En septiembre de 1943 Héctor Adonis era profesor de Historia y Literatura en la Universidad de Palermo. Su estatura extremadamente corta inducía a sus colegas a tratarle con menos respeto del que merecía su inteligencia. Sin embargo, eso era inevitable en la cultura siciliana, que basaba habitualmente sus crueles apodos en los defectos físicos de la gente. La única persona que estimaba su auténtica valía era el rector de la Universidad.
Aquel septiembre de 1943 la vida de Héctor Adonis estaba a punto de experimentar un cambio. La guerra había terminado en el sur de Italia. El ejército norteamericano ya había conquistado Sicilia y penetrado en la península. El fascismo había muerto e Italia estaba renaciendo. Por primera vez en doce siglos, la isla de Sicilia no tenía un auténtico amo. Pero Héctor Adonis, que conocía las ironías de la historia, no se hacía muchas ilusiones. La Mafia ya había empezado a usurpar el imperio de la ley en Sicilia. Su poder canceroso era tan mortífero como el de cualquier Estado legalmente constituido.
Desde la ventana de su despacho, contemplaba el recinto de la Universidad y los pocos edificios que la integraban. No eran necesarias las residencias para estudiantes, porque la vida universitaria era distinta de las de Inglaterra y los Estados Unidos. Allí casi todos los alumnos estudiaban en casa y consultaban con sus profesores a intervalos previamente establecidos. Los profesores daban sus clases y los alumnos se las podían saltar con absoluta impunidad. Bastaba con que superaran los exámenes. Era un sistema que a Héctor Adonis le parecía vergonzoso en general y estúpido en particular, puesto que afectaba a los sicilianos, los cuales precisaban, en su opinión, de una disciplina pedagógica mucho más estricta que los estudiantes de otros países.
Desde su ventana catedralesca observó la afluencia estacional de jefes de la Mafia venidos de todas las provincias de Sicilia para efectuar sus visitas de cabildeo a los profesores de la Universidad. Bajo el gobierno fascista, los jefes de la Mafia eran más prudentes y humildes, pero ahora, a favor de la democracia restaurada por los norteamericanos, se habían multiplicado como lombrices en un terreno empapado de lluvia, reanudando sus actividades de antaño. Y habían dejado de ser humildes.
Los jefes de la Mafia, o los «amigos de los amigos» tal como ellos mismos se llamaban, jefes de los pequeños clanes locales de las muchas aldeas de Sicilia, acudían vestidos con sus mejores galas para defender la causa de alumnos que eran hijos o parientes de amigos o de acaudalados terratenientes y que estaban fracasando en sus estudios universitarios y no podrían conseguir el título a no ser que se adoptaran enérgicas medidas. Porque aquellos títulos eran de la mayor importancia. ¿De qué otro modo se hubieran podido librar las familias de los hijos que carecían de ambición, talento e inteligencia? Los padres habrían tenido que mantenerlos toda la vida. En cambio, con un título, con un trozo de pergamino de la Universidad, aquellos inútiles podían convertirse en profesores, médicos, miembros del Parlamento o, en el peor de los casos, funcionarios de la administración del Estado.
Héctor Adonis se encogió de hombros, y se consoló pensando en la historia. Sus admirados británicos, en los mejores días de su Imperio, confiaron su defensa a incompetentes hijos de padres adinerados que les habían comprado nombramientos en el ejército y los mandos de grandes buques. Cierto que aquellos comandantes llevaron a sus hombres a matanzas innecesarias y, sin embargo, había que reconocer que ellos murieron también con sus hombres, pues el valor era un imperativo de su clase. Y con su muerte evitaron al Estado la carga de mantener a unos ineptos. Los italianos no eran ni tan caballerosos ni tan fríamente prácticos. Amaban a sus hijos, les protegían de los desastres personales y dejaban que el Estado se las apañara como pudiera.
Desde su ventana Héctor Adonis vio a por lo menos tres jefes locales de la Mafia paseando de aquí para allá en busca de sus víctimas. Llevaban gorros de paño, botas de cuero y gruesas chaquetas de pana colgadas del brazo, pues aún hacía calor. Portaban cestos de fruta y botellas de vino casero protegidas por fundas de caña, para ofrecerlos como regalos. No eran sobornos sino amables antídotos contra el terror que se apoderaría de los profesores en cuanto les vieran. Porque casi todos los profesores eran naturales de Sicilia y sabían que las peticiones no podían ser desatendidas.
Uno de los jefes de la Mafia, de atuendo tan campesino que hubiera podido actuar directamente en una representación de la Cavalleria Rusticana, entraba en aquellos momentos en el edificio y subía la escalinata. Héctor Adonis se dispuso con irónico placer a interpretar la acostumbrada comedia.
Adonis conocía a aquel hombre. Se llamaba Bucilla y era propietario de una finca y unos rebaños de ovejas en la localidad de Partinico, a escasa distancia de Montelepre. Ambos se estrecharon la mano y Bucilla le entregó el cesto que portaba.
—Tenemos tanta fruta que cae al suelo y se pudre, de modo que pensé, voy a llevarle algo al profesor —dijo Bucilla.
Era un hombre bajito y rechoncho, de cuerpo muy vigoroso merced a toda una vida de duro trabajo. Adonis sabía que tenía fama de honrado y que era un hombre modesto pese a que no le hubiera sido difícil convertir su poder en riqueza. Era un jefe de Mafia como los de antes, que buscaban no la riqueza sino el respeto y el honor.
Adonis aceptó sonriendo el cesto de fruta. ¿Qué campesino de Sicilia hubiera permitido que algo se desperdiciara? Había cien niños por cada aceituna que caía al suelo, y aquellos niños eran como langostas.
Bucilla lanzó un suspiro. Era afable, pero Adonis sabía que aquella afabilidad se podía trocar en amenaza en la fracción de un segundo. Por consiguiente, esbozó una comprensiva sonrisa mientras Bucilla decía:
—La vida es un asco. Con el trabajo que tengo en mis tierras…, pero, ¿cómo puedo negarle a un vecino un pequeño favor? Mi padre conocía a su padre, y mi abuelo al suyo. Y tengo la costumbre, o quizá la desgracia, de no negarle nada a un amigo. ¿O que no somos todos cristianos?
—Todos los sicilianos somos iguales —contestó Héctor Adonis amablemente—. Demasiado generosos. Por eso los de Roma se aprovechan tan descaradamente de nosotros.
Bucilla le miró con astucia. No iba a tener ningún problema. Y, además, ¿no le habían dicho en alguna parte que aquel profesor era un «amigo»? Desde luego, no se le veía asustado. Pero si era un «amigo de los amigos», ¿cómo explicar que él, Bucilla, no lo supiera? Sin duda porque había distintos niveles de amigos. Sea como fuere, aquél era un hombre que comprendía su mundo.
—He venido para pedirle un favor —dijo Bucilla—. El hijo de mi vecino ha suspendido este año los exámenes de la Universidad. Le ha suspendido usted. Y mi vecino está desesperado. Al saber que se trataba de usted, yo le dije: «¿Cómo, el signor Adonis? Pero si es un corazón de oro. Si conociera todas las circunstancias, de ningún modo habría cometido semejante crueldad. Jamás». Y entonces me han pedido con lágrimas en los ojos que le cuente toda la historia. Y que le suplique con la mayor humildad que cambie su calificación, para que pueda salir al mundo y ganarse el pan.
Héctor Adonis no se llamó a engaño ante aquella exquisita muestra de cortesía. Ocurría como con los ingleses, a los que tanto admiraba. Aquella gente sabía ser ofensiva de una forma tan sutil, que uno se pasaba varios días complaciéndose en sus insultos antes de percatarse de que le habían infligido una herida mortal. En los ingleses, aquello hubiera sido una figura retórica, en cambio, en el caso del signor Bucilla, una petición denegada hubiera significado una descarga de hipara, la escopeta de cañones recortados, al amparo de la oscuridad de cualquier noche. Héctor Adonis probaba cortésmente las aceitunas y las moras del cesto.
—Ah, no podemos permitir que un joven se muera de hambre en este mundo tan terrible —dijo—. ¿Cómo se llama el chico?
Cuando Bucilla se lo dijo, sacó un registro de un cajón de su escritorio y, pese a que recordaba perfectamente el nombre, lo hojeó.
El estudiante suspendido era un patán, un zoquete y un chapucero; era más bestia que las ovejas de la finca de Bucilla. Un holgazán mujeriego, un inepto fanfarrón, un analfabeto sin remedio, que no sabía distinguir entre la Iliada y las obras de Verga. A pesar de todo eso, Héctor Adonis sonrió dulcemente mirando a Bucilla y, en tono del mayor asombro, dijo:
—Ah, sí, tuvo un pequeño problema en uno de sus exámenes. Pero eso se arregla fácilmente. Que venga a verme y yo mismo le prepararé en este despacho y después volveré a examinarle. Ya verá como esta vez no suspende.
Se estrecharon la mano y el hombre se retiró. Me he ganado otro amigo, pensó Héctor. ¿Qué más daba que todos aquellos jóvenes inútiles obtuvieran unos títulos universitarios que no se habían ganado ni se merecían? En la Italia de 1943, los podían utilizar para secarse sus mimados traseros, mientras languidecían en puestos mediocres.
El timbre del teléfono interrumpió la corriente de sus pensamientos y le dio un ulterior motivo de irritación. Hubo un timbrazo y después una pausa, seguido de otros tres timbrazos, más cortos. La telefonista de la centralita estaba chismorreando con alguien y colocaba la clavija durante las pausas de su conversación. Ello le exasperó hasta tal punto que, al ponerse al aparato, dijo «Pronto» con más dureza de lo que hubiera sido correcto.
Por desgracia, era el rector. Pero éste, aunque muy aficionado a observar las conveniencias profesionales, tenía en aquellos momentos cosas mucho más importantes en que pensar. La voz le temblaba de miedo, y casi parecía a punto de echarse a llorar.
—Mi querido profesor Adonis —dijo—, ¿le puedo rogar que venga a mi despacho? La Universidad tiene un grave problema que tal vez sólo usted pueda resolver. Es de la mayor importancia. Crea, mi querido profesor, que le quedaré muy reconocido.
Aquel servilismo puso muy nervioso a Héctor Adonis. ¿Qué esperaba de él aquel idiota? ¿Que pegara un salto por encima de la catedral de Palermo? El rector estaría en mejores condiciones que él de hacerlo, pensó Adonis amargamente, pues medía por lo menos metro ochenta de estatura. Que él mismo pegara el salto y no le pidiera a un subordinado con las piernas más cortas de Sicilia que le sacara las castañas del fuego. Aquella imagen le hizo recuperar el buen humor y le indujo a contestar suavemente:
—Si me pudiera dar alguna pista. Así podría prepararme por el camino.
—El estimado Don Croce nos ha honrado con su visita —dijo el rector en un susurro—. Su sobrino estudia medicina y el profesor le ha aconsejado amablemente que se retire. Don Croce ha venido para rogarnos con la mayor cortesía que reconsideremos la decisión. Sin embargo, el profesor de la Facultad de Medicina insiste en que el joven abandone los estudios.
—¿Y quién es este insensato? —preguntó Héctor Adonis.
—El joven doctor Nattore —contestó el rector—. Un apreciado miembro del claustro de profesores que todavía tiene muy poca experiencia de la vida.
—Estaré en su despacho dentro de cinco minutos —dijo Héctor Adonis.
Mientras cruzaba el patio para dirigirse al edificio principal, Héctor Adonis reflexionaba sobre la acción que debería emprenderse. La dificultad no residía en el rector, el cual siempre recurría a Adonis en asuntos como aquél. La dificultad la planteaba el doctor Nattore. Adonis le conocía muy bien. Era un brillante médico y profesor cuya muerte sería una irreparable pérdida para Sicilia y cuya dimisión lo sería para la Universidad. Además, era un pelmazo insoportable, un hombre de principios inflexibles y de auténtico honor. Sin embargo, no era posible que no hubiera oído hablar de Don Croce, que no tuviera un mínimo de sentido común en su cerebro de genio. Tenía que haber algo más.
Delante del edificio principal se encontraba estacionado un gran automóvil negro y apoyados en el mismo había dos hombres vestidos con trajes de calle que no lograban conferirles un aspecto respetable. Debían de ser los guardaespaldas del Don, dejados allí afuera en compañía del chófer por respeto a los profesores que Don Croce había acudido a visitar. Adonis observó que contemplaban con divertida expresión de asombro su baja estatura, su traje perfectamente cortado a la medida y la cartera que portaba bajo el brazo. Su fría mirada les desconcertó. ¿Sería posible que aquel hombrecillo fuera un «amigo de los amigos»?
El despacho del rector más parecía una biblioteca que un lugar de trabajo, pues el rector no era un administrador sino un hombre de letras. Los libros cubrían todas las paredes, y los muebles, aunque pesados, eran cómodos. Don Croce estaba sentado en un enorme sillón, tomando un espresso. Su rostro le recordaba a Héctor Adonis la proa de un barco de la Iliada, alabeada por años de batalla y mares hostiles. El Don fingió no conocer a Adonis y dejó que le presentaran. Como es lógico, el rector sabía que aquello era farsa, pero el joven doctor Nattore se tragó el anzuelo.
El rector era el hombre más alto de la Universidad y Adonis el más bajito. Por cortesía, el rector se sentó inmediatamente en su sillón antes de empezar a hablar.
—Hay un pequeño desacuerdo —dijo. Al oírlo, el doctor Nattore hizo un gesto de exasperación, pero Don Croce inclinó la cabeza levemente, para indicar su asentimiento. El presidente prosiguió—: Don Croce tiene un sobrino que quiere ser médico. El profesor Nattore dice que no cumple los necesarios requisitos para aprobar. Una tragedia. Don Croce na tenido la amabilidad de venir a exponernos el caso de su sobrino y, considerando todo lo que ha hecho por nuestra Universidad, me ha parecido conveniente tratar de complacerle.
Don Croce dijo afablemente y sin el menor asomo de sarcasmo:
—Yo soy un analfabeto, pero nadie puede decir que no he tenido éxito en el mundo de los negocios. —Desde luego, pensó Héctor Adonis, un hombre que podía sobornar a ministros, decretar asesinatos y aterrorizar a los tenderos y a los fabricantes, no tenía por qué saber leer y escribir. Don Croce añadió—: Yo me he abierto camino a base de experiencia. ¿Por qué no podría hacer lo mismo mi sobrino? Mi pobre hermana se moriría de pena si su hijo no pudiera anteponer el título de doctor a su apellido. Es una auténtica cristiana y quiere ayudar al mundo.
El doctor Nattore, con la insensibilidad propia de los que tienen la razón de su parte, dijo:
—Yo no puedo cambiar mi postura.
Don Croce lanzó un suspiro y después dijo en tono halagador:
—¿Qué daño puede hacer mi sobrino? Yo le buscaré un cargo gubernamental en el ejército, o en algún hospital católico para ancianos. Él les acariciará la mano y escuchará sus inquietudes. Es muy cariñoso, los viejos estarán encantados con él. ¿Qué es lo que pido? Que se revuelvan un poco los papeles que suelen revolverse aquí.
Miró a su alrededor, contemplando con desprecio los libros que cubrían las paredes.
Héctor Adonis, extremadamente inquieto ante la humildad de Don Croce —señal inequívoca de peligro en un hombre como aquél—, pensó enfurecido que al Don le era muy fácil hablar así. Sus hombres le enviaban inmediatamente a Suiza a la menor indisposición que le causara el hígado. Adonis comprendió que la solución de aquel embrollo estaba en sus manos.
—Mi querido doctor Nattore —dijo—. Sin duda se podrá hacer algo. ¿Unas cuantas clases particulares tal vez, un poco de práctica en algún hospital benéfico?
A pesar de haber nacido en Palermo, el doctor Nattore no parecía siciliano. Era rubio y medio calvo y mostraba bien a las claras su enojo, cosa que jamás hubiera hecho un auténtico siciliano en una situación tan delicada como aquélla. Debía de ser sin duda un gen defectuoso heredado de algún lejano conquistador normando.
—Usted no lo entiende, mi querido profesor Adonis. Ese joven insensato quiere ser cirujano.
Jesús, José, María y todos los santos, pensó Héctor Adonis. Qué situación tan peliaguda.
Aprovechando la muda sorpresa de su colega, el doctor Nattore añadió:
—Su sobrino no entiende nada de anatomía. Descuartizó un cadáver como si estuviera trinchando un cordero para el asador. Se salta casi todas las clases, no se prepara para las pruebas y entra en la sala de quirófano como si acudiera a un baile. Reconozco que tiene un trato agradable y que es simpático a más no poder. Pero estamos hablando de un hombre que un día entrará en un cuerpo humano con un bisturí.
Héctor Adonis comprendió exactamente lo que estaba pensando Don Croce. ¿Qué más daba que el chico fuera un mal cirujano? Se trataba del prestigio de la familia, de la pérdida de respetabilidad a que daría lugar el fracaso estudiantil del muchacho. Por malo que fuera como cirujano, jamás mataría a tantos como habían matado los mejores subordinados de Don Croce. Además, aquel joven doctor Nattore no se había doblegado a su voluntad y no había captado su buena disposición a dejar correr la posibilidad de que su sobrino se convirtiera en cirujano, optando en su lugar por la medicina general.
Había llegado por tanto el momento de que Héctor Adonis interviniera para resolver la disputa.
—Mi querido Don Croce —dijo Adonis—, estoy seguro de que el doctor Nattore accederá a sus deseos si tratamos de convencerle. Pero, ¿por qué esa romántica idea de convertir a su sobrino en cirujano? Tal como usted dice, el muchacho es muy cariñoso, y los cirujanos son unos sádicos natos. ¿Y quién se somete en Sicilia voluntariamente a un bisturí? —Se detuvo un instante y después añadió—: Además, tendrá que hacer prácticas en Roma una vez le hayamos aprobado aquí, y los romanos utilizarán cualquier excusa para cargarse a un siciliano. Presta usted un mal servicio a su sobrino, insistiendo. Permítame proponerle una solución de compromiso.
El doctor Nattore musitó por lo bajo que no era posible ningún compromiso. Por primera vez, los ojos de lagarto de Don Croce despidieron fuego. El doctor Nattore guardó silencio y Héctor Adonis se apresuró a añadir:
—Su sobrino recibirá un aprobado para que pueda convertirse en médico, no en cirujano. Diremos que tiene demasiado buen corazón para el escalpelo.
Don Croce extendió los brazos y sus labios esbozaron una fría sonrisa.
—Me ha vencido usted con su sentido común y su actitud razonable —le dijo a Adonis—. Que así sea. Mi sobrino será médico, no cirujano. Y que mi hermana se dé por contenta.
Don Croce no esperaba más y, una vez alcanzado su propósito, se apresuró a marcharse. El rector de la Universidad le acompañó hasta el automóvil. Sin embargo, todos los presentes en la estancia observaron la última mirada que dirigió al doctor Nattore antes de salir. Fue una mirada escrutadora, como si quisiera aprenderse de memoria los rasgos de la cara del hombre que había intentado contrariar su voluntad.
Cuando quedaron solos, Héctor Adonis le dijo al doctor Nattore:
—Usted, mi querido colega, tendrá que dejar su puesto de profesor en la Universidad e irse a ejercer su profesión en Roma.
—¿Está usted loco? —replicó Nattore enojado.
—No tanto como usted —dijo Adonis—. Insisto en que cene conmigo esta noche y yo le explicaré entonces por qué nuestra Sicilia no es el paraíso terrenal.
—Pero, ¿por qué tengo que irme? —protestó el doctor Nattore.
—Le ha dado usted un «no» a Don Croce Malo. Sicilia no es suficientemente grande para albergarles a los dos.
—Pero él se ha salido con la suya —gritó Nattore desesperado—. El sobrino será médico. Usted y el rector le han aprobado.
—Pero usted, no —dijo Adonis—. Lo hemos aprobado para salvarle a usted la vida. Pese a ello, usted es ahora un nombre marcado.
Aquella noche Héctor Adonis invitó a seis profesores —entre ellos, el doctor Nattore— a cenar en uno de los mejores restaurantes de Palermo. Cada uno de ellos había recibido aquel día la visita de un «hombre de honor» y accedido a cambiar las notas de algún alumno suspendido. El doctor Nattore escuchó horrorizado sus relatos y, al final, dijo:
—Pero una Facultad de Medicina no puede hacer eso con un futuro médico.
Los demás acabaron por perder los estribos. Un profesor de filosofía preguntó por qué razón el ejercicio de la medicina era más importante para la raza humana que los complejos procesos mentales del hombre y la santidad inmortal del alma. Cuando terminaron, el doctor Nattore accedió a abandonar la Universidad de Palermo y emigrar al Brasil donde, según le aseguraron sus colegas, un buen cirujano podía ganar una fortuna, haciendo operaciones de vesícula biliar.
Aquella noche Héctor Adonis durmió como un tronco. Pero a la mañana siguiente recibió una urgente llamada telefónica de Montelepre. Su ahijado Turi Giuliano, cuya inteligencia él había cultivado, cuya bondad tanto estimaba y cuyo porvenir había planeado, acababa de morir a manos de un policía.