcharon a toda prisa: no deseaban ser testigos de una matanza de carabinieri. Giuliano condujo al cabo y a los guardias al ala de la prisión y los encerró a todos en la celda común. Después, acompañado por Pisciotta, Terranova y Passatempo, registró todos los restantes edificios del cuartel de Bellampo. En el cobertizo de las armas encontraron fusiles, pistolas, metralletas y cajas de municiones. Se echaron encima las armas y cargaron las cajas de municiones en el carro. En los alojamientos tomaron algunas mantas y sacos de dormir y Pisciotta arrojó al interior del carro un par de uniformes de carabinieri, para que les dieran suerte. Después Giuliano subió al carro abarrotado de objetos sustraídos, y los otros tres hombres, caminando con las armas a punto, se desplegaron en previsión de cualquier ataque. Bajaron rápidamente por la carretera de Castellammare. Les llevó más de una hora alcanzar la casa del granjero que le había prestado el carro a Héctor Adonis. Enterraron el botín en la pocilga, y a continuación ayudaron al granjero a pintar el carro, utilizando unos botes de pintura verde oliva procedentes de un depósito de suministros del ejército norteamericano.
El maresciallo Roccofino regresó con sus hombres a tiempo para la cena; el sol ya se estaba ocultando, y no había brillado en todo el día con tanta fuerza como ardió la cólera del maresciallo al ver a los carabinieri encerrados en sus propias celdas. El maresciallo envió el carro blindado a recorrer las carreteras en busca de los forajidos, pero a aquella hora Giuliano ya se encontraba en su refugio del monte.
Los periódicos de toda Italia publicaron la noticia en lugar destacado. Tres días antes, el asesino de los dos carabinieri había saltado también a las primeras planas, pero entonces se pensó que Giuliano era simplemente uno de los muchos bandidos sicilianos sin más mérito que su crueldad. Aquella hazaña, en cambio, era ya otra cuestión. El bandido había ganado una batalla de ingenio y táctica contra la policía nacional. Había liberado a sus vecinos y amigos de lo que era, a todas luces, una reclusión injusta. Periodistas de Nápoles, Roma y Milán se trasladaron a la ciudad de Montelepre para entrevistar a la familia y los amigos de Turi Giuliano. Su madre fue fotografiada sosteniendo una guitarra de Turi, que, según ella, tocaba como los propios ángeles (eso no era cierto; estaba ando los primeros pasos en aquel campo y tocaba lo justo para que se pudiera reconocer una melodía). Sus antiguos compañeros de escuela dijeron que Turi era muy aficionado a la lectura y que por eso le apodaban «el profesor». A los periodistas les pareció muy gracioso el que un bandido siciliano supiera leer. Hablaron de su primo Aspanu Pisciotta, que se había unido a sus actividades delictivas por pura amistad, y se preguntaron quién podía ser aquel hombre capaz de inspirar semejante lealtad.
Una fotografía suya que, tomada a los diecisiete años, mostraba a un joven de asombrosa y viril apostura mediterránea, contribuyó en gran manera a que toda la historia resultara irresistiblemente atractiva. Sin embargo, lo que más impresionó a los italianos fue quizás el acto de clemencia de Giuliano al perdonarle la vida al cabo que había intentado matarle. Aquello era mejor que la ópera; era, más bien, como aquellos espectáculos de marionetas, tan populares en Sicilia, cuyos muñecos de madera nunca sangraban ni sufrían heridas ni eran mutilados por ninguna bala.
Los periódicos deploraban tan sólo que Giuliano hubiera liberado a aquel par de sinvergüenzas de Terranova y Passatempo, dando a entender que aquellos compañeros tan perversos podrían empañar la imagen de aquel caballero de reluciente armadura.
Sólo un periódico de Milán comentó que Salvatore Giuliano ya había matado a dos miembros de la policía nacional, señalando que deberían adoptarse medidas especiales para su captura y añadiendo que no se podían disculpar los crímenes de un asesino por el mero hecho de que éste fuera guapo y leído y supiera tocar la guitarra.