Montelepre era una ciudad de siete mil habitantes, tan hundida en el valle de los Montes Cammarata como lo estaba en la pobreza.
El 2 de septiembre de 1943, los ciudadanos se estaban preparando para la Festa que se iba a iniciar al día siguiente y se prolongaría por espacio de otros tres días.
La Festa era el acontecimiento más importante del año en todas las ciudades, más todavía que la Pascua, la Navidad o el Año Nuevo, más que las conmemoraciones del final de alguna gran guerra o del nacimiento de algún destacado héroe nacional. La Festa se celebraba en honor del santo patrón de la ciudad. Era una de las pocas costumbres en las que el gobierno fascista de Mussolini no se había atrevido a entrometerse ni había tratado de prohibir.
Para organizar la Festa, se creaba cada año un comité integrado por tres de los hombres más respetados de la localidad. Cada uno de ellos nombraba después a unos delegados cuya misión consistía en allegar fondos y donativos. Cada familia contribuía de acuerdo con sus posibilidades. Los delegados recorrían también las calles, en postulación.
Al acercarse el gran día, el Comité de los Tres empezaba a gastar los fondos acumulados desde el año anterior. Contrataban a una banda y a un payaso. Establecían generosos premios para las carreras de caballos que se celebrarían en el transcurso de los festejos. Contrataban a especialistas para que adornaran la iglesia y las calles, y la mísera ciudad de Montelepre quedaba convertida de repente en una ciudadela medieval en medio de los campos de la Cuenca Dorada. Se contrataba un teatro de marionetas y los vendedores ambulantes de productos comestibles plantaban sus barracas.
Las familias de Montelepre aprovechaban la Festa para exhibir a sus hijas casaderas; se compraban vestidos nuevos y entraban en acción las mujeres encargadas de vigilarlas. Un enjambre de prostitutas de Palermo levantaba una enorme tienda en las afueras de la ciudad, fijando sus permisos y certificados médicos en los costados de la lona a rayas rojas, blancas y verdes. Se contrataba a un famoso y santo fraile estigmatizado hacía unos años, para que predicara el sermón. Y, finalmente, al llegar el tercer día, la imagen de la santa se llevaba en procesión por las calles sobre unas andas, seguida por todos los habitantes de la localidad, con sus mulas, caballos, cerdos y asnos. La imagen iba cubierta de billetes de banco, flores, dulces de diversos colores y grandes botellas de vino enfundadas en mimbre entretejido.
Aquellos pocos días eran días de esplendor. No importaba que durante el resto del año se murieran de hambre y que en la misma plaza del pueblo en la que honraban al santo vendieran el sudor de sus cuerpos a los barones terratenientes por una lira diaria.
El primer día de la Festa de Montelepre Turi Giuliano fue invitado a tomar parte en la ceremonia ritual de apertura: el apareamiento de la Mula Milagrosa de Montelepre con el asno más grande y más fuerte de la ciudad. Es muy raro que una mula pueda concebir, pues se trata de un animal estéril, producto del cruce de yegua y asno; pero en Montelepre existía una mula que había tenido un asno; hacía un par de años, y su propietario había accedido, a modo de aportación familiar a la Festa, a ceder los servicios de la mula y, en caso de que ocurriera el milagro, regalar su descendencia a la Festa del próximo año. La ceremonia poseía ciertos rasgos burlescos.
Sin embargo, el apareamiento ritual era una burla sólo en parte. El campesino siciliano estaba muy identificado con su mula y su asno, bestias capaces de realizar grandes esfuerzos y que, al igual que el propio campesino, eran de temperamento duro y hosco. Como éste, podían trabajar largas horas sin venirse abajo, a diferencia de lo que ocurría con el noble caballo, al que había que mimar. Además, tenían las patas más firmes y podían subir por las empinadas laderas montañosas sin rompérselas, cosa que no sucedía con los fogosos garañones o las nerviosas y ágiles yeguas. Por otra parte, tanto el campesino como la mula y el asno podían subsistir a base de unos alimentos que hubieran matado a otros hombres y animales. Pero la mayor afinidad entre ellos consistía en que al campesino, la mula y el asno se les tenía que tratar con cariño y respeto, de lo contrario, se volvían violentos y obstinados.
Los festejos religiosos católicos eran una derivación de los antiguos ritos paganos mediante los cuales se suplicaban milagros a los dioses. Aquel fatídico día de septiembre de 1943, durante la Festa de la ciudad de Montelepre, iba a producirse un milagro que cambiaría de manera decisiva el destino de sus siete mil habitantes.
A sus veinte años, a Turi Giuliano se le consideraba el joven más valiente, honrado y fuerte, y era el que más respeto inspiraba. Era un hombre de honor, es decir, un hombre que trataba al prójimo con escrupulosa justicia y al que no se podía insultar impunemente.
Se había distinguido en la última cosecha por haberse negado a trabajar como bracero a cambio del humillante salario decretado por el capataz de las fincas de la zona. No contento con eso, arengó a los demás hombres, instándoles a no trabajar y a dejar que se pudrieran las cosechas. Los carabinieri le detuvieron a raíz de una denuncia formulada por el barón. Los demás hombres regresaron al trabajo. Giuliano no tomó inquina a aquellos hombres y ni siquiera a los carabinieri. Cuando le pusieron en libertad gracias a la intervención de Héctor Adonis, no mostró el menor rencor hacia nadie. Había actuado de acuerdo con sus principios y eso era suficiente para él.
En otra ocasión interrumpió una pelea a navaja entre Aspanu Pisciotta y otro joven, limitándose a interponer entre ambos su cuerpo desarmado y a calmar su cólera con razonamientos no faltos de buen humor.
En cualquier otra persona, tales actuaciones se hubieran considerado muestras de cobardía disfrazada de humanidad, pero algo en Giuliano impedía semejante interpretación.
Aquel segundo día de septiembre Salvatore Giuliano, llamado Turi por sus parientes y amigos, rumiaba un golpe devastador que habían infligido a su orgullo masculino.
Era un simple detalle sin importancia. La ciudad de Montelepre no tenía ningún cine ni tampoco sala municipal, pero existía un pequeño café con una mesa de billar. La víspera Turi Giuliano, su primo Gaspare Aspanu Pisciotta y otros jóvenes fueron a jugar al billar. Algunos hombres de más edad les estuvieron observando mientras tomaban unos vasos de vino. Uno de ellos, llamado Guido Quintana, estaba ligeramente borracho. Era un hombre famoso. Mussolini le había encarcelado bajo sospecha de pertenecer a la Mafia. La conquista norteamericana de la isla se tradujo en su liberación a título de víctima del fascismo y de pronto corrían rumores de que le iban a nombrar alcalde de Montelepre.
Como todos los sicilianos, Turi Giuliano conocía el legendario poder de la Mafia. En el transcurso de los pasados meses de libertad, la cabeza de serpiente de la Mafia había empezado a arrastrarse por la tierra, vivificada por el barro fresco del nuevo gobierno democrático. En la ciudad ya se rumoreaba que algunos propietarios de tiendas les pagaban el «seguro» a ciertos «hombres de respeto». Y conocía, como es lógico, la historia, los incontables asesinatos de campesinos que trataban de cobrar los salarios que les adeudaban los poderosos nobles y terratenientes, el férreo dominio que ejercía la Mafia en la isla antes de que Mussolini la diezmara con su desprecio por los procedimientos legales, al modo en que una serpiente mortífera apresa con sus dientes envenenados a un reptil menos poderoso. Turi Giuliano intuía por tanto el terror que se avecinaba.
Quintana contemplaba aquella tarde a Giuliano y a sus compañeros con cierto desdén. Puede que su alegría le irritara. Al fin y al cabo, él era un hombre serio que estaba a punto de iniciar una importante fase de su vida: confinado por el gobierno de Mussolini a una isla desierta, había regresado finalmente a su ciudad natal y su propósito para los meses sucesivos era el de inspirar respeto a sus conciudadanos.
Puede que le irritara la apostura de Giuliano, pues Guido Quintana era un hombre extremadamente feo. Su aspecto intimidaba no por los rasgos de su rostro, sino por su inveterada costumbre de ofrecer al mundo exterior una imagen amenazadora. Tal vez todo se debiera al natural antagonismo que se produce entre un malvado de nacimiento y un héroe nato.
Sea como fuere, el caso es que, levantándose de golpe, empujó a Giuliano en el momento en que éste se dirigía al otro lado de la mesa de billar. Turi, lógicamente respetuoso con un hombre de más edad, se disculpó con sincera cortesía. Guido Quintana le miró de arriba abajo con desprecio.
—¿Por qué no estás en casa durmiendo y descansando para poder mañana ganarte el pan? —le preguntó—. Mis amigos llevan una hora esperando para jugar al billar.
Entonces extendió la mano y le arrebató a Giuliano el taco, esbozando una leve sonrisa mientras le indicaba, con un ademán, que se apartara de la mesa.
Todo el mundo estaba pendiente de la escena. La ofensa no era mortal. Si el hombre hubiera sido más joven o el insulto más grave, Giuliano se hubiera visto obligado a pelearse para defender su hombría. Aspanu Pisciotta, que siempre llevaba navaja, se dispuso a cerrar el paso a los amigos de Quintana en caso de que decidieran intervenir. Pisciotta no les tenía el menor respeto a los hombres de más edad y esperaba que su primo y amigo terminara la pelea.
Pero en aquel instante una extraña inquietud se apoderó de Giuliano. Aquel hombre tenía un aspecto avasallador y parecía dispuesto a llegar a las últimas consecuencias en una pelea. Sus amigos, hombres también de más edad, se encontraban de pie en segundo término, contemplando la escena con una sonrisa, como si no tuvieran la menor duda en cuanto al resultado. Uno de ellos vestía ropa de caza y llevaba un rifle. Giuliano, en cambio, iba desarmado. Y entonces, por un vergonzoso instante, se sintió invadido por el miedo. No temía que le causaran daño o que le golpearan o que aquel hombre demostrara ser más fuerte que él. Era el temor a ser humillado. A que aquellos hombres actuasen premeditadamente y tuvieran dominada la situación. Él no la tenía. Miedo a que pudieran abatirle de un disparo en las oscuras calles de Montelepre al regresar a casa. A que al día siguiente le encontraran muerto como un imbécil. Lo que le indujo a retirarse fue el natural sentido táctico del guerrillero nato.
Por eso Turi Giuliano tomó a su amigo del brazo y salió con él del café. Pisciotta le acompañó sin oponer resistencia, asombrado de que hubiera cedido con tanta facilidad, pero sin sospechar ni por un momento que tuviera miedo. Sabiendo que Turi era de buen corazón, pensó que no quería discutir ni lastimar a un hombre por una nimiedad como aquella. Mientras subían por la Via Bella, de regreso a casa, oyeron a su espalda el choque de la bolas de billar.
Turi Giuliano se pasó toda la noche insomne. ¿Había tenido miedo realmente de aquel hombre de cara perversa y cuerpo amenazador? ¿Tembló como una mujer? ¿Se estarían burlando todos de él? ¿Qué pensaría ahora su primo y mejor amigo Aspanu? ¿Que era un cobarde? ¿Que Turi Giuliano, el guía de la juventud de Montelepre, el más respetado, el que todos consideraban el más fuerte y valiente, se había arrugado ante la primera amenaza de un verdadero hombre? Y, sin embargo, se dijo, ¿por qué correr el riesgo de una vendetta que podía conducir a la muerte por culpa de una cuestión sin importancia como una partida de billar y la irascible grosería de un hombre de más edad? No hubiera sido como pelearse con otro muchacho. Sabía que aquellos hombres estaban con los «amigos de los amigos», y eso le asustó.
Giuliano descansó mal y se despertó con esa murria que tan peligrosa resulta en los adolescentes varones. Se sentía ridículo. Como casi todos los jóvenes, siempre había querido ser un héroe. Si hubiera vivido en otra parte de Italia, ya haría tiempo que sería soldado, pero, como buen siciliano, no se presentó voluntario, y su padrino Héctor Adonis consiguió mediante influencias que no le llamaran a filas. Al fin y al cabo, aunque Italia gobernara en Sicilia, ningún auténtico siciliano se sentía italiano. Por otra parte, el Gobierno italiano tampoco tenía demasiado interés en reclutar a los sicilianos, lo cual había resultado visible sobre todo durante el último año de la guerra. Los sicilianos tenían demasiados parientes en América, los sicilianos eran unos criminales natos y unos renegados, los sicilianos eran demasiado estúpidos para que se les pudiera adiestrar en la guerra moderna y causaban dificultades dondequiera que estuviesen.
Cuando Turi Giuliano salió a la calle, la hermosura del día borró su mal humor. El sol dorado era una maravilla y en el aire se aspiraba el perfume de los limoneros y los olivos. Le gustaba la ciudad de Montelepre, sus tortuosas calles, las casas de piedra con sus balcones llenos de aquellas flores de vistosos colores, que crecían en Sicilia sin que nadie las cuidara. Le gustaban los rojos tejados que se extendían hasta los confines de la pequeña ciudad cuadrada, construida en forma de caja en aquel profundo valle sobre el cual se derramaba el sol como si fuera oro líquido.
Los complicados adornos de la Festa, las calles sobre las que pendía todo un laberinto aéreo de abigarrados santos de cartón piedra, las casas, de paredes revestidas de flores fijadas a unas asnillas de caña, disfrazaban la pobreza esencial de una típica ciudad siciliana. Encaramadas en las laderas de los montes circundantes, pero ocultas tímidamente en sus pliegues, aquellas casas adornadas con flores estaban llenas en general de hombres, mujeres, niños y animales que ocupaban tres o cuatro habitaciones. Muchas de ellas carecían de retrete y ni siquiera los millares de flores y el frío aire de la montaña lograban vencer el hedor que se percibía al salir el sol.
Al llegar el buen tiempo, la gente vivía al aire libre. Las mujeres se sentaban en sillas de madera en sus terrazas, preparando la comida para las mesas que también se colocaban fuera de las casas. Los niños pequeños correteaban por las calles, persiguiendo gallinas, pavos y cabras, y los mayores tejían cestos de caña. Al final de la Via Bella, antes de su desembocadura en la plaza, existía una enorme fuente con cara de demonio, que construida por los griegos dos mil años atrás, escupía agua por su boca de dientes de piedra. Las laderas de las montañas mostraban huertos precariamente alojados en bancales. En los llanos de abajo se podían ver las ciudades de Partinico y Castellammare; la ciudad de Corleone, con sus oscuras y siniestras piedras, acechaba amenazadora más allá del horizonte.
Desde el extremo opuesto de la Via Bella, el que conducía a la carretera del llano de Castellammare, Turi vio a Aspanu Pisciotta llevando por la brida a un pequeño asno. Por un instante temió que Aspanu le tratara con desprecio por la humillación que había sufrido la víspera. Su amigo era famoso por la agudeza de su ingenio. ¿Le haría algún comentario despectivo? Giuliano volvió a experimentar un acceso de inútil cólera, recordó nuevamente la escena y trató de imaginar cómo reaccionaría en ese momento a la ofensa. Juró que jamás volvería a echarse atrás. No temería las consecuencias, les iba a enseñar a todos que no era un cobarde. Y, sin embargo, en un rincón de su mente, vio con toda claridad la escena. Los amigos de Quintana aguardando a su espalda, uno de ellos armado con una escopeta. Eran «amigos de los amigos» y se vengarían. Él no les temía, sólo temía ser derrotado por ellos, lo cual ocurriría sin ninguna duda porque, aunque no tan fuertes, aquellos hombres eran más crueles que él.
Aspanu Pisciotta le miró con una alegre y maliciosa sonrisa, al tiempo que le decía:
—Turi, este burrito no podrá hacerlo él solo. Le tendremos que ayudar.
Giuliano no se tomó la molestia de contestarle; lanzó un suspiro de alivio al ver que su amigo había olvidado lo de la víspera. Siempre le conmovía el hecho de que Aspanu, tan cáustico y punzante con los defectos de los demás, le tratara a él con tanto cariño y respeto. Echaron a andar juntos hacia la plaza, seguidos por el asno, los niños empezaron a danzar a su alrededor como un banco de peces. Sabían lo que iba a ocurrir con el asno y estaban muy excitados. Para ellos iba a ser un gran acontecimiento en medio del habitual aburrimiento de un día de verano.
En la plaza habían levantado una pequeña plataforma de algo más de un metro de altura, formada por pesados bloques de piedra extraídos de las montañas que rodeaban la ciudad. Turi Giuliano y Aspanu Pisciotta empujaron al asno por la rampa de tierra que conducía a la plataforma y le ataron a un corto pilón de hierro. Después, acuclillándose, se sentaron, y el asno les imitó. Tenía sobre los ojos y el morro una mancha blanca que le confería el aspecto de un payaso. Los niños se congregaron alrededor de la plataforma, riendo y gastando bromas.
—¿Quién es el burro? —gritó uno de ellos, y todos los demás se echaron a reír.
Turi Giuliano, sin saber que aquel iba a ser su último día de ignorado muchacho de pueblo, contempló la escena con la amable y serena satisfacción del hombre consciente de que ocupa el lugar que le corresponde. Se encontraba en el pequeño rincón en que había nacido y vivido. Conocía todos los recovecos de Montelepre, aquella minúscula ciudad cuadrada, oculta en lo más hondo del valle. El mundo exterior jamás podría causarle daño. Había desaparecido incluso la humillación de la víspera. Conocía aquellas elevadas montañas de piedra caliza tan íntimamente como conoce un niño su cajón de arena. Aquellas montañas criaban losas de piedra con la misma facilidad con que criaban hierbas, y había en ellas cuevas y escondrijos capaces de cobijar a cualquier ejército. Turi Giuliano conocía todas las casas, todas las alquerías con sus braceros, todos los castillos en ruinas dejados por los normandos y los moros y todos los esqueletos de los hermosos templos semiderruidos de los griegos.
Por la otra entrada de la plaza apareció un campesino conduciendo a la Mula Milagrosa. Era el hombre que les había contratado para trabajar aquella mañana. Se llamaba Papera y era muy respetado por los ciudadanos de Montelepre por ser el autor de una afortunada vendetta contra un vecino. Discutieron por las tierras de un olivar. La disputa duró diez años, más que todas las guerras que Mussolini le había echado a Italia sobre las espaldas. Una noche, poco después de que los ejércitos aliados liberaran Sicilia e instauraran un gobierno democrático, alguien encontró al vecino partido casi por la mitad por una ráfaga de lupara, la escopeta de cañones recortados tan popular en Sicilia para tales menesteres. Las sospechas recayeron inmediatamente en Papera, pero éste tenía una inmejorable coartada, pues había sido detenido a causa de una discusión con los carabinieri y pasado la noche del asesinato en un calabozo de los cuarteles de Bellampo. Se dijo que aquello indicaba la resurrección de la vieja Mafia y que Papera —emparentado por matrimonio con Guido Quintana— había recabado la ayuda de los «amigos de los amigos» para solventar su querella.
Cuando Papera llegó con la mula a la altura de la plataforma, los niños se arremolinaron alrededor de la bestia y el campesino tuvo que alejarlos mediante imprecaciones y fintas del látigo que empuñaba. Los niños escaparon del látigo mientras Papera lo hacía restallar en alto, esbozando una afable sonrisa.
Al oler la presencia de la mula, el asno cariblanco se encabritó, tirando de la soga que lo mantenía sujeto a la plataforma. Turi y Aspanu le ayudaron a levantarse mientras los niños gritaban. Papera maniobraba entretanto para colocar a la mula con los cuartos traseros contra el borde de la plataforma.
En aquel instante el barbero Frisella salió de su establecimiento, para participar en el jolgorio. Le seguía el maresciallo, orgulloso e importante, frotándose con la mano el suave y rubicundo rostro. Era el único hombre de Montelepre que se afeitaba todos los días. Desde la plataforma Giuliano percibía el intenso perfume de la colonia con que el barbero le había rociado.
El maresciallo Roccofino estudió con mirada profesional a la multitud congregada en la plaza. En su calidad de jefe del destacamento de doce hombres de la policía nacional, era el responsable del mantenimiento de la ley y el orden en la ciudad. La Festa podía suscitar problemas, y ya había ordenado que cuatro hombres patrullaran la plaza, pero éstos aún no habían llegado. Dirigió también una ceñuda mirada a Papera, el benefactor de la ciudad, y a su Mula Milagrosa. Estaba seguro de que Papera había sido el mandante del asesinato de su vecino. Aquellos salvajes sicilianos se habían aprovechado en seguida de sus sagradas libertades. Todos iban a lamentar muy pronto la caída de Mussolini, pensó amargamente el maresciallo. En comparación con los «amigos de los amigos», el dictador sería recordado como otro dulce San Francisco de Asís.
El barbero Frisella era el bufón de Montelepre. Los parados que no encontraban trabajo acudían a su tienda para oír sus bromas y escuchar sus chismorreos. Era uno de aquellos barberos que se cuidaban a sí mismos mejor que a sus clientes. Llevaba el bigote exquisitamente recortado y el cabello muy repeinado y lleno de pomada, pero tenía una cara de payaso guiñolesco: una narizota enorme, una boca muy grande abierta como un portal y una mandíbula sin barbilla.
—Turi —gritó de pronto—, tráeme tus bestias a la tienda, que les eche perfume. Tu burro se va a creer que le está haciendo el amor a una duquesa.
Turi no le hizo caso. Frisella le cortaba el cabello de chico, pero se lo hacía tan mal que su madre tuvo finalmente que encargarse de la tarea. En cambio, su padre seguía acudiendo a la barbería para participar en los chismorreos y contar cosas de América a sus pasmados oyentes. A Turi Giuliano no le gustaba Frisella porque era fascista y decían que era un confidente de los «amigos de los amigos».
El maresciallo encendió un cigarrillo y subió pavoneándose por la Via Bella sin fijarse tan siquiera en Giuliano… un descuido que iba a lamentar en las semanas sucesivas.
El asno estaba tratando ahora de saltar de la plataforma. Giuliano aflojó la cuerda, para que Pisciotta pudiera conducir a la bestia hasta el borde y situarla encima del lugar que ocupaba la Mula Milagrosa. Los cuartos traseros de ésta apenas sobresalían de la plataforma. Giuliano soltó un poco más de cuerda. La mula dio un fuerte relincho y empujó hacia atrás en el momento en que el asno se arrojaba sobre ella, apresándole la culata con las patas delanteras, dando algunos brincos convulsivos y permaneciendo después inmóvil en el aire, con una divertida expresión de felicidad en su cara manchada de blanco. Papera y Pisciotta se rieron, mientras Giuliano tiraba fuertemente de la soga, para volver a sujetar al desmadejado asno a la barra de hierro. La gente lanzó vítores y manifestó a gritos sus felicitaciones. Los niños ya se estaban dispersando por las calles en busca de nuevos entretenimientos.
Papera dijo, sin dejar de reírse:
—Si todos pudiéramos vivir como los burros, menuda vida, ¿eh?
—Signor Papera —contestó Pisciotta con muy poco respeto—, déjeme que le cargue sobre las espaldas varios canastos de caña y aceitunas y que le azote por los caminos de la montaña ocho horas al día. Esa es la vida de un burro.
El campesino le miró con rabia, captando la insinuación sobre lo poco que les pagaba por aquel trabajo. Jamás le había gustado Pisciotta y, de hecho, el trabajo se lo había ofrecido a Giuliano. En Montelepre todo el mundo apreciaba a Turi. Pisciotta, en cambio, era otra cosa. Tenía una lengua de víbora y una actitud cansina y perezosa. El hecho de que estuviera delicado del pecho no era ninguna excusa. Fumaba cigarrillos, cortejaba a las frívolas muchachas de Palermo y vestía como un lechuguino. ¿Y aquel bigotillo francés que se gastaba? Que tosiera hasta morirse y se fuera al diablo con sus pulmones podridos, pensó Papera. Les entregó las doscientas liras, que Giuliano agradeció cortésmente, y emprendió con la mula el camino de regreso a la finca. Los jóvenes desataron al asno y lo condujeron de nuevo a la casa de Giuliano. El trabajo del asno no había hecho sino empezar, y a la bestia le esperaba seguidamente una tarea mucho menos agradable.
La madre de Giuliano les había preparado a ambos muchachos un almuerzo temprano. Las hermanas de Turi, Mariannina y Giuseppina, estaban ayudando a su madre a preparar la pasta para la cena. Huevos y harina se mezclaban en una enorme montaña sobre una plancha de madera barnizada y después se amasaban hasta aglutinarlos. Con un cuchillo se marcaba la señal de la cruz, para santificar la masa. A continuación, Mariannina y Giuseppina cortaban tiras que enrollaban alrededor de una hoja de pita que después retiraban, dejando un hueco en el rollo de pasta. Grandes cuencos de aceitunas y uvas adornaban la estancia.
Aunque el padre de Turi estaba trabajando en el campo, aquel día su jornada iba a ser más corta porque deseaba participar en los festejos de la tarde. Al día siguiente se celebraban los esponsales de Mariannina y en casa de los Giuliano habría una fiesta apropiada.
Turi siempre había sido el hijo predilecto de María Lombardo de Giuliano, y las hermanas recordaban que, de niño, su madre le bañaba todos los días. Una pequeña bañera de hojalata calentada cuidadosamente junto a la estufa, la madre comprobando la temperatura del agua con el codo y lavándole después con el jabón especial traído de Palermo. Si bien al principio las hermanas sintieron celos, después solían contemplar extasiadas la delicadeza con que su madre lavaba al niño desnudo. Nunca lloraba de pequeño, siempre se reía, y su madre, loca por él, aseguraba que tenía un cuerpo perfecto. Era el menor de la familia, pero creció muy vigoroso. Para ellas siempre fue un pequeño desconocido. Leía libros y hablaba de política y, como es lógico, todo el mundo comentaba siempre que su estatura y su impresionante físico se debían al tiempo pasado en América en el vientre de su madre. Sin embargo, le querían mucho por su carácter cariñoso y desprendido.
Aquella mañana, las mujeres estaban preocupadas por Turi y le observaron con amorosa solicitud mientras comía el pan con queso de cabra y aceitunas y bebía el café elaborado con achicoria. En cuanto terminaran de almorzar, él y Aspanu se irían con el burro a Corleone y traerían de contrabando una enorme rueda de queso y algunos jamones y embutidos. Perderían un día de la Festa para complacer a su madre y lograr que la celebración del compromiso de su hermana fuera un éxito. Parte de los productos los venderían después en el mercado negro, para ayudar a la familia.
A las mujeres les encantaba ver juntos a los dos muchachos. Eran amigos desde pequeños y se querían más que si fueran hermanos, a pesar de ser tan distintos. Aspanu Pisciotta, con su tez morena, su bigotito de actor cinematográfico, la extraordinaria movilidad de su rostro, su cabello negro como el azabache sobre el pequeño cráneo y su ingenio, se llevaba siempre de calle a las mujeres. Y, sin embargo, su llamativa apostura quedaba curiosamente oscurecida por la serena belleza griega de Turi Giuliano, cuyo cuerpo semejaba el de las antiguas estatuas griegas diseminadas por toda Sicilia. Su tez era más clara y tenía el cabello castaño y la piel bronceada. Aunque siempre muy reposado, sus movimientos tenían una extraordinaria agilidad. No obstante, su rasgo dominante eran los soñadores ojos castaño dorados que parecían vulgares a primera vista, pero que, cuando miraban de lleno a alguien, entornaban los párpados como los de las estatuas, confiriendo a todo su semblante la quieta serenidad de una máscara.
Mientras Pisciotta entretenía a María Lombardo con sus divertidas historias, Turi subió a su dormitorio, para prepararse con vistas al viaje y, más concretamente, para recoger la pistola que guardaba escondida. Recordando la humillación de la víspera, no quería realizar aquella tarea sin ir armado. Sabía disparar porque a menudo salía de caza con su padre.
Su madre le estaba aguardando en la cocina para despedirse. Al abrazarle, percibió el bulto de la pistola que llevaba al cinto.
—Turi, ten cuidado —le dijo, alarmada—. No discutas con los carabinieri. Si te detienen, dales lo que lleves.
—Se pueden quedar la mercancía —contestó él, tranquilizándola—. Pero no permitiré que me peguen o me lleven a prisión.
Ella lo comprendió. En su altivez siciliana, estaba muy orgullosa de él. Hacía muchos años, su orgullo y la rabia que le inspiraba la pobreza en que vivía la indujeron a convencer a su marido de la necesidad de iniciar una nueva vida en América. Era una soñadora y creía en la justicia y en su derecho a ocupar el lugar que le correspondía en el mundo. Ahorró una bonita suma en América, y aquel mismo orgullo la impulsó a regresar a Sicilia para vivir como una reina. Pero después todo quedó convertido en cenizas. La lira perdió valor durante la guerra y ella volvió a ser pobre. Aunque resignada con su destino, esperaba cosas mejores para sus hijos y se alegraba de que Turi poseyera su mismo temple. Temía, sin embargo, el día en que hubiera de enfrentarse a las duras realidades de Sicilia. Le vio salir a la adoquinada Via Bella y reunirse con Aspanu Pisciotta. Su hijo Turi se movía como un enorme gato y tenía un tórax tan ancho y unos brazos y piernas tan musculosos que Aspanu Pisciotta parecía a su lado un tallo de pita. Aspanu poseía toda la astucia que le faltaba a su hijo y su valor estaba teñido de fiereza. Él protegería a Turi de las traiciones del mundo en que les había tocado vivir. María sentía debilidad por la aceitunada apostura de Aspanu, pese a constarle que su hijo era más hermoso.
Les vio subir por la Via Bella camino de la carretera de Castellammare. Su hijo, Turi Giuliano, y el hijo de su hermana, Gaspare Pisciotta. Ambos tenían apenas veinte años y aún parecían más jóvenes. Les quería mucho a los dos y temía por ambos.
Finalmente, los dos muchachos y el asno desaparecieron al otro lado de una elevación de la calle, pero ella siguió mirando hasta que volvió a verles a lo lejos, más allá de la ciudad de Montelepre, adentrándose en la cadena de montañas que rodeaba la ciudad. María Lombardo de Giuliano les siguió con la vista, como si jamás tuviera que volver a verles, hasta que desaparecieron entre las últimas brumas matutinas que rodeaban la cumbre del monte. Estaban empezando a perderse en la niebla de su mito.