Desde el borde de un escarpado peñasco, cerca ya de la cumbre del Monte D’Ora, Giuliano y Pisciotta contemplaban la ciudad de Montelepre. Allá abajo, a pocos kilómetros de distancia, las luces de las casas empezaban a luchar contra la creciente oscuridad. Giuliano incluso creyó oír los altavoces de la plaza, siempre conectados con las emisoras de radio de Roma para alegrar con su música a los habitantes del pueblo que salían a dar un paseo antes de la cena.
Pero el aire de la montaña era engañoso. Tardarían dos horas en bajar al pueblo y cuatro en regresar al monte. Giuliano y Pisciotta habían jugado allí de niños, conocían todas las rocas y las cuevas y las galerías de aquellas montañas. Al pie de aquel peñasco se encontraba el Grotto Bianco, la cueva preferida de su infancia, más grande que cualquier casa de Montelepre.
Turi Giuliano pensó que Aspanu había cumplido muy bien sus órdenes. La cueva estaba bien provista de sacos de dormir, cacerolas, cajas de municiones y bolsas con pan y comida. Había una caja de madera con linternas, faroles y cuchillos y tenían también algunas latas de petróleo.
—Aspanu —dijo, riéndose—, podríamos quedarnos a vivir aquí para siempre.
—Sólo unos cuantos días —contestó Aspanu—. Es el primer lugar que registraron los carabinieri cuando te buscaban.
—Sólo buscan de día. Por la noche estamos a salvo.
El manto de la noche había caído sobre las montañas, pero el cielo estaba tan estrellado que se podían ver uno a otro con toda claridad. Pisciotta abrió la bolsa de mano y empezó a sacar armas y prendas de vestir. Poco a poco y con mucha ceremonia, Turi comenzó a equiparse. Se quitó el hábito de monje y se puso los pantalones de pana y una amplia zamarra con muchos bolsillos. Se metió dos pistolas al cinto y con una correa se ajustó la pistola ametralladora en el interior de la chaqueta, de forma que no se viera y, al mismo tiempo, pudiera echar mano de ella inmediatamente. Se ciñó la canana a la cintura y añadió más cajas de municiones a las que llevaba en los bolsillos de la zamarra. Pisciotta le entregó un cuchillo que él alojó en una de las botas militares que calzaba. Después introdujo una tercera y pequeña pistola con su correspondiente funda y correa bajo la axila izquierda. Finalmente revisó con sumo cuidado todo el arsenal.
El fusil lo llevaba a la vista, en bandolera. Una vez listo, miró sonriente a Pisciotta, que sólo llevaba la lupara y una navaja en la parte posterior del cinto.
—Me siento desnudo —dijo Pisciotta—. ¿Podrás andar con tanta chatarra encima? Como te caigas, no podré levantarte.
Giuliano seguía esbozando su enigmática sonrisa de chiquillo que cree tener el mundo en sus manos. La enorme cicatriz del costado le dolía debido al peso de las armas y las municiones, pero él acogía con agrado aquel dolor que le daba la absolución.
—Estoy dispuesto a ver a mi familia o enfrentarme con mis enemigos —le dijo a Pisciotta.
Ambos jóvenes empezaron a bajar por el largo y serpeante camino que desde la cima del Monte D’Ora conducía a la ciudad de Montelepre.
Descendían bajo la bóveda estrellada. Armado para enfrentarse a la muerte y a sus congéneres humanos, aspirando el perfume de los lejanos limonares y de las flores silvestres, Turi Giuliano experimentó una serenidad que jamás había conocido. Ya no estaba a merced de cualquier enemigo. Ya no tenía que luchar contra el temor a la cobardía. Si por la fuerza de su voluntad había conseguido no morir y que su cuerpo desgarrado se restableciera, ahora se creía capaz de repetir lo mismo una y otra vez. Ya no dudaba de que el suyo era un esplendoroso destino. Era como aquellos legendarios héroes medievales que no podían morir hasta haber llegado al final de su largo camino; hasta haber alcanzado sus grandes triunfos.
Jamás abandonaría aquellas montañas, aquellos olivos, aquella Sicilia. No tenía más que una vaga idea de cuál iba a ser su futura gloria, pero no dudaba ni por un momento de que la alcanzaría. Jamás volvería a ser un pobre muchacho campesino, temeroso de los carabinieri, los jueces y la demoledora corrupción de la ley.
Habían ya dejado la montaña y se estaban adentrando en los caminos que conducían a Montelepre. Pasaron por delante de unas imágenes de la Virgen y el Niño cuyas túnicas de yeso brillaban como el mar a la luz de la luna. La fragancia de los huertos llenaba el aire de una dulzura casi embriagadora. Giuliano vio que Pisciotta se agachaba para recoger un higo chumbo madurado por el aire nocturno, y le envolvió una oleada de afecto hacia aquel amigo que le había salvado la vida, un afecto que tenía su raíz en su infancia en común. Quería compartir con él su inmortalidad. De ningún modo morirían como unos campesinos anónimos, en la ladera de un monte de Sicilia. Presa de un inmenso júbilo espiritual, Giuliano rompió a gritar:
—¡Aspanu, Aspanu, yo creo, yo creo!
Y echó a correr pendiente abajo, abandonando las espectrales rocas blancas y pasando junto a varias imágenes de Jesucristo y de algunos de sus mártires, protegidas por cajas cerradas con candados. Pisciotta corrió a su lado, riendo, hasta que ambos penetraron en el arco de luz lunar que bañaba el camino de Montelepre.
Las montañas terminaban en unos cien metros de verdes pastizales que se extendían hasta los muros posteriores de las casas de la Via Bella. En la trasera, cada casa tenía un huerto con tomates y, algunas, un solitario olivo o un limonero. La cancilla del jardín de los Giuliano estaba abierta, y ambos jóvenes entraron sigilosamente. La madre de Giuliano les estaba esperando. Al verles, corrió a los brazos de Turi. Cubiertas las mejillas de llanto, empezó a besarle con furia mientras le decía en voz baja:
—Mi querido hijo, mi querido hijo.
Y, por primera vez en su vida, Turi Giuliano, en pie bajo la luz de la luna, no correspondió al amor de su madre.
Ya era casi la medianoche, pero la luna seguía brillando con intensidad, de modo que los tres entraron apresuradamente en la casa, para sustraerse a la vigilancia de los espías. Las persianas estaban cerradas y varios parientes de Giuliano y Pisciotta montaban guardia en las calles adyacentes, para advertirles la posible presencia de patrullas de la policía. En la casa, los amigos y familiares de Giuliano estaban aguardando para celebrar su regreso. Habían organizado un festín digno de la solemnidad de la Pascua. Era la única noche que podrían pasar con Turi antes de que se echara al monte.
Su padre le abrazó y le dio una palmada en la espalda para demostrarle su aprobación. Estaban allí sus dos hermanas y Héctor Adonis. También se encontraba presente una vecina a la que llamaban la Venera. Era viuda y debía de tener unos treinta y cinco años. Su marido, un famoso bandido llamado Candelería, había muerto, víctima de una traición, en una emboscada de la policía hacía apenas un año. Aunque era amiga de su madre, a Giuliano le sorprendió verla allí. Sólo su madre podía haberla invitado. Por un instante se preguntó por qué lo habría hecho.
Comieron, bebieron y agasajaron a Turi como si acabara de regresar de unas largas vacaciones por lejanos países. Su padre quiso ver la herida. Giuliano se levantó la camisa y dejó al descubierto la enorme cicatriz de su costado, todavía bordeada de negro azulado a causa del impacto de la bala. Su madre prorrumpió en lamentaciones.
—¿Hubieras preferido verme en la cárcel con las señales del bastinado? —le preguntó él con una sonrisa.
Aunque la escena familiar era como una repetición de los más felices días de su infancia, Giuliano ya se sentía muy lejos de todos ellos. Le habían preparado sus platos preferidos: calamares en su tinta, sabrosos macarrones con salsa de hierbas y tomate, cordero asado, un gran cuenco de aceitunas, y ensalada verde y roja aliñada con aceite puro de oliva; a eso se unían las botellas de vino siciliano envueltas en su funda de caña. Su madre y su padre hablaron de la vida en América. Y Héctor Adonis les deleitó con sus relatos de la historia de Sicilia. De Garibaldi y sus famosos «camisas rojas». O de las Vísperas Sicilianas, durante las cuales el pueblo siciliano, levantándose contra los ocupantes franceses, había provocado una matanza siglos atrás. Todas las historias de la opresión de Sicilia, empezando por Roma y siguiendo con los moros, los normandos, los alemanes, los franceses y los españoles. ¡Pobre Sicilia! Nunca libre, con su población siempre hambrienta, su mano de obra vendida siempre tan barata y su sangre derramada con tanta facilidad.
Por eso no había ahora ningún siciliano que creyera en el Estado, en la ley, en el estructurado orden de la sociedad que siempre se había utilizado para convertirlos en bestias de carga. Giuliano había oído la misma historia a lo largo de los años y la tenía muy grabada en el cerebro. Pero sólo entonces comprendió que él podía modificar aquella situación.
Mientras se fumaba un cigarrillo y tomaba el café, observó a Aspanu. Pese a lo festivo de la reunión, su primo conservaba en los labios una irónica sonrisa. Giuliano adivinó lo que estaba pensando y lo que diría más tarde: sé lo bastante tonto para que un policía te pegue un tiro, comete un asesinato y conviértete en un forajido, y eso bastará para que tu familia te demuestre su afecto y te trate como si fueras un santo del cielo. Y, sin embargo, Aspanu era el único de quien Turi no se sentía desligado.
Y aquella mujer, la Venera, ¿por qué la había invitado su madre y por qué había aceptado ella? Observó que tenía un bello rostro, atrevido y fuerte, con cejas negras como el azabache y labios tan rojos y oscuros, que casi parecían de púrpura en medio de aquella atmósfera cargada de humo. No se podía adivinar cómo era su figura porque iba envuelta en el holgado vestido de luto que se estilaba entre todas las viudas sicilianas.
Turi Giuliano les tuvo que contar toda la historia del tiroteo de los Quattro Molini. Su padre, ligeramente embriagado, saludó con un gruñido de aprobación la muerte del policía. Su madre guardó silencio. Su padre habló del campesino que acudió en busca del burro, y de la contestación que él le dio: «Ya puedes estar contento de haber perdido un burro. Yo he perdido a mi hijo».
—Un burro buscando a otro burro —dijo Aspanu, y todo el mundo se echó a reír.
—Cuando se enteró de la muerte del policía —añadió el padre de Giuliano—, el campesino no se atrevió a hacer ninguna reclamación: tuvo miedo de ganarse un bastinado.
—Se le compensará —dijo Turi.
Por último, Héctor Adonis les expuso los planes que había elaborado para salvar a Turi. A la familia del muerto se le pagaría una indemnización. Los padres de Giuliano tendrían que hipotecar sus pobres tierras para reunir el dinero. Él también aportaría una cantidad. Sin embargo, aquella medida tendría que esperar algún tiempo, hasta que se hubieran calmado un poco los ánimos. El gran Don Croce usaría su influencia cerca de los funcionarios del Gobierno y con la familia del difunto. Al fin y al cabo, había sido más o menos un accidente. No hubo mala fe ni por una parte ni por la otra. Se podría montar una farsa, siempre y cuando la familia de la víctima y los apropiados funcionarios del Gobierno colaboraran. La única pega era la tarjeta de identidad dejada en el lugar del crimen. Sin embargo, Don Croce conseguiría que en cuestión de un año el documento desapareciera de los archivos del fiscal. Lo importante era que Turi no se metiera en líos durante aquel año. Tendría que echarse al monte.
Turi Giuliano les escuchó a todos con paciencia, sonriendo y asintiendo con la cabeza, sin dar muestras de irritación. Seguían creyendo que era el mismo que salió de aquella casa durante la Festa, hacía más de dos meses. Se había quitado la zamarra y despojado de las armas, dejándolas a sus pies, debajo de la mesa. Pero eso no les había impresionado, ni tampoco la enorme cicatriz. No comprendían que el daño sufrido por su cuerpo le había desgarrado el alma y que ya nunca volvería a ser el joven de antes.
De momento, en aquella casa se encontraba a salvo. Gente de confianza vigilaba las calles y el cuartel de los carabinieri y le avisaría si se produjera algún ataque. La casa, construida hacía más de un siglo, era de piedra y tenía ventanas de treinta centímetros de grosor, con postigos de madera. La puerta era de madera maciza y estaba asegurada con una barra de hierro. No se escapaba de la casa ni un rayo de luz y ningún enemigo podía irrumpir en ella fácilmente en un ataque por sorpresa. Y, sin embargo, Turi se sentía en peligro. Sus parientes querían atraparle en su antigua vida, convencerle de que se convirtiera en campesino y abandonara las armas, querían dejarle indefenso ante la ley. En aquel instante comprendió que tendría que ser cruel con aquellos a quienes más amaba. En otros tiempos, siempre había preferido el amor al poder. Pero ya todo había cambiado. De pronto veía con toda claridad que el poder era lo primero.
—Querido padrino —dijo, dirigiéndose a Héctor Adonis, pero también a los demás—, sé que todo eso lo dices porque me quieres y estás preocupado por mí. Pero no puedo permitir que, para sacarme de este apuro, mis padres pierdan las pocas tierras que tienen. Y vosotros todos, no os inquietéis tanto por mí. Soy un hombre hecho que tiene que pagar su error. Y no quiero que nadie pague una indemnización por el carabinieri que maté. Recordad que él me quiso matar a mí por un simple queso que llevaba escondido. Nunca le hubiera disparado, pero creí que me estaba muriendo y quise darle su merecido. Pero todo eso ya es agua pasada. La próxima vez, ya no seré un blanco tan fácil.
—De todos modos, se pasa mucho mejor en la montaña —dijo Pisciotta, sonriendo.
Sin embargo, la madre de Giuliano no quería darse por vencida. Todos advirtieron su pánico y el temor en sus ojos.
—No te conviertas en un bandido —le dijo con desesperación—, no robes a los pobres, que bastante desgracia tienen ya en la vida. No te conviertas en un proscrito. Que te cuente la Venera la vida que llevaba su marido.
La Venera levantó la cabeza y miró directamente a Giuliano. A él le asombró la sensualidad de su rostro, y tuvo la impresión de que intentaba seducirle. Sus ojos eran audaces y le miraban como invitándole. Antes pensó, sin más, que le llevaba muchos años; ahora, en cambio, se había despertado su interés sexual.
Ella le dijo con voz ronca a causa de la emoción:
—En esos montes a los que tú quieres ir, mi marido tuvo que vivir como un animal. Siempre con miedo. Siempre. No podía comer. No podía dormir. Cuando estábamos juntos en la cama, el menor ruido le sobresaltaba. Dormíamos con las armas en el suelo, al lado de la cama. Pero de nada le sirvió. Cuando nuestra niña se puso enferma quiso visitarla, y le estaban esperando. Sabían que era muy tierno. Le abatieron como a un perro, en la calle. Se quedaron de pie a su lado y se rieron en mi cara.
Giuliano vio la sonrisa de Pisciotta. ¿Que Candelería, el gran bandido, era tierno? Mató a seis hombres por sospechar que eran confidentes, robaba a los hacendados, les sacaba dinero a los pobres campesinos, sembró el terror en toda la comarca. Pero su mujer le veía con otros ojos.
La Venera no se percató de la sonrisa de Pisciotta.
—Le enterré y después enterré a mi hija, una semana más tarde —añadió—. Dijeron que fue una pulmonía, pero yo sé que se murió de pena. Recuerdo, sobre todo, cuando le visitaba en el monte. Siempre tenía frío y pasaba hambre, y a veces enfermaba. Hubiera dado cualquier cosa por volver a la vida de un honrado campesino. Pero lo peor fue que el corazón se le endureció como una piedra. Ya no era un ser humano el pobrecillo, que en paz descanse. No estés tan orgulloso, querido Turi. Ya te ayudaremos en tu desgracia, no te conviertas en lo que fue mi marido antes de morir.
Todo el mundo guardó silencio. Pisciotta ya no sonreía. El padre de Giuliano comentó en voz baja que a Turi le alegraría librarse de las faenas del campo, y que podría dormir hasta tarde todos los días. Héctor Adonis contemplaba el mantel con el ceño fruncido. Nadie habló. El silencio quedó interrumpido por una rápida llamada a la puerta, según la señal convenida con uno de los que vigilaban la calle. Pisciotta fue a hablar con el hombre. Al regresar le indicó a Giuliano por señas que recogiera sus armas.
—En el cuartel de los carabinieri han encendido todas las luces —dijo—. Y hay una furgoneta de la policía bloqueando la Via Bella por la parte de la plaza. Se están preparando para hacer una redada en esta casa —se detuvo un instante—. Tenemos que despedirnos en seguida.
Todos se asombraron de la serenidad con que Turi Giuliano empezó a prepararse para la huida. Ya se disponía a ponerse la zamarra, cuando su madre se le echó en los brazos. Se despidió de todos y, en un santiamén, acabó de vestirse, recogió las armas y se colgó el fusil al hombro. Lo hizo todo sin el menor apresuramiento. Permaneció de pie un instante, con una sonrisa en los labios, y después le dijo a Pisciotta:
—Te puedes quedar y reunirte conmigo en el monte después, o puedes acompañarme ahora.
Sin pronunciar palabra, Pisciotta se dirigió a la puerta trasera y la abrió.
Giuliano abrazó a su madre por última vez y ella le dijo, besándole con vehemencia:
—Escóndete, no cometas ninguna imprudencia. Déjanos ayudarte.
Pero él ya se había apartado de sus brazos.
Pisciotta encabezó la marcha, cruzando los campos hacia el pie de la montaña. Giuliano dio un fuerte silbido y él se detuvo para que Turi pudiera darle alcance. El camino de la montaña estaba expedito y los que montaban guardia le habían dicho que no rondaban patrullas de la policía por aquella zona. Al cabo de cuatro horas de ascenso, estarían ya a salvo en Grotto Bianco. Los carabinieri no cometerían la estupidez de salir en su persecución en la oscuridad.
—Aspanu —dijo Giuliano—, ¿cuántos hombres tienen los carabinieri en la guarnición?
—Doce —contestó Pisciotta—. Y el maresciallo.
—El trece es el número de la mala suerte —dijo Giuliano, echándose a reír—. ¿Por qué escapamos, habiendo tan pocos…? Sígueme —añadió.
Dio media vuelta en los pastizales y entraron de nuevo en Montelepre por un punto de la calle situado un poco más abajo. Después cruzaron la Via Bella, para poder observar la casa de los Giuliano desde la seguridad de una oscura y estrecha callejuela. Se agacharon en la sombra y esperaron.
Cinco minutos más tarde oyeron el rumor de un jeep que bajaba por la Via Bella. En su interior viajaban seis carabinieri, contando al propio maresciallo. Dos de los hombres se dirigieron inmediatamente a la calle lateral, para bloquear la trasera de la casa. El maresciallo y tres de sus hombres se acercaron a la puerta y empezaron a aporrearla. Al mismo tiempo, un pequeño furgón se aproximó al jeep por detrás y otros dos carabinieri saltaron en seguida con los fusiles a punto para tomar la calle.
Turi Giuliano observaba todo aquello con sumo interés. Era su primera operación táctica y estaba asombrado de lo fácil que le sería dominar la situación si quisiera derramar sangre. Claro estaba que no podía disparar contra el maresciallo y los tres hombres de la puerta, pues las balas podían entrar en la casa y herir a alguno de sus parientes. Pero nada le impedía liquidar sin contratiempos a los dos nombres que vigilaban la calle y a los conductores de los vehículos. Si quisiera, lo podría hacer en cuanto el maresciallo y sus hombres entraran en la casa. No se atreverían a salir, y entonces él y Pisciotta podrían atravesar tranquilamente los campos. Los hombres que bloqueaban la calle con la furgoneta estarían demasiado lejos para constituir un peligro. No tomarían la iniciativa de subir por la calle sin que nadie se lo ordenara.
La redada de la policía se basaba en el supuesto de que los acechados no estarían en condiciones de lanzar un contraataque; y de que no tendrían más remedio que echar a correr ante la superioridad numérica de sus atacantes. Turi Giuliano decidió en aquel momento atenerse siempre a partir de entonces al principio básico de poder contraatacar cuando le persiguieran, por muy pocas posibilidades que tuviera; más aún, cuanto mayores fueran las desventajas, mejor. Pero no deseaba derramar sangre todavía. La cosa no pasaba de ser una maniobra intelectual. Lo que más le interesaba era ver al maresciallo en acción, pues aquel hombre estaba llamado a convertirse en su principal adversario.
Cuando el padre de Giuliano abrió la puerta, el maresciallo le agarró bruscamente por un brazo y le empujó a la calle, ordenándole a gritos que esperara allí.
Un maresciallo de los carabinieri italianos, el oficial de clase de más alta graduación de las fuerzas de la policía nacional, suele ser el comandante de la guarnición de una pequeña localidad. Como tal, es un importante miembro de la comunidad y se le trata con el mismo respeto que al alcalde y al párroco. De ahí que no esperara el recibimiento de la madre de Giuliano, que cerrándole el paso escupió en el suelo delante de él para demostrarle su desprecio.
Él y sus tres hombres tuvieron que entrar en la casa por la fuerza y registrarla mientras la madre de Giuliano les cubría de insultos y maldiciones. Todos fueron sacados a la calle para ser interrogados, lo mismo que las mujeres y los hombres de las viviendas vecinas, los cuales también increparon duramente a la policía.
Al ver que el registro de la casa no daba ningún resultado, el maresciallo trató de interrogar a sus moradores. El padre de Giuliano se quedó estupefacto.
—¿Cree usted que iba a delatar a mi propio hijo? —le dijo al maresciallo, mientras un murmullo de aprobación surgía de los reunidos en la calle.
Entonces el maresciallo ordenó a la familia de Giuliano volver a la casa.
En las sombras de la calleja, Pisciotta le dijo a Giuliano:
—Tienen suerte de que tu madre no lleve armas.
Pero Turi no contestó. La sangre se le había subido a la cabeza y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para dominarse. El maresciallo golpeó con la porra a un hombre que se había atrevido a protestar por el duro trato que estaban recibiendo los padres de Giuliano. Otros dos carabinieri empezaron a elegir al azar a varios habitantes de Montelepre, y les hicieron subir al furgón entre porrazos y puntapiés, sin hacer caso de sus gritos de temor y protesta.
De repente, un hombre se situó en mitad de la calle frente a los carabinieri y trató de abalanzarse contra el maresciallo. Sonó un disparo y el hombre se desplomó sobre los adoquines. Desde una de las casas, una mujer empezó a gritar y después salió corriendo y se arrojó sobre el cuerpo de su marido tendido en el suelo. Turi la reconoció, era una amiga de la familia, que en Pascua siempre obsequiaba a su madre con un pastel recién hecho.
Turi le dio a Pisciotta una palmada en el hombro y le dijo en voz baja:
—Sígueme.
Inmediatamente echó a correr por las tortuosas callejuelas hacia la plaza principal del pueblo, situada al otro extremo de la Via.
—¿Puede saberse qué demonios estás haciendo? —le gritó Pisciotta con aspereza, pero se calló en seguida.
Comprendió de repente lo que Turi pretendía hacer. El furgón lleno de detenidos tendría que descender por la Via Bella para dar la vuelta y luego regresar al cuartel de Bellampo.
Mientras bajaba por las oscuras calles paralelas, Turi Giuliano se sintió invisible como un dios. Sabía que ni en sueños el enemigo podría imaginar lo que planeaba, que le imaginaría tratando de huir a la seguridad del monte. Experimentó una sensación de alborozo. Iban a enterarse de que no podían irrumpir impunemente en la casa de su madre, y lo pensarían dos veces antes de volver a hacerlo. No podrían volver a disparar contra un hombre a sangre fría. Les enseñarían a respetar a sus vecinos y a su familia.
Llegó al otro extremo de la plaza y, a la luz de la única farola que la iluminaba, distinguió la furgoneta que bloqueaba la entrada de la Via Bella. Como si fuera fácil pillarle a él en aquella trampa. Pero ¿en qué estarían pensando? ¿Era aquello una muestra de la inteligencia de los funcionarios públicos? Pasó a otra calleja, para, seguido por Pisciotta, ganar la puerta posterior de la iglesia que dominaba la plaza. Una vez en el interior ambos saltaron la barandilla de las gracias y se detuvieron una décima de segundo ante el altar en que habían servido como monaguillos, ayudando al sacerdote mientras oficiaba la misa del domingo y administraba la comunión a los habitantes de Montelepre. Empuñando las armas en posición de disparo, hicieron una genuflexión y se santiguaron torpemente; por un instante, el poder de las imágenes de cera de Jesucristo coronado de espinas, las doradas Vírgenes de yeso con sus mantos azules y las legiones de santos mitigaron su afán de lucha. Pero en seguida echaron a correr por el corto pasillo central hasta la puerta de roble macizo, desde la cual podrían dominar la plaza. Y volvieron a arrodillarse para preparar las armas.
La furgoneta que bloqueaba la Via Bella hizo marcha atrás a fin de que el furgón que conducía a los detenidos pudiera entrar en la plaza, dar la vuelta y volver a subir. En aquel momento, Turi Giuliano abrió la puerta de un empujón y le dijo a Pisciotta:
—Dispara al aire.
Él abrió fuego a su vez sobre la furgoneta que bloqueaba la calle, apuntando a los neumáticos y al motor. De repente, la plaza se inundó de luz al estallar el motor y prender las llamas en el vehículo. Los dos carabinieri del asiento delantero saltaron como marionetas descoyuntadas, pues la sorpresa no les permitió tan siquiera tensar los músculos. Al lado de Turi, Pisciotta estaba disparando con el fusil contra la cabina del furgón de los detenidos. Turi Giuliano vio que el conductor abría la portezuela y, cayendo, quedaba inmóvil en el suelo. Los otros carabinieri saltaron del vehículo y Pisciotta volvió a disparar. Otro guardia fue abatido. Turi se volvió hacia Pisciotta para reprenderle, pero, de repente, el fuego de las ametralladoras destrozó las vidrieras del templo y los fragmentos de cristal multicolor cubrieron el pavimento de la iglesia como si fueran rubíes. Turi comprendió que ya no había ninguna posibilidad de mostrarse compasivo. Aspanu tenía razón. O mataban o les mataban.
Giuliano tiró a Pisciotta del brazo y corrió de nuevo hacia la puerta posterior de la iglesia para salir a las tortuosas y oscuras callejas de Montelepre. Sabía que aquella noche no podría ayudar a huir a los detenidos. Él y Aspanu se deslizaron por el muro que limitaba la ciudad. Salieron a los campos y siguieron corriendo hasta alcanzar la seguridad de la ladera del monte, cubierta de grandes piedras blancas. Ya estaba amaneciendo cuando llegaron a la cima del Monte D’Ora en las montañas de Cammarata.
Hacía cerca de dos mil años, Espartaco ocultó allí a su ejército de esclavos y lo condujo a luchar contra las legiones romanas. De pie en la cumbre de aquel Monte D’Ora, mientras el radiante sol empezaba a despuntar, Turi Giuliano se sintió invadido por una juvenil emoción al pensar que había logrado huir de sus enemigos. Jamás volvería a obedecer las órdenes de ningún ser humano. Él decidiría quién debía vivir y quién morir, y estaba seguro de que cuanto hiciera sería por la gloria y la libertad de Sicilia; para bien y nunca para mal. De que sólo defendería la causa de la justicia, para ayudar a los pobres. Y de que triunfaría en todas las batallas y se ganaría el corazón de los oprimidos.
Tenía veinte años.