Aquel septiembre de 1943 en Sicilia sólo se podía subsistir traficando en el mercado negro. Aún duraba el estricto racionamiento de alimentos y los campesinos tenían que entregar sus cosechas a los almacenes estatales a unos precios fijos y a cambio de un dinero que apenas valía nada. A su vez, el Gobierno vendía y distribuía teóricamente aquellos productos a bajo precio entre la población. Con ese sistema, todo el mundo tendría lo suficiente para vivir. En realidad, sin embargo, los campesinos ocultaban todo lo que podían porque lo entregado a los almacenes del Gobierno se lo quedaban Don Croce y sus alcaldes para venderlo en el mercado negro. Y para poder vivir, la gente les tenía que comprar a ellos y quebrantar las leyes anticontrabando. De ser sorprendidos, les habrían juzgado y mandado a la cárcel. ¿De qué servía el gobierno democrático instaurado en Roma? Acudirían a votarlo muertos de hambre.
Turi Giuliano y Aspanu Pisciotta estaban a punto de quebrantar aquellas leyes con la mayor tranquilidad. Era Pisciotta quien tenía contactos con el mercado negro y había organizado aquel asunto. Se había puesto de acuerdo con un campesino para llevar a escondidas una gran rueda de queso desde su granja a la casa de un traficante de Montelepre. Les darían a cambio cuatro jamones ahumados y un cesto de embutidos, lo bastante para celebrar por todo lo alto los esponsales de la hermana. Con ello iban a quebrantar dos leyes, la que prohibía las transacciones del mercado negro y la que prohibía transportar productos de una provincia a otra. Las autoridades no podían hacer gran cosa para impedir la existencia del mercado negro: hubieran tenido que encarcelar a toda Sicilia. En cambio, el contrabando era ya otra cosa. Las patrullas de carabinieri recorrían los campos, establecían inspecciones en las carreteras y pagaban a los confidentes. Lo que no podían hacer era meterse con las caravanas de Don Croce Malo, porque éste utilizaba camiones del ejército norteamericano y pases especiales del Gobierno Militar. En cambio, detenían a muchos pobres campesinos y aldeanos que se morían de hambre.
Tardaron cuatro horas en llegar a la granja. Giuliano y Pisciotta tomaron el enorme y granuloso queso blanco y los demás productos y los sujetaron con correas al asno. Después camuflaron la carga con plantas de pita y cañas, de modo que pareciera que sólo transportaban forraje para el ganado que muchos aldeanos tenían en sus casas. Actuaban con la temeridad y confianza de unos jóvenes, de unos niños en realidad, que quisieran ocultar algún tesoro a los ojos de sus padres, como si la sola intención de engañar ya bastase. Su confianza procedía también del hecho de conocer ciertos caminos ocultos que cruzaban las montañas.
Mientras se disponían a emprender el largo viaje de vuelta, Giuliano mandó por delante a Pisciotta para que comprobara la posible presencia de carabinieri. Se habían puesto de acuerdo sobre la clase de silbidos que lanzarían en caso de peligro. El asno transportaba el queso sin dificultad y se portaba muy bien porque le habían dado una recompensa antes de ponerse en marcha. Llevaban dos horas de lenta subida por el monte cuando tropezaron con la primera señal de peligro. Fue entonces cuando Giuliano vio a su espalda, siguiendo su mismo camino a cosa de un kilómetro y medio de distancia, una caravana de seis mulas y un hombre a caballo. Si aquel camino lo conocían también otros traficantes del mercado negro, cabía la posibilidad de que la policía hubiera establecido vigilancia. Como medida de precaución, mandó a Pisciotta a explorar la zona.
Al cabo de una hora alcanzó a Aspanu, que, sentado en una peña, fumaba un cigarrillo y tosía. Aspanu estaba muy pálido, no hubiera tenido que fumar. Turi Giuliano se sentó a su lado, para descansar. Uno de los vínculos más fuertes que les unían desde la infancia era el hecho de que no trataran jamás de imponerse el uno sobre el otro, por eso Turi no dijo nada. Finalmente Aspanu apagó el cigarrillo y se guardó la colilla en el bolsillo. Reanudaron la marcha, Giuliano sujetando al asno por la brida y Aspanu detrás.
Estaban recorriendo un camino que se desviaba de las carreteras y las pequeñas aldeas, pero, de vez en cuando, veían alguna antigua cisterna griega que vomitaba agua por la boca medio destrozada de una estatua o las ruinas de algún castillo normando que en tiempos pretéritos había cerrado el paso a los sarracenos. Turi Giuliano volvió a pensar en el pasado y el porvenir de Sicilia. Pensó en su padrino Héctor Adonis, que le había prometido trasladarse al pueblo después de la Festa y preparar su ingreso en la Universidad de Palermo. Al pensar en su padrino, se llenó momentáneamente de tristeza. Héctor Adonis nunca asistía a la Festa; los borrachos se hubieran burlado de su estatura; los niños, algunos de ellos más altos que él, le hubieran dirigido algún insulto. Turi se preguntó cómo era posible que Dios hubiera impedido el crecimiento del cuerpo de un hombre y le hubiera dado en cambio una inteligencia privilegiada. Le parecía que Héctor Adonis era el hombre más brillante del mundo, y le adoraba por el afecto que les tenía tanto a él como a sus padres.
Pensó en su padre, que trabajaba con tanto esfuerzo en su pequeño trozo de tierra, y en sus hermanas, con los vestidos tan gastados. Era una suerte que Mariannina fuera tan guapa y hubiera encontrado marido a pesar de su pobreza y de lo difíciles que andaban los tiempos. Sin embargo, quien más le preocupaba era su madre María Lombardo. Ya de niño comprendió su amargura y su desdicha. Había saboreado los ricos frutos de América y ya no podía ser feliz en las míseras ciudades de Sicilia. Su padre hablaba de aquellos tiempos de esplendor y ella se echaba a llorar.
Pero él iba a cambiar la suerte de su familia, pensó Turi Giuliano. Trabajaría y estudiaría con tesón y se convertiría en un hombre importante como su padrino.
De repente se adentraron en un bosquecillo de los pocos que subsistían en Sicilia, que sólo parecía dar ya grandes piedras blancas y canteras de mármol. Al otro lado de la montaña, iniciarían el descenso hacia Montelepre y tendrían que andar con cuidado para no darse de manos a boca con alguna patrulla de carabinieri. Pero en ese momento estaban llegando a Quattro Molini, la encrucijada, y también tendrían que ser prudentes. Giuliano tiró de la brida del asno y le indicó a Aspanu por señas que se detuviera. Permanecieron inmóviles. No se oía ningún rumor extraño, sólo el incesante zumbido de las incontables cigarras, cuyas alas y patas emitían un ruido semejante al de una lejana sierra. Atravesaron el cruce y después penetraron en otro bosquecillo. Turi Giuliano volvió a perderse en sus ensueños.
Los árboles desaparecieron de repente, como si alguien los hubiera empujado hacia atrás, y ambos jóvenes se encontraron en un pequeño claro de áspero suelo sembrado de diminutas piedras, cañas cortadas y un poco de hierba. El sol de última hora de la tarde iluminaba con su pálida y fría luz las montañas consteladas de formaciones graníticas. Más allá del claro, el camino empezaría a descender en una amplia espiral hacia la ciudad de Montelepre. De repente Giuliano despertó de su ensoñación. Un destello de luz como el de una cerilla que se enciende le alcanzó el ojo izquierdo. Obligó al asno a detenerse y, alzando la mano, hizo una seña a su primo.
A unos treinta metros de distancia, unos desconocidos surgieron de un cañaveral. Eran tres y Giuliano distinguió sus rígidas gorras militares de color negro y sus uniformes negros con vivos blancos. Experimentó una absurda sensación de desesperación y vergüenza por el hecho de que le hubieran atrapado. Los tres hombres se desplegaron en abanico y se les acercaron con las armas en posición de disparo. Dos de ellos eran muy jóvenes, de colorados y lustrosos rostros, y llevaban las gorras cómicamente encasquetadas en la coronilla. Estaban muy serios, pero parecían contentos de poder apuntarles con sus pistolas.
El carabinieri del centro, de más edad, portaba un fusil. Tenía el rostro picado de viruelas y marcado por una cicatriz, y llevaba la gorra encasquetada sobre los ojos. Lucía en la manga los galones de sargento. El rayo de luz que Giuliano había captado era un reflejo del sol en el cañón de su fusil. Sonriendo con expresión ceñuda apuntaba sin vacilar al pecho de Giuliano. Al ver aquella sonrisa, la desesperación de Giuliano se trocó en cólera.
El sargento se adelantó un paso y los dos guardias que le acompañaban hicieron lo propio. Turi Giuliano estaba pensando con rapidez. Los dos jóvenes carabinieri con sus pistolas no eran demasiado temibles y se estaban acercando imprudentemente al asno sin tomar en serio a sus prisioneros. Les indicaron a Giuliano y a Pisciotta por señas que se apartaran del asno y a uno de ellos le resbaló la pistola por la charca mientras retiraba el camuflaje de cañas que cubría el lomo de la bestia. Al ver la mercancía, lanzó un silbido de codiciosa satisfacción. No vio que Aspanu se le estaba acercando poco a poco, pero el sargento sí lo advirtió.
—Tú, el del bigote, apártate de aquí —le gritó, y Aspanu se situó al lado de Turi Giuliano.
El sargento se acercó un poco más. Giuliano le observó atentamente. El rostro picado de viruelas parecía cansado, pero los ojos brillaban.
—Bueno, muchachos —dijo el sargento—, menudo cacho de queso. No nos vendría mal en el cuartel, para acompañar los macarrones. Decidme el nombre del campesino que os lo ha dado y os dejaré volver a casa con el burro.
Ellos no contestaron. Esperaron, sin decir palabra.
—Si nos dejáis pasar, os daré mil liras como regalo —ofreció Giuliano por fin.
—Te puedes limpiar el trasero con las liras —contestó el sargento—. Venga la documentación. Como no esté en regla, os vais a cagar y os limpiaréis también el trasero con ella.
La insolencia de las palabras, la insolencia de aquellos uniformes negros con ribetes blancos, despertó en Giuliano una gélida furia. Comprendió en aquel momento que jamás permitiría que le detuvieran, que nunca permitiría que aquellos hombres le robaran el alimento de su familia.
Turi Giuliano sacó su tarjeta de identidad y se adelantó hacia el sargento. Esperaba situarse fuera del arco de tiro del fusil. Sabiendo que sus reflejos eran más rápidos que los de la mayoría de los hombres, estaba dispuesto a arriesgarse. Pero el arma le atajó.
—Tira la tarjeta al suelo —dijo el sargento.
Giuliano así lo hizo.
Pisciotta, situado a cinco pasos a la izquierda de Giuliano, intuyó lo que pretendía hacer su amigo, y sabiendo que éste llevaba una pistola bajo la camisa, trató de distraer la atención del suboficial. Adelantando el cuerpo y apoyando la mano en la cadera, donde llevaba una navaja sujeta a la espalda mediante una correa, dijo con estudiada insolencia:
—Sargento, si le damos el nombre del campesino, ¿para que necesita nuestra documentación? Un trato es un trato. —Se detuvo un instante. Después añadió en tono sarcástico—: Sabemos que un carabinieri siempre cumple su palabra.
Escupió la palabra carabinieri con odio.
El del fusil se adelantó unos pasos hacia Pisciotta. Después se detuvo, sonrió y apuntó con el arma.
—Y tú, pequeño lechuguino, la tarjeta de identidad —dijo—. ¿O es que no llevas documentación, como tu burro, que lleva los bigotes más bien puestos que los tuyos?
Los dos jóvenes policías se echaron a reír. Pisciotta se adelantó hacia el sargento con los ojos encendidos.
—No, no tengo documentación. Y no conozco a ningún campesino. Hemos encontrado estos productos abandonados en la carretera.
La misma temeridad de aquel desafío frustró sus propósitos. Pisciotta quería que el del fusil se acercara un poco más, para poder golpearle, pero el sargento retrocedió unos pasos y volvió a sonreír.
—El bastinado os arrancará vuestra insolencia siciliana —dijo. Y tras una breve pausa, añadió—: Tendeos los dos en el suelo.
El bastinado era el nombre que recibía una modalidad de castigo a base de látigos y porras. Giuliano sabía que algunos montelepreses lo habían recibido en el cuartel de Bellampo, regresando a casa con las rodillas rotas, la cabeza hinchada como un melón y unas lesiones internas que les habían dejado incapacitados para el trabajo. Y a él los carabinieri jamás le harían eso. Giuliano hincó una rodilla como si fuera a tenderse, y después, apoyando una mano en el suelo, se llevó la otra a la cintura, para hacerse con la pistola que llevaba bajo la camisa. El claro estaba iluminado por la suave y brumosa luz de los comienzos del crepúsculo y el sol ya se había ocultado tras la última montaña, más allá de los árboles. Vio que Pisciotta permanecía orgullosamente en pie, negándose a obedecer la orden. Estaba seguro de que no le iban a pegar un tiro por un simple queso de contrabando. Se dio cuenta de que las pistolas les temblaban en las manos a los jóvenes guardias.
En ese momento oyeron los relinchos de las mulas y el golpeteo que los cascos de las caballerías que Giuliano había visto a su espalda aquella tarde en la carretera. El jinete que encabezaba la caravana llevaba al hombro una lupara, era corpulento e iba enfundado en una gruesa chaqueta de cuero. Desmontó de su cabalgadura, se sacó del bolsillo un gran fajo de billetes y le dijo al sargento:
—Vaya, esta vez ha pescado unas tristes sardinas.
Era evidente que se conocían. Por primera vez el del fusil descuidó la vigilancia, para aceptar el dinero que se le ofrecía. Ambos hombres estaban sonriendo, y parecía que todos se habían olvidado de los prisioneros.
Turi Giuliano se desplazó despacio hacia el guardia que tenía más cerca. Pisciotta se estaba acercando poco a poco al cañaveral, cosa que los guardias no advirtieron. Giuliano golpeó con el antebrazo al que tenía más cerca, y le derribó.
—Corre —gritó entonces a Pisciotta.
Pisciotta penetró en el cañaveral y Giuliano corrió hacia los árboles. El otro guardia se quedó desconcertado, o quizás era un inepto y no supo utilizar la pistola a tiempo. Giuliano, a punto de alcanzar el refugio del bosquecillo, experimentó una sensación de júbilo. Dio un salto para introducirse entre dos árboles de grueso tronco que pudieran protegerle. Mientras lo hacía, se sacó la pistola de la camisa.
Pero no se había equivocado al pensar que el del fusil era el más peligroso. El sargento arrojó el fajo de billetes al suelo, apuntó y disparó fríamente. Dio de lleno en el blanco; el cuerpo de Giuliano cayó al suelo como el de un pájaro muerto.
Giuliano oyó el disparo en el mismo momento en que el dolor le mordió la carne como si acabaran de golpearle con un gigantesco garrote. Cayó al suelo entre los dos árboles y trató de levantarse, pero no pudo. Tenía las piernas entumecidas, no lograba moverlas. Con la pistola en la mano, se dio la vuelta en el suelo y vio que el sargento blandía en alto el fusil en ademán de triunfo. Después notó que los pantalones se le empapaban de sangre cálida y pegajosa.
Por una fracción de segundo, antes de apretar el gatillo de su pistola, Turi Giuliano sólo experimentó asombro. Por el hecho de que le hubieran disparado a causa de un queso. Y por el hecho de que hubieran destrozado a su familia con tanta crueldad sólo por haber quebrantado una ley que todo el mundo quebrantaba. Su madre lloraría hasta el fin de sus días. Y ahora tenía el cuerpo todo ensangrentado, él, que jamás le había hecho daño a nadie.
Apretó el gatillo y vio caer el fusil, después le pareció que la negra gorra del sargento ribeteada de blanco volaba en el aire mientras el cuerpo se encogía y se desplomaba como flotando sobre la pedregosa tierra, con una herida mortal en la cabeza. Era imposible disparar con una pistola desde aquella distancia, pero a Giuliano le pareció que su propia mano se había desplazado con la bala y la había hundido como si fuera un puñal, en el ojo del sargento.
Se oyeron entonces disparos de una pistola automática, pero las balas se elevaron en inofensivos arcos, piando como pajarillos. Y luego se hizo un silencio absoluto. Hasta los insectos interrumpieron su incesante zumbido.
Turi Giuliano rodó por el suelo hacia los arbustos. Había visto el rostro del enemigo destrozado y convertido en una máscara ensangrentada y eso alentaba su esperanza. No estaba desvalido. Trató nuevamente de levantarse y esa vez las piernas le obedecieron. Quiso correr, pero sólo una pierna se adelantó, la otra arrastraba por el suelo, cosa que le sorprendió. Se notaba la entrepierna cálida y pegajosa, tenía los pantalones empapados y la visión borrosa. Al atravesar una repentina zona de luz, y temiendo haber regresado al claro, trató de dar media vuelta. Su cuerpo empezó a caer… no al suelo sino a un interminable y negro vacío teñido de rojo, y entonces supo que estaba cayendo para siempre.
En el claro, el joven guardia apartó el dedo del gatillo de su pistola y cesó el tableteo. El contrabandista se levantó del suelo con el enorme fajo de billetes en la mano y se lo ofreció al otro guardia. Este le apuntó con la pistola y le dijo:
—Queda usted detenido.
—Os lo podéis repartir a partes iguales —contestó el contrabandista—. Dejadme seguir.
Los guardias contemplaron al sargento caído. No cabía la menor duda de que estaba muerto. La bala le había destrozado el ojo y su cuenca, y de la herida estaba brotando un líquido amarillento en el que una salamanquesa ya estaba hundiendo sus patas.
—Iré a buscarle a los arbustos —añadió el contrabandista—, está herido. Os traeré su cadáver y os declararán héroes. Dejadme ir.
El otro guardia recogió la tarjeta de identidad que Turi había arrojado al suelo obedeciendo la orden del sargento.
—Salvatore Giuliano, de la ciudad de Montelepre —leyó en voz alta.
—Ahora no podemos ir tras él —dijo el otro—. Nos presentaremos en el cuartel, es más importante.
—¡Cobardes! —les gritó el contrabandista.
Por un instante, pensó en la posibilidad de echar mano de la lupara, pero vio que le miraban con odio. Les había insultado. Y por aquel insulto le obligaron a cargar el cadáver del sargento en su caballo y a acompañarles a pie al cuartel. Pero antes le quitaron el arma. Estaban nerviosos y asustados y esperaba que no cometieran el error de pegarle un tiro. Por lo demás, no estaba demasiado preocupado. Conocía muy bien al maresciallo Roccofino de Montelepre. Habían hecho negocios juntos en el pasado y los seguirían haciendo.
En todo aquel tiempo ninguno de ellos se acordó de Pisciotta. Pero éste había oído toda la conversación. Estaba agazapado en el cañaveral, con la navaja en la mano. Esperaba que salieran en persecución de Turi Giuliano, en cuyo momento sorprendería a uno de ellos y le arrebataría la pistola tras haberle degollado. Llevaba en el alma una rabia que ahogaba todo temor a la muerte y, al oír que el contrabandista se ofrecía a entregarles el cadáver de Turi, se grabó a fuego en el cerebro, para siempre, el rostro de aquel hombre. Casi lamentó que se marcharan y le dejaran solo en la montaña. El corazón se le encogió al ver que ataban su burro a la cola de la caravana de mulas.
Pero sabía que Turi estaba malherido y necesitaría ayuda. Rodeó el claro y corrió por el bosque hacia el lugar donde su compañero había desaparecido. No encontrándole entre la maleza, enfiló el camino por donde llegaron.
No vio nada hasta que se encaramó a una enorme roca granítica cuya cima formaba una pequeña depresión. En ésta descubrió un pequeño charco de sangre casi negra y, al examinar el otro lado de la roca, lo vio manchado por largos regueros de sangre intensamente roja. Siguió corriendo y se sorprendió al ver el cuerpo de Giuliano tendido en el Camino, empuñando todavía la mortífera pistola.
Se arrodilló, tomó el arma y se la guardó en el cinto. En aquel momento Turi Giuliano abrió los ojos. Los ojos miraban más allá de Pisciotta, llenos de pavoroso odio. Pisciotta estuvo casi a punto de echarse a llorar de alivio y después intentó levantar a su amigo, pero le faltaron las fuerzas.
—Turi, procura levantarte —dijo—, yo te ayudaré.
Giuliano apoyó las manos en la tierra y elevó el cuerpo. Pisciotta le rodeó la cintura con el brazo y una cálida humedad le mojó la mano. La retiró y levantó la camisa de Giuliano, viendo entonces con horror la enorme herida que tenía abierta en el costado. Reclinó a su primo en un árbol, se quitó su propia camisa y la apretó sobre la herida, para contener la hemorragia, atándole las mangas alrededor de la cintura. Volvió a rodear a Giuliano con el brazo y, con la mano libre, le levantó a él la zurda en el aire. De ese modo, pudo conservar mejor el equilibrio mientras guiaba a su compañero por el camino, avanzando con cautelosa lentitud. De lejos hubiera podido parecer que bajaban por la montaña bailando.
Y así fue como Turi Giuliano se perdió la Festa de santa Rosalia, de la que tantos milagros esperaban los habitantes de Montelepre en bien de su ciudad.
También se perdió el concurso de tiro que sin duda hubiera ganado, las carreras de caballos en las que los jinetes rivales se golpeaban mutuamente la cabeza con palos y látigos, y los cohetes de color púrpura, amarillo y verde que estallaban en el aire y dibujaban un tatuaje en el cielo tachonado de estrellas.
Ya no pudo saborear los dulces de mazapán en forma de zanahorias, cañas y rojos tomates, cuya dulzura entumecía todo el cuerpo, ni las figuras de algodón de azúcar de los reyes de las míticas historias de los teatros de marionetas, de Roldán, Oliveros y Carlomagno, con sus espadas de azúcar adornadas con rubíes de caramelo y esmeraldas de trocitos de fruta, que los niños se llevaban a la cama y contemplaban con admiración antes de quedarse dormidos. En casa, los esponsales de su hermana se celebraron sin él.
El apareamiento del asno y de la Mula Milagrosa fue un fracaso. No hubo descendencia y los ciudadanos de Montelepre sufrieron una enorme desilusión. Tardaron años en saber que la Festa había obrado el milagro en la persona del joven que llevaba el asno.