7

Don Croce Malo había nacido en la localidad de Villalba, un pueblo de mala muerte que él haría próspero y famoso en toda Sicilia. A ningún siciliano le parecía irónico que se hubiera criado en el seno de una familia muy religiosa que le había preparado con vistas al sacerdocio, bautizándole con el nombre de Crocifisso, que sólo los padres muy devotos utilizaban. Y, de hecho, de chico se había visto obligado a interpretar el papel de Jesucristo en las piezas teatrales de carácter religioso que se representaban por Pascua, siendo admirado por su extraordinaria unción.

Sin embargo, al alcanzar su mayoría de edad, a principios de siglo, se vio claramente que Croce Malo no estaba dispuesto a aceptar más autoridad que la suya propia. Hacía contrabando, practicaba extorsiones, robaba y, por fin, hizo lo peor que se podía hacer: dejó embarazada a una muchacha del pueblo, una inocente Magdalena de la función. Después se negó a casarse con ella, alegando que ambos se habían dejado arrastrar por el fervor religioso de la obra y que, por esa razón, debían ser perdonados.

La explicación no satisfizo en absoluto a la familia de la joven, la cual exigió el matrimonio o la muerte. Croce Malo, demasiado orgulloso para casarse con una chica tan deshonrada tuvo que echarse al monte. Tras pasarse un año ejerciendo de bandido, tuvo la suerte de entrar en contacto con la Mafia.

«Mafia» significa en árabe «lugar de refugio», y la palabra adquirió carta de naturaleza en el lenguaje siciliano bajo el dominio de los musulmanes, en el siglo décimo. El pueblo de Sicilia había sido oprimido sin piedad por los romanos, el Papado, los normandos, los alemanes, los españoles y los franceses. Sus diversos amos esclavizaron a los pobres, explotaron su mano de obra, ultrajaron a sus mujeres y asesinaron a sus caudillos. No se salvaron ni siquiera los ricos. La Inquisición eclesiástica española les despojó de sus riquezas tildándoles de herejes. Y eso promovió la aparición de la «Mafia», en una sociedad secreta de vengadores de agravios. Habiéndose negado los tribunales de justicia reales a condenar a un noble normando que había ultrajado a la mujer de un labriego, un grupo de campesinos le asesinó. En otra ocasión, asesinaron a un jefe de la policía que había torturado a un ladronzuelo con la temida cassetta.

Poco a poco, los campesinos y los pobres más decididos se organizaron una sociedad que contaba con el apoyo del pueblo y que acabó convirtiéndose en un gobierno en la sombra, mucho más poderoso que el legalmente constituido. Cuando había que enderezar algún entuerto, nadie acudía jamás a la autoridad policial, sino al jefe de la Mafia de la zona, a quien correspondía resolver el problema.

El mayor delito que pudiera cometer un siciliano era el de facilitar información a las autoridades acerca de actuaciones de la Mafia. Todo el mundo guardaba silencio. Y ese silencio es lo que se llama la omertá. Con el paso del tiempo, la práctica se fue extendiendo hasta el punto de no facilitar jamás información alguna a la policía, aunque se tratara de un delito cometido contra el propio interrogado. La comunicación entre el pueblo y los servidores de la ley quedó interrumpida de tal modo, que a los niños se les enseñaba a no dar a ningún desconocido la menor indicación sobre cómo llegar a una aldea o a una casa determinada.

A lo largo de los siglos, la Mafia siguió mandando en Sicilia con una presencia tan vaga y confusa, que las autoridades jamás pudieron conocer todo el alcance de su poder. A principios del siglo veinte, la palabra «Mafia» quedó desterrada del lenguaje de Sicilia.

A los cinco años de su huida al monte, Don Croce ya era conocido como un «hombre capacitado», es decir, alguien a quien se podía confiar la eliminación de un ser humano sin causar más que un mínimo trastorno. Era un «hombre de respeto» y, tras haber solventado ciertos asuntos, regresó a su pueblo natal de Villalba, a unos sesenta kilómetros al sur de Palermo. Entre los asuntos solventados figuraba el pago de una indemnización a la familia de la chica deshonrada. Más tarde ello se consideró una muestra de su generosidad, aunque, en realidad, había sido una prueba de prudencia. La chica embarazada fue enviada a vivir junto a unos parientes de América bajo una etiqueta de joven viuda que pudiera ocultar su vergüenza, pero la familia no había olvidado. Al fin y al cabo, eran sicilianos. Don Croce, experto asesino, brutal opresor y miembro de los «amigos de los amigos», no podía, pese a todo ello, considerarse absolutamente a salvo de las iras de la familia deshonrada. Era una cuestión de honor y hubieran tenido que matarle sin reparar en las consecuencias.

Combinando generosidad y prudencia, Croce Malo adquirió el respetado título de «Don». Ya a los cuarenta años se le reconocía ser el más destacado entre todos los «amigos de los amigos» y era él quien dictaba sentencia en las más encarnizadas disputas entre las «coscas» rivales de la Mafia y quien resolvía las más violentas vendettas. Era razonable, listo y diplomático por naturaleza y, sobre todo, no le acobardaba el espectáculo de la sangre. En toda la Mafia siciliana le llamaban el «Don de la paz» y a su lado todos prosperaban; los más tercos fueron eliminados mediante juiciosos asesinatos y Don Croce se hizo muy rico. Su propio hermano Benjamino se convirtió en secretario del cardenal de Palermo, pero la sangre tiene más fuerza que el agua bendita, y su primera lealtad se la debía a Don Croce.

Se casó y tuvo un hijo al que adoraba. Don Croce, no tan prudente como llegaría a ser más tarde ni tan humilde como aprendió a ser cuando recibió el azote de la adversidad, urdió un golpe que le hizo famoso en toda Sicilia y le convirtió en el asombro de los más distinguidos círculos de la sociedad romana. El golpe surgió a causa de un pequeño conflicto matrimonial que hasta los hombres más grandes de la historia han tenido que soportar.

Gracias a su situación dentro de los «amigos de los amigos», Don Croce se casó con la hija de una orgullosa familia cuyo título nobiliario había costado una tan crecida suma de dinero que la sangre de sus venas se les volvió azul de golpe. Al cabo de algunos años de matrimonio, su esposa empezó a tratarle con una falta de respeto que él comprendió que habría de corregir, aunque no por sus habituales métodos, claro. La sangre azul de la esposa hizo que ésta acabara hartándose de la vulgaridad y ordinariez de Don Croce, de su costumbre de no decir nada cuando no tenía nada que decir, de su descuidada manera de vestir y de su manía de mandar en todas las cosas como si fuera el amo y señor. La esposa recordaba también que todos los demás pretendientes se esfumaron como por arte de magia cuando Don Croce anunció que aspiraba a su mano.

Como es natural, la esposa se guardaba de manifestar su falta de respeto en forma ostensible. Al fin y al cabo, aquello era Sicilia, no Inglaterra o los Estados Unidos. Pero Don Croce, alma extraordinariamente sensible, en seguida se dio cuenta de que su esposa no besaba el suelo por donde él pisaba, lo cual era ya suficiente demostración de irrespetuosidad. Decidido a ganarse su consideración de tal forma que ésta durara toda la vida y le permitiera dedicar toda su atención a otros asuntos, su ingeniosa mente, después de analizar el problema, dio con un plan digno del mismísimo Maquiavelo.

El rey de Italia iba a trasladarse a Sicilia para visitar a sus leales súbditos, que lo eran de verdad. Todos los sicilianos odiaban al Gobierno de Roma y temían a la Mafia. Pero amaban a la monarquía porque ésta les ampliaba la familia, integrada por los lazos de sangre, la Virgen María y el propio Dios. Se habían organizado grandes festejos en honor del Rey.

En su primer domingo en Sicilia, el Rey asistió a misa en la soberbia catedral de Palermo. Allí actuaría de padrino en el bautizo del hijo de uno de los más antiguos nobles de Sicilia, el príncipe de Ollorto. El Rey era ya padrino de por lo menos cien hijos de mariscales de campo, duques y destacadísimos personajes del gobierno fascista. Se trataba de actos políticos encaminados a consolidar las relaciones entre la Corona y las figuras del Gobierno. Los ahijados reales se convertían automáticamente en caballeros de la Corona y recibían los documentos y la banda acreditativos del honor que se les había otorgado. Más una pequeña copa de plata.

Don Croce ya estaba preparado. Tenía introducidas a seiscientas personas entre la multitud. Su hermano Benjamino era uno de los sacerdotes que oficiarían la ceremonia. Bautizaron al hijo del príncipe de Ollorto y el orgulloso padre salió de la catedral sosteniendo el niño en alto en señal de triunfo. La multitud prorrumpió en vítores y aclamaciones. El príncipe de Ollorto, uno de los personajes menos odiados de la nobleza, era un hombre esbelto y apuesto. La belleza física siempre había sido estimada en Sicilia.

En aquel momento, la gente de Don Croce entró en la catedral, cerrándole el paso al Rey. El Rey era un hombrecillo de bigotes más poblados que su cabellera. Iba enfundado en el llamativo uniforme de gala de Caballero, el cual le daba todo el aspecto de un soldadito de juguete. Sin embargo, a pesar de su impresionante exterior, era un hombre extremadamente amable, por lo que, cuando el padre Benjamino le puso en los brazos a otro tierno infante, se quedó perplejo, pero no protestó. Siguiendo las instrucciones de Don Croce, la gente de éste le aisló del séquito y del cardenal de Palermo, para que nadie pudiera interponerse. El padre Benjamino roció apresuradamente al niño con agua bendita de una cercana pila y después se lo quitó al Rey de los brazos y se lo entregó a Don Croce. La esposa de éste empezó a derramar lágrimas de felicidad mientras se hincaba en reverencia ante el Rey, en adelante padrino de su único hijo. Ya no podía pedir más.

Don Croce comenzó a engordar y sus huesudas mejillas se convirtieron en unos enormes mofletes carnosos, en tanto la nariz se le trocaba en una especie de gran pico que le servía de antena para olfatear el poder. El ensortijado cabello se le volvió hirsuto y gris. Su cuerpo se hinchó majestuosamente y los párpados se le cargaron de la carne que prosperaba como el musgo en su rostro. Su poder fue aumentando con los kilos hasta hacer de él un obelisco impenetrable. No parecía tener debilidades humanas: jamás se enfurecía ni se mostraba codicioso. Era amable de una forma impersonal, pero jamás manifestaba su amor. Consciente de sus graves responsabilidades, no expresaba nunca sus temores cuando estaba en la cama de su esposa, ni se desahogaba con ella. Era el verdadero rey de Sicilia. Pero su hijo y heredero forzoso, aquejado de la grave y extraña enfermedad del reformador religioso y social, se había ido al Brasil a educar y sacar de su barbarie a los indios salvajes del Amazonas. El Don se sintió tan humillado que jamás volvió a pronunciar el nombre de su hijo.

A la subida de Mussolini al poder, Don Croce no se inquietó. Le había observado atentamente, llegando a la conclusión de que aquel personaje carecía de astucia y valor. Y, si un hombre semejante podía gobernar Italia, estaba claro que él, Don Croce, podía gobernar Sicilia.

Pero entonces sobrevino la catástrofe. Tras algunos años en el poder, Mussolini posó su funesta mirada en Sicilia y en la Mafia. Se dio cuenta de que aquello no era una banda de delincuentes de poca monta sino un auténtico gobierno interno que regía parte de su imperio. Y recordó que a lo largo de la historia, la Mafia siempre había conspirado contra todos los gobiernos de Roma. Y por más que durante mil años los diversos gobernantes de Sicilia lo hubieran intentado infructuosamente, el dictador se propuso entonces acabar para siempre con aquella organización. Los fascistas no creían en la democracia, en el imperio de la ley en la sociedad. Hacían lo que les venía en gana, en nombre de lo que ellos consideraban que era el bien del Estado. En resumen, utilizaban los mismos métodos que Don Croce Malo.

Mussolini envió a Sicilia, en calidad de prefecto con poderes ilimitados, a su ministro de más confianza, Cesare Mori. Mori empezó por suspender el ejercicio de la autoridad judicial en toda la isla, soslayando todos los derechos legales de los sicilianos. Inundó Sicilia de tropas a las que se ordenaba disparar primero y preguntar después. Detuvo y deportó a aldeas enteras.

Antes de la dictadura, no existía en Italia la pena de muerte, lo cual dejaba al Estado en situación de inferioridad respecto de la Mafia, que utilizaba la muerte como principal instrumento para imponer su voluntad. Todo eso cambió bajo el prefecto Mori. Los altivos mafiosos que respetaban el código de la omertá resistiendo incluso la temida tortura de la cassetta, fueron fusilados. Los supuestos conspiradores fueron confinados en pequeñas y solitarias islas del Mediterráneo. En un solo año, la población de Sicilia quedó diezmada y el dominio de la Mafia fue destruido. Nada le importó a Roma que miles de inocentes cayeran en aquella amplia red y sufrieran junto con los culpables.

A Don Croce le encantaban las normas de justicia de la democracia y estaba furioso con las acciones emprendidas por los fascistas. Amigos y compañeros suyos dieron con sus huesos en la cárcel bajo acusaciones falsas, ya que eran demasiado listos para dejar pruebas de sus crímenes. Muchos fueron encarcelados por simple testimonio de oídas, a través de la información secreta de unos bribones a los que no se podía identificar y con quienes no se podía discutir porque no estaban obligados a comparecer y declarar en juicio. ¿Dónde estaba el juego limpio judicial? Los fascistas habían regresado a la época de la Inquisición, de los derechos divinos de los reyes. Don Croce jamás había creído en tales derechos; es más, afirmaba que ningún ser humano dotado de razón había creído jamás en ellos a no ser que se enfrentara a la alternativa de ser descuartizado por cuatro caballos embravecidos.

Y lo peor era que los fascistas habían restablecido el uso de la cassetta, un instrumento medieval de tortura consistente en una terrible caja de metro de largo por sesenta centímetros de ancho que obraba milagros en los cuerpos obstinados. A los más curtidos mafiosos la lengua se les aflojaba tanto como la moral a las inglesas. Don Croce se jactaba indignado, de no haber utilizado jamás ningún tipo de tortura. El simple asesinato era suficiente.

Como una majestuosa ballena, Don Croce se sumergió en las cenagosas aguas de la clandestinidad siciliana. Entró en un convento como falso fraile franciscano bajo la protección del abad Manfredi, con quien había mantenido una larga y fructífera relación. El Don, pese a estar muy orgulloso de ser un analfabeto, tuvo que recurrir al superior del convento para redactar las necesarias cartas de rescate cuando en los comienzos de su carrera se dedicaba al negocio de los secuestros. Ambos habían sido siempre muy sinceros el uno con el otro. Tenían los mismos gustos: las mujeres de vida fácil, el buen vino y los robos de gran complejidad. El Don viajaba a menudo a Suiza en compañía del superior del convento para visitar a sus médicos y disfrutar de los plácidos lujos de aquel país, descansando un poco de los más peligrosos placeres de Sicilia.

Cuando estalló la segunda guerra mundial, Mussolini ya no pudo prestar a Sicilia toda su atención. Don Croce aprovechó inmediatamente la oportunidad para establecer sigilosamente líneas de comunicación con los restantes «amigos de los amigos», enviando mensajes de esperanza a los viejos y leales colegas confinados en las pequeñas islas de Pantelleria y Stromboli y ganándose la amistad de las familias de dirigentes mafiosos encarcelados por el prefecto Mori.

Don Croce sabía que su única esperanza era en último extremo una victoria aliada y que a ello debería encaminar todos sus esfuerzos. Estableció contacto con grupos partisanos clandestinos y ordenó a sus hombres que prestaran ayuda a cualquier piloto aliado que sobreviviera a la destrucción de su aparato. Y de ese modo, al llegar el momento crucial Don Croce estaba preparado.

Cuando el ejército norteamericano invadió Sicilia en Julio de 1943, Don Croce le tendió la mano. ¿Acaso no había en aquel ejército invasor muchos sicilianos, hijos de inmigrantes? ¿Tenía un siciliano que luchar contra otro en favor de los alemanes? Los hombres de Don Croce convencieron a miles de soldados italianos de que desertaran y se ocultaran en un escondrijo preparado para ellos por la Mafia. El propio Don Croce estableció personalmente contacto con agentes secretos del ejército norteamericano y guió a las fuerzas atacantes a través de los pasos de montaña, para que pudieran desbordar el flanco de la artillería pesada de los atrincheramientos alemanes. Y de ese modo, mientras las fuerzas invasoras británicas sufrían al otro lado de la isla cuantiosas bajas y apenas lograban avanzar, el ejército norteamericano cumplió su misión con mucha antelación sobre el tiempo previsto y con muy pocas pérdidas de vidas humanas.

El propio Don Croce, enormemente grueso y próximo a cumplir los sesenta y cinco años, entró en la ciudad de Palermo al frente de un grupo de mafiosos y secuestró al general alemán que estaba al mando de su defensa. Ocultó a su prisionero en la ciudad hasta que se rompió el frente y el ejército norteamericano pudo tomar la plaza. El comandante supremo de las fuerzas norteamericanas destacadas en el sur de Italia se refería a Don Croce, en sus despachos a Washington, con el nombre de «general Mafia», y así le siguieron llamando los oficiales del Estado Mayor norteamericano en los meses sucesivos.

El gobernador militar norteamericano de Sicilia era un tal coronel Alfonso La Ponto. En su calidad de influyente personaje político en el estado de Nueva Jersey, había sido nombrado directamente para aquel cargo. Sus mejores cualidades eran su jovialidad y su habilidad en la concertación de pactos políticos. Los oficiales de Estado Mayor que integraban el gobierno militar habían sido elegidos por iguales razones. El cuartel general estaba formado por veinte oficiales y cincuenta soldados. Muchos de ellos eran de origen italiano. Don Croce los acogió a todos con el sincero afecto de un hermano, dándoles toda clase de pruebas de su estima y lealtad, a pesar de que, en las conversaciones con sus amigos, les solía llamar «nuestros corderos de Cristo».

Sin embargo, Don Croce había «entregado la mercancía», como decían a menudo los norteamericanos, y el coronel La Ponto le convirtió en su principal asesor y amigo del alma. A menudo cenaba en su casa donde se deleitaba con los placeres de la cocina familiar.

El primer problema que hubo que resolver fue el del nombramiento de nuevos alcaldes en todas las pequeñas localidades de Sicilia. Los antiguos alcaldes eran fascistas, claro, y los norteamericanos los habían recluido en sus cárceles.

Don Croce recomendó a los dirigentes de la Mafia que habían sido encarcelados. Puesto que en sus expedientes constaba con toda claridad que habían sido torturados y enviados a prisión por el Gobierno fascista, acusados de obstaculizar los objetivos y el bienestar del Estado, se dio por supuesto que todos los delitos que se les imputaban eran falsos. Don Croce, mientras saboreaba los soberbios platos de espaguetis y pescado que preparaba su mujer, contaba de qué manera sus amigos —todos ellos ladrones y asesinos— se habían negado a abjurar de sus creencias en los democráticos principios de la justicia y la libertad. Al coronel le encantó poder encontrar tan pronto a las personas idóneas para gobernar a la población civil bajo su mando. Antes de que transcurriera un mes, casi todas las alcaldías de la Sicilia occidental fueron ocupadas por los más empecinados mafiosos que poblaban las prisiones fascistas.

El ejército norteamericano tuvo en ellos a unos valiosos colaboradores. Dejar un mínimo de tropas de ocupación le bastó para preservar el orden entre la población conquistada. Mientras la guerra proseguía en el territorio continental, no hubo tras las líneas norteamericanas ningún acto de sabotaje ni se descubrió a ningún espía. Las transacciones del mercado negro entre la población eran muy escasas. El coronel fue premiado con una medalla especial y ascendido a general de brigada.

Los alcaldes de la Mafia de Don Croce obligaban al cumplimiento de las leyes anticontrabando con la máxima severidad, y los carabinieri vigilaban sin cesar las carreteras y los pasos de montaña. Todo volvió a ser como en los viejos tiempos. Don Croce mandaba sobre unos y otros. Los inspectores del Gobierno se encargaban de que los obstinados campesinos entregaran sus cosechas de trigo, aceituna y uva a los almacenes del Gobierno a los precios oficiales de tasa. Todo lo cual se distribuía después entre la población de Sicilia mediante racionamiento. Para poder realizar esa tarea, Don Croce solicitó y obtuvo el préstamo de camiones del ejército norteamericano destinados al transporte de dichos productos a las famélicas ciudades de Palermo, Monreale y Trapani, de Siracusa y Catania, e incluso de Nápoles, en el territorio continental. Los norteamericanos se asombraron de la eficiencia de Don Croce y le testimoniaron calurosos elogios por los servicios prestados a las fuerzas armadas de los Estados Unidos, librándole los correspondientes oficios.

Pero Don Croce no podía comerse aquellos elogios y tampoco podía deleitarse leyéndolos, porque era analfabeto. Las palmadas de aprobación del coronel La Ponto no llenaban su enorme vientre. Don Croce, que no confiaba en la gratitud de los norteamericanos ni en los premios que Dios otorgaba a la virtud, estaba empeñado en recibir la justa recompensa por sus buenas obras en favor de la humanidad y la democracia. Y de ese modo, aquellos camiones norteamericanos abarrotados y sus conductores provistos de pases oficiales firmados por el coronel, empezaron a dirigirse a otros destinos, señalados por Don Croce, descargando después la mercancía en los almacenes que el propio Don Croce tenía en pequeñas localidades como Montelepre, Villalba y Partinico. Tras lo cual, Don Croce y sus compinches la vendían en el floreciente mercado negro a precios cincuenta veces superiores a los oficiales. De esa forma, consolidó sus relaciones con los demás poderosos dirigentes de la resurgida Mafia. Porque Don Croce, convencido de que la codicia era el mayor de los defectos humanos, quería compartir libremente sus beneficios con los demás.

Era más que generoso. El coronel La Ponto recibió soberbios regalos en forma de imágenes antiguas, cuadros y joyas. El Don se complacía en ello extraordinariamente. Los oficiales y los hombres del gobierno militar norteamericano eran como hijos suyos y, tal como suelen hacer todos los padres afectuosos, los colmaba de regalos. Y aquellos hombres, especialmente elegidos por su comprensión del carácter y la cultura italianos, por ser muchos de ellos de origen siciliano, correspondían a su amor. Firmaban pases especiales de viaje, cuidaban con especial esmero los camiones asignados a Don Croce y acudían a sus fiestas, donde podían conocer a inmejorables muchachas sicilianas e introducirse en ese afectuoso calor humano que es la otra cara del carácter de Sicilia. Metidos en la atmósfera de aquellas familias sicilianas y alimentados con los conocidos platos de sus madres emigrantes, muchos de ellos cortejaban a hijas de mafiosos.

Don Croce Malo ya podía recuperar su antiguo poder. Los jefes de la Mafia de toda Sicilia estaban en deuda con él. Fiscalizaba el monopolio de los productos alimenticios, cobraba impuesto a los tenderetes que vendían fruta, a las carnicerías, a los cafés con sus barras, e incluso a las bandas de música ambulantes. Puesto que la única fuente de abastecimiento de gasolina era el ejército americano, también intervenía en ese sector. Proporcionaba capataces para los latifundios de la nobleza y, a su debido tiempo, tenía previsto introducirse en sus fincas y comprar sus tierras a bajo precio. Ya estaba a punto de alcanzar la clase de poder que ostentaba antes de que Mussolini se hiciera el amo de Italia. Estaba decidido a ser rico de nuevo. En los años sucesivos tenía previsto hacer pasar a Sicilia por el tubo, como vulgarmente suele decirse.

Sólo una cosa inquietaba de veras a Don Croce. Su único hijo se había vuelto loco con su excéntrico deseo de hacer buenas obras. Su hermano el padre Benjamino no podía tener hijos. El Don no podía legar su imperio a nadie de su savia. No tenía ningún joven guerrero de confianza unido a él por lazos de sangre y capaz de emplear el puño de hierro cuando fallaran las dotes de persuasión de su guante de terciopelo.

Las gentes del Don ya le habían echado el ojo al joven Salvatore Giuliano y el padre Manfredi había confirmado sus posibilidades. Ya estaban circulando por Sicilia nuevas leyendas acerca de las hazañas de aquel muchacho. El Don vio en ello una respuesta a su único problema.