A la mañana siguiente de su huida de Montelepre, Turi Giuliano y Aspanu Pisciotta se bañaron en un rápido arroyo que discurría por detrás de su cueva del Monte D’Ora. Dejaron las armas junto al borde del peñasco y extendieron una manta para disfrutar del rosado amanecer.
El Grotto Bianco era una cueva alargada, terminada en una masa de rocas que se elevaban hasta casi rozar el techo. De niños, Turi y Aspanu habían conseguido introducirse por entre aquellas rocas y descubrieron un pasadizo que llegaba hasta el otro lado de la montaña. Existía desde antes de Jesucristo y lo había excavado el ejército de Espartaco que se ocultaba de las legiones romanas.
Allí abajo, diminuto como un pueblo de juguete, estaba Montelepre. Los múltiples caminos que conducían hasta el peñasco que les daba cobijo eran como delgadas lombrices que reptaban blanquecinas por la ladera. El sol naciente fue iluminando una tras otra con sus rayos de oro las casas de piedra gris de Montelepre.
El aire de la mañana era diáfano, los higos chumbos caídos al suelo estaban frescos y dulces, y Turi tomó uno y lo mordió con cuidado, para refrescarse la boca. En pocas horas el calor del sol los convertiría en bolas algodonosas y sin jugo. Unas salamanquesas, con sus abultadas cabezas y sus diminutas patas de insecto, se le deslizaron por la mano; a pesar de su aterrador aspecto, eran inofensivas. Turi las rechazó con un rápido movimiento.
Mientras Aspanu limpiaba las armas, Turi contempló la ciudad que se extendía allí abajo. Distinguió unos minúsculos puntitos negros: gente que iba al campo, a trabajar en sus pequeñas parcelas. Trató de localizar su casa. Mucho tiempo atrás, él y Aspanu colocaron un día en el tejado las banderas de los Estados Unidos y de Sicilia. Chiquillos extremadamente listos, se alegraron mucho de que elogiaran su patriotismo, aunque el verdadero móvil de su acto era poder identificar la casa mientras ellos recorrían las cercanas montañas; algo así como un tranquilizador eslabón con el mundo de los adultos.
De repente recordó algo que había sucedido hacía diez años. Los fascistas del pueblo les mandaron retirar la bandera norteamericana del tejado de los Giuliano. Ambos chicos se enfurecieron tanto que retiraron las dos banderas, tanto la norteamericana como la siciliana. Después se las llevaron a su escondrijo secreto del Grotto Bianco y las enterraron bajo el muro de las rocas.
—Vigila esos caminos —le dijo Pisciotta, y entró en la cueva.
Al cabo de los años, recordaba todavía exactamente dónde habían enterrado las banderas: en el rincón de la derecha, allí donde las rocas tocaban el suelo. Cavaron en la tierra bajo la roca y después volvieron a cubrirlo todo.
Una alfombra de viscoso musgo verdinegro cubría la tierra. Giuliano lo retiró con la bota y después utilizó una piedra a modo de zapa. En pocos minutos, encontró las banderas. La norteamericana era un viscoso montón de jirones, pero la de Sicilia, envuelta en la norteamericana, había sobrevivido. Giuliano la desplegó. Los colores escarlata y oro brillaron como en los días de su niñez. No había ni el menor agujero. Salió con ella de la gruta y le preguntó a Pisciotta, riéndose:
—¿Te acuerdas de esto, Aspanu?
Pisciotta contempló la bandera y también se echó a reír, pero mucho más emocionado que su amigo.
—¡Es el destino! —gritó, arrebatándole la enseña a Giuliano y empezando a brincar como un loco.
Después se acercó al borde del peñasco y la hizo ondear hacia la lejana ciudad. No tuvieron que hablar para comprenderse. Giuliano arrancó un arbolillo que crecía entre las piedras, y entre ambos ataron a él la bandera, de modo que ondeara libremente y bien a la vista. Finalmente, se sentaron a esperar al borde del peñasco.
Hasta el mediodía no hubo resultado, y lo único que vieron entonces fue un solitario hombre subiendo, a lomos de un burro, el polvoriento camino que conducía a su escondrijo.
Se pasaron una hora observando y, cuando el asno acometió el ascenso de la montaña, Pisciotta dijo:
—Demonios, ese hombre es más bajito que su burro, tiene que ser tu padrino Adonis.
Giuliano captó el tono de desprecio empleado por Pisciotta. Su primo —tan esbelto, gallardo y bien formado— odiaba la deformidad física. Sus pulmones tuberculosos, que a veces le llenaban la boca de sangre, le repugnaban no por el peligro que ello suponía para su vida sino porque desfiguraban lo que él consideraba su belleza. A los sicilianos les encanta poner a la gente apodos relacionados con sus defectos o anomalías físicas y, en cierta ocasión, un amigo llamó a Pisciotta «Pulmones de Papel». Pisciotta intentó pegarle un navajazo, pero la fuerza de Giuliano impidió que corriera la sangre.
Giuliano bajó un largo trecho por la ladera de la montaña y se ocultó detrás de una enorme roca granítica. Era uno de los juegos que solía practicar de niño con Aspanu. Esperó a que Adonis pasara de largo por el camino y entonces, saliendo de detrás de la roca, gritó, apuntando con la lupara:
—¡Quédate donde estás!
Era el juego de su infancia. Adonis se volvió despacio, para que no se viera que estaba extrayendo la pistola. Pero Giuliano se había ocultado entre risas detrás de la roca y sólo asomaba el cañón de la lupara, brillante a la luz del sol.
—Padrino, soy Turi —gritó entonces, esperando a que Adonis enfundara de nuevo la pistola y se quitara la mochila de la espalda.
Giuliano bajó la lupara y salió de su escondrijo. Sabía que a Adonis siempre le costaba desmontar, a causa de sus cortas piernas y quería ayudarle. Pero, al verle en el camino, el profesor desmontó en un santiamén, y se abrazaron. Después empezaron a subir hacia el peñasco, conduciendo Giuliano al asno por la brida.
—Bueno, muchacho, ya has quemado los puentes —dijo Héctor Adonis con su severa voz de profesor—. Otros dos policías muertos después de lo de anoche. Esto ya pasa de broma.
Cuando llegaron a lo alto del peñasco y Pisciotta le saludó, Adonis dijo:
—En cuanto vi la bandera siciliana, supe que estabais aquí arriba.
—Turi, yo y esta montaña nos hemos separado de Italia —dijo Pisciotta, sonriendo.
Héctor Adonis le miró con expresión de reproche. La egolatría juvenil, afirmando su importancia.
—Toda la ciudad ha visto vuestra bandera —dijo Adonis—. Incluso el maresciallo de los carabinieri. Van a subir a retirarla.
—El maestro nos está echando otro sermón —dijo Pisciotta con descaro—. Que vengan a buscar la bandera, va a ser lo único que encuentren. De noche estamos a salvo. Sería un milagro que los carabinieri salieran del cuartel una vez anochecido.
Sin hacerle caso, Adonis descargó el saco que llevaba el asno. Le dio a Giuliano unos potentes prismáticos, un botiquín de primeros auxilios, una camisa limpia, ropa interior, un jersey y un estuche para el afeitado, con la afilada navaja de su padre y seis pastillas de Jabón.
—Aquí arriba necesitarás todo esto —dijo.
A Giuliano le encantaron los prismáticos. Eran lo que más iba a precisar en las próximas semanas. En cuanto al jabón, sabía que su madre lo guardaba hacía un año.
En un paquete aparte, había un gran trozo de granuloso queso con pimienta, una hogaza y dos empanadas redondas que eran, en realidad, pan relleno con jamón y queso tierno y cubierto de huevos duros.
—La Venera te manda estas empanadas —dijo Adonis—. Las preparaba siempre para su marido cuando él estaba en el monte. Con una hay suficiente para una semana.
—Cuanto más duras, mejor saben —dijo Pisciotta, sonriendo con picardía.
Ambos jóvenes se sentaron sobre la hierba y empezaron a cortar trozos de pan. Pisciotta utilizó su navaja para cortar el queso. Como la hierba estaba plagada de insectos, dejaron el saco de la comida sobre una roca de granito. Bebieron de un arroyo que discurría unos metros más abajo. Después se tendieron a descansar en un punto que permitía observar el panorama.
—Os veo muy contentos —dijo Adonis, lanzando un suspiro—, pero esto no es cosa de broma. Si os apresan, os fusilarán.
—Y si yo les apreso a ellos —contestó Giuliano muy tranquilo—, les haré lo mismo.
Héctor Adonis se asustó al oírle. No habría esperanza de indulto.
—No te precipites —dijo—. No eres más que un muchacho.
Giuliano le dirigió una prolongada mirada.
—Fui lo bastante mayor para que me pegaran un tiro por un queso. ¿Esperas que huya? ¿Que deje a mi familia muriéndose de hambre? ¿Que tú me sigas trayendo paquetes de comida mientras yo me tomo una vacaciones en la montaña? Puesto que ellos vienen a matarme, yo les mataré a ellos. Y tú, mi querido padrino, ¿acaso cuando era chico no me hablabas de la miserable vida de los campesinos sicilianos? ¿De lo oprimidos que están por Roma y sus recaudadores de impuestos, por la nobleza y por los ricos terratenientes que nos pagan el trabajo con unas liras que apenas nos alcanzan para vivir? Fui al mercado con otros doscientos nombres de Montelepre y nos subastaron como si fuéramos ganado. Cien liras por una mañana de trabajo, dijeron, lo tomáis o lo dejáis. Y casi todos tuvieron que tomarlo. ¿Quién va a ser el defensor de Sicilia sino Salvatore Giuliano?
Héctor Adonis se quedó consternado. Si malo era ser un forajido, ser un revolucionario resultaba todavía más peligroso.
—Todo eso está muy bien en la literatura —dijo—. En cambio, en la vida real, puedes acabar en la tumba antes de tiempo. —Se detuvo un instante—. ¿De qué sirvió tu heroísmo de anoche? Tus vecinos continúan en la cárcel.
—Yo los liberaré —dijo Giuliano serenamente. Advirtió el asombro reflejado en el rostro de su padrino. Buscaba su aprobación, su ayuda, su comprensión. Pero vio que Adonis le seguía considerando un chico de pueblo con un corazón de oro—. Tienes que comprender lo que ahora soy. —Hizo una pausa. ¿Acertaría a expresar exactamente lo que pensaba? ¿Iba a creer su padrino que era un insensato y un orgulloso? No lo sabía, pero añadió—: No temo la muerte. —Miró a Héctor Adonis, esbozando aquella sonrisa infantil que éste tanto amaba y conocía—. En serio, yo mismo estoy asombrado. Pero no me asusta el que me maten. Me parece imposible que eso ocurra. —Soltó una carcajada—. Su policía, sus carros blindados, sus ametralladoras, toda Roma, no me impresionan. Les puedo derrotar. Las montañas de Sicilia están llenas de bandidos. Passatempo y su banda. Terranova. Ellos desafían a Roma. Lo que ellos pueden hacer, también puedo hacerlo yo.
Héctor Adonis experimentó una mezcla de diversión e inquietud. ¿Le habría afectado la herida el cerebro? ¿O estaba asistiendo al comienzo de la historia de un héroe, similar a las de un Alejandro, un César, un Roldán? ¿Cuándo empezaban a hacerse realidad los sueños de los héroes sino estando éstos en un solitario valle, conversando con sus fieles amigos? Sin embargo, contestó en tono pausado:
—No pienses en Terranova y Passatempo. Les han capturado y se encuentran en los calabozos del cuartel de Bellampo. Los van a trasladar a Palermo dentro de unos días.
—Yo les rescataré —dijo Giuliano—, y espero que después me demuestren su gratitud.
La dureza con que pronunció esas palabras asombró a Héctor Adonis y encantó a Pisciotta. A ambos les sorprendía el cambio operado en Giuliano. Siempre le habían querido y respetado. A pesar de ser tan joven, siempre había dado muestras de gran dignidad y equilibrio. Ahora, por primera vez, intuían su ansia de poder.
—¿Gratitud? —dijo Adonis—. Passatempo mató a un tío suyo que le había regalado el primer burro que tuvo.
—Entonces les tendré que enseñar el significado de la gratitud —dijo Giuliano. Tras una pausa, añadió—: Y ahora tengo que pedirte un favor. Piénsalo con cuidado y, si te niegas, seguiré siendo tu fiel ahijado. Olvida que eres amigo de mis padres y también lo mucho que me quieres. Te pido este favor por Sicilia, a la que tú tanto me enseñaste a amar. Sé tú mis ojos y mis oídos en Palermo.
—Lo que me estás pidiendo, en mi calidad de profesor de la Universidad de Palermo —replicó Héctor Adonis—, es que me convierta en un miembro de tu banda de forajidos.
—Eso no es nada extraño en Sicilia, donde todo el mundo tiene algo que ver con los «amigos de los amigos» —terció Pisciotta impaciente—. ¿En qué otro lugar sino en Sicilia llevaría un profesor de Historia una pistola al cinto?
Héctor Adonis observó a ambos jóvenes mientras meditaba su respuesta. Podía prometer fácilmente ayuda y olvidar después la promesa. Podía, con la misma facilidad, negarse y prometer tan sólo la ayuda esporádica que un amigo puede prestarle a otro, tal como estaba haciendo en aquellos momentos. Al fin y al cabo, cabía la posibilidad de que toda aquella comedia durara muy poco.
Giuliano podía morir luchando o ser traicionado por alguien. Podía emigrar a América. Y eso resolvería el problema, pensó con tristeza.
Héctor Adonis recordó un día de verano de hacía mucho tiempo, un día muy parecido a aquél, cuando Turi y Aspanu no debían de tener más allá de ocho años. Estaban sentados en los pastizales que había entre la casa de los Giuliano y el pie de la montaña, esperando la hora de la cena. Héctor Adonis le había llevado a Turi un paquete de libros. Uno de ellos era el Cantar de Roldan, y Adonis se lo empezó a leer a los chicos.
Se conocía el poema casi de memoria. Todos los sicilianos que sabían leer lo apreciaban mucho, y a los analfabetos les encantaba. Era el tema principal de los teatros de marionetas que recorrían todas las ciudades y aldeas, y sus legendarios personajes aparecían representados en los costados de todos los carros que cruzaban las colinas sicilianas. Los dos grandes paladines de Carlomagno matan a gran número de sarracenos, protegiendo la retirada del emperador a Francia. Adonis les contó que ambos murieron juntos en la gran batalla de Roncesvalles, que Oliveros le suplicó tres veces a Roldán que hiciera sonar el cuerno, para que regresara el ejército de Carlomagno, y que Roldán se negó a hacerlo por orgullo. Y después, cuando los sarracenos cayeron sobre ellos, Roldán hizo sonar el cuerno, pero ya era tarde. Al regresar Carlomagno para rescatarles y encontrar sus cadáveres entre los millares de musulmanes muertos, se arranca, desesperado, las barbas.
Adonis recordó en ese momento las lágrimas de Turi Giuliano y la extraña expresión de desprecio del rostro de Aspanu Pisciotta. Para uno de ellos, era el momento más grande que un hombre pudiera vivir; para el otro, en cambio, una simple muerte humillante a manos de los infieles.
Los niños se levantaron de la hierba para regresar a casa a cenar. Turi rodeó con el brazo los hombros de Aspanu y Héctor le miró sonriente. Era Roldán ayudando a Oliveros a mantenerse erguido para que ambos pudieran morir de pie frente al ataque de los sarracenos. Al morir, Roldán elevaba su guantelete al cielo color turquesa y un ángel se lo arrancaba de la mano. O eso decían el poema y la leyenda.
Habían transcurrido mil años, pero Sicilia seguía sufriendo igual que entonces, en el mismo duro paisaje de olivares y llanos quemados por el sol, con sus cruces levantadas al borde de los caminos por los primeros seguidores de Cristo, en las tierras en que serían crucificados los miles de esclavos rebeldes acaudillados por Espartaco. Y su ahijado iba a ser uno de aquellos héroes, sin comprender que, para que Sicilia cambiara, hubiera tenido que entrar en erupción un volcán moral que calcinara toda la tierra.
Mientras Adonis les contemplaba, Pisciotta tendido boca arriba sobre la hierba y Giuliano mirándole con sus oscuros ojos castaños y una sonrisa con la que parecía dar a entender su perfecta comprensión de lo que estaba pensando su padrino, se produjo una curiosa transformación de la escena. Adonis les vio en forma de estatuas esculpidas en mármol, de cuerpos desligados de la vida ordinaria. Pisciotta se convertía en una figura de vaso antiguo; la salamanquesa que tenía en la mano, en una víbora; todo ello bellamente perfilado bajo el sol de las montañas. Pisciotta parecía peligroso, uno de esos hombres que llenan el mundo de veneno y de sangre.
Salvatore Giuliano, su ahijado Turi, era la otra cara del vaso. La suya era la belleza de un Apolo griego, de rasgos finamente moldeados y el blanco de los ojos tan claro, que casi producía la impresión de ceguera. Tenía el rostro abierto y franco y la inocencia de un héroe legendario. O mejor, pensó Adonis rechazando su sentimentalismo, la firmeza de un joven dispuesto a convertirse en un héroe. Su cuerpo tenía la musculosa carnosidad de las estatuas mediterráneas, con sus poderosos muslos y sus anchas espaldas; más alto y vigoroso que el de la mayoría de los hijos de Sicilia, parecía un americano.
Ya de niño, Pisciotta daba muestras de gran astucia y sentido práctico. Giuliano, por el contrario, creía generosamente en la bondad del hombre y se enorgullecía de su propia sinceridad y honradez. Héctor Adonis pensaba a menudo que Pisciotta sería el que mandara cuando fueran mayores, y que Giuliano estaría a sus órdenes. Pero se equivocaba. Creer en la propia virtud es mucho más peligroso que creer en la propia astucia.
La burlona voz de Pisciotta interrumpió los ensueños de Héctor Adonis.
—Anda, di que sí, profesor. Yo soy el segundo de a bordo en la banda de Giuliano, pero no tengo a nadie a quien dar órdenes. —Estaba sonriendo—. Estoy dispuesto a empezar por abajo, como un hombre pequeño.
Aunque Adonis no se ofendió, Giuliano le miró furibundo. No obstante, se limitó a preguntar con voz pausada:
—¿Cuál es tu respuesta?
—Sí —contestó Héctor Adonis.
¿Qué otra cosa hubiera podido decir un padrino?
Entonces Giuliano le explicó lo que tendría que hacer cuando regresara a Montelepre y le expuso los planes que había elaborado para el día siguiente. Adonis volvió a sentir horror de la ferocidad y la dureza de los propósitos del joven. Y sin embargo, cuando Giuliano le ayudó a montar en el asno, se inclinó y besó a su ahijado.
Pisciotta y Giuliano siguieron a Adonis con la mirada según se alejaba por el camino de Montelepre.
—Qué bajito es —comentó Pisciotta—. Hubiera encajado mucho mejor cuando jugábamos a los bandidos de niños.
—Y tus bromas también hubieran encajado mejor entonces —le dijo Giuliano en voz baja, volviéndose para mirarle—. Pórtate con seriedad cuando hablemos de cosas serias.
Pero aquella noche, antes de irse a dormir, ambos se abrazaron.
—Tú eres mi hermano —dijo Giuliano—. Recuérdalo bien.
Después se envolvieron en sus mantas y pasaron durmiendo su última noche de vida anónima.