Cuando se despertó, advirtió el peligro de forma instintiva. Eran casi las siete de la mañana. Permaneció inmóvil y escuchó en la oscuridad. Comprendió que el peligro no provenía de fuera o de la habitación, sino que estaba dentro de él: la advertencia de que, como aún no había levantado todas las piedras, no había descubierto lo que se escondía debajo de ellas.
La mano ya no le dolía tanto. Con cuidado intentó mover los dedos, sin atreverse a mirarlos. El dolor reapareció. No aguantaría muchas horas más sin que le examinara un médico.
Wallander estaba muy cansado. Unas horas antes, cuando se adormecía, creyó que le habían derrotado. El poder de los coroneles era demasiado grande, y su propia capacidad de manejar la situación se veía cada vez más reducida. Al despertar, hubo de reconocer que sucumbía también por el cansancio. Ya no se fiaba de su buen juicio, debido a las pocas horas que dormía.
Quiso analizar la sensación de amenaza con que se había despertado. ¿Qué era lo que se le había pasado por alto? En sus pensamientos e intentos por esclarecer las conexiones, ¿dónde se había equivocado? ¿Los había seguido hasta el final? ¿Qué era lo que todavía no veía? No podía ignorar su instinto: en el estado tan confuso en el que se hallaba, era su única orientación.
¿Qué era lo que todavía no veía? Se sentó con cuidado en la cama sin poder contestar la pregunta. Contempló por primera vez la mano hinchada con disgusto y llenó el lavabo con agua fría. Primero hundió la cara y luego la mano herida. Al cabo de unos minutos se acercó a la ventana y subió la cortina. El olor a col hervida era muy penetrante. La madrugada húmeda caía sobre la ciudad y sus innumerables torres de iglesias. Permaneció en la ventana observando a la gente que se apresuraba por las aceras, incapaz de contestar a la pregunta de qué era lo que no alcanzaba a ver.
Salió de la habitación, pagó y se dejó engullir por la ciudad.
Atravesaba uno de los parques de la ciudad, no recordaba cuál, cuando cayó en la cuenta de que Riga era una ciudad con muchos perros. No se trataba solo de la jauría de perros invisibles que le perseguían a él, sino también de otros, reales y comunes, con los que la gente paseaba y jugaba. En el parque se detuvo a contemplar a dos perros enzarzados en una violenta pelea. Uno era un pastor alemán, y el otro de una raza mestiza indeterminada. Los dueños intentaban separarlos, pero pronto empezaron a gritarse entre sí. El dueño del pastor alemán era un hombre mayor, mientras que el del perro mestizo era una mujer de unos treinta años. Wallander tuvo la impresión de estar ante un ajuste de cuentas. Las contradicciones de ese país se amontonaban como las peleas caninas. Los animales luchaban como las personas y los desenlaces no estaban claros de antemano.
Llegó a los grandes almacenes a las diez de la mañana, la hora en que abrían. La carpeta azul le quemaba por dentro de la camisa. El instinto le decía que tenía que deshacerse de ella, encontrarle un escondite provisional.
Había observado atentamente todos los movimientos de su alrededor cuando, temprano, había comenzado a deambular por la ciudad; estaba convencido de que los coroneles habían vuelto a cercarle. Además, notó más sombras que antes, y, enojado, pensó que la tormenta se acercaba. Se detuvo a la entrada de los grandes almacenes. Trató de leer un letrero de información mientras contemplaba el mostrador de atención al cliente, donde se podían dejar los bolsos o paquetes en consigna. El mostrador estaba construido en ángulo y se dio cuenta de que lo recordaba de su anterior visita. Se acercó a la caja que solo comerciaba con divisas extranjeras, entregó un billete de cien coronas suecas y recibió un fajo de billetes letones. Después siguió hasta la planta de discos. Eligió dos long plays de música de Verdi; los discos eran del tamaño de la carpeta. Cuando pagó y le entregaron los discos en una bolsa, vio a una sombra fingir estar interesada en una estantería con música de jazz. Luego regresó al mostrador de atención al cliente. Esperó a que se agolparan más personas, y en el rincón extremo sacó la carpeta y la colocó entre los discos. Todo fue muy rápido a pesar de que solo podía usar una mano. Entregó la bolsa, le dieron una ficha con un número y se alejó del mostrador. Las sombras estaban esparcidas por distintos lugares de la entrada de los almacenes, pero aun así estaba seguro de que no se habían percatado de que se había deshecho de la carpeta. Por supuesto existía la posibilidad remota de que examinaran la bolsa, ya que habían visto con sus propios ojos que compraba dos discos.
Miró el reloj de pulsera. Faltaban diez minutos para que Baiba llegase al lugar de encuentro alternativo. La angustia no le dejaba, si bien se sentía un poco más seguro sin la carpeta encima. Subió hasta la planta de los muebles. A pesar de que era muy temprano, muchos clientes se agolpaban para contemplar, de manera resignada o ilusionada, los distintos conjuntos de sofás o dormitorios. Wallander se dirigió despacio hasta la sección de los utensilios de cocina. No quería llegar antes, quería estar en el lugar de encuentro a la hora exacta, y para hacer tiempo se detuvo unos minutos en el departamento de artículos para el alumbrado. Se habían citado entre las cocinas y las neveras, todas de fabricación soviética.
Enseguida la vio. Estaba mirando una cocina y observó sin querer que solo tenía tres fogones. Notó que algo iba mal, que algo había ocurrido con Baiba, cosa que ya había intuido cuando se despertó por la mañana. La angustia iba en aumento y aguzó todos sus sentidos.
En ese instante ella le vio y le sonrió, aunque sus ojos revelaban miedo. Wallander se acercó a ella sin preocuparse de las sombras. Toda su atención se enfocaba en aclarar lo que había ocurrido. Se puso junto a ella y los dos se pusieron a mirar una nevera reluciente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Explícame solo lo importante. No tenemos mucho tiempo.
—No ha ocurrido nada —respondió—. Sencillamente no pude salir de la universidad porque estaba vigilada.
«¿Por qué miente? —pensó nervioso—. ¿Por qué miente tan bien?, ¿para que no la pueda descubrir?».
—¿Has conseguido la carpeta? —inquirió.
Dudó en decirle la verdad, pero de repente se sintió harto de tantas mentiras.
—Sí —contestó—. La tengo. Mikelis era de fiar.
Le miró rápidamente.
—Dámela —pidió—. Sé dónde podemos esconderla.
Wallander comprendió que no era Baiba quien hablaba. Era el miedo el que le pedía la carpeta, la amenaza a la que estaba expuesta.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —insistió, esta vez más severo, casi furioso.
—Nada —replicó de nuevo.
—No me mientas —dijo sin ocultar el tono de voz más fuerte—. Te daré la carpeta. ¿Qué pasaría si no te la diera?
Wallander vio que estaba a punto de derrumbarse. «No te desmorones aún —pensó desesperado—. Todavía tenemos ventaja, mientras no estén seguros del todo de que realmente tengo los papeles del mayor».
—Upitis moriría —susurró.
—¿Quién te ha amenazado?
Negó con la cabeza en señal de rechazo.
—Tengo que saberlo —insistió—. No va a cambiar la situación de Upitis si me lo dices.
Le miró aterrorizada. Él la cogió del brazo y la sacudió.
—¿Quién? —repitió—. ¿Quién?
—El sargento Zids.
Le soltó el brazo. La respuesta le enfureció. ¿Es que no sabría nunca cuál de los dos coroneles era el responsable? ¿Dónde estaba el núcleo de la conspiración?
Se dio cuenta de que las sombras se acercaban, de que estaban dispuestas a creer que tenía el testamento del mayor. Sin pensárselo dos veces tiró del brazo de Baiba y empezó a correr hacia las escaleras. «No será Upitis quien muera primero —pensó—. Seremos nosotros si no conseguimos escapar».
Su repentina huida sorprendió y confundió a la jauría. Aunque Wallander dudase del éxito, sabía que tenían que intentarlo. Arrastró a Baiba escaleras abajo, empujó a un hombre que no se apartó a tiempo y llegaron al departamento de confección. Los vendedores y los clientes contemplaban atónitos la violenta huida. Wallander tropezó con sus propios pies y cayó sobre un soporte lleno de trajes. Al tirar de ellos, se cayó todo. En la caída se había apoyado sobre la mano herida y el dolor le atravesó el brazo como un cuchillo. Uno de los guardias de los almacenes se le acercó corriendo y le agarró del brazo, pero Wallander ya no tenía contemplaciones, y con la mano sana le golpeó en la cara, y arrastró a Baiba hacia la parte del departamento donde esperaba encontrar una escalera o una salida de emergencia. Las sombras se acercaban, los perseguían sin esconderse, y Wallander tiró de todas las puertas sin éxito. Por fin vio una entreabierta y salieron a una escalera interior. Desde abajo oían el eco de pasos que se acercaban hacia ellos, y lo único que pudieron hacer fue subir escaleras arriba.
Tiró de una puerta contra incendios y salieron al tejado cubierto de gravilla. Miró a su alrededor en busca de una posible escapatoria, pero estaban atrapados sin remedio. Desde el tejado, el único camino sería el gran salto hacia la eternidad. Se dio cuenta de que estaba cogido de la mano de Baiba y lo único que les quedaba era esperar. Sabía que el primero de los coroneles que saliese al tejado sería el asesino del mayor. Tras la puerta gris contra incendios se escondía la respuesta; pensó con amargura que ya no importaba si su hipótesis era correcta o no.
Cuando se abrió la puerta y el coronel Putnis salió junto con algunos de sus hombres armados, se sorprendió por haberse equivocado. A pesar de todo, había llegado a la conclusión de que el monstruo que tanto tiempo se había ocultado entre las sombras era el coronel Murniers.
Putnis se les acercó lentamente con semblante muy serio. Wallander notó que las uñas de Baiba le cortaban la mano. «No puede ordenar a sus hombres que nos maten aquí —pensó desesperado—. ¿O quizá sí?». Recordaba la brutal matanza de Inese y sus amigos; la angustia era insoportable y notó que estaba temblando.
De pronto se dibujó una sonrisa en la cara de Putnis, y Wallander comprendió que no era la sonrisa malvada de un animal feroz, sino la de un hombre amable.
—Tranquilícese, señor Wallander. Parece que me acusa de ser el responsable de todo este embrollo, y tengo que reconocer que es usted una persona muy difícil de proteger.
La mente de Wallander se quedó en blanco unos instantes. Luego comprendió que a pesar de todo había estado en lo cierto, que no era Putnis sino Murniers el aliado de la maldad que tanto tiempo había buscado. Además, también estaba en lo cierto en que había una tercera posibilidad, que el enemigo tuviese un enemigo. De repente todo estaba claro para él; su sentido común no le había fallado y tendió la mano izquierda para saludar a Putnis.
—Un lugar de encuentro curioso —sonrió Putnis—, pero al parecer es usted un hombre de sorpresas. Debo admitir que no sé cómo ha entrado en nuestro país sin que se diese cuenta la guardia fronteriza.
—Ni yo mismo lo sé —respondió Wallander—. Es una historia muy larga y muy confusa.
Putnis contempló preocupado la mano herida de Wallander.
—Tendrán que curarla cuanto antes —sugirió.
Wallander asintió con la cabeza y sonrió a Baiba. Ella todavía permanecía tensa, sin entender lo que ocurría.
—Murniers… —dijo Wallander—, por tanto, era él.
Putnis asintió.
—Las sospechas del mayor Liepa eran fundadas.
—Hay muchas cosas que no entiendo —continuó Wallander.
—El coronel Murniers es muy inteligente. Es un hombre perverso, lo que, por desgracia, demuestra que los cerebros brillantes a menudo sienten predilección por instalarse en las cabezas de personas brutales.
—¿Es cierto? —preguntó de repente Baiba—. ¿Fue él quien mató a mi marido?
—No fue exactamente él —admitió Putnis—; más bien fue su fiel sargento.
—Mi chófer —dijo Wallander—, el sargento Zids. El que mató también a Inese y a los demás en el almacén.
Putnis asintió con la cabeza.
—Al coronel Murniers nunca le gustó la nación letona —afirmó Putnis—. Aunque haya desempeñado el papel del policía profesional al margen del ámbito político, en el fondo es un secuaz fanático del viejo orden. Para él, Dios siempre estará en el Kremlin. Ha sido la garantía para que pudiese formarse una alianza perversa con distintos delincuentes. Cuando el mayor Liepa empezó a tomarse libertades, Murniers intentó dejar pistas que me acusasen a mí. He de reconocer que tardé mucho tiempo en sospechar lo que ocurría. Luego decidí seguir haciendo el papel de ignorante.
—De todos modos, no lo entiendo —insistió Wallander—. Debe de haber algo más. El mayor Liepa hablaba de una conspiración, algo que abriría los ojos de Europa ante lo que ocurría en este país.
Putnis asintió pensativo.
—Por supuesto que había algo más —afirmó—. Algo más grave que la corrupción de un policía de alta graduación protegiendo sus privilegios con toda la brutalidad necesaria. Era un complot diabólico, y el mayor Liepa pronto lo entendió así.
Wallander tenía frío. Todavía estaba cogido de la mano de Baiba. Los hombres armados de Putnis se habían apartado y esperaban junto a la puerta contra incendios.
—Todo estaba muy bien calculado —prosiguió Putnis—. A Murniers se le había ocurrido una idea que logró implantar en el Kremlin y entre la cúpula de los círculos rusos de Letonia. Había visto la posibilidad de matar dos pájaros de un tiro.
—Utilizar la nueva Europa sin fronteras para ganar dinero con el tráfico de estupefacientes —dijo Wallander—. Hacia Suecia, entre otros países. Y al mismo tiempo servirse de este contrabando para desacreditar los movimientos nacionales letones. ¿Estoy en lo cierto?
Putnis asintió con la cabeza.
—Me di cuenta desde el principio de que usted era un policía muy sagaz, señor Wallander; muy analítico y muy paciente. En efecto, así lo había calculado Murniers. Se atribuiría el tráfico de estupefacientes a los movimientos para la libertad de Letonia. La opinión pública les retiraría la simpatía de manera drástica, incluso en Suecia. ¿Quién querría apoyar un movimiento político de liberación que agradece el apoyo infestando el país con drogas? Nadie puede negar que Murniers había creado un arma muy peligrosa y refinada que de una vez por todas podría quebrar el movimiento para la liberación en este país.
Wallander reflexionó sobre lo que Putnis había dicho.
—¿Lo entiendes? —le preguntó a Baiba.
Ella asintió lentamente con la cabeza.
—¿Dónde está ahora el sargento Zids? —preguntó.
—En cuanto tenga las pruebas necesarias, Murniers y el sargento Zids serán detenidos —respondió Putnis—. Murniers debe de estar muy preocupado en estos momentos. Creo que no sabía que nosotros hemos vigilado a los hombres que a su vez les vigilaban a ustedes. Podrán reprocharme haberles dejado correr grandes riesgos innecesarios, pero supuse que sería la única posibilidad que usted tendría para encontrar los documentos que debió de dejar el mayor Liepa.
—Ayer, cuando salí de la universidad, el sargento Zids estaba esperándome —informó Baiba—. Me amenazó con matar a Upitis si no le entregaba los papeles.
—Upitis es totalmente inocente —dijo Putnis—. Murniers tomó como rehenes a los dos hijos pequeños de su hermana, y le amenazó con matarlos si no confesaba ser el asesino del mayor Liepa. En realidad no hay límites para Murniers. El país entero respirará aliviado cuando sea desenmascarado. Será condenado a muerte y lo ejecutarán, al igual que al sargento Zids. Se divulgará la investigación del mayor y el complot será revelado, no solo en un juicio, sino también ante todo el pueblo. Además, causará sensación fuera de nuestras fronteras.
Wallander sintió cómo la sensación de alivio recorría su cuerpo. Todo había acabado.
Putnis sonrió.
—Lo único que nos falta es leer la investigación del mayor Liepa —concluyó—. Después podrá volver a casa de verdad, inspector Wallander. Huelga decir que le agradecemos toda la ayuda que nos ha prestado.
Wallander sacó la ficha con el número que llevaba en el bolsillo.
—La carpeta es azul —dijo—. Está en una bolsa en la consigna. Pero me gustaría quedarme con los discos.
Putnis se echó a reír.
—Es usted muy hábil, señor Wallander. No comete errores innecesarios.
¿Fue el tono de voz que usó lo que le desenmascaró? Wallander no supo de dónde provino la espantosa sospecha. Sin embargo, cuando Putnis se guardó la ficha en el bolsillo del uniforme, comprendió con una claridad aterradora que acababa de cometer el error más grave de toda su carrera. Lo sabía sin saberlo, la intuición se entremezclaba con las ideas, y la boca se le quedó seca.
Putnis continuó sonriendo mientras sacaba una pistola del bolsillo. Se acercaron los soldados, se dispersaron por el tejado y apuntaron sus armas contra Baiba y Wallander. Ella parecía no entender lo que ocurría y Wallander se quedó mudo por la humillación y el miedo. En ese instante la puerta contra incendios se abrió y apareció el sargento Zids. Wallander pensó aturdido que Zids había estado tras la puerta esperando su entrada triunfal. La función ya había acabado y no tenía que esperar entre bastidores.
—Su único error —dijo Putnis con voz inexpresiva—. Todo lo que acabo de explicarle es verdad, salvo que, en realidad, hablaba de mí mismo. Todo lo que he dicho sobre Murniers se refiere a mí. Por tanto tenía usted razón y estaba equivocado al mismo tiempo, inspector Wallander. Si usted fuese marxista como yo, comprendería que de vez en cuando hay que colocar el mundo al revés para poder enderezarlo después.
Putnis retrocedió unos pasos.
—Espero que se hará cargo de que no puede regresar a Suecia —comentó—. A pesar de todo, estará muy cerca del cielo cuando muera, aquí en el tejado, inspector Wallander.
—¡No le haga daño a Baiba! —suplicó Wallander—. ¡A Baiba no!
—Lo siento —respondió Putnis.
Alzó el arma. Wallander vio que pensaba matar a Baiba en primer lugar. No podía hacer nada, solo morir en aquel tejado del centro de Riga.
En ese instante, se abrió de golpe la puerta contra incendios. Putnis se sobresaltó y se volvió en dirección al ruido inesperado. Encabezando a un gran número de policías armados, el coronel Murniers se lanzó hacia el tejado. Al ver a Putnis pistola en mano, no dudó un momento. Llevaba el arma reglamentaria y disparó tres tiros seguidos en el pecho de Putnis. Wallander se tiró encima de Baiba para protegerla, cuando estalló un terrible tiroteo en el tejado. Los hombres de Murniers y de Putnis intentaban ponerse a cubierto tras las chimeneas y las tuberías de ventilación. Wallander se dio cuenta de que habían quedado en plena línea de fuego e intentó proteger a Baiba tras el cuerpo inerte de Putnis. De pronto, vio al sargento Zids agazapado detrás de una de las chimeneas. Sus miradas se cruzaron y después Zids miró a Baiba. Wallander comprendió que pensaba tomarlos como rehenes a ella o a los dos para escapar con vida. Los hombres de Murniers eran superiores en número, y varios de los que acompañaban a Putnis ya habían caído. Wallander vio que la pistola de Putnis estaba al lado del cuerpo sin vida del coronel, pero antes de tener tiempo siquiera de alcanzarla, Zids se abalanzó sobre él. Wallander le propinó un puñetazo con la mano herida, y el intenso dolor le hizo gritar de rabia. Zids se sobresaltó por el golpe, le sangraba la boca, pero el desesperado ataque de Wallander apenas le había alterado. Su cara rezumaba odio cuando levantó la mano para matar al inspector sueco que tantos problemas les había causado a él y a sus superiores. Wallander comprendió que iba a morir y cerró los ojos. Cuando sonó el disparo, sintió que todavía seguía vivo, y abrió los ojos. Baiba estaba arrodillada junto a él, con la pistola de Putnis entre las manos; le había disparado a Zids una bala certera en el entrecejo. Lloraba, pero Wallander pensó que sería de rabia y de alivio, y ya no por el temor y la duda que tanto tiempo había albergado.
El tiroteo se acabó tan pronto como había empezado. Dos de los hombres de Putnis estaban heridos y los demás muertos. Murniers miraba con tristeza a uno de sus propios hombres, muerto por una ráfaga en el pecho. Después se dirigió a ellos.
—Siento mucho que haya tenido que pasar por todo esto —se disculpó—, pero tenía que escuchar lo que decía Putnis.
—Seguramente podrá leerlo en los documentos que dejó el mayor —respondió Wallander.
—¿Cómo podía estar seguro de que existieran? ¿Y menos aún de que usted los encontrara?
—Podía haberlo preguntado —replicó Wallander.
Murniers negó con la cabeza.
—Si me hubiese puesto en contacto con alguno de ustedes, habría entrado en una guerra abierta con Putnis. Él habría huido al extranjero y jamás lo hubiésemos atrapado. De hecho, no tenía otra elección que vigilarles, por lo que seguimos los pasos de los vigilantes de Putnis.
Wallander se sentía tan cansado que no pudo seguir escuchando más. La sangre le latía en la mano herida. Se apoyó en Baiba y se levantó.
Luego se desmayó.
Cuando despertó, yacía en la camilla de un hospital; le habían enyesado la mano y ésta, por fin, había dejado de dolerle. El coronel Murniers estaba en el umbral de la puerta con un cigarrillo en la mano y le miraba con cara sonriente.
—¿Se encuentra un poco mejor? —preguntó—. Los médicos letones son muy hábiles. Su mano era un espectáculo digno de ver. Se llevará como recuerdo las radiografías.
—¿Qué pasó? —inquirió Wallander.
—Se desmayó. A mí me habría pasado lo mismo, de estar en su situación.
Wallander paseó la mirada por la habitación.
—¿Dónde está Baiba Liepa?
—En su apartamento. Estaba muy serena cuando la dejé allí hace unas horas.
Wallander tenía la boca seca. Se sentó con cuidado en el borde de la camilla.
—Café —dijo—. ¿Me pueden servir una taza de café?
Murniers sonrió.
—En mi vida he encontrado a nadie que tome tanto café como usted —rió—. Por supuesto que le darán café. Si se encuentra mejor, le sugiero que vayamos a mi despacho para concluir este asunto. Después supongo que usted y Baiba tendrán mucho de qué hablar. Antes le darán un calmante por si le empieza a doler la mano otra vez. El médico que se la enyesó dijo que podía ocurrirle.
Cruzaron la ciudad en el coche de Murniers. Era muy avanzada la tarde y ya anochecía. Cuando entraron por el portal del cuartel general de la policía, Wallander deseó que esa fuese la última vez. Camino del despacho, el coronel Murniers se detuvo y sacó de una caja fuerte guardada bajo llave la carpeta azul. Un guardia armado custodiaba el gran armario.
—Ha sido muy inteligente por su parte guardarla bajo llave —comentó Wallander.
Murniers le miró sorprendido.
—¿Inteligente? —replicó Murniers—. Necesario, inspector Wallander. Que Putnis no esté no significa que se hayan solucionado todos los problemas. Seguimos en el mismo mundo, inspector Wallander, este país se está resquebrajando por las discrepancias. Y ésas no desaparecen con tres disparos en el pecho a un coronel de la policía.
Wallander reflexionó sobre las palabras de Murniers mientras se dirigían al despacho. Un hombre con una bandeja de café en las manos estaba en posición de firmes delante de la puerta. Wallander recordó la primera visita a ese sombrío despacho como algo muy lejano. ¿Sería capaz de abarcar algún día todo lo que había sucedido desde entonces?
Murniers sacó una botella de una de las cajoneras del escritorio y llenó dos copas.
—Es indecente brindar cuando han muerto tantas personas —empezó—. Sin embargo, considero que nos lo merecemos, principalmente usted, inspector Wallander.
—No he hecho más que cometer errores —objetó Wallander—. He tenido ideas equivocadas y he tardado demasiado en descubrir las conexiones.
—Al contrario —respondió Murniers—. Estoy muy impresionado por su aportación, por no mencionar su valentía.
Wallander negó con la cabeza.
—No soy una persona valiente —admitió—. Me sorprende que todavía esté vivo.
Apuraron las copas y se sentaron a la mesa forrada de fieltro verde. Los papeles del mayor estaban en medio.
—En realidad solo tengo una pregunta —dijo Wallander—. ¿Upitis…?
Murniers asintió con la cabeza.
—La astucia y la brutalidad de Putnis no tenían límite y necesitaba un chivo expiatorio. Sobre todo buscaba el motivo para expulsarle a usted. Enseguida vi cómo desaprobaba y temía su eficiencia. Hizo secuestrar a dos niños pequeños, inspector Wallander, los dos hijos de la hermana de Upitis. Si éste no se inculpaba de la muerte del mayor Liepa, los niños morirían. Upitis no tenía elección. A menudo me pregunto qué habría hecho yo en su lugar. Ahora le han liberado, por supuesto, y Baiba Liepa sabe que no era un traidor. También hemos encontrado a los dos niños secuestrados.
—Todo empezó con un bote salvavidas que las corrientes arrastraron hasta la costa sueca —afirmó Wallander tras un rato en silencio.
—El coronel Putnis y sus compinches acababan de empezar la gran operación de tráfico de estupefacientes hacia Suecia, entre otros países —respondió Murniers—. Putnis había colocado allí a unos cuantos de sus agentes. Habían elaborado un mapa de distintos grupos de emigrantes letones y empezarían a distribuir la droga, lo que desacreditaría a todo el movimiento de liberación letón. Sin embargo, debió de ocurrir algo a bordo de uno de los navíos que transportaba la droga desde Ventspils. Al parecer, algunos de los hombres del coronel dieron un improvisado golpe palaciego con la intención de hacerse con una gran partida de anfetaminas para su propio provecho. Los descubrieron, los mataron y los arrojaron a un bote salvavidas. En la confusión se les olvidó sacar la droga que había dentro del bote. Según tengo entendido, estuvieron buscando el bote durante más de veinticuatro horas sin resultado alguno. Podemos estar contentos de que llegara a la costa sueca; de lo contrario, es muy probable que el coronel Putnis hubiese logrado su propósito. Por supuesto, fueron los astutos agentes de Putnis los que robaron la droga en su comisaría tras saber que nadie había descubierto el contenido del bote.
—Tiene que haber algo más —insistió Wallander reflexivo—. ¿Por qué decidió Putnis matar al mayor Liepa tras su regreso?
—Putnis estaba desquiciado. No sabía qué podía haber indagado el mayor Liepa en Suecia, no podía correr el riesgo de dejarle con vida si no podía controlar lo que hacía en cada momento. Mientras el mayor Liepa estuviera en Letonia podía vigilarle, o al menos saber con quién se veía. Se puso nervioso, y el sargento Zids recibió la orden de matarle, y lo hizo.
Se sumieron en un largo silencio. Wallander notó que Murniers estaba cansado y preocupado.
—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó Wallander.
—Tendré que revisar a fondo los documentos del mayor Liepa —respondió Murniers—. Luego ya veremos.
La respuesta preocupó a Wallander.
—Se darán a conocer, ¿verdad?
Murniers no contestó, y Wallander comprendió que aquello no era tan incuestionable para el coronel: sus intereses no tenían por qué coincidir con los de Baiba Liepa y sus amigos. Para él tal vez era suficiente con que Putnis hubiera sido desenmascarado. Murniers podría tener una opinión distinta sobre la conveniencia política de publicar aquellos papeles. A Wallander le indignaba la idea de que ocultaran el testamento del mayor.
—Me gustaría tener una copia de la investigación del mayor —dijo.
Murniers descubrió sus intenciones de inmediato.
—No sabía que usted leyese letón —respondió.
—No se puede estar informado de todo —replicó Wallander.
Murniers le miró en silencio durante un rato. Wallander fijó la vista en el coronel sin bajarla. Por última vez medía sus fuerzas con las de Murniers, y era de suma importancia que no se dejara vencer. Se lo debía al pequeño y miope mayor Liepa.
Murniers tomó de repente una decisión. Llamó al timbre que estaba debajo de la mesa y apareció un hombre que entró y recogió la carpeta azul. Veinte minutos después entregaron a Wallander una copia que nunca sería registrada, una copia cuya responsabilidad Murniers siempre negaría; una copia que Wallander obtuvo sin permiso y en contra de todo deber diplomático entre dos naciones amigas, y que luego entregaría a personas no autorizadas para conocer su contenido. Esta conducta evidenciaba una falta de juicio excepcional, digna de todos los reproches.
Así se explicaría la verdad si es que alguna vez salía a relucir, cosa harto improbable. Wallander nunca supo por qué Murniers le cedió la copia. ¿Fue por el mayor? ¿Por el país? ¿O porque pensaba que Wallander merecía ese regalo de despedida?
La conversación terminó, ya no quedaba nada más que decir.
—El pasaporte que tiene ahora es de una vigencia muy dudosa —dijo Murniers—. Sin embargo, haré que regrese a Suecia sin problemas. ¿Cuándo quiere volver a su país?
—Mañana no, mejor pasado mañana —respondió Wallander.
El coronel Murniers le acompañó hasta el coche que le esperaba en el patio. Wallander se acordó de su Peugeot, que se encontraba en un granero de Alemania, junto a la frontera con Polonia.
—Me pregunto cómo me llevaré el coche —murmuró.
Murniers le miró sin entender. Wallander comprendió que jamás sabría qué grado de relación era el que unía a Murniers con las personas que se consideraban la garantía para un futuro mejor en Letonia. Solo había raspado un poco en la superficie con la que le dejaron ponerse en contacto. Nunca le daría la vuelta a esa piedra. Murniers sencillamente no sabía cómo Wallander había entrado en Letonia.
—Nada, nada —dijo Wallander.
«Ese condenado de Lippman —pensó furioso—. Me pregunto si esas organizaciones letonas del exilio disponen de fondos para compensar a los policías suecos por los coches que nunca volverán a ver».
Se sintió ofendido, sin saber por qué, y lo atribuyó al enorme cansancio que aún imperaba sobre su mente. No podría confiar en su buen juicio hasta que no hubiese descansado lo suficiente.
Se despidieron ante el coche que iba a llevarle a casa de Baiba Liepa.
—Le acompañaré al aeropuerto —informó Murniers—. Le entregaré dos billetes de avión, uno de Riga a Helsinki, y otro de Helsinki a Estocolmo. Por lo que tengo entendido, no hace falta el pasaporte en los países nórdicos. Nadie sabrá, pues, que ha estado en Riga.
El coche salió del patio de la comisaría. Una ventanilla cerrada le separaba de la nuca del chófer. En la oscuridad pensó en las palabras de Murniers: nadie sabría que había estado en Riga. De pronto decidió que jamás lo explicaría a nadie, ni siquiera a su padre. Sería su secreto, máxime cuando todo lo ocurrido era demasiado inverosímil e increíble. ¿Quién iba a creerle?
Se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Lo importante ahora era el encuentro con Baiba. Ya pensaría en el futuro cuando regresara a Suecia.
Pasó dos noches y un día en el apartamento de Baiba Liepa. El momento propicio nunca llegó, a pesar de que estuviera esperándolo, y no le reveló nada sobre los sentimientos encontrados que sentía por ella. Lo más cerca que estuvo de ella fue la segunda noche, cuando sentados en el sofá miraron las fotos de un álbum. Cuando salió del coche que le llevó del despacho de Murniers a casa de Baiba, ella le recibió de manera reservada, como si fuese un extraño. Se quedó desconcertado sin saber por qué. ¿Qué había esperado? Le preparó la cena, un estofado, cuyo ingrediente principal era una gallina dura; tuvo la impresión de que Baiba Liepa no era una cocinera muy inspirada. «No debo olvidar que es una intelectual —pensó—. Una persona que dedica más energía a soñar con una sociedad mejor que a preparar recetas de cocina. Hacen falta tanto soñadores y pensadores como gente práctica; pero no es fácil que ambos convivan bien juntos».
Wallander sintió una callada melancolía que no exteriorizó, y tuvo que reconocer que él pertenecía al grupo de las personas culinarias que poblaban la Tierra. No era de los soñadores. Un policía no podía dejar que le afectaran los sueños; él miraba hacia la tierra sucia y no hacia un cielo futuro. Sin embargo, no podía negar que había empezado a quererla, y precisamente eso era el origen de su melancolía. Con esa tristeza abandonaría la misión más extraña y peligrosa que jamás había vivido y esto le dolía mucho. Casi no reaccionó cuando le contó que encontraría su coche de vuelta en Estocolmo. Y empezó a sentir compasión de sí mismo.
Le preparó la cama en el sofá. Oía su tranquila respiración en el dormitorio. Pese a estar cansado, no podía dormir. Se levantó una y otra vez, caminó por el suelo frío y contempló la desierta calle en la que el mayor había encontrado la muerte. No había rastro de las sombras, estaban enterradas junto a Putnis. Solo quedaba un gran vacío, triste y doloroso.
El día antes de marcharse fueron a visitar la tumba, sin inscripción alguna, en la que el coronel Putnis hizo enterrar a Inese y a los amigos de Baiba, y lloraron desconsoladamente. Wallander lloró como un niño abandonado, y por primera vez vio el mundo espantoso en el que vivía. Baiba había traído unas rosas heladas que puso encima del montón de tierra.
Wallander le entregó la copia del testamento del mayor, pero ella no quiso leerla mientras él aún estuviera allí.
Nevaba sobre Riga la mañana de su partida.
El propio Murniers le acompañó al aeropuerto. Baiba le abrazó en la puerta, se agarraron como si acabaran de salir de un naufragio, luego él se marchó.
Wallander subió la escalera del avión.
—Buen viaje —le saludó Murniers.
«También él se alegra de perderme de vista —pensó—. No creo que me eche de menos».
El avión de la compañía Aeroflot hizo un giro a la izquierda sobre Riga. Después el piloto enderezó el curso hacia el golfo de Finlandia.
Kurt Wallander se durmió con la cabeza apoyada en el pecho antes de alcanzar la altura de crucero.
La misma noche del 26 de marzo llegó a Estocolmo.
Los altavoces en la terminal de llegadas lo instaron a dirigirse al mostrador de información.
En un sobre encontró su pasaporte y las llaves del coche, aparcado un poco más allá de la parada de taxis. Para su sorpresa, Wallander vio que estaba recién lavado.
El interior del coche estaba caliente: alguien había estado esperándole dentro.
Condujo hasta Ystad esa misma noche.
Entró en su apartamento de la calle de Mariagatan poco antes de que amaneciera.