17

Salieron de la iglesia poco antes de las siete.

Wallander tuvo que sostener a Baiba porque esta desfallecía de cansancio. Todavía era de noche cuando abandonaron el recinto. Mientras ella dormía junto a él en el suelo, Wallander había permanecido despierto, trazando un plan de actuación, sabía que tenía que preparar un plan. Baiba sería de poca ayuda, ya no había retorno, y ambos eran unos proscritos. A partir de ahora él sería su salvador y mientras reflexionaba en la oscuridad, se dio cuenta de que su capacidad de invención estaba agotada, que no se le ocurría ningún plan.

Aun así, la idea de la tercera posibilidad le obligaba a seguir adelante, si bien comprendió que corrían un gran riesgo si confiaba ciegamente en ella; podía estar equivocado, y de ser así jamás escaparían al asesino del mayor. Sin embargo, a las siete decidieron salir de allí, pues era consciente de que no había otra opción.

La mañana era fría. Se detuvieron en la penumbra delante del portal. Baiba se apoyaba en su brazo. Wallander oyó un ruido casi imperceptible en la oscuridad, como si alguien hubiese cambiado de posición y sin querer hubiese rascado con el pie la gravilla helada. «Ya vienen —pensó—. Están soltando los perros». Pero no ocurrió nada, todo permanecía en calma, y arrastró a Baiba hasta el muro del cementerio. Cuando salieron a la calle, estaba seguro de que los perseguidores se hallaban muy cerca, porque le pareció vislumbrar el movimiento de una silueta en un portal y oyó el chirrido de la verja que se abría otra vez detrás de ellos. «No son muy hábiles los perros de la jauría de uno de los coroneles —pensó con ironía—. O quizá quieren que sepamos que siguen nuestro rastro».

Baiba se despabiló cuando les dio el aire fresco. Se detuvieron en una esquina. Wallander sabía que tenía que inventarse algo.

—¿Conoces a alguien que pueda prestarnos un coche? —preguntó.

Ella reflexionó antes de negar con la cabeza.

El miedo le irritó. ¿Por qué era todo tan sumamente complicado en ese país? ¿Cómo podía ayudarla cuando todo carecía de normalidad? No estaba acostumbrado a ese sistema.

De pronto se acordó del coche que había robado el día anterior. La posibilidad era remota, pero no tenía nada que perder yendo a comprobar si todavía estaba donde lo había dejado. Empujó a Baiba para que entrara en un café abierto, creyendo que eso confundiría a la jauría de perseguidores; estos tendrían que separarse convencidos de que él y Baiba tenían en su poder las pruebas que el mayor había dejado. Esa idea le puso eufórico. Se abría una posibilidad que no había considerado hasta entonces: echar falsos cebos a los perseguidores. Se apresuró calle abajo. Lo primero era averiguar si el coche todavía seguía allí.

En efecto, estaba donde lo había dejado. Sin pensárselo, se sentó al volante, y notó de nuevo el olor a pescado, conectó los cables eléctricos y esta vez se acordó de poner el punto muerto. Se detuvo delante de la cafetería y dejó el motor en marcha mientras entraba a recoger a Baiba, que estaba tomando una taza de té. Él también tenía hambre, pero se dominó. Baiba ya había pagado y salieron hasta el coche.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó.

—Ya te lo explicaré en otro momento —respondió—. Has de explicarme cómo se sale de Riga.

—¿Adónde vamos?

—No lo sé. Para empezar, iremos al campo.

El tráfico era más denso, y a Wallander le costaba controlar el motor. Llegaron hasta los suburbios más alejados de la ciudad, desde donde se extendía una llanura con granjas aquí y allá a ambos lados de la carretera.

—¿Adónde va esta carretera? —preguntó Wallander.

—A Estonia. Termina en Tallin.

—No creo que vayamos tan lejos.

El indicador de gasolina empezó a relampaguear, y pararon en una gasolinera. Un señor mayor y tuerto le llenó el depósito, y cuando Wallander fue a pagar, no tenía bastante dinero, por lo que Baiba tuvo que poner lo que faltaba; luego continuaron adelante. Cuando pararon, Wallander aprovechó para echar una ojeada a la carretera. Primero les adelantó un coche negro de marca desconocida, y luego otro. Al salir de la gasolinera, vio por el espejo retrovisor otro coche aparcado en la cuneta detrás de ellos. «Así que son tres —pensó—. Como mínimo tres coches».

Llegaron a una ciudad cuyo nombre Wallander no acabó de oír bien. Detuvo el coche junto a una plaza, donde un grupo de gente se apiñaba alrededor de un puesto de venta de pescado.

Se sentía muy cansado. Si no dormía un poco, su mente no resistiría más. Al otro lado de la plaza vio el letrero de un hotel y no dudó un instante.

—Tengo que dormir un poco —le dijo a Baiba—. ¿Cuánto dinero tienes? ¿Hay bastante para una habitación?

Asintió con la cabeza. Salieron del coche, cruzaron la plaza y se registraron en el hotel. Baiba dijo algo en letón, que hizo que la recepcionista se ruborizara; no hizo falta que rellenasen los formularios de inscripción.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Wallander cuando entraron en una habitación con vistas a un patio interior.

—La verdad —respondió—. Que no estamos casados y que solo nos quedaremos unas horas.

—Se ha ruborizado, ¿verdad?

—Yo también lo habría hecho.

Por un instante la tensión menguó: Wallander se echó a reír y Baiba enrojeció. Se puso serio de nuevo.

—No sé si te das cuenta de que ésta es la empresa más disparatada en la que jamás he participado —aclaró—. Tampoco sé si sabes que tengo tanto miedo como tú. A diferencia de tu marido, he trabajado toda mi vida en una ciudad no más grande que ésta en la que estamos ahora. No tengo ninguna experiencia con organizaciones criminales ni masacres. De vez en cuando, por supuesto, me he visto en la necesidad de solucionar algún caso de asesinato, pero por lo general me dedico a perseguir ladrones borrachos y rescatar animales perdidos.

Baiba se sentó junto a él en el borde de la cama.

—Karlis me dijo que eres un buen policía —afirmó—, que habías cometido un error por descuido, pero aun así te consideraba un policía muy eficiente.

Wallander recordó con disgusto lo del bote salvavidas.

—Nuestros países son tan distintos… —dijo—. Karlis y yo teníamos puntos de vista muy diferentes. Él, con toda probabilidad, habría sido capaz de prestar un buen servicio también en Suecia, pero yo nunca podría ser un buen policía en Letonia.

—Ahora lo eres —afirmó.

—No —objetó—. Estoy aquí porque me lo pediste, o por ser Karlis quien era. En realidad no sé qué hago aquí en Letonia. Solo estoy seguro de una cosa, y es que quiero que vengas conmigo a Suecia cuando todo esto haya acabado.

Le miró sorprendida.

—¿Por qué? —preguntó.

Comprendió que no podía darle ninguna explicación, ya que ni él mismo sabía cuáles eran sus sentimientos.

—Nada —respondió—. Olvídalo. Tengo que dormir un poco para poder pensar luego con más lucidez. Tú también necesitas descansar. Será mejor que avises en recepción de que nos llamen dentro de tres horas.

—La chica se sonrojará de nuevo —dijo Baiba tras levantarse de la cama.

Wallander se acurrucó debajo de la colcha. Cuando Baiba regresó estaba casi dormido.

Cuando despertó al cabo de tres horas tuvo la impresión de que solamente había dormido unos pocos minutos. Baiba continuaba dormida. Wallander se dio una ducha de agua fría para quitarse de encima el cansancio. Mientras se vestía pensó que lo mejor sería que ella continuara durmiendo hasta que estuviera seguro de cuáles iban a ser los siguientes pasos. En un trozo de papel higiénico le escribió una nota en la que le pedía que le esperara hasta que volviese, que no tardaría mucho rato.

La chica de la recepción le sonrió tímidamente y Wallander tuvo la impresión de que su mirada tenía un punto de lujuria. Cuando se dirigió a ella en inglés, la chica demostró tener algunos conocimientos del idioma. Wallander le preguntó dónde podía comer algo, y ella le señaló la puerta de un pequeño comedor. Se sentó a una mesa desde la que podía observar la plaza. Los puestos de pescado seguían muy concurridos y la gente iba muy abrigada. El coche continuaba en el mismo lugar donde lo habían dejado.

En el lado opuesto de la plaza vio uno de los coches negros que les había adelantado antes, cuando se detuvieron para repostar. Deseó que los perros pasasen frío mientras les esperaban en los coches.

La chica de la recepción también hacía de camarera y le trajo unos bocadillos y una jarra de café. De cuando en cuando echaba un vistazo a la plaza, mientras urdía un plan mentalmente. La idea que le vino le parecía tan increíble que hasta tenía probabilidades de éxito.

Después de comer se sintió mejor. Cuando regresó a la habitación, Baiba ya estaba despierta.

Se sentó en el borde de la cama y empezó a explicarle lo que había pensado.

—Karlis debía de tener algún amigo íntimo entre sus colegas —afirmó.

—No solíamos reunirnos con otros policías —respondió—. Teníamos otros amigos.

—Trata de recordar —suplicó—. Tiene que haber alguien con quien tomase café en alguna ocasión. No es preciso que fuese un amigo, basta con que recuerdes a alguien que no fuese su enemigo.

Baiba se quedó pensativa. Todo su plan dependía de que el mayor hubiese tenido a alguien que, aunque no fuese un amigo íntimo, no desconfiara de él.

—A veces hablaba de un tal Mikelis —dijo—, un joven sargento que no era como los demás, pero no sé nada de él.

—Seguro que te acuerdas de algo. ¿Por qué hablaba de él?

Empujó las almohadas contra la pared, y Wallander vio que hacía un esfuerzo por recordar.

—Karlis solía decir que le asustaba la indiferencia de sus colegas —empezó—, las frías reacciones ante todo el sufrimiento del país. Mikelis era la excepción. Creo que una vez, junto con Karlis, metió en prisión preventiva a un hombre sin recursos y con familia numerosa. Después le dijo a Karlis que esa acción le había parecido detestable. Quizás habló de él en otra ocasión, pero no lo recuerdo.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—No hace mucho.

—Intenta ser más exacta. ¿Hace un año? ¿Más?

—Menos. Menos de un año.

—Mikelis debía de trabajar en la brigada criminal si trabajaba con Karlis.

—No lo sé.

—Tiene que ser así. Llama a Mikelis y dile que necesitas verle.

Le miró asustada.

—Hará que me detengan.

—No le digas que eres Baiba Liepa, tan solo dile que tienes algo que puede ayudarle en su carrera, pero exígele que la llamada permanezca en el anonimato.

—No es fácil engañar a los policías de nuestro país.

—Tienes que parecer convincente; no puedes rendirte ahora.

—Pero ¿qué le digo?

—No lo sé. Ayúdame a pensar algo. ¿Cuál puede ser la tentación más grande para un policía letón?

—El dinero.

—¿Divisa extranjera?

—Mucha gente de aquí vendería a su propia madre por un puñado de dólares americanos.

—Dile que conoces a alguien que tiene sumas importantes de dólares americanos.

—Me preguntará de dónde proceden.

Wallander se acordó de un suceso reciente en Suecia.

—Llama a Mikelis y dile lo siguiente: conoces a dos letones que han cometido un robo en un banco de Estocolmo donde han conseguido una gran suma de dinero extranjero, sobre todo dólares americanos. Han atracado una oficina de cambio en la estación central de Estocolmo y la policía sueca no les ha atrapado. Ahora están aquí en Letonia con todas esas divisas.

—Preguntará quién soy y cómo lo sé.

—Hazle creer que eres la amante de uno de los atracadores, pero que te ha abandonado por otra. Quieres vengarte de él, pero tienes miedo y no te atreves a dar el nombre.

—Me cuesta tanto mentir…

Wallander se enfureció.

—Pues tendrás que aprender. Ese Mikelis es nuestra única posibilidad de entrar en el archivo. Tengo un plan y tal vez podamos llevarlo a cabo. Si no tienes otra propuesta, tendrás que aceptar la mía.

Se levantó de la cama.

—Ahora volveremos a Riga. En el coche te explicaré el plan.

—¿Mikelis va a buscar los papeles de Karlis?

—Mikelis no —contestó muy serio—, lo haré yo. Él tan solo me introducirá en el cuartel general de la policía.

Regresaron a Riga. Baiba llamó desde una estafeta de correos y la mentira surtió efecto.

Después se dirigieron al mercado de la ciudad. Baiba le dijo a Wallander que la esperara junto a la inmensa lonja del pescado. Él la vio desaparecer entre la muchedumbre, y pensó que nunca más volvería a verla. Ella se encontró con Mikelis entre los puestos de carne, pasearon por los mostradores mientras conversaban. Baiba le confesó que los supuestos atracadores no existían ni tampoco los dólares americanos. Cuando regresaban a Riga, Wallander, le había dado instrucciones de no titubear, de ir directa al grano, de contar toda la historia. No tenían otra posibilidad, costara lo que costase.

«O te detiene de inmediato —le había dicho—, o hará lo que queremos. Si titubeas, quizá piense que se trata de una conspiración urdida por alguno de sus superiores que duda de su lealtad. Tienes que probarle que eres la viuda de Karlis en caso de que no te reconozca. Tienes que hacer y decir exactamente lo que te he dicho».

Baiba regresó al cabo de una hora larga al lugar donde Wallander la esperaba. Se dio cuenta de que lo había conseguido.

Su semblante era de júbilo y alivio, y reparó de nuevo en su belleza.

En voz baja le contó que Mikelis se había asustado mucho, se jugaba su puesto de policía, incluso la vida, pero al mismo tiempo advirtió que se sentía aliviado.

—Es de los nuestros —afirmó—. Karlis no se equivocó.

Faltaban muchas horas para que Wallander pudiese poner en práctica el plan, y para matar el tiempo pasearon por la ciudad, eligieron dos puntos de reunión alternativos y continuaron hasta la universidad donde Baiba daba clases. En una desolada sala de biología que olía a éter, Wallander se quedó dormido con la cabeza apoyada en una vitrina que contenía el esqueleto de una gaviota. Baiba se acurrucó en el ancho hueco de la ventana, desde donde contempló el parque. Una espera larga y sin palabras era todo lo que existía.

Se despidieron delante de la sala de biología poco después de las ocho. Convencieron al conserje, que controlaba que todas las luces estuviesen apagadas, para que dejara unos instantes sin luz la puerta trasera de la universidad.

Cuando la luz se apagó, Wallander se deslizó rápidamente por la puerta, corrió a través del oscuro parque en la dirección que Baiba le había indicado, y cuando se detuvo para recobrar el aliento estaba convencido de que la jauría se había quedado esperando delante de la universidad.

En el momento en que las campanas de la iglesia que se alzaba detrás del cuartel general de la policía dieron las nueve, Wallander entró por las puertas iluminadas de la parte abierta al público. Baiba le había dado una detallada descripción del aspecto de Mikelis, y lo único que sorprendió a Wallander cuando lo vio fue su juventud. Mikelis le esperaba detrás de un mostrador. «A saber cómo habrá justificado su presencia», pensó Wallander. Se dirigió hacia él y empezó a representar su papel. Protestó en voz alta y en inglés porque le hubieran robado en plena calle, a él, un inocente turista. Los ladrones le habían despojado de todo el dinero y, lo más sagrado de todo, su pasaporte.

Desesperado, se dio cuenta de que había cometido un grave error: no le había preguntado a Baiba si Mikelis hablaba inglés. «¿Qué pasará si solo habla letón? —pensó consternado—. Tendrá que llamar a alguien que sepa inglés, y estaremos perdidos».

Para su alivio, Mikelis hablaba un poco de inglés, mejor incluso que el mayor; cuando uno de los policías que estaban de guardia acudió al mostrador para ayudarle a deshacerse del pesado inglés, lo rechazó con brusquedad. Mikelis se llevó a Wallander a una sala adyacente. Los demás policías mostraron un poco de curiosidad, pero nada que fuera preocupante.

La sala estaba vacía y fría. Wallander se sentó en una silla mientras Mikelis le miraba con semblante serio.

—A las diez hay cambio de turno —dijo Mikelis—. Para entonces, habré rellenado la denuncia del atraco. Además, haré que una patrulla detenga a unos sospechosos cuyas señas inventaremos. Tenemos exactamente una hora.

Mikelis confirmó que, como Wallander ya había imaginado, el archivo era inmenso. No había ni la más remota posibilidad de revisar ni una mínima parte de las estanterías y registros de las dependencias construidas dentro de la roca debajo de la comisaría. Todo fracasaría si la intuición de Baiba era errónea: que Karlis había escondido el testamento junto a la carpeta que llevaba su nombre en la cubierta.

Mikelis le dibujó un plano a Wallander. De camino al archivo pasaría por tres puertas cerradas. Mikelis le proporcionaría las llaves. Abajo, delante de la última puerta, habría un guardia. Mikelis le alejaría de allí con cualquier mentira, exactamente a las diez y media. Una hora más tarde, a las once y media, Mikelis bajaría a los sótanos con otro pretexto y se llevaría al guardia. Wallander saldría del archivo y a partir de ese momento tendría que arreglárselas como pudiese. Debería resolver la situación por sí solo si se encontraba con algún policía de servicio por los pasillos.

Wallander se preguntó si podía confiar en Mikelis, al tiempo que admitía que no tenía otra opción. Debía confiar en él, no había otra salida. Sabía lo que Baiba le había contado al joven sargento en el mercado siguiendo sus instrucciones, pero no tenía ni idea de lo que había añadido de su propia cosecha; fuera lo que fuese, bastó para convencer a Mikelis de que ayudara a Wallander a entrar en el archivo. Hiciese lo que hiciese, era un extraño en aquel terreno de juego.

Al cabo de media hora, Mikelis salió de la sala para enviar una patrulla para tratar de detener a los atracadores de Stevens, el turista inglés. El nombre fue idea de Wallander, pero no sabía cómo se le había ocurrido. Mikelis trazó unas señas que podrían encajar con gran parte de la población de Riga, incluyendo al propio Mikelis. Se suponía que el atraco había tenido lugar junto a la Explanada, pero el señor Stevens estaba demasiado exaltado como para acompañarlos en el coche patrulla y señalar el lugar del delito. Cuando regresó Mikelis repasaron el plano del camino al archivo. Wallander se estremeció ante la idea de que tendría que pasar por el pasillo de los coroneles, el mismo donde había tenido su despacho. «Aunque estén sentados en el despacho —pensó—, no podré saber quién de los dos ordenó a Zids que matara a Inese y a sus amigos. ¿Putnis o Murniers? ¿Quién de ellos nos está acosando con los perros?».

Cuando llegó la hora del cambio de guardia, a Wallander se le revolvió el estómago por la tensión. Necesitaba ir al servicio, pero no podía perder tiempo. Mikelis entreabrió la puerta y le dijo que se pusiera en marcha. Había memorizado el plano y era consciente de que no podía equivocarse y llegar tarde cuando Mikelis avisara al guardia con una falsa llamada telefónica.

El cuartel general de la policía estaba desierto. Se apresuró todo lo que pudo por los largos pasillos, preparado para que una puerta se abriese y un arma le apuntase en cualquier momento. Contó las escaleras mientras oía el eco de unos pasos lejanos; nuevamente le asaltó la idea de que se hallaba en lo más intrincado de un laberinto, donde sería muy fácil desaparecer para siempre. Empezó a bajar las escaleras mientras se preguntaba a qué profundidad se encontraba el archivo. Tenía que estar muy cerca del lugar donde se hallaba el guardia. Consultó el reloj y vio que la llamada de Mikelis llegaría dentro de unos minutos. Permaneció inmóvil, atento a la escucha. El silencio le angustiaba. ¿Se habría equivocado de camino?

De pronto un timbrazo estridente rompió el silencio, y Wallander respiró aliviado. Oyó unos pasos en el pasillo contiguo, y cuando éstos se alejaron, se apresuró a seguir adelante, llegó a la puerta del archivo, y la abrió con las dos llaves que Mikelis le había dado.

Le habían informado sobre la distribución de los interruptores. Buscó a tientas por la pared hasta encontrarlos. Mikelis le había dicho que la puerta cerraba a la perfección y que no dejaba traspasar la luz.

Le pareció encontrarse en un gran hangar subterráneo. Jamás hubiera imaginado que el archivo fuese tan grande. Por un instante se quedó pasmado ante las innumerables filas de armarios y estanterías con carpetas. «La habitación de la maldad —pensó—. ¿En qué pensaría el mayor cuando entró allí dispuesto a esconder una bomba para que estallara tarde o temprano?».

Volvió a mirar el reloj y se enfadó consigo mismo por perder el tiempo con vagos pensamientos y por la necesidad de ir al lavabo. «Tiene que haber un lavabo en algún sitio —pensó febril—. Solo me pregunto si tendré tiempo de encontrarlo».

Echó a andar en la dirección que Mikelis le había indicado. Había advertido a Wallander de lo fácil que era equivocarse entre tantas estanterías y registros idénticos. Maldijo el hecho de que gran parte de su atención tuviera que dedicarse al estado de su estómago, al tiempo que temía lo que ocurriría si no encontraba un baño enseguida.

Se detuvo bruscamente y miró a su alrededor. Se había equivocado. ¿Había ido demasiado lejos? ¿O bien había cambiado de dirección en algún lugar, apartándose de las indicaciones de Mikelis? Volvió sobre sus pasos. No sabía dónde estaba, y le entró un pánico repentino. Vio en el reloj que le quedaban cuarenta y dos minutos, ya tenía que haber encontrado el departamento correcto del archivo. Volvió a maldecir. ¿Se habría equivocado Mikelis? ¿Por qué no lo encontraba? Se dio cuenta de que tenía que volver a empezar desde el principio, y echó a correr por entre las estanterías hasta el punto de partida. Con las prisas, dio un puntapié a una papelera de metal que rebotó contra un archivador. «El guardia —pensó—. Seguro que lo ha escuchado». Permaneció inmóvil y aguzó el oído, pero no oyó ningún chirrido de llaves. No podía aguantarse por más tiempo, así que se bajó los pantalones, se agachó sobre la papelera y vació las tripas. Con una sensación de rabia por aquella servidumbre fisiológica, se acercó una carpeta, arrancó unas cuantas hojas de algún interrogatorio y se limpió. Después emprendió el camino, consciente de que tenía que encontrar el sitio exacto para no echarlo todo a perder. Suplicó mentalmente a Rydberg que guiara sus pasos, contó las divisiones laterales y secciones de las estanterías, hasta que al final comprendió que había llegado. Había tardado demasiado, le quedaba menos de media hora para hallar el testamento del mayor, y dudó que tuviese tiempo suficiente. Mikelis no había podido explicarle con detalle el sistema del archivo y Wallander tuvo que buscar por su propia cuenta. Enseguida comprendió que el archivo no estaba organizado según un orden alfabético. Había secciones, subsecciones y, probablemente, más divisiones aún. «He aquí a los desleales —pensó—. A toda esta gente la han vigilado y aterrorizado, la han denunciado y convertido en candidata al puesto de enemigo público número uno. Hay tantos nombres que jamás encontraré la carpeta de Baiba».

Intentó descifrar el sistema nervioso del archivo, deducir el sitio más lógico donde pudiera hallarse el testamento, como la carta desparejada de Svarte Petter[4]; pero el tiempo corría y no veía rastro de él. Desesperado, empezó desde el principio otra vez, sacó las carpetas que se destacaban por sus colores mientras se animaba todo el rato a no perder la calma.

Solo podía permanecer en aquel archivo otros diez minutos, y aún no había encontrado la carpeta de Baiba. Sintió la angustia de haber llegado tan lejos para tener que admitir luego el fracaso. No podía continuar con la búsqueda sistemática, sino repasar por encima las estanterías y esperar que el instinto le guiase. Sabía, sin embargo, que no existía en el mundo ningún archivo organizado según un plan intuitivo, y pensó que todo había fracasado. El mayor había sido demasiado inteligente para Kurt Wallander, de la policía de Ystad.

«¿Dónde? —pensó—. ¿Dónde? Si este archivo es como una baraja de cartas, ¿dónde está la carta diferente? ¿En los lados o en medio?».

Se decidió por el medio, pasó la mano por una fila de carpetas con el lomo marrón, y de repente vio una de color azul. Extrajo las dos carpetas marrones que precedían y seguían a la de color azul: en una figuraba el nombre de Leonard Blooms, en la otra, el de Baiba Kalns. Dudó unos instantes. Luego pensó que Kalns debía de ser el apellido de soltera de Baiba, la carpeta que le interesaba no tenía ni nombre ni número de registro. No podía revisarla allí, el tiempo se había agotado y se apresuró hacia la salida, apagó la luz y abrió la puerta con la llave. El guardia no estaba en su puesto de vigilancia, pero según el plan trazado por Mikelis regresaría en cualquier momento. Wallander corría por el pasillo cuando, efectivamente, oyó los pasos del guardia. El camino estaba cortado y Wallander tuvo que olvidarse del plan y buscar otra salida por su cuenta. Permaneció inmóvil mientras el guardia pasaba por el pasillo contiguo. Cuando los pasos se desvanecieron, pensó que lo primero que tenía que hacer era empezar a salir del subterráneo. Encontró unas escaleras y recordó las plantas que había bajado. Cuando estuvo a ras de suelo, no reconoció nada en absoluto. Echó a andar al azar por un pasillo desierto.

Le sorprendió un hombre que estaba fumando. Debió de oír cómo se acercaba, porque apagó el cigarrillo con el talón al tiempo que se preguntaba quién estaba de servicio tan tarde. Cuando Wallander dobló la esquina, el hombre, que llevaba la chaqueta del uniforme desabrochada y tendría unos cuarenta años, se hallaba a unos pocos metros de él. Cuando vio a Wallander con la carpeta azul en la mano comprendió que aquel hombre no debería estar en la comisaría. Sacó la pistola y le gritó algo en letón que Wallander no entendió, pero levantó las manos por encima de la cabeza. El hombre siguió gritándole mientras se acercaba sin dejar de apuntarle con la pistola al pecho; por fin, Wallander comprendió que el oficial de policía quería que se arrodillara. Obedeció la orden con las manos alzadas en un gesto patético. No había escapatoria, le habían atrapado y pronto llegaría uno de los coroneles, que se quedaría con el testamento del mayor escondido en la carpeta azul.

El hombre que le apuntaba con la pistola continuaba preguntándole a gritos. Wallander, que cada vez tenía más miedo a que le disparase en el pasillo, le contestó en inglés:

—It’s a mistake —dijo con una voz aguda—. It’s a mistake, I am a policeman too.

Por supuesto que no era ningún error. El oficial le ordenó que se alzara y mantuviera las manos en alto, y le instó a que echara a andar, mientras le golpeaba con la pistola en la espalda.

Cuando llegaron a un ascensor, surgió la ocasión, si bien Wallander ya se había dado por vencido, consciente de que no tenía escapatoria: no podía oponer resistencia ya que el oficial no dudaría en matarle. Pero cuando llegaron al ascensor y el oficial se volvió a medias para encenderse un cigarrillo, Wallander vio que aquélla era su única oportunidad de escapar. Tiró la carpeta azul a los pies del oficial al tiempo que le golpeaba con todas sus fuerzas en la nuca. Sintió un fuerte crujido en los nudillos y un dolor intenso. El oficial se desplomó y la pistola rebotó ruidosamente contra el suelo de piedra. No sabía si el hombre estaba muerto o solo inconsciente, pero tenía la mano agarrotada por el dolor. Recogió la carpeta, se metió la pistola en el bolsillo y desestimó usar el ascensor. Tenía que orientarse por lo que veía a través de una ventana que daba a un patio oscuro. Tras unos instantes, descubrió que se encontraba en el lado opuesto del pasillo de los coroneles. El hombre que yacía en el suelo empezó a gemir y Wallander supo que no podía golpearlo de nuevo hasta dejarlo inconsciente. Comenzó a seguir el pasillo hacia la izquierda con la esperanza de encontrar pronto una salida.

Estuvo de suerte de nuevo, porque llegó a uno de los comedores de la comisaría y logró abrir la puerta mal cerrada de la entrada de mercancías de la cocina. Salió a la calle; le dolía la mano y empezaba a hinchársele.

Había quedado con Baiba a las doce y media. Esperó a la sombra de la antigua iglesia, que ahora era el planetario del parque de la Explanada. Estaba rodeado de altos tilos estáticos. Pero Baiba no aparecía. El dolor de la mano era casi insoportable. A la una y cuarto tuvo que admitir que algo había sucedido, que ella no iba a venir. Le invadió una gran angustia, no podía apartar de su cabeza la cara ensangrentada de Inese, e intentaba imaginar lo que podía haber ocurrido. ¿Acaso los perros y sus amos habían descubierto que Wallander había podido salir de la universidad sin ser visto a pesar de todo? De ser así, ¿qué habían hecho con Baiba? No se atrevió a llegar más lejos con sus pensamientos. Salió del parque sin saber adónde ir. El dolor le hacía avanzar por las vacías calles oscuras. La sirena de un jeep militar le hizo meterse de cabeza en un portal. Un poco más tarde tuvo que buscar otra vez protección en las sombras, cuando un coche patrulla pasó a lo largo de la calle por la que caminaba. Se había colocado la carpeta con los papeles del mayor por debajo de la camisa, cuyos cantos le rozaban las costillas. Se preguntó dónde pasaría la noche. La temperatura había descendido y temblaba de frío. El lugar de encuentro alternativo que Baiba y él habían convenido era la cuarta planta de los grandes almacenes. Puesto que se habían citado para las diez de la mañana siguiente, le quedaban más de siete horas de espera: era imposible que las pasara en la calle. El dolor era tan intenso que asumió que tendría que ir a un hospital para que le vieran la mano, ya que estaba convencido de que se había roto algún hueso, pero no se atrevía. No podía ser, y menos con el testamento en su poder. Por un momento se le ocurrió acercarse a la delegación sueca, si es que existía, pero esa posibilidad tampoco le tranquilizaba. Un inspector de la policía sueca que se encontraba ilegalmente en un país extranjero sería enviado a su país de inmediato y bajo vigilancia. Por si acaso, no quería correr el riesgo.

Angustiado, decidió acercarse al coche que le había prestado servicios durante dos días, pero cuando llegó al lugar donde lo había aparcado, el vehículo ya no estaba allí. Por un momento pensó que el dolor de la mano le sumía en un estado de confusión. ¿Realmente habían dejado allí el coche?, enseguida se convenció de que sí, y pensó que lo habrían despedazado como a un animal en un matadero. El coronel que iba tras sus pasos se habría asegurado de que las pruebas del mayor no estuviesen ocultas dentro del coche.

¿Dónde iba a pasar la noche? Le invadió una sensación de impotencia ante su situación: se encontraba en un territorio enemigo, a merced de una jauría dirigida por alguien que no dudaría en matarle y arrojarle en una dársena helada o enterrarlo en cualquier bosque lejano. La nostalgia que sentía era primitiva y evidente, una nostalgia cuyo origen era aquel bote salvavidas a la deriva con los dos cadáveres que ahora le parecía tan lejano y confuso como si jamás hubiese existido en realidad.

A falta de una solución mejor, regresó por las oscuras calles hasta el hotel donde se había hospedado una noche. Sin embargo, la puerta exterior estaba cerrada y no se encendieron las luces en el piso superior cuando llamó al timbre. Se sentía aturdido por el dolor de la mano y empezaba a temer perder el conocimiento si no entraba pronto en calor. Siguió hasta el próximo hotel, pero las insistentes llamadas al timbre fueron en vano. En el tercer hotel, más decadente y sucio que los anteriores, la puerta exterior estaba abierta, y entró en la recepción, donde un hombre dormía con la cabeza apoyada en una mesa con una botella de aguardiente medio vacía a los pies. Wallander sacudió al hombre, agitó el pasaporte que Preuss le había dado y recibió una llave. Señaló la botella de aguardiente, puso un billete de cien coronas suecas en el mostrador y se la llevó.

La habitación era pequeña y olía a rancio y a humo. Se dejó caer en el borde de la cama, bebió unos sorbos de la botella y sintió cómo le volvía lentamente el calor. Se quitó luego la chaqueta y llenó el lavabo con agua fría, donde introdujo la mano hinchada y dolorida. Poco a poco se le fue calmando el dolor y se dispuso a pasarse toda la noche sentado junto al lavabo. De cuando en cuando bebía un sorbo de la botella y, angustiado, se preguntaba qué le habría sucedido a Baiba.

Sacó la carpeta azul que llevaba escondida debajo de la camisa y la abrió con la mano libre. Contenía una cincuentena de hojas mecanografiadas, aparte de unas fotocopias borrosas, pero no había fotografías como él esperaba. Como el testamento del mayor estaba escrito en letón Wallander no entendió nada. A partir de la página número nueve vio que los nombres de Murniers y Putnis aparecían con regularidad, unas veces los dos en la misma frase y otras por separado. No podía descifrar lo que significaba, si señalaba a los dos coroneles o si el dedo acusador del mayor solo apuntaba a uno de ellos. Abandonó su intento de interpretar el contenido secreto, colocó la carpeta en el suelo, llenó el lavabo con agua fría y apoyó la cabeza contra el borde de la mesa. Hacia las cuatro se adormiló, pero diez minutos después se despertó de un sobresalto. La mano volvía a dolerle, el agua fría no le aliviaba. Tomó el último sorbo del aguardiente que quedaba, se ató una toalla mojada alrededor de la mano y se echó encima de la cama.

Wallander no sabía lo que haría si Baiba no aparecía al día siguiente en los grandes almacenes.

Dentro de él crecía la sensación de haber sido derrotado.

Pasó la noche en vela hasta el amanecer.

El tiempo había cambiado de nuevo.