Inese regresó poco antes del amanecer.
Vino a su encuentro en una pesadilla en la que los dos coroneles aguardaban en un segundo plano sin que pudiese descubrirlos. En el sueño ella aún vivía; él intentaba advertirla, pero no le oía, y cuando comprendió que no podía ayudarla, fue arrebatado del sueño y abrió los ojos en la habitación del hotel Hermes.
El reloj de pulsera, que había dejado sobre la mesilla de noche, señalaba las seis y cuatro minutos. Un tranvía traqueteaba abajo en la calle. Se desperezó en la cama, y por primera vez desde que saliera de Suecia, se sintió relajado.
Permaneció un rato en la cama; revivió con una fuerza sobrecogedora los acontecimientos del día anterior. La terrible matanza se le aparecía como irreal en su despejada mente. Aquella masacre indiscriminada era incomprensible. La muerte de Inese le sumía en un profundo estado de desesperación. No soportaba la idea de que no había podido hacer nada por salvarla a ella, ni al hombre bizco ni a los demás que le esperaban, pero de los que ni siquiera tuvo tiempo de conocer el nombre.
La angustia le hizo saltar de la cama. Poco antes de las seis y media salió de la habitación, se dirigió a la recepción y pagó. La anciana de sonrisa amable e incomprensibles frases letonas recibió el dinero, y tras hacer un cálculo rápido, se dio cuenta de que le quedaba aún bastante para dormir unas cuantas noches en un hotel si era necesario.
La mañana era fría. Se subió el cuello de la chaqueta y decidió desayunar antes de llevar a cabo su plan. Después de vagar por las calles durante veinte minutos, encontró una cafetería abierta. Entró en el local semivacío, pidió un café y unos bocadillos, y se sentó en un rincón que le hacía invisible desde la puerta. A las siete y media ya no podía esperar más, pasara lo que pasase. Nuevamente le asaltó la idea de que haber regresado a Letonia era una locura.
Al cabo de media hora, estaba delante del hotel Latvia, en el mismo lugar donde el sargento Zids solía esperarle con el coche. Dudó unos instantes. ¿Era demasiado temprano? ¿Habría llegado ya la mujer de los labios pintados? Cruzó las puertas giratorias, miró de reojo la recepción, donde unos huéspedes madrugadores estaban pagando la factura, pasó por delante del sofá, donde sus sombras se habían ocultado detrás de diferentes periódicos, y vio que la mujer se encontraba en su sitio detrás del mostrador. Estaba a punto de abrir e iba colocando los periódicos. «¿Qué pasará si no me reconoce? —pensó—. Quizá solo sea una intermediaria que no sabe nada del alcance de sus recados».
En ese instante ella le vio cerca de las altas columnas del vestíbulo. Wallander se dio cuenta de que le reconocía, que sabía quién era y que no se asustaba de volver a verle. Se acercó al mostrador, le tendió la mano y en voz alta y en inglés dijo que quería comprar unas postales. Para darle tiempo de acostumbrarse a su repentina aparición, continuó conversando. ¿No tenía postales de la antigua Riga? Cuando vio que no había nadie cerca y consideró que había charlado lo suficiente, se inclinó sobre el mostrador como si le estuviese pidiendo que le explicara algún detalle de una de las postales.
—Sé que me ha reconocido —empezó—. En una ocasión me dio una entrada para un concierto en el que me reuní con Baiba Liepa. Tiene que ayudarme a verla de nuevo. No puedo acudir a nadie más que a usted. Es muy importante que vea a Baiba. Tiene que saber que es muy peligroso ya que están vigilándola. No sé si sabe lo que ocurrió ayer. Señale algo en el folleto, finja que está explicándome algo, y contésteme mientras.
Empezó a temblarle el labio inferior y se le anegaron los ojos en lágrimas. Como no podía exponerse a que empezase a llorar y llamar así la atención, dijo que estaba interesado en las postales de toda Letonia, no solamente de Riga. Un buen amigo le había dicho que en el hotel Latvia siempre había una buena muestra de ellas.
Cuando ella consiguió dominarse, Wallander le preguntó si alguien la había advertido de que él estaba en Letonia. Ella negó con la cabeza.
—No tengo adónde ir —prosiguió—. Necesito un lugar donde ocultarme mientras me ayuda a encontrar a Baiba.
Ni siquiera sabía su nombre, solo que sus labios eran demasiado rojos. ¿Tenía algún derecho a pedirle eso? ¿No debería abandonarlo todo y dirigirse a la embajada sueca? ¿Dónde se hallaba la frontera entre lo razonable y decente en un país donde se disparaba indiscriminadamente sobre personas inocentes?
—No sé si puedo organizar un encuentro con Baiba —susurró—. No sé si es posible, pero trataré de esconderle en mi casa. Soy demasiado insignificante para que la policía se interese por mí. Vuelva dentro de una hora y espéreme en la parada de autobuses al otro lado de la calle, y ahora váyase.
Se levantó y le dio las gracias como si fuera un cliente satisfecho por el trato recibido, se introdujo el folleto en el bolsillo y salió del hotel. Durante la hora siguiente se dejó engullir por la muchedumbre en unos grandes almacenes y compró un gorro en un intento dudoso de cambiar su apariencia. Pasada la hora, estaba en la parada. La vio salir del hotel y cuando se puso a su lado fingió que era un desconocido. Subieron al autobús que llegó pasados unos minutos y se sentó unos cuantos asientos detrás de ella. El autobús circuló por el centro de Riga durante más de media hora antes de seguir la ruta hacia uno de los suburbios. Intentó fijarse en el camino, pero lo único que reconoció fue el gran parque Kirov. Pasaron por un barrio desolado. Cuando ella pulsó el botón para bajar, él estaba desprevenido y estuvo a punto de perderla. Cruzaron un parque infantil, donde unos niños se encaramaban sobre unos andamios oxidados. Wallander pisó un gato muerto que yacía hinchado en el suelo, y luego la siguió por un lúgubre pasillo. Salieron a un mirador abierto donde el viento frío les golpeaba en la cara. Se volvió hacia él.
—Este sitio es muy pequeño —le explicó—. Mi anciano padre vive conmigo. Diré que es usted un amigo sin casa. Nuestro país está lleno de gente sin hogar, por lo que es muy normal que nos ayudemos los unos a los otros. Más tarde llegarán mis dos hijas de la escuela. Les dejaré una nota explicando que es un amigo y que le preparen el té. Esto es todo lo que puedo ofrecerle. Tengo que regresar al hotel enseguida.
El apartamento consistía en dos habitaciones pequeñas, una cocina que más bien parecía empotrada en un armario, y un cuarto de baño minúsculo. Recostado en una cama descansaba un anciano.
—Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Wallander cuando ella le tendió una percha.
—Vera —respondió—. Y usted Wallander.
Pronunció su apellido como si fuera su nombre de pila, y pensó que ni él mismo sabía qué nombre usar. El anciano se sentó en la cama, y cuando quiso levantarse apoyado en el bastón para dar la bienvenida al desconocido sin hogar, Wallander protestó. No era necesario, no quería molestar. Vera sacó pan y embutido de la pequeña cocina, y él protestó de nuevo; lo que necesitaba era un escondite, no una mesa con comida. Se sintió avergonzado por haberle exigido que le auxiliase, por su apartamento de la calle de Mariagatan, tres veces mayor que el espacio vital del que ella disponía. Le enseñó la otra habitación, donde una cama grande ocupaba casi todo el espacio.
—Cierre la puerta si quiere que no le molesten —sugirió—. Aquí puede descansar. Intentaré salir del hotel cuanto antes.
—No quiero que corra peligro —respondió.
—Siempre se tiene que hacer lo que uno cree necesario —aclaró—. Me alegro de que haya acudido a mí.
Después se marchó. Wallander se dejó caer sobre el borde de la cama.
Había llegado hasta allí.
Ahora solo le quedaba esperar a Baiba Liepa.
Vera regresó del hotel poco antes de las cinco. Para entonces, Wallander ya había tomado el té con sus dos hijas: Sabine, de doce años, y Ieva, dos años mayor. Había aprendido unas palabras en letón, ellas se habían reído a hurtadillas de su intento frustrado de cantarles una canción infantil sueca con mímica, y el padre de Vera había cantado con voz quebrada una vieja tonada de soldados. Por unos instantes, Wallander se olvidó de su misión y de Inese, del balazo en el ojo y de la brutal matanza. Descubrió que existía una vida más allá de la de los coroneles, y era ese mundo el que había defendido el mayor Liepa con su autoimpuesta misión. Era por gente como Sabine, leva y el anciano padre de Vera por lo que se reunían en cabañas escondidas o en almacenes.
Cuando Vera regresó, abrazó a sus hijas y luego se encerró en la habitación con Wallander. Se sentaron en la cama, él le tocó el brazo en señal de gratitud, pero ella malinterpretó el gesto y se apartó, la situación pareció incomodarla. Wallander comprendió que no valía la pena intentar explicarse, y preguntó si había podido ponerse en contacto con Baiba.
—Baiba llora por sus amigos —respondió—. Ante todo llora por Inese. Les había advertido que la policía había doblado la vigilancia y les había suplicado que tuvieran cuidado. Pero de todos modos, ocurrió lo que había temido. Baiba llora, pero también siente rabia, igual que yo. Quiere verle esta noche, Wallander, y tenemos un plan para hacerlo, pero antes de contárselo, tenemos que cenar. Si no comemos, es que ya hemos perdido toda esperanza.
Se apiñaron en torno a una mesa empotrada en la pared de la habitación donde dormía el padre. Wallander pensó que era como si Vera y su familia viviesen en una caravana. Había que organizarlo todo con minuciosidad para que todos cupiesen, y se preguntó cómo era posible vivir tan estrechos. Recordó la noche que visitó el chalet del coronel Putnis en las afueras de Riga. Para conservar sus privilegios, uno de los coroneles había mandado a sus subordinados a perseguir indiscriminadamente al mayor y a Inese. Ahora veía la gran diferencia entre sus mundos; cada contacto entre estas personas estaba manchado de sangre.
Cenaron una sopa de verduras que Vera preparó en la diminuta cocina. Las dos niñas sacaron pan negro y cerveza. Aunque Wallander notaba la tensión que Vera desprendía, conservaba la calma ante su familia, y pensó que no tenía ningún derecho a exponerla a correr riesgo alguno. No podría soportar que le ocurriese algo.
Después de cenar, las niñas quitaron la mesa y fregaron los platos, mientras el abuelo volvía a la cama a descansar.
—¿Cómo se llama su padre? —preguntó Wallander.
—Tiene un nombre muy común —respondió Vera—. Se llama Anton. Tiene setenta y seis años y problemas en la vejiga. Ha trabajado toda su vida de encargado en una imprenta, y dicen que los viejos tipógrafos pueden sufrir un tipo de intoxicación de plomo, lo que les vuelve despistados y ausentes. A veces está como en otro mundo, quizás haya contraído la enfermedad.
Se sentaron de nuevo en la cama con la cortina de la puerta corrida, mientras las niñas cuchicheaban y reían a hurtadillas en la cocina. Wallander sabía que había llegado la hora.
—¿Se acuerda de la iglesia donde conoció a Baiba por primera vez? —preguntó—. La iglesia de Santa Gertrudis.
Wallander asintió con la cabeza.
—¿Cree que podrá encontrarla?
—Desde aquí, no.
—¿Y desde el hotel Latvia? ¿Desde el centro de la ciudad?
—Sí.
—No podré acompañarle hasta el centro porque es demasiado peligroso, aunque no creo que nadie sospeche que está en mi casa. Tendrá que subir usted solo al autobús hasta el centro. No baje en la parada de delante del hotel, baje antes o después. Busque la iglesia y espere hasta las diez. ¿Se acuerda de la puerta trasera por donde salieron de la iglesia?
Wallander asintió con la cabeza. Creía recordar, aunque no estaba del todo seguro.
—Entre por allí cuando esté seguro de que nadie le ve, y espere allí. Si Baiba puede, acudirá a la cita.
—¿Cómo ha podido encontrarla?
—La he llamado por teléfono. Wallander la miró incrédulo.
—¡Pero el teléfono debe de estar pinchado!
—Claro que lo está. La he llamado con la excusa de que el libro que había pedido ya había llegado. Es la contraseña para que vaya a la librería y pregunte por un determinado libro, en el que le he dejado una carta explicándole que usted ya había llegado y que estaba en mi casa. Después he pasado por la tienda en la que una de las vecinas de Baiba suele hacer la compra, y allí había una carta de Baiba diciendo que intentaría llegar a la iglesia esta noche.
—¿Y si no puede?
—Entonces no podré ayudarle más. Y tampoco puede regresar aquí.
Wallander comprendió que tenía razón. Era la única oportunidad que tenía de volver a ver a Baiba Liepa. Si fracasaba, tendría que recurrir a la embajada sueca y solicitar ayuda para salir del país.
—¿Sabe dónde está la embajada sueca en Riga?
La mujer tardó un poco antes de contestar.
—No sé si Suecia tiene embajada —respondió.
—¿Y un consulado?
—No sé dónde está, pero debe de salir en el listín telefónico. Apunte las palabras letonas para «embajada sueca» y «consulado sueco». Tiene que haber un listín en algún restaurante. Apunte también cómo se dice en letón «listín telefónico». —Escribió lo que le decía en una hoja que arrancó de una libreta de las niñas y luego ella le enseñó a pronunciar bien las palabras.
Dos horas después, se despidió de Vera y de su familia, y se marchó. Ella le ofreció una camisa vieja y una bufanda de su padre para cambiar aún más su indumentaria. No sabía si volvería a verlos más, y ya comenzaba a echarlos de menos.
Cuando se dirigía a la parada de autobuses vio ante sí al gato muerto, lo que le pareció un mal presagio. Vera le dio unas monedas para pagar el billete.
Cuando subió al autobús, sintió la repentina sensación de que le vigilaban. Como por la noche muy poca gente se dirigía al centro de la ciudad, se sentó en la última fila para tener todas las espaldas delante de él. De vez en cuando echaba una mirada por el sucio cristal trasero del autobús, pero no vio ningún coche que les siguiese.
De todos modos, su intuición le preocupó. La impresión de que le habían encontrado y de que le estaban siguiendo no le dejaba en paz. Intentó decidir lo que iba a hacer: le quedaban unos quince minutos para tomar una decisión. ¿Dónde iba a bajarse? ¿Cómo podía deshacerse de sus posibles perseguidores? Su misión le parecía imposible, pero de repente se le ocurrió una idea lo bastante lúcida como para tener éxito. Daba por sentado que no le vigilaban solo a él, que igual de importante sería para ellos seguirle hasta el encuentro con Baiba Liepa, para luego esperar el momento de hacerse con el testamento del mayor.
Descartó las instrucciones que Vera le había dado para poder seguir su propio plan, y se bajó delante del hotel Latvia. Entró en el hotel y sin mirar atrás se dirigió a la recepción para preguntar si había una habitación libre para una o dos noches. Habló en un inglés claro y alto, y cuando el recepcionista le contestó que sí, entregó su pasaporte alemán y se registró como Gottfried Hegel. Hizo saber que el equipaje llegaría más tarde y luego dijo lo más alto que pudo, sin que pareciese que dejaba una pista falsa adrede, que quería que le despertasen poco antes de la medianoche, puesto que esperaba una llamada importante y no quería que le pillara durmiendo. En el mejor de los casos, el plan urdido le daría una ventaja de cuatro horas. Como no llevaba equipaje, recogió la llave él mismo y se dirigió al ascensor. Le dieron una habitación en la cuarta planta, y entonces supo que no podía dudar y tenía que actuar de inmediato. Intentó recordar la distribución de las escaleras con relación a los largos pasillos, y cuando salió del ascensor de la cuarta planta supo enseguida adónde ir. Siguió las escaleras oscuras con la esperanza de que no hubiesen tenido tiempo de poner vigilancia en todo el hotel. Llegó hasta el sótano y encontró la puerta que daba acceso a la parte trasera del hotel. Por un instante temió no poder abrirla sin llave, pero tuvo suerte; la llave estaba en la cerradura por la parte interior. Salió a la callejuela oscura, permaneció inmóvil un rato y miró a su alrededor: la calle estaba desierta y no se oían pasos apresurados por ningún sitio. Echó a correr muy pegado a las paredes, dobló numerosas calles y no se detuvo hasta hallarse a tres manzanas del hotel. Jadeaba. Se ocultó en un portal para recobrar el aliento y ver si alguien le perseguía. Trató de imaginarse cómo Baiba Liepa, a su vez, en otro extremo de la ciudad, intentaba deshacerse de las perversas sombras que uno de los coroneles había enviado, y supo que lo lograría, ya que había tenido el mejor de los profesores: su esposo.
Poco antes de las nueve y media, encontró la iglesia de Santa Gertrudis. Los grandes ventanales estaban a oscuras y esperó en un patio. Desde algún lugar, oyó voces enzarzadas en una discusión, una retahíla de palabras acaloradas que acabó en jaleo, gritos y absoluto silencio. Movió los pies para entrar en calor e intentó recordar la fecha del día. Muy de vez en cuando pasaba algún coche por la calle, y se preparó mentalmente para que uno de esos coches se detuviese y fuese a por él en su escondite tras los cubos de basura.
Volvió a tener el presentimiento de que le habían descubierto y pensó que el intento de liberarse, fingiendo registrarse en el hotel Latvia, había sido en vano. ¿Habría cometido un grave error presuponiendo que la mujer de los labios rojos no trabajaba para los dos coroneles? Quizás estaban esperándole entre las sombras del cementerio, aguardando el momento en que se descubriese el legado del mayor. Se obligó a apartar de su cabeza tales pensamientos. La única posibilidad era huir en busca de la delegación sueca, pero sabía que no podía hacerlo.
El reloj de la iglesia dio diez campanadas. Salió del patio, contempló la calle con atención y luego se apresuró en dirección a la pequeña verja de hierro. Aunque la abrió con sumo cuidado, se oyó un débil chirrido. Unas cuantas farolas iluminaban el muro del cementerio. Permaneció un rato inmóvil, escuchando. Todo estaba en silencio. Con sumo cuidado siguió el sendero hacia la capilla lateral por donde había salido en compañía de Baiba Liepa. De nuevo tuvo la impresión de que le observaban, de que las sombras se hallaban delante de él, pero como no podía hacer otra cosa avanzó hasta el muro de la iglesia y esperó.
Baiba Liepa apareció a su lado sin hacer el menor ruido, como si hubiese salido de las sombras. Se sobresaltó al verla. Susurró algo ininteligible. Luego lo condujo con rapidez por la puerta entreabierta de la capilla, y comprendió que había estado esperándole dentro de la iglesia. Cerró la puerta con la enorme llave y se dirigió a la barandilla del altar. La oscuridad era absoluta dentro de la iglesia. Le llevó de la mano como si fuese ciego, y no entendió cómo podía orientarse sin ver nada. Detrás de la sacristía había un cuarto sin ventanas, donde encima de una mesa alumbraba un quinqué. Allí había estado esperándole. Su gorro de piel estaba encima de una silla y para su asombro y emoción, había colocado una fotografía del mayor junto al quinqué. También había un termo, unas manzanas y un trozo de pan. Era como si le hubiese invitado a la última cena. No pudo menos de preguntarse cuánto tardarían los coroneles en alcanzarlos. Le intrigó cuál sería su relación con la iglesia y si a diferencia de su difunto marido, creía en Dios. Sabía tan poco de ella como de su marido.
Una vez dentro de la habitación de detrás de la sacristía, ella le abrazó con fuerza. Lloraba, y el dolor y la rabia eran tan intensos que notó las manos como garras de hierro alrededor de su espalda.
—Han matado a Inese —susurró—. Los han matado a todos. Creí que tú también estabas muerto. Creí que todo había acabado cuando Vera se puso en contacto conmigo.
—Fue espantoso —dijo Wallander—, pero no pensemos ahora en ello.
Le miró asombrada.
—Siempre tenemos que pensar en ello —replicó—. Si lo olvidamos, olvidaremos que somos personas.
—No digo que lo olvidemos —aclaró—. Quiero decir que tenemos que continuar. La tristeza nos paralizaría.
Se dejó caer sobre la silla, y Wallander vio que estaba demacrada por el cansancio y el dolor. Se preguntó cuánto tiempo podría resistir.
La noche que pasaron en la iglesia fue un punto de inflexión en la existencia de Kurt Wallander. Hasta entonces había dedicado muy poco tiempo a reflexionar sobre su vida desde una vertiente existencial; solo en momentos dramáticos le atenazaba la fugacidad de la vida, cuando veía a personas asesinadas, niños muertos en accidentes de tráfico, o personas desesperadas que se habían suicidado; le daba escalofríos la brevedad de la vida, y el larguísimo tiempo que se estaba muerto. Pero tenía la suerte de poder apartar tales pensamientos de su cabeza. Para él, la vida consistía en algo práctico y no se fiaba de su talento para enriquecer su existencia con recetas filosóficas. Tampoco se había preocupado por la época que por casualidad le había tocado vivir. Nacías cuando nacías y morías cuando morías, más allá de eso no había contemplado las fronteras de la existencia. Sin embargo, aquella noche, junto a Baiba Liepa en la gélida iglesia tuvo que mirar con más profundidad que nunca dentro de sí mismo. Se dio cuenta de que el mundo casi no se asemejaba en nada a Suecia, y que sus propios problemas parecían insignificantes en comparación con la despiadada vida que marcaba a Baiba Liepa. Era como si, por primera vez, esa noche pudiera comprender la carnicería que acabó con Inese y los otros; lo irreal se convirtió en real. Los coroneles existían, el sargento Zids disparaba balas asesinas con armas reales, armas que reventaban los corazones y en un instante podían crear un universo desierto. Pensó en la insoportable tortura que debía de suponer vivir en un permanente estado de temor. «La era del miedo —pensó—. Ésta es mi época, y no lo he entendido hasta ahora, cuando ya estoy en la mitad de mi vida».
Ella le aseguró que en el interior de la iglesia estaban seguros, si es que podían estar seguros en alguna parte. El sacerdote había sido íntimo amigo de Karlis Liepa y no dudó en poner un escondite a disposición de Baiba cuando solicitó su ayuda. Wallander le habló sobre su premonición de que le habían encontrado y de que le esperaban en las sombras.
—¿Para qué iban a esperar? —objetó Baiba—. Para esa clase de tipos no hay espera que valga cuando tienen la intención de atrapar y castigar a los que les amenazan.
Wallander pensó que a lo mejor estaba en lo cierto. Insistió en la importancia de los papeles, era esa prueba póstuma la que temían sus perseguidores, y no a la viuda y menos aún a un inofensivo inspector de la policía sueca que había emprendido su particular vendetta secreta.
Se le ocurrió de pronto otra idea, pero era tan asombrosa que prefirió no comentársela a Baiba de momento: comprendió que podía existir un tercer motivo para que las sombras permaneciesen al acecho sin dejarse ver, para detenerlos luego y llevarlos al cuartel general de la policía. Durante la larga noche que pasaron en la iglesia esa posibilidad le parecía cada vez más probable, pero no le dijo nada a Baiba para no exponerla a más presiones que las absolutamente necesarias.
Entendía que su aflicción se debía a que no sabía dónde había ocultado su marido los papeles y a la pérdida de Inese y de sus otros amigos. Había sopesado a fondo todas las posibilidades y en vano trató de pensar como su marido. Había arrancado los azulejos del cuarto de baño y la tapicería de los muebles, pero solo encontró polvo y huesos de ratones muertos.
Wallander intentaba ayudarla. Estaban sentados a la mesa y ella sirvió té en las tazas. La luz del quinqué convirtió las tristes bóvedas de la iglesia en un cuarto cálido y confortable. Hubiera preferido abrazarla y compartir su pena, y volvió a considerar la posibilidad de llevársela a Suecia, pero por ahora, con Inese y los demás amigos asesinados, ella no podía planteárselo. Preferiría morir que dejar de luchar por el legado de su marido.
Estuvo sopesando la tercera posibilidad, la respuesta a por qué las sombras no intervenían de momento. Si era como se imaginaba cada vez con más convicción, no tenían solo un enemigo acechando en las sombras, sino también un enemigo del enemigo que les vigilaba. «El cóndor y el frailecillo —pensó—. Todavía no sé qué coronel lleva cada plumaje. Tal vez el frailecillo conozca al cóndor y quiera proteger a las supuestas víctimas».
La noche en la iglesia fue como un viaje a un continente extraño, en el que debían buscar algo que ignoraban. ¿Un paquete envuelto en papel marrón? ¿Un maletín? Wallander estaba convencido de que el mayor era demasiado inteligente como para saber que un escondite muy oculto no tenía valor. Tenía que saber más sobre Baiba para conocer el mundo de su esposo. Le preguntó cosas que no deseaba saber, pero ella le exigió que no tuviera contemplaciones.
Puso un cerco a su vida en los detalles más íntimos. Cuando creían haber encontrado una pista, resultaba que Baiba ya había examinado esa posibilidad sin éxito.
A las tres y media estuvo a punto de darse por vencido. Con la mirada cansada contempló la extenuada cara de Baiba.
—¿Qué más hay? —preguntó tanto a ella como a sí mismo—. ¿Dónde más podemos buscar? En algún lugar, dentro de algún recinto tiene que haber un escondrijo. Un espacio permanente, hermético, ignífugo. ¿Qué nos queda por indagar?
Se obligó a proseguir.
—¿Vuestra casa tiene sótano? —le preguntó.
Ella negó con la cabeza.
—Hemos hablado ya del desván. Hemos puesto patas arriba el apartamento, la casa de verano de tu hermana, la casa de su padre en Ventspils. Piensa, Baiba, tiene que haber otra posibilidad.
Notó que ella estaba a punto de derrumbarse.
—No —respondió—. No hay otro lugar.
—No es preciso que sea el interior de una casa. Me has contado que a veces os ibais a la costa. ¿Os sentabais en unas determinadas rocas? ¿Dónde colocabais la tienda?
—Ya te lo he contado. Karlis nunca escondería nada allí.
—¿Levantabais la tienda siempre en el mismo lugar? ¿Ocho veranos seguidos? ¿Alguna vez elegisteis un sitio diferente?
—A los dos nos gustaba sentir la alegría del reencuentro con algún lugar conocido.
Ella quería avanzar pero Wallander le hacía retroceder todo el tiempo. Era de la opinión de que el mayor jamás habría elegido un escondite casual. El sitio tenía que estar relacionado con su historia en común.
Empezó desde el principio otra vez. El aceite del quinqué estaba acabándose, y Baiba buscó unas velas que fijó echando unas gotas de cera en una servilleta de papel. Después volvieron a recorrer la vida en común del mayor y ella. A Wallander le pareció que Baiba iba a desmayarse por el agotamiento.
Se preguntó cuándo habría dormido por última vez, e intentó animarla con un optimismo que no sentía. Retomó la investigación de su apartamento. ¿Podría haber descuidado algún detalle? Una casa tiene innumerables recovecos.
Recorrieron mentalmente una habitación tras otra, y al final ella se sentía tan cansada que empezó a gritar:
—¡No existe! Teníamos una casa y, salvo los veranos, permanecíamos siempre allí. Durante el día yo estaba en la universidad y Karlis iba al cuartel general de la policía. No hay documento alguno. Karlis debió de pensar que era inmortal.
Wallander se dio cuenta de que dirigía su rabia a su difunto marido. Su grito de socorro le recordó un suceso del año anterior, cuando en Suecia asesinaron brutalmente a un refugiado somalí, y Martinson intentaba calmar a la desesperada viuda.
«Vivimos en una era de viudas —pensó—. Los habitáculos de las viudas son nuestros hogares…».
Interrumpió su pensamiento, y Baiba se percató de que se le había ocurrido una idea.
—¿Qué ocurre? —susurró.
—Espera —respondió—. Tengo que pensar.
¿Sería posible? Dio vueltas a la idea e intentó rechazarla como si se tratara de una minucia, pero no podía apartarla de su cabeza.
—Voy a preguntarte algo que quiero me respondas sin pensar —dijo despacio—. Quiero que me contestes en el acto. Si reflexionas, tal vez no sirva de nada.
Baiba le miró tensa a la luz parpadeante de la vela.
—¿Puede ser que Karlis eligiese el más improbable de todos los escondites? —preguntó—. ¿El cuartel general de la policía?
Vio un reflejo brillante en sus ojos.
—Sí —contestó deprisa—. Podría ser.
—¿Por qué?
—Karlis era así, iba con su carácter.
—¿Dónde?
—No lo sé.
—Imposible en su propio despacho. ¿Hablaba alguna vez del cuartel?
—Lo detestaba como si fuera una cárcel, porque en realidad era una cárcel.
—Ahora piensa, Baiba. ¿Hablaba de alguna sala en especial? ¿Una que significase algo diferente? ¿Qué la detestase más que las otras? ¿O que le gustaba más?
—Las dependencias de los interrogatorios le ponían enfermo.
—Allí no se puede ocultar nada.
—Odiaba los despachos de los coroneles.
—Allí tampoco pudo haberlo escondido.
Baiba entrecerró los ojos por el esfuerzo.
Cuando salió de sus pensamientos y abrió por fin los ojos, tenía la respuesta.
—Karlis hablaba a menudo de lo que llamaba el cuarto de la maldad —le explicó—. Decía que en ese cuarto se escondían todos los documentos que hablaban de las injusticias que habían afectado a nuestro país. Seguro que escondió su testamento allí, en medio de los recuerdos de todos los que han sufrido tanto y durante tanto tiempo. Tuvo que guardar los papeles en alguna parte del archivo del cuartel general de la policía.
Wallander contempló el rostro de Baiba, en el que de repente se había desvanecido el cansancio.
—Sí —dijo—, creo que tienes razón. Eligió un escondite dentro de otro. Como una caja china. Pero ¿cómo marcó los papeles para que solo tú los encontraras?
Se puso a reír y a llorar a la vez.
—Lo sé —sollozó—. Ahora entiendo su razonamiento. Cuando nos conocimos, solía hacerme trucos de cartas. De joven no solo quiso ser ornitólogo, también pensó en ser mago. Cuando le pedía que me enseñara los trucos, él se negaba. Era como un juego entre nosotros. Me enseñó un solo truco, el más fácil de todos: se divide la baraja en dos partes, todas las cartas negras en una pila y las rojas en otra. Luego se pide a alguien que coja una carta, la recuerde y la vuelva a meter en el mazo. Extendiendo las cartas, una carta roja queda entre las negras o una negra entre las rojas. A menudo decía que en aquel mundo tan gris, yo iluminaba su vida. Por eso siempre buscábamos una flor roja entre las azules o las amarillas, una casa verde entre las blancas. Era un juego secreto entre nosotros. Debió de pensar en ello al esconder su testamento. Supongo que el archivo estará lleno de carpetas de distintos colores y en alguna parte habrá una carpeta que se distinga o por el color o por el tamaño.
—Supongo que el archivo de la policía será enorme —comentó Wallander.
—A veces, cuando se iba de viaje, solía dejar la baraja encima de mi almohada con una carta roja metida entre las negras —continuó Baiba—. En el archivo habrá una carpeta sobre mí, y puede que ahí haya escondido la carta desconocida.
Eran las cinco y media. Todavía no habían llegado a la meta, pero creían saber dónde se encontraba ésta. Wallander tendió una mano y rozó el brazo de Baiba.
—Quisiera que vinieras conmigo a Suecia —le dijo en sueco.
Ella le miró sin entender nada.
—Digo que tenemos que descansar —explicó—. Tenemos que salir de aquí antes de que amanezca. No sabemos adónde ir, ni tampoco cómo realizar el truco de magia más grande de todos: entrar en los archivos de la policía, por lo que tenemos que descansar.
Había una manta en un armario enrollada debajo de una vieja mitra. Baiba la extendió en el suelo, y se tumbaron abrazados para mantener el calor, como si fuese la cosa más natural del mundo.
—Duerme —le susurró—. Yo solo necesito descansar. Me mantendré despierto, y cuando tengamos que irnos te despertaré.
Esperó un rato.
No le respondió.
Ya se había dormido.