5

El padre Manfredi, superior del convento de los franciscanos, inició su habitual recorrido vespertino por las diversas dependencias, exhortando a sus holgazanes e inútiles frailes a ganarse el pan de cada día. Examinó los arcones del taller de sagradas reliquias y visitó el horno en que cocían las grandes y crujientes hogazas para los pueblos vecinos. Inspeccionó el huerto y los cestos llenos a rebosar de aceitunas, tomates y uva, buscando algún defecto en sus satinadas pieles. Sus frailes estaban atareados como duendes… aunque bastante menos contentos. En realidad eran almas adustas, carentes por completo de la alegría que es necesaria para servir a Dios. El superior se sacó del hábito un largo y negro cigarro de puntas cortadas y siguió paseando por el convento a fin de abrir el apetito, con miras a la cena.

Fue entonces cuando vio a Aspanu Pisciotta, que cruzaba, arrastrando a Turi Giuliano, la entrada del convento. El portero intentó rechazarles, pero Pisciotta le apuntó a la tonsurada cabeza con su pistola y le obligó a caer de hinojos para rezar sus últimas oraciones. Pisciotta depositó el cuerpo ensangrentado y casi exánime de Giuliano a los pies del padre Manfredi.

El franciscano era un hombre alto y demacrado con un distinguido rostro de simio de diminutos huesos, una nariz achatada y unos inquisitivos ojos castaños que semejaban un par de botoncitos. Pese a sus setenta años, era vigoroso y tenía una mente tan astuta y perspicaz como en los viejos tiempos anteriores a Mussolini, cuando solía redactar elegantes notas de rescate para los secuestradores de la Mafia, a cuyo sueldo trabajaba.

Ahora, y aunque todo el mundo —campesinos y autoridades por igual— sabía que su convento era el cuartel general de contrabandistas y traficantes del mercado negro, el superior era muy respetado y nadie se entrometía jamás en sus ilegales actividades, en parte por respeto a su sagrado ministerio y en parte para ofrecerle una recompensa material a cambio de la guía espiritual que dispensaba a la comunidad.

Por eso el padre Manfredi no se inmutó al ver a aquel par de bribones cubiertos de sangre entrando en los sagrados dominios de san Francisco. La verdad era que conocía bien a Pisciotta por haberle utilizado en algunas operaciones de contrabando y mercado negro. Ambos tenían en común una solapada astucia que les deleitaba mutuamente, sorprendiéndose el uno de hallarla en un hombre tan viejo y santo y el otro en un muchacho tan joven e ingenuo.

El franciscano tranquilizó al portero y después le dijo a Pisciotta:

—Bueno, mi querido Aspanu, ¿en qué trapisonda te has metido ahora?

Pisciotta estaba sujetando la camisa contra la herida de Giuliano. Al superior le sorprendió la afligida expresión de su rostro: no le creía capaz de semejante emoción.

Sin embargo, al contemplar de nuevo la enorme herida, Pisciotta tuvo la seguridad de que su amigo se iba a morir. ¿Y cómo comunicarles la noticia a los padres de Turi? Le aterraba el solo hecho de pensar en el dolor de María Lombardo. Pero de momento tenía que salvar una situación más importante. Había de conseguir del superior que escondiera a Giuliano en el convento.

Le miró a los ojos. Quería transmitirle un mensaje que sin ser una amenaza directa, le haría comprender que una negativa le granjearía un enemigo mortal.

—Este es mi primo y queridísimo amigo Salvatore Giuliano —contestó Pisciotta—. Como puede usted ver, no ha tenido suerte, y dentro de poco la policía nacional empezará a buscarle por las montañas. Y a mí también. Usted es nuestra única esperanza. Le suplico que nos esconda y mande llamar a un médico. Hágalo y se habrá ganado un amigo para siempre.

Subrayó la palabra «amigo».

El superior lo comprendió perfectamente, sin que se le escapara detalle. Había oído hablar de aquel joven Giuliano, un chico valiente y respetado en Montelepre, buen tirador y cazador y más curtido de lo que correspondía a sus años. Hasta los «amigos de los amigos» le habían echado el ojo, considerando la posibilidad de reclutarle. El mismísimo Don Croce, durante una de sus visitas de negocios y cortesía al convento, le había hablado de él al padre Manfredi, comentando que tal vez mereciera la pena cultivar su amistad.

Sin embargo, al ver a Giuliano inconsciente, tuvo la certeza de que aquel hombre iba a necesitar no un escondrijo sino una tumba y no un médico sino un sacerdote que le administrara los últimos sacramentos. Acceder a la petición de Pisciotta encerraba muy pocos riesgos porque el hecho de acoger a un cadáver no era delito ni siquiera en Sicilia. Aun así, no quería que aquel joven pensara que el favor que le iba a prestar valía tan poco.

—¿Y por qué te buscan? —preguntó.

Pisciotta vaciló. Si el superior supiera que habían matado a un Policía, tal vez se negara a acogerles. Por otra parte, si le mantenía ignorante del registro que sin duda se iba a producir, cabía la posibilidad de que le pillaran desprevenido y les traicionara. Pisciotta decidió decirle la verdad en pocas y rápidas palabras.

El franciscano inclinó la cabeza, lamentando que otra alma se hubiera ido al infierno, y estudió detenidamente la figura exánime de Giuliano. La sangre le rezumaba a través de la camisa anudada alrededor del cuerpo. A lo mejor el pobrecillo se moriría allí mismo y resolvería todo el problema.

Aunque en su calidad de fraile franciscano, el superior rebosaba caridad cristiana, en los terribles tiempos que corrían tenía que tomar en consideración las consecuencias prácticas y materiales de sus piadosas acciones. Si les daba cobijo y el chico moría, saldría beneficiado de todo aquel asunto. Las autoridades se darían por satisfechas con el cadáver y la familia quedaría en deuda con él. En caso de que Giuliano se recuperara, tal vez su gratitud fuera todavía más valiosa. Un hombre que, estando gravemente herido, había podido disparar su pistola y matar a un policía, era un hombre al que merecía la pena tener como deudor.

Podía también, desde luego, entregar a aquel par de bribones a la policía nacional, que ciertamente les ajustaría las cuentas. Pero, ¿qué ganaría con ello? Las autoridades no podían hacer por él más de lo que ya estaban haciendo. La zona en que éstas ejercían su jurisdicción ya la tenía segura. Era al otro lado de la valla donde necesitaba amigos. Si traicionara a aquellos muchachos, se ganaría la enemistad de los campesinos y el odio eterno de dos familias. El franciscano no era tan necio para suponer que su hábito le protegería de la vendetta que sin duda resultaría de ese acto, y además le había leído el pensamiento a Pisciotta; aquel joven iba a llegar muy lejos antes de internarse en el camino del infierno. No: el odio del campesino siciliano nunca se podía tomar a la ligera. Eran unos auténticos cristianos que jamás hubieran profanado una imagen de la Virgen María, pero, al mismo tiempo, en el acaloramiento de una vendetta, hubieran sido capaces de disparar contra el Papa por haber quebrantado la omertá, el antiguo código de silencio ante cualquier autoridad. En aquella tierra en la que tantas imágenes de Jesús se veneraban, nadie creía en la doctrina de poner la otra mejilla. En aquella tierra dominada por la ignorancia, el «perdón» era el refugio de los cobardes. El campesino siciliano no conocía el significado de la palabra compasión.

De una cosa estaba seguro: Pisciotta jamás le traicionaría. En una de sus pequeñas operaciones de contrabando, el superior se las había ingeniado para que le detuvieran e interrogaran. El interrogador, un miembro de la policía de seguridad de Palermo, no uno de aquellos carabinieri tan zoquetes, se mostró primero muy suave y después muy duro. Pero ni las zalamerías ni la crueldad movieron a Pisciotta, el cual guardó un obstinado silencio. El interrogador le soltó y le aseguró al superior que a aquel chico se le podían encomendar misiones más importantes. Desde entonces, el superior tenía reservado a Aspanu Pisciotta un lugar especial en su corazón y rezaba a menudo por su alma.

El religioso se introdujo dos dedos en la hundida boca y lanzó un silbido. Acudieron corriendo unos frailes a quienes ordenó que trasladaran a Giuliano a una alejada ala del edificio, en cuyos aposentos a menudo había ocultado durante la guerra a desertores del ejército italiano, hijos de campesinos acomodados. Después envió a uno de sus frailes a avisar al médico de la aldea de San Giuseppe Jato, distante apenas ocho kilómetros.

Pisciotta se sentó en la cama y tomó la mano de su amigo. La herida ya no sangraba y los ojos de Turi Giuliano estaban abiertos aunque un poco vidriosos. Pisciotta, casi al borde de las lágrimas, no se atrevía a hablar. Enjugó la frente de Giuliano, empapada de sudor. Su piel mostraba un tinte azulado.

El médico tardó una hora en llegar y, tras haber visto la horda de carabinieri que estaban batiendo las laderas del monte, no se sorprendió lo más mínimo de que su amigo el superior de los franciscanos ocultara a un hombre herido. Eso a él le tenía sin cuidado. ¿Qué le importaban la policía y el Gobierno? El padre Manfredi era un siciliano que necesitaba ayuda. Y que siempre le enviaba una cesta de huevos los domingos, una barrica de vino por Navidad y un cordero lechal por Pascua.

El médico examinó a Giuliano y le curó la herida. La bala había penetrado en el cuerpo y destrozado probablemente algunos órganos vitales, el hígado por descontado. El chico había perdido una enorme cantidad de sangre, estaba mortalmente pálido y tenía la piel de un color blanco azulado. Alrededor de la boca se podía ver aquel círculo blanco que, como sabía bien, era una de las primeras señales precursoras de la muerte.

—He hecho todo lo que he podido —le dijo al superior, lanzando un suspiro—. La hemorragia ha cesado, pero ya ha perdido más de un tercio de su sangre y eso suele ser fatal. Manténganle abrigado, denle un poco de leche y yo les dejaré una pequeña cantidad de morfina.

Contempló con tristeza el vigoroso cuerpo de Giuliano.

—¿Qué les voy a decir a sus padres? —preguntó Pisciotta en voz baja—. ¿Hay alguna esperanza para él?

—Diles lo que quieras —contestó el médico, repitiendo el suspiro—. Pero la herida es mortal. El chico parece fuerte y es posible que dure unos cuantos días, aunque lo mejor es no hacerse ilusiones —declaró. Pero viendo la desesperación en los ojos de Pisciotta y la fugaz expresión de alivio del rostro del superior, añadió con ironía—: Claro que, estando en este sagrado lugar, siempre cabe la posibilidad de que se produzca un milagro.

El franciscano y el médico abandonaron la estancia. Pisciotta se inclinó sobre su amigo para enjugarle el sudor de la frente y se asombró al ver en los ojos de Giuliano un asomo de burla. Tenía las pupilas color castaño oscuro, pero rodeadas por una orla plateada. Pisciotta se inclinó un poco más. Giuliano estaba musitando algo con gran esfuerzo.

—Dile a mi madre que volveré a casa —pidió Turi. Y después hizo algo que Pisciotta no olvidaría jamás. Sus manos se elevaron de repente y agarraron a Pisciotta por el cabello. Eran unas manos muy fuertes; no podían ser las de un moribundo. Tiraron hacia abajo de la cabeza de Pisciotta—. Obedéceme —dijo Giuliano.

Avisado por los padres de Giuliano, Héctor Adonis llegó a Montelepre a la mañana siguiente. Rara vez utilizaba la casa que tenía en la ciudad. En sus años mozos odiaba a su pueblo natal. Y evitaba especialmente la Festa. Los adornos de las calles siempre le causaban tristeza y le parecían un pernicioso disfraz de la miseria de la localidad. Y además, siempre había tenido que soportar humillaciones, los borrachos se burlaban de su corta estatura y las mujeres le dirigían miradas de desprecio.

No les importaba que él fuera más instruido que ellos. Eran tan orgullosos, por ejemplo, que cada familia se pintaba la casa del mismo color que sus padres. Y no sabían que el color de las casas era una alusión a sus orígenes, a la sangre que habían heredado de sus antepasados junto con las viviendas. No sabían que, muchos siglos atrás, los normandos tenían por costumbre pintar las casas de blanco, mientras que los griegos utilizaban siempre el azul y los árabes, distintos tonos de rosa y rojo. Los judíos, en cambio, usaban el amarillo. Sin embargo, todos ellos se consideraban italianos y sicilianos. Las sangres se habían mezclado tanto en el decurso de los siglos que ya no se podía identificar al propietario de una casa por sus facciones y, si alguien le hubiera dicho al dueño de una casa amarilla que tenía antepasados judíos, podía terminar con un navajazo en el vientre.

Aspanu Pisciotta vivía en una casa blanca, aunque él parecía más bien un árabe. En la de los Giuliano predominaba, en cambio, el azul de los griegos, y Turi Giuliano tenía unas facciones marcadamente griegas aunque su complexión fuera la de los altos y vigorosos normandos. Sin embargo, la mezcla de sangres había dado lugar a aquel extraño y peligroso producto que eran los verdaderos sicilianos, lo cual era la causa de que Adonis estuviese aquel día en Montelepre.

En cada esquina de la Via Bella se podía ver a una pareja de carabinieri de ceñudo aspecto, empuñando rifles y pistolas automáticas amartilladas. Iba a iniciarse el segundo día de la Festa, pero aquella parte de la ciudad estaba extrañamente desierta y no había niños en a calle. Héctor Adonis estacionó su automóvil delante de la casa de los Giuliano, encima de la acera. Una pareja de carabinieri le observó con recelo, hasta que descendió del vehículo. Al ver su exigua estatura, los guardias esbozaron una sonrisa burlona.

Pisciotta le abrió la puerta y le hizo pasar. Los padres de Giuliano estaban aguardando en la cocina, en cuya mesa habían dispuesto un desayuno a base de embutidos, pan y café. María Lombardo estaba tranquila porque su querido Aspanu le había asegurado que su hijo se iba a restablecer. Se la veía más enfurecida que asustada, y el padre de Giuliano se mostraba más orgulloso que entristecido. Su hijo había demostrado ser un hombre: estaba vivo y su enemigo, muerto.

Pisciotta volvió a contar la historia, esta vez de mejor humor que al principio. Quitó importancia a la herida de Giuliano y no presumió del heroísmo que suponía haberle llevado hasta el convento. Sin embargo, Héctor Adonis comprendió que el hecho de ayudar a un herido a salvar más de cinco kilómetros de escarpado terreno, tenía que haber sido agotador para un muchacho de tan débil constitución como Pisciotta. Observó, además, que éste no describía con detalle la herida. Adonis empezaba a temer lo peor.

—¿Cómo pudieron los carabinieri llegar hasta aquí? —preguntó.

Pisciotta le explicó que Giuliano les había entregado su documentación.

La madre de Giuliano empezó a quejarse:

—¿Por qué no dejó Turi que se quedaran con el queso? ¿Por qué discutió?

—¿Y qué querías que hiciera? —replicó con aspereza el padre—. ¿Que diera el nombre de aquel pobre campesino? Hubiera deshonrado para siempre el apellido de nuestra familia.

Héctor Adonis se quedó asombrado ante la contradicción que encerraban aquellos comentarios. Sabía que la madre era mucho más fuerte y audaz que el padre. Y, sin embargo, ella había pronunciado palabras de resignación, mientras que las de él, en cambio, eran de desafío. Y Pisciotta, el pobre Aspanu, ¿quién le hubiera imaginado la valentía de salvar a su compañero y llevarle a lugar seguro? ¿O la sangre fría de ocultar luego a los padres el daño que su hijo había sufrido?

—Si, por lo menos, no hubiera entregado la documentación —dijo el padre de Giuliano—, nuestros amigos habrían jurado que andaba por estas calles.

—Le hubieran detenido de todos modos —dijo la madre, llorando—. Ahora tendrá que echarse al monte.

—Tenemos que asegurarnos de que el superior no le entregará a la policía —dijo Héctor Adonis.

—No se atreverá —contestó Pisciotta con impaciencia—. Sabe que yo le ahorcaría con hábito y todo.

Adonis dirigió una larga mirada a Pisciotta. Había en aquel joven una mortal amenaza. No era propio de personas inteligentes herir el orgullo de un joven, pensó Adonis. La policía no comprendía jamás que se podía, con cierta impunidad, insultar a un hombre de más edad, que ya ha sido humillado por la vida y que no se toma tan a pecho las pequeñas ofensas de otro ser humano. A un joven, por el contrario, tales ofensas le parecen mortales.

Buscaban la ayuda de Héctor Adonis, que ya había ayudado a su hijo anteriormente.

—Si la policía descubre su paradero —dijo Héctor—, el superior no tendrá más remedio que entregarle porque, en ciertos asuntos, él tampoco está a salvo de sospechas. Con vuestro permiso, me parece más oportuno pedirle a mi amigo Don Croce Malo que interceda ante el superior.

Todos se sorprendieron de que conociera al gran Don, salvo Pisciotta que le miró con astucia.

—¿Y tú qué estás haciendo aquí? —le dijo Adonis severamente—. Te van a reconocer y detener. Tienen tu descripción.

—Los dos guardias estaban muertos de miedo —replicó Pisciotta en tono despectivo—. No reconocerían ni a su madre. Y tengo una docena de testigos que jurarán que yo estaba ayer en Montelepre.

Héctor Adonis se dirigió a los padres en sesudo tono de profesor:

—No se os ocurra visitar a vuestro hijo ni decirle a nadie, ni siquiera a vuestros mejores amigos, dónde se encuentra. La policía tiene confidentes y espías en todas partes. Aspanu visitará a Turi por las noches. En cuanto se pueda mover, me encargaré de que se traslade a otra ciudad hasta que todo esto se calme. Entonces, con un poco de dinero, se podrán arreglar las cosas y Turi volverá a casa. Tú no te preocupes por él, María, cuídate mucho. Y tú, Aspanu, manténme informado.

Después abrazó a la madre y al padre. María Lombardo seguía llorando cuando él se marchó.

Tenía mucho que hacer… ante todo, informar a Don Croce y cuidar de que el escondrijo de Turi permaneciera a salvo. Afortunadamente el Gobierno de Roma no había ofrecido ninguna recompensa a cambio de información sobre el asesinato del policía, de otro modo el superior del convento se hubiera apresurado a vender a Turi con la misma rapidez con que vendía sus sagradas reliquias.

Turi Giuliano permanecía tendido en la cama, inmóvil. Le había oído decir al médico que su herida era mortal, pero él no podía creer que se estuviera muriendo. Le parecía que su cuerpo flotaba en el aire, libre del dolor y del miedo. De ningún modo podía morir. Ignoraba que una cuantiosa pérdida de sangre produce una sensación de euforia.

Durante varios días uno de los frailes le cuidó y le alimentó a base de leche. Al atardecer acudía a verle el superior, acompañado del médico. Pisciotta le visitaba por las noches, le asía la mano y le velaba durante las largas y terribles horas de oscuridad. Al cabo de dos semanas el médico anunció que se había operado un milagro.

Turi Giuliano logró, por la sola fuerza de su voluntad, sanar su cuerpo, recuperar la sangre perdida y recomponer los órganos vitales desgarrados por el acero de la bala. Y en la euforia generada por la pérdida de sangre, empezó a soñar en su futuro esplendor. Experimentó una nueva libertad y le pareció que ya no habría de rendir cuentas de nada de lo que hiciera a partir de aquel momento, y que las leyes de la sociedad y las más estrictas leyes sicilianas de la familia ya no podrían atarle. Que era libre de emprender cualquier acción y que su ensangrentada herida le hacía inocente. Y todo porque un insensato carabinieri le había pegado un tiro por culpa de un queso.

Durante las semanas de su convalecencia, recordó una y otra vez los días en que él y los demás habitantes de su pueblo se congregaban en la plaza principal, esperando a que los gabellotti, los intermediarios que actuaban entre los propietarios de tierras y los braceros, les eligiera para un día de trabajo, ofreciéndoles unos jornales de miseria con esa despectiva actitud de lo tomas o lo dejas, propia de quienes tienen todo el poder en sus manos; el injusto reparto de las cosechas que dejaba a todo el mundo en la pobreza al cabo de un año de duro trabajo; y la opresora mano de la ley que castigaba a los pobres y dejaba libres a los ricos.

En caso de que se recuperara de su herida, juró hacer justicia. Jamás volvería a ser un muchacho desvalido a merced del destino. Se armaría física y mentalmente. De una cosa estaba seguro: jamás volvería a estar indefenso ante el mundo, como le había ocurrido con Guido Quintana y con el guardia que le pegó el tiro. El antiguo Turi Giuliano ya no existía.

Al cabo de un mes, el médico aconsejó otras cuatro semanas de descanso y un poco de ejercicio. Giuliano se puso entonces un hábito de fraile y empezó a dar algunos paseos por el convento. El superior le había cobrado afecto y le acompañaba a menudo, contándole historias de sus viajes de juventud a lejanas tierras. El aprecio del superior no disminuyó en absoluto cuando Héctor Adonis le envió una suma de dinero por sus plegarias en favor de los pobres y el propio Don Croce le hizo saber que le interesaba aquel joven.

Giuliano, por su parte, se asombró de la vida que llevaban los frailes. En una campiña donde la gente se moría casi de hambre y los braceros vendían su sudor por cincuenta céntimos al día, los frailes de San Francisco vivían como reyes. El convento era, en realidad, una enorme y rica hacienda.

Tenían un limonar y recios olivos tan antiguos como Jesucristo; poseían una pequeña plantación de caña y una carnicería que abastecían con sus rebaños de ovejas y sus piaras de cerdos. Las gallinas y los pavos correteaban libremente por los patios. Los frailes comían diariamente carne con los espaguetis, bebían vino de sus propias cosechas y compraban en el mercado negro cigarrillos que después fumaban como posesos.

Pero trabajaban mucho. Durante el día se afanaban en sus quehaceres caminando descalzos, con los hábitos subidos hasta las rodillas y la frente empapada en sudor. Para protegerse del sol, se cubrían las tonsuradas cabezas con unos extraños sombreros americanos de fieltro, de ala ancha, marrones y negros, que el intendente de algún gobierno militar le había enviado al superior a cambio de una barrica de vino. Los frailes se encasquetaban los sombreros de muy diversas maneras: algunos con las alas dobladas hacia abajo, estilo gángster, y otros vueltas hacia arriba todo alrededor, formando un hueco en el que guardaban los cigarrillos. El superior acabó aborreciendo aquellos sombreros y prohibió su uso salvo para trabajar en los campos.

Durante cuatro semanas, Giuliano fue un fraile como los demás. Para asombro del superior, trabajaba con entusiasmo en los campos y ayudaba a los frailes más viejos a trasladar los pesados cuévanos de aceitunas y fruta hasta el cobertizo de almacenamiento. A Giuliano le gustaba el trabajo y disfrutaba haciendo gala de su fuerza. Le llenaban los cuévanos hasta el borde y jamás se le doblaban las rodillas. El padre Manfredi estaba orgulloso de él y le dijo que podía quedarse todo el tiempo que quisiera, porque tenía madera de auténtico hombre de Dios.

Turi Giuliano fue muy feliz aquellas cuatro semanas. Al fin y al cabo su cuerpo había regresado del reino de los muertos y él estaba entretejiendo en su cabeza toda clase de sueños y prodigios. Apreciaba al viejo superior del convento, que le tenía mucha confianza y le revelaba todos los secretos de la casa. El anciano se jactaba de vender todos los productos de sus tierras directamente en el mercado negro, sin entregarlos a los almacenes gubernamentales. Por la noche los frailes organizaban timbas, se emborrachaban e incluso introducían mujeres a escondidas, pero el superior hacía la vista gorda.

—Son tiempos muy duros —le decía a Giuliano—. La prometida recompensa del Cielo está demasiado lejos, tenemos que disfrutar ahora de algunos placeres. Dios les perdonará.

Una tarde de lluvia, el padre Manfredi le mostró a Turi otra ala del convento, que se utilizaba como almacén. Estaba llena de sagradas reliquias fabricadas por un experto equipo de ancianos frailes. El superior, como todos los comerciantes, se quejaba de lo difíciles que estaban los tiempos.

—Antes de la guerra, hacíamos muy buen negocio —dijo, suspirando—. Este almacén nunca estaba a más de la mitad de su capacidad. Fíjate ahora en la cantidad de tesoros sagrados que tenemos aquí. Una espina de los peces que multiplicó Jesucristo. La vara que llevaba Moisés cuando se dirigía a la Tierra Prometida. —Hizo una pausa y contempló con divertida satisfacción la cara de asombro de Giuliano. Después su enjuto rostro se contrajo en una maliciosa sonrisa. Dando un puntapié a un montón de astillas, añadió casi con regocijo—: Este era nuestro mejor artículo. Cientos de fragmentos de la Cruz en que fue clavado Nuestro Señor. Y en este arcón hay toda clase de reliquias de todos los santos que puedas imaginar. Encerrados en un cuarto especial, guardamos trece brazos de San Andrés, tres cabezas de Juan el Bautista y siete armaduras de Juana de Arco. En invierno, nuestros frailes viajan por todas partes para vender estos tesoros.

Turi Giuliano se echó a reír y el superior le miró sonriendo. Sin embargo, lo que Giuliano estaba pensando era que a los pobres siempre les engañaban, incluso aquellos que les señalaban el camino de la salvación. Otro hecho importante que tener en cuenta.

El superior le mostró una enorme tina llena de medallas bendecidas por el cardenal de Palermo, treinta sudarios en los que habían envuelto a Jesús y dos Vírgenes negras. A eso Turi Giuliano dejó de reírse. Le habló al superior de la imagen de la Virgen negra que su madre guardaba desde niña; le dijo que pertenecía a su familia hacía muchas generaciones. ¿Cómo era posible que fuera falsa? El superior, dándole unas cariñosas palmadas en el hombro, le dijo que el convento llevaba más de cien años haciendo reproducciones talladas en excelente madera de olivo. Le aseguró, sin embargo, que las reproducciones también tenían valor, pues se hacían muy pocas.

El franciscano no veía mal alguno en revelarle a un asesino los pecados veniales de aquellos santos varones. No obstante, el reproche que llevaba implícito el silencio de Giuliano le inquietaba.

—Recuerda —le dijo a la defensiva— que quienes consagramos nuestra vida a Dios tenemos que vivir también en el mundo material de los hombres que no creen en la esperanza de las recompensas del Cielo. También tenemos familias a las que debemos ayudar y proteger. Muchos de nuestros frailes son pobres y vienen de los pobres, los cuales sabemos que son la sal de la tierra. No podemos permitir que nuestros hermanos y hermanas, nuestros sobrinos y primos se mueran de hambre en estos tiempos de tribulación. La Santa Iglesia necesita nuestra ayuda, tiene que defenderse de sus poderosos enemigos. Hay que luchar contra los comunistas y socialistas, contra esos liberales extraviados, y ello requiere dinero. ¡Qué gran consuelo son los fieles para la Santa Madre Iglesia! Su necesidad de sagradas reliquias proporciona los fondos precisos para aplastar a los paganos y colma una necesidad de sus almas. Si no se las facilitáramos, se gastarían el dinero en juego, vino y mujeres perdidas. ¿No estás de acuerdo?

Giuliano asintió sonriente. Siendo tan joven, le asombraba que pudiera haber hombres tan sumamente hipócritas. Al superior le irritó aquella sonrisa; esperaba una reacción más benévola por parte de un asesino al que había dado cobijo y rescatado de las puertas de la muerte. El agradecido respeto hubiera tenido que dictarle una sincera respuesta adecuadamente hipócrita. Aquel contrabandista, aquel asesino, aquel destripaterrones con aires de señoritingo que era Turi Giuliano debía adoptar una actitud más cristiana y comprensiva.

—Recuerda que nuestra verdadera fe reside en nuestra creencia en los milagros —dijo en tono severo el padre Manfredi.

—Sí —contestó Giuliano—. Y yo creo de todo corazón que el deber de ustedes es ayudarnos a descubrirlos.

Lo dijo sin la menor malicia, en un sincero y amable deseo de complacer a su benefactor. No encontró otra manera de contener la risa que le ahogaba.

El superior se dio por satisfecho y volvió a mirarle con simpatía. Era un buen muchacho, había gozado con su compañía durante aquellas semanas y le alegraba saber que se sentía profundamente en deuda con él. Estaba seguro de que no sería un ingrato, pues ya le había demostrado la nobleza de su corazón. Diariamente le expresaba de palabra y de obra su respeto y gratitud. No tenía el duro corazón de un forajido. ¿Qué iba a ser de un hombre como aquél en la Sicilia de aquellos días, tan llena de confidentes, pobreza, bandidos pecadores de todas clases? En fin, pensó el franciscano, un hombre que ha asesinado una vez puede volver a hacerlo, en caso de apuro. Llegó a la conclusión de que Don Croce debería guiar a Turi Giuliano por el recto camino de la vida.

Un día, mientras descansaba en la cama, Turi Giuliano recibió la visita de un extraño personaje. El superior le dijo que era su querido amigo el padre Benjamino Croce y después les dejó a solas.

—Mi querido joven —se le dirigió el padre Benjamino en tono solícito—, espero que te hayas restablecido de tu herida. El santo superior de este convento me asegura que ha sido un auténtico milagro.

—Por la clemencia de Dios —contestó Giuliano amablemente.

El padre Benjamino inclinó la cabeza como si el beneficiario de aquella gracia hubiera sido él.

Giuliano le estudió detenidamente. Era un cura que jamás había trabajado en los campos. Llevaba el dobladillo de la sotana demasiado limpio, tenía el rostro demasiado blanco y mofletudo, y las manos demasiado suaves. Sin embargo, se le veía muy manso y humilde, muy inclinado a la resignación cristiana.

—Hijo mío —dijo suavemente el padre Benjamino—, voy a oírte en confesión, y después te administraré la santa Comunión. Absuelto de tus pecados, podrás salir al mundo con un corazón puro.

Turi Giuliano miró al sacerdote que ostentaba tan sublime poder.

—Discúlpeme, padre —le dijo—. Aún no me encuentro en estado de contrición y sería impropio que me confesara en este momento. De todos modos, le agradezco la bendición.

—Sí —asintió el sacerdote—, eso sería acumular más pecados. Pero tengo otro ofrecimiento que, a lo mejor, te será más útil en este mundo. Mi hermano Don Croce me ha encargado que te pregunte si te gustaría refugiarte con él en Villalba. Te pagaría un buen sueldo y, como ya debes saber sin duda, las autoridades no se atreverían a molestarte mientras estuvieras bajo su protección.

A Giuliano le asombró el que la noticia de su hazaña hubiera llegado a oídos de un hombre como Don Croce. Sabía que debía andarse con cuidado. Detestaba a la Mafia y no quería que le apresara en su tela de araña.

—Es un grandísimo honor —dijo—. Se lo agradezco mucho a usted y a su hermano. Pero tengo que consultarlo con mi familia, quiero obedecer los deseos de mis padres. Por consiguiente, permítame rechazar de momento su amable oferta.

Vio que el sacerdote se quedaba de una pieza. ¿Quién hubiera rechazado en Sicilia la protección del gran Don? Entonces se apresuró a añadir:

—Tal vez dentro de unas semanas piense otra cosa y vaya a verle a Villalba.

El padre Benjamino se recuperó de su sorpresa y levantó las manos para impartir una bendición.

—Ve con Dios, hijo mío —dijo—. Siempre serás bien recibido en casa de mi hermano.

Dicho lo cual, trazó la señal de la cruz y se retiró.

Turi Giuliano comprendió que había llegado el momento de marcharse. Cuando Aspanu Pisciotta acudió a visitarle aquella tarde, le dio instrucciones para preparar su regreso al mundo exterior. Observó que su amigo había cambiado tanto como él. Pisciotta no se inmutó ni protestó por el hecho de recibir unas órdenes que iban a alterar profundamente su vida. Finalmente Giuliano le dijo:

Aspanu, puedes venir conmigo o quedarte con tu familia. Haz lo que consideres conveniente.

—¿Crees que voy a cederte todas las emociones y la fama? —contestó Pisciotta, sonriendo—. ¿Que voy a dejar que tú juegues en el monte mientras yo arreo los burros y recojo aceitunas? ¿Y nuestra amistad? ¿Voy a permitir que vivas solo en las montañas, habiendo jugado y trabajado contigo desde que éramos niños? Cuando tú regreses a Montelepre en libertad, yo también lo haré. Por consiguiente, basta ya de tonterías. Vendré por ti dentro de cuatro días. Necesito un poco de tiempo para cumplir todos tus encargos.

Pisciotta anduvo muy ocupado aquellos cuatro días. Ya había localizado al jinete contrabandista que se había ofrecido a perseguir al malherido Giuliano. Se llamaba Marcuzzi y era un temido traficante en gran escala que actuaba bajo la protección de Don Croce y de Guido Quintana. Tenía un tío del mismo apellido que era un destacado jefe de la Mafia.

Pisciotta descubrió que Marcuzzi viajaba habitualmente entre Montelepre y Castellammare, y conocía al granjero que le guardaba las mulas. Al ver que sacaban a las mulas de los campos y las conducían a un establo de las afueras del pueblo, dedujo que Marcuzzi iba a emprender un viaje al día siguiente. Al amanecer, Pisciotta se situó al borde del camino por el que sabía que Marcuzzi iba a pasar, y se quedó al acecho. Llevaba la lupara, que tantas familias sicilianas guardaban en casa como parte de los enseres domésticos. De hecho, aquella mortífera escopeta de caza siciliana era tan corriente y se utilizaba tan a menudo para cometer asesinatos, que, cuando Mussolini llevó a cabo su operación de limpieza para eliminar a la Mafia, mandó derribar todos los muros de piedra hasta una altura no superior a los noventa centímetros, para que los asesinos no pudieran utilizarlos como lugares de emboscada.

Decidió matar a Marcuzzi no sólo porque el contrabandista había ofrecido su ayuda a la policía para acabar con el malherido Giuliano, jactándose de ello ante sus amigos, sino también como advertencia para cuantos intentaran traicionar a Giuliano. Además, necesitaba las armas que llevaba Marcuzzi.

No tuvo que esperar mucho rato. Marcuzzi iba muy tranquilo porque aún no había cargado los productos que tenía que recoger en Castellammare. Montado en la mula de cabeza, bajó por un camino de montaña con el fusil al hombro, y no en posición de disparo. Al ver a Pisciotta de pie en el camino delante de él, no se alarmó. No era más que un muchacho bajito y delgado y con un fino bigote, que le sonreía de una manera que le irritó. Sólo cuando Pisciotta se sacó la lupara de la chaqueta le prestó Marcuzzi toda su atención.

—Me pillas en mal momento —le dijo con aspereza—. Aún no he cargado la mercancía. Y estas mulas se encuentran bajo la protección de los «amigos de los amigos». No seas tonto y búscate otro cliente.

—Yo sólo quiero tu vida —le contestó Pisciotta en voz baja—. Un día quisiste ser un héroe ayudando a un policía —añadió, esbozando una perversa sonrisa—. Hace apenas unos meses, ¿no lo recuerdas?

Marcuzzi lo recordaba. Ladeó un poco la mula, como quien no quiere la cosa, para evitar que Pisciotta viera el movimiento de la mano que introdujo en el cinto, para hacerse con la pistola. Tiró entonces de la brida, para colocarse en posición de disparo. Lo último que vio fue la sonrisa de Pisciotta mientras la descarga de la lupara le arrancaba de la silla y le arrojaba a tierra.

Pisciotta se acercó con torva satisfacción a su víctima y volvió a dispararle, esta vez a la cabeza; después tomó la pistola que Marcuzzi aún tenía en la mano y el fusil que llevaba en bandolera. Retirando la munición que el otro tenía en el bolsillo de la chaqueta, se la guardó en el suyo. Después abatió rápida y metódicamente a las cuatro mulas, para completar su advertencia a cualquiera que ayudara a los enemigos de Giuliano, aunque fuera en forma indirecta. Y finalmente se quedó allí, en pie en mitad del camino, con la lupara en los brazos, el fusil del muerto colgado del hombro y la pistola en el cinto. No experimentaba la menor compasión y se alegraba de su crueldad. Porque, a pesar del afecto que sentía por su amigo, ambos habían tratado siempre de competir el uno con el otro de mil maneras distintas. Y, aunque reconocía en Turi a su jefe, siempre se creía obligado a demostrar que era digno de la amistad de su primo procurando ser tan valiente y tan listo como él. De pronto, también él salía del mágico círculo de la infancia y de la sociedad y se reunía con Turi en el exterior de aquel círculo. Con aquel acto se ligaba para siempre a Turi Giuliano.

Dos días más tarde, poco antes de la cena, Giuliano abandonaba el convento. Abrazó a los frailes reunidos en el refectorio y les dio las gracias por su amabilidad. Los frailes lamentaron su partida. Cierto que jamás había asistido a sus ceremonias religiosas y no se había confesado ni hecho ningún acto de contrición por el asesinato cometido, pero algunos de aquellos monjes habían entrado en la edad viril con crímenes parecidos y no podían juzgarle con mucha severidad.

El superior acompañó a Giuliano hasta la puerta del convento, donde le aguardaba Pisciotta, y le ofreció un regalo de despedida. Era una imagen de la Virgen Negra, copia de la que poseía María Lombardo, la madre de Giuliano. Pisciotta llevaba una bolsa de mano americana, de color verde, y Giuliano guardó en ella la imagen de la Virgen.

Pisciotta contempló con mirada irónica la despedida de Giuliano y el prior. Sabía que éste era un contrabandista, un miembro secreto de los «amigos de los amigos» y un terrible negrero que mataba de trabajo a los pobres frailes. Por eso no comprendía demasiado el sentimentalismo de su adiós. No se le ocurrió pensar que el mismo cariño y respeto que Giuliano le inspiraba a él, también se lo podía inspirar a un hombre tan poderoso y tan viejo como el superior.

Aunque era auténticamente sincero, el afecto del abad estaba un poco teñido de egoísmo. Sabía que aquel muchacho podía convertirse algún día en una fuerza importante en Sicilia. Era algo así como descubrir las señales de la santidad. Por su parte, Turi Giuliano estaba auténticamente agradecido. El superior le había salvado la vida y, sobre todo, enseñado muchas cosas, y había sido un compañero encantador. Le había permitido incluso utilizar su biblioteca. Curiosamente, a Giuliano le gustaban las trapacerías del abad; le parecían una bonita manera de alcanzar el equilibrio en la vida; hacer el bien sin causar demasiado daño visible, armonizando las fuerzas para que la vida discurriera con suavidad.

El prior y Turi Giuliano se fundieron en un abrazo.

—Estoy en deuda con usted —dijo Turi—. Acuérdese de mí cuando necesite cualquier ayuda. Pídame lo que me pida, yo no habré de fallarle.

—La caridad cristiana no necesita recompensa —contestó el superior, dándole unas palmadas en el hombro—. Vuelve a los caminos de Dios, hijo mío, y ríndele el tributo que merece.

Pero no eran más que palabras huecas. Él conocía muy bien la inocencia de los jóvenes. De ella podía surgir un demonio desencadenado capaz de cumplir cualquier orden suya. No olvidaría la promesa de Giuliano.

Giuliano se echó la bolsa al hombro pese a las protestas de Pisciotta, y ambos cruzaron el umbral del convento, sin volver la vista atrás.