15

La frontera era invisible.

Pero estaba dentro de él, como un alambre espinoso debajo del esternón.

Kurt Wallander tenía miedo. Más adelante recordaría los últimos pasos que dio en tierra lituana hacia la frontera letona como un andar de paralítico hacia un país desde el que podría gritar las palabras de Dante: «¡Abandonad toda esperanza los que entréis aquí! De aquí no regresa nadie, al menos no un inspector sueco vivo».

Era una noche estrellada. Preuss, que le había acompañado durante todo el trayecto desde que se puso en contacto con él en el transbordador de Trelleborg, tampoco parecía impasible ante lo que les esperaba. Wallander oía su respiración, rápida e irregular, en la oscuridad.

—Tenemos que esperar —susurró Preuss en un incomprensible alemán—. Warten, warten.

Durante los primeros días, a Wallander le había enfurecido que el guía que le habían asignado no hablara ni una palabra de inglés. Se preguntó por qué Joseph Lippman daba por sentado que un inspector de la policía de Suecia que apenas chapurreaba el inglés, debía hablar el alemán a la perfección. Wallander había estado a punto de cancelar una empresa que cada vez se parecía más al triunfo de unos locos fanáticos sobre su propio sentido común. Pensó que los letones que llevaban demasiado tiempo exiliados habían perdido el contacto con la realidad. Amargados o exageradamente optimistas o locos sin más, intentaban socorrer ahora a sus compatriotas, que de repente veían la posibilidad de un renacimiento glorioso. Ese tal Preuss, ese pequeño hombre enjuto con la cara llena de cicatrices, ¿cómo podía infundirle ánimos, y menos aún seguridad, para que él volviera a Letonia como una persona invisible? De hecho, ¿qué sabía de Preuss, el hombre que apareció a su lado en la cafetería del transbordador? Que quizás era un ciudadano letón que tal vez vivía en el exilio y que tal vez vivía de lo que ganaba como comerciante de monedas en la ciudad alemana de Kiel, si era cierto lo que le había dicho. Pero ¿qué más? Nada en absoluto.

Algo le impulsó a seguir adelante, y Preuss permaneció sentado a su lado en el asiento delantero del coche durmiendo, mientras Wallander se apresuraba en dirección este según las indicaciones que su acompañante le daba regularmente señalando el mapa de carreteras. Viajaron a través de la antigua Alemania oriental, y llegaron a la frontera polaca pasada la tarde del primer día. Delante de una granja en ruinas, a unos cinco kilómetros de la estación fronteriza polaca, Wallander introdujo el coche en un granero medio derruido.

El hombre que les recibió hablaba inglés y también era un letón que vivía lejos de su tierra; garantizó a Wallander que custodiaría el coche hasta que regresase. Después esperaron que anocheciera para adentrarse en el bosque de abetos, que cruzaron a trompicones hasta llegar a la frontera: habían conseguido atravesar la primera línea invisible camino de Riga. En una pequeña ciudad, insignificante y olvidada cuyo nombre no recordaba, un hombre resfriado llamado Janick les estaba esperando con un camión oxidado, e iniciaron un viaje de traqueteos y saltos a través de la campiña polaca. El conductor no tardó en contagiar a Wallander su resfriado, y éste empezó a echar de menos una buena cena y un buen baño, pero en ningún sitio les ofrecieron otra cosa que chuletas de cerdo frías y unas incómodas camas plegables en viviendas gélidas.

El viaje prosiguió muy despacio, ya que prácticamente se desplazaron de noche o justo antes de que amaneciera. El resto del tiempo discurría en una larga espera. Wallander hizo un esfuerzo por entender todas las precauciones que adoptaba Preuss, pero era incapaz de ver la posible amenaza que representaba Polonia, y Preuss no supo darle ninguna explicación plausible. La primera noche divisó las luces de Varsovia a lo lejos y la segunda, Janick atropelló a un ciervo en la carretera. Wallander intentaba comprender cómo estaba organizada aquella red de ayuda letona y qué función tenía aparte de escoltar a algún desorientado policía sueco e introducirlo ilegalmente en Letonia. Pero Preuss no le entendía, y Janick, cuando no estornudaba repartiendo una buena carga de bacilos, canturreaba sin cesar una canción inglesa de los tiempos de la guerra. Cuando por fin alcanzaron la frontera lituana, Wallander ya odiaba el estribillo de We’ll meet again, y pensó que podía encontrarse tanto en el interior de Rusia como en alguna parte de Polonia. ¿Y por qué no en Checoslovaquia o en Bulgaria? Había perdido por completo la orientación, apenas sabía en qué dirección podía quedar Suecia, y a cada kilómetro que el camión avanzaba hacia lo desconocido la empresa le parecía más insensata. Atravesaron Lituania en distintos autobuses, todos sin suspensión; por fin, a los cuatro días de conocer a Preuss, comenzaron a acercarse a la frontera letona, muy adentrados en un bosque que olía a resina.

—Warten —repitió Preuss.

Wallander se sentó obedientemente a esperar encima de un tocón. Tenía frío y se encontraba mal.

«Llegaré a Riga moqueando —pensó desesperado—. De todas las sandeces que he cometido en mi vida, ésta es la más disparatada, y no merece ningún respeto, sino una estruendosa carcajada sarcástica. Aquí, sobre un tocón del bosque lituano, se sienta un policía de mediana edad que ha perdido por completo el juicio y el sentido común».

Sin embargo, no había retorno posible. Sabía que nunca podría encontrar el camino de vuelta por sí solo. Dependía por completo del maldito Preuss, que el loco de Lippman le había atado al cuello como compañero de viaje; y el camino llevaba hacia delante, lejos de la razón, hacia Riga.

En el transbordador, más o menos cuando la costa sueca desaparecía simbólicamente de la vista, Preuss se puso en contacto con él cuando estaba en la cafetería tomando un café. Salieron a cubierta, donde soplaba un viento gélido. Preuss llevaba una carta de Lippman en la que se le comunicaba, para su asombro, su nueva identidad. Ya no sería el «señor Eckers», ahora se suponía que su nombre era «Hegel», Gottfried Hegel, un alemán comerciante de partituras y libros de arte. Para su sorpresa, Preuss le entregó, como si fuera la cosa más natural del mundo, un pasaporte alemán con su fotografía pegada y sellada, y recordó que Linda se la había tomado unos años antes. Cómo se había hecho con ella Joseph Lippman era un misterio insoportable para él. Pero ahora era el señor Hegel y por los gestos insistentes de Preuss, entendió que hasta nueva orden debía entregarle su pasaporte sueco. Se lo entregó y acto seguido pensó que estaba loco de remate por haberlo hecho.

Ya llevaba cuatro días rebelándose contra su nueva identidad. Preuss estaba acurrucado encima de una raíz y Wallander podía vislumbrar su cara en la oscuridad. Le pareció que Preuss oteaba sin cesar hacia el este. Habían pasado pocos minutos de la medianoche, cuando Wallander creyó que caería irremediablemente enfermo de pulmonía si permanecía sentado más tiempo en el tocón helado.

De pronto, Preuss alzó la mano y señaló con fervor al este. Habían colgado un quinqué en una rama para que Wallander pudiera ver a Preuss. Se levantó y entornó los ojos en la dirección que Preuss le señalaba. Al cabo de unos segundos vio una tenue luz intermitente, como si una bicicleta con la dinamo irregular se acercara hacia ellos. Preuss bajó de un salto del tocón y apagó el quinqué.

Gehen —susurró—. Schnell, nun. Gehen!

Las ramas le golpeaban con fuerza en la cara. «Estoy traspasando la última frontera —pensó—. Pero el alambre espinoso lo llevo en el estómago».

Salieron a una linde cortada, como si se tratara de una calle. Preuss detuvo a Wallander para escuchar atentamente. Luego cruzaron la linde hasta que pudieron introducirse de nuevo en el espeso bosque. Al cabo de diez minutos más o menos llegaron a un sucio sendero en un paúl, donde les esperaba un coche. Wallander atisbó la débil luz de un cigarrillo, y alguien salió y se acercó con una linterna. Más tarde se dio cuenta de que era Inese la que estaba ante él.

Durante mucho tiempo recordaría la alegría liberadora que sintió al verla, el reencuentro con alguien conocido. A la débil luz de la linterna le sonrió pero no se le ocurrió nada que decirle. Preuss extendió la mano para despedirse, y antes de que Wallander tuviera tiempo de decirle adiós, las sombras ya lo habían engullido.

—Nos espera un largo viaje hasta Riga —dijo Inese—. Tenemos que irnos.

Llegaron a Riga al amanecer. De cuando en cuando se detenían junto a la carretera para que Inese descansara. Además, una de las ruedas traseras pinchó, y Wallander la cambió después de muchos esfuerzos. Se ofreció para conducir, pero ella se limitó a rechazar con la cabeza sin darle ninguna explicación.

Enseguida comprendió que algo había sucedido. Había en el semblante de Inese algo duro y resuelto que no se debía solo al cansancio y la concentración de conducir por las carreteras sinuosas. Como no estaba seguro de que ella realmente tuviese fuerzas para contestar a sus preguntas, permaneció callado. Aun así, le informó de que Baiba Liepa estaba esperándole y de que Upitis continuaba encarcelado. Los periódicos se habían hecho eco de su confesión, de que había sido uno de los tres asesinos del mayor Liepa. Wallander no sabía cuál era el motivo del temor de Inese.

—Esta vez me llamo Gottfried Hegel —dijo cuando llevaban dos horas de viaje y se detuvieron para repostar gasolina de un bidón que sacó del maletero.

—Lo sé —contestó Inese—. No es un nombre muy bonito.

—Dime por qué estoy aquí, Inese. ¿Qué creéis que puedo hacer para ayudaros?

En lugar de responderle, ella le preguntó si tenía hambre y le extendió una botella de cerveza y dos bocadillos de embutido que llevaba en una bolsa de papel. Después continuaron el viaje. Se adormiló, pero como temía que ella se durmiera, se despertó sobresaltado.

Llegaron a las afueras de Riga poco antes del amanecer. Wallander se acordó de que era 21 de marzo, el día del aniversario de su hermana. En un intento de conjurar su nueva identidad decidió que Gottfried Hegel tenía una gran cantidad de hermanos, de los cuales la hermana más pequeña se llamaba Kristina. Se imaginó a la esposa de Hegel como una marimacho con bigote incipiente, y la vivienda de Schwabingen como una casa de ladrillos rojos con un jardín bien cuidado, pero insípido, en la parte trasera. Joseph Lippman le había provisto de una historia muy escueta como base para el pasaporte que Preuss le entregó, por lo que pensó que un interrogador experto tardaría menos de un minuto en desenmascarar a Gottfried Hegel, declarar falso el pasaporte y exigir su verdadera identidad.

—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó.

—Ya casi estamos —contestó evasivamente.

—¿Cómo podré ayudaros si no me explicáis nada en absoluto? —insistió—. ¿Qué es lo que no me quieres decir? ¿Qué es lo que ha ocurrido?

—Estoy cansada —respondió—, pero estamos muy contentos de que hayas vuelto. Baiba está feliz. Llorará de alegría cuando te vea.

—¿Por qué no contestas a mis preguntas? ¿Qué es lo que ha ocurrido? Ya veo que estás asustada.

—Estas últimas semanas se ha complicado todo, pero será mejor que te lo cuente Baiba. Hay tantas cosas que tampoco sé yo…

Condujeron por un interminable suburbio. Las siluetas de las fábricas se recortaban como animales prehistóricos contra la luz amarillenta de la calle. Atravesaron la niebla que flotaba a lo largo de las abandonadas calles, y Wallander pensó que de ese modo había imaginado siempre la Europa oriental, la que se había llamado socialista y se había proclamado triunfalmente como la alternativa al paraíso.

Detuvo el coche frente a un almacén alargado y apagó el motor.

Señaló un bajo portal de hierro situado en una de las fachadas laterales del edificio.

—Ve ahí —dijo—. Llama a la puerta y te abrirán. Ahora tengo que irme.

—¿Nos veremos otra vez?

—No lo sé; Baiba lo decidirá.

—No vas a olvidarte de que eres mi amante, ¿verdad?

Ella sonrió al contestar:

—Tal vez me gustase ser la amante del señor Eckers —admitió—, pero no sé si me agrada tanto serlo del señor Hegel. Soy una chica decente que no cambia de hombre así como así.

Cuando Wallander salió del coche ella se marchó de inmediato. Estuvo pensando seriamente si buscar una parada de autobuses para ir a Riga, desde donde se dirigiría al consulado o a la embajada suecos para que le ayudaran a volver a casa. No se atrevía ni a pensar en cómo reaccionaría el funcionario del Estado sueco que escuchara su historia, por más auténtica que fuera. Solo le quedaba desear que los funcionarios de la embajada tuvieran alguna solución para casos de enajenación mental aguda como el suyo.

Sin embargo, se daba cuenta de que ya era demasiado tarde, que tenía que concluir lo que había empezado, así que cruzó la grava y llamó a la puerta.

Abrió un hombre barbudo al que Wallander no había visto jamás. El hombre, que era bizco, le saludó con una sonrisa amable, miró por encima del hombro de Wallander por si alguien le había seguido, le hizo pasar con un suave empujoncito y cerró la puerta a sus espaldas.

Para su sorpresa, Wallander entró en un almacén de juguetes. Por doquier había altos anaqueles de madera repletos de muñecas. Era como si hubiese entrado en unas catacumbas subterráneas donde los sonrientes rostros de las muñecas fuesen cráneos malignos. Pensó que todo aquello era una pesadilla, que en realidad se encontraba en su dormitorio de Ystad, y que nada a su alrededor era real. Solo hacía falta respirar tranquilamente y esperar un despertar liberador. Sin embargo, no había ningún despertar donde refugiarse; de entre las sombras salieron tres hombres y una mujer; reconoció a uno de ellos como el chófer, que, callado, estuvo esperando en la penumbra la noche que Wallander habló con Upitis en la cabaña del bosque.

—Señor Wallander —empezó el hombre que le había abierto la puerta—, le agradecemos mucho que haya venido a ayudarnos.

—He venido porque Baiba Liepa me lo ha pedido —respondió Wallander—. No tengo otro motivo. Es a ella a quien quiero ver.

—En este momento no es posible —replicó la mujer en un perfecto inglés—. A Baiba la están siguiendo día y noche, pero creemos haber dado con un modo de ponerles en contacto.

El hombre se acercó con una silla que cojeaba. Alguien le dio una taza de té. La luz del local era tan tenue que a Wallander le costaba distinguir los rostros de las personas. El hombre bizco parecía ser el líder o el portavoz del comité de bienvenida. Comenzó a hablar acuclillado ante Wallander:

—Nuestra situación es muy difícil —afirmó—. Nos están vigilando a todos, ya que la policía sospecha que el mayor Liepa ocultó unos documentos que podrían comprometerles.

—¿Ha encontrado Baiba Liepa los papeles de su marido?

—Aún no.

—¿Sabe dónde están? ¿Tiene idea de dónde pudo esconderlos?

—No, pero está convencida de que usted va a poder ayudarla.

—¿Cómo voy a poder hacerlo?

—Usted es amigo nuestro, señor Wallander. Usted es un policía acostumbrado a resolver misterios.

«Están locos —pensó Wallander indignado—. Viven en un mundo irreal en el que han perdido el juicio». Se veía como el clavo ardiendo al que se aferraban, un clavo que había adoptado unas proporciones casi míticas. Comprendió de repente lo que la opresión y el temor hacían con la gente: las esperanzas depositadas en un salvador desconocido que acudía en su auxilio llegaban a extremos excesivos.

El mayor Liepa no era así, nunca había confiado más que en sí mismo y en los amigos y confidentes de su entorno. Para él, la realidad era el principio y el fin de las injusticias que caracterizaban a la nación letona. Era creyente, pero no había permitido que le ofuscase ningún Dios. Con la muerte del mayor, les faltaba su punto de referencia, y ahora el policía Kurt Wallander debía entrar en escena y representar la obra.

—Tengo que ver a Baiba Liepa cuanto antes —repitió—. Es lo único que me importa.

—Lo hará durante el día de hoy —respondió el hombre.

Wallander se sintió muy cansado. Quería tomar un baño y luego meterse en la cama para dormir. No se fiaba de su buen juicio cuando estaba muerto de cansancio y temía cometer errores desastrosos.

El hombre bizco permanecía aún en cuclillas delante de él. De repente, Wallander vio que llevaba un revólver en la cintura.

—¿Qué ocurrirá cuando encuentren los papeles del mayor Liepa? —preguntó.

—Intentaremos publicarlos —respondió el hombre—, sobre todo usted tendrá que procurar sacarlos del país y hacer que se publiquen en Suecia. Será un acontecimiento revolucionario, un acontecimiento histórico. Por fin, el mundo comprenderá lo que ha sucedido y aún está sucediendo en nuestro martirizado país.

Sintió la necesidad de protestar, de encarrilar a esa gente al camino del mayor Liepa, pero en su mente cansada no encontraba la palabra inglesa de «salvador»; le asombraba encontrarse en un almacén de juguetes en Riga sin saber qué hacer.

Todo ocurrió muy deprisa.

La puerta del almacén se abrió de golpe, Wallander se levantó de la silla y vio a Inese correr y gritar entre los anaqueles. No tenía ni la más remota idea de lo que sucedía. Luego siguió una fuerte explosión y se lanzó detrás de un anaquel lleno de cabezas de muñeca.

Luces y fuertes detonaciones cruzaron el almacén, pero hasta que no vio que el hombre bizco sacaba su revólver y disparaba contra un blanco desconocido, no comprendió que estaban en pleno tiroteo. Gateó por detrás de los anaqueles, en algún sitio entre el humo y la confusión había caído un estante lleno de figuras de arlequín, luego alcanzó una pared, pero no pudo llegar más lejos. El repiqueteo de las armas era insoportable, oyó gritar a alguien y al volverse vio que Inese había caído por encima de la silla en la que él mismo había estado sentado hacía un momento. Yacía muerta con la cara ensangrentada como si le hubieran disparado en un ojo. También pudo ver que el hombre que le había abierto la puerta agitaba un brazo por encima de la cabeza; le habían alcanzado, pero Wallander no pudo distinguir si estaba muerto o solo herido. Tenía que salir cuanto antes, pero se hallaba arrinconado cuando los primeros hombres uniformados asaltaron el almacén cargados con metralletas. En una repentina inspiración, tiró de un anaquel lleno de matrioshkas, las muñecas rusas, que cayeron por encima de su cabeza hasta dejarle enterrado. Estaba convencido de que le descubrirían y dispararían sobre él, y que su pasaporte falso no le serviría de nada. Inese estaba muerta, el almacén cercado y aquellos locos soñadores no habían tenido siquiera una oportunidad para defenderse.

El fuego cesó tan rápido como había empezado. El silencio que vino después era agobiante; se quedó inmóvil e intentó no respirar. Oyó voces, las de unos soldados o policías que hablaban, y de pronto reconoció la voz del sargento Zids. Pudo vislumbrar los hombres uniformados a través de la montaña de muñecas. Todos los amigos del mayor habían muerto y los estaban sacando de aquel local en camillas grises. Después el sargento Zids salió de las sombras y ordenó a sus hombres que examinaran el almacén. Wallander cerró los ojos pensando que pronto habría acabado todo. Se preguntó si su hija llegaría a enterarse algún día de lo que le había sucedido a su padre, desaparecido durante unas vacaciones en los Alpes, o, por el contrario, su desaparición llegaría a convertirse en un enigma tristemente célebre en los anales de la policía sueca.

Pero ninguno de los soldados apartó de una patada las muñecas de su cara. El eco de las botas se fue alejando poco a poco, la voz irritada del sargento dejó de incitar a su gente, y luego solo quedó el silencio y el olor amargo a munición quemada. Wallander no supo cuánto tiempo permaneció inmóvil. El frío suelo de cemento al final le caló tan hondo que comenzó a temblar tanto que las muñequitas rusas entrechocaban unas con otras. Se irguió con cuidado y notó que tenía un pie dormido, o tal vez estaba helado. El suelo estaba manchado de sangre y había agujeros de bala por doquier; se obligó a respirar hondo varias veces para no vomitar.

«Saben que estoy aquí —pensó—. Las órdenes del sargento Zids a sus soldados iban por mí. A lo mejor piensan que no he llegado aún, que han atacado demasiado pronto».

Se obligó a sí mismo a reflexionar, a pesar de que no podía quitarse de su mente la imagen inerte de Inese. Tenía que salir de esa casa de muertos, darse cuenta de que estaba solo y de que no podía hacer otra cosa que buscar el consulado sueco para pedir ayuda. Temblaba de miedo. El corazón le latía tan fuerte que pensó que estaba a punto de sufrir un infarto mortal. Pensaba todo el rato en Inese, y por fin los ojos se le anegaron en lágrimas. Lo único que deseaba era salir de allí cuanto antes. Nunca supo cuánto tiempo tardó en reaccionar con control.

La puerta estaba cerrada y estaba convencido de que el almacén estaría bajo vigilancia. No podía salir a plena luz del día. Había una ventana cubierta de suciedad detrás de uno de los anaqueles caídos. Con cuidado, se abrió paso a través de los juguetes pisoteados y miró hacia fuera. Lo primero que vio fueron dos jeeps frente al almacén. Cuatro soldados vigilaban atentamente el edificio con las armas empuñadas. Wallander se apartó de la ventana y miró a su alrededor. Tenía sed, y pensó que en alguna parte debía de haber agua ya que antes le habían ofrecido una taza de té. Mientras buscaba el grifo pensó desesperadamente qué iba a hacer. Era un hombre perseguido por unos cazadores brutales. Pensar en establecer contacto con Baiba Liepa equivalía a preparar el terreno para su propia ejecución. No le cabía la menor duda de que los dos coroneles, o al menos uno de ellos, harían cualquier cosa para evitar que las investigaciones del mayor llegasen a conocerse en Letonia o en el extranjero. Habían matado a Inese a sangre fría, la tímida y reservada Inese, como a un perro indeseado. Tal vez fue su propio chófer, el amable sargento Zids, quien disparó la bala que atravesó su ojo.

Su temor se confundía con un profundo odio. Si hubiese tenido un arma en la mano, no hubiese dudado en usarla. Por primera vez en su vida estaba dispuesto a matar sin tener que justificar legítima defensa.

«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto», pensó. Aquél era el conjuro que había formulado la vez que un borracho, en el Pildammensparken de Malmö le clavó un cuchillo en el pecho, cerca del corazón. De pronto esa frase cobraba un significado mucho más amplio.

Anduvo errante por aquel local y al final halló un lavabo sucio, donde goteaba un grifo. Se enjuagó la cara y sació la sed. Luego se dirigió a un rincón apartado del almacén, desenroscó una bombilla que estaba encendida en el techo y se sentó a esperar a que se hiciera de noche.

Para controlar el miedo intentó concentrarse en un plan de huida. Tenía que llegar al centro de la ciudad de algún modo y buscar el consulado sueco. Tenía que estar preparado para que cada agente, cada boina negra con que topara conociera sus señas y tuviera órdenes estrictas de permanecer alerta. Sin la ayuda de la delegación sueca estaba perdido. Descartaba la posibilidad de escapar. Además, tenía que contar con que el edificio de la delegación estaría bajo vigilancia.

«Los coroneles creen que conozco el secreto del mayor —pensó—. Si no, no hubieran reaccionado como lo han hecho. Digo los coroneles porque aún no sé quién está detrás de todo lo sucedido».

Se adormiló unas horas y se despertó repentinamente al oír el frenazo de un coche delante del almacén. De vez en cuando se asomaba a la ventana sucia. Los soldados seguían alerta. Wallander pasó el resto del día con un constante malestar. Aquella maldad era más fuerte que él. Registró el almacén en busca de una salida. La puerta principal quedaba totalmente descartada. Tras un buen rato, cerca del suelo, encontró una trampilla, que con toda seguridad era de ventilación. Puso la oreja contra la fría pared para oír si había soldados en ese lado del almacén, pero no pudo determinar si estaban allí o no. No sabía qué haría después, en caso de que lograse escapar del almacén. Intentó descansar todo lo que pudo, pero no logró conciliar el sueño. El cuerpo abatido de Inese, con el rostro ensangrentado, no le dejaba en paz.

Oscureció y el frío se intensificó.

Poco antes de las siete creyó que ya era hora de intentar salir. Abrió la oxidada trampilla con cuidado, convencido de que de un momento a otro se encenderían los focos, alguien vociferaría unas órdenes y una traca de metralletas dispararía contra el muro. Al fin logró soltar la trampilla y la entreabrió. Una mortecina luz proveniente de una fábrica adyacente iluminaba el patio arenoso. Intentó acostumbrar la vista a la oscuridad. No vio ningún soldado por ninguna parte. A unos diez metros del edificio había unos viejos camiones aparcados en la zona del almacén. Su primer propósito fue intentar llegar ileso hasta allí. Respiró hondo, se agachó y corrió todo lo que pudo hacia los coches desguazados. Cuando llegó al primer camión, tropezó con un neumático desechado y se golpeó la rodilla contra un parachoques. El dolor era muy intenso y tuvo miedo de que el ruido atrajera a los soldados, pero no ocurrió nada. La rodilla le dolía terriblemente y notó que la sangre le manaba y le corría pierna abajo.

¿Cómo seguiría adelante? Intentó imaginarse el consulado o la embajada suecos; no sabía qué clase de rango diplomático tenía la representación sueca en Letonia. Se dio cuenta de que no podía ni quería darse por vencido. Era preciso encontrar a Baiba Liepa, no lanzar una bengala de socorro para sí mismo. Tenía fuerzas para pensar en otras cosas tras salir del horror vivido en el almacén, la casa mortuoria de Inese y del hombre bizco. Había llegado hasta allí por Baiba Liepa, tenía que encontrarla aunque le costara la vida.

Se alejó por entre las sombras. Siguió una verja que rodeaba una fábrica y al final llegó a una calle mal iluminada. Todavía no sabía dónde se encontraba. A lo lejos oyó el estruendo parecido al de una autopista con mucho tráfico, y decidió ir en esa dirección. De vez en cuando se cruzaba con gente, y agradeció a Joseph Lippman que le exigiera ponerse la ropa que Preuss le había traído en una maleta rota. Durante más de media hora caminó en dirección al lugar de donde provenía el ruido de tráfico. En dos ocasiones se escondió a la vista de unos coches patrulla, mientras intentaba pensar qué iba a hacer. Finalmente comprendió que solo podía recurrir a una persona, lo que comportaría un gran riesgo, pero no tenía otra elección. Tenía que pasar otra noche escondido en un lugar que todavía no había encontrado. La tarde era fría y necesitaba encontrar algo de comida para resistir la noche que le esperaba.

Supo que jamás llegaría andando a Riga. Le dolía la rodilla y estaba mareado por el cansancio. Solo podía hacer una cosa: robar un coche. La idea le asustó, pero sabía que era la única posibilidad. Al instante recordó haber visto un Lada aparcado en la calle que acababa de cruzar. No estaba frente a una vivienda sino que parecía abandonado. Dio la vuelta y regresó por donde había venido mientras hacía un esfuerzo por recordar cómo abrían las cerraduras y hacían el puente los ladrones de coches suecos. Pero ¿qué sabía él de un Lada? Quizá ni siquiera se pondría en marcha con aquel sistema.

El coche era gris y tenía el parachoques abollado. Wallander permaneció en la sombra contemplando el Lada y los alrededores. Solo veía edificios de fábricas con las luces apagadas. Se acercó a la verja medio derruida junto al muelle de carga delante de las ruinas de lo que antes había sido una fábrica. Con los dedos rígidos por el frío logró sacar un trozo del alambre de unos treinta centímetros de largo, le hizo un lazo en una punta y se apresuró hacia el coche.

Fue más fácil de lo que había imaginado manipular el alambre por la ventanilla del coche y levantar el cierre. Se metió aprisa en el coche y buscó el contacto y los cables. Se maldijo por no llevar cerillas, el sudor le resbalaba por dentro de la camisa y pronto empezó a tiritar de frío. Al final, por desesperación, tiró de todo el manojo de cables que había detrás del contacto, arrancó el soporte de la cerradura y conectó los cables sueltos. Como había una marcha puesta, el coche dio un salto cuando por fin logró conectar. Puso el coche en punto muerto y volvió a conectar los cables. El coche se puso en marcha, buscó sin éxito el freno de mano, tiró de todos los botones para encender las luces y puso la primera.

«Qué pesadilla —pensó—. Soy un inspector de la policía sueca, y no un loco con un pasaporte falso que se dedica a robar coches en la capital letona». Se dirigió por donde antes había pasado; buscó la posición de las diferentes marchas mientras se preguntaba por qué el coche apestaba tanto a pescado.

Al cabo de un rato, llegó a la autovía. En la entrada casi se le caló el coche, pero logró mantener encendido el motor. Cuando vio las luces de Riga decidió buscar el barrio del hotel Latvia e ir a uno de los pequeños restaurantes que había visto en su anterior visita. De nuevo agradeció a Joseph Lippman que hubiera dispuesto que Preuss le diera una suma de dinero letón. No sabía cuánto llevaba, pero esperaba que le llegase para poder cenar. Condujo a lo largo del puente que cruza el río y giró a la izquierda por el paseo. El tráfico no era muy intenso, pero quedó atrapado detrás de un tranvía; un taxista, que tuvo que frenar bruscamente detrás de él, le increpó con furia.

Se puso muy nervioso porque no encontraba las marchas; solo pudo adelantar al tranvía torciendo por una calle que era de dirección única, lo que descubrió demasiado tarde. Un autobús le venía de frente, la calle era muy estrecha y por mucho que tanteó la palanca de cambios no encontró la marcha atrás. Estaba a punto de dejarlo todo, abandonar el coche en medio de la calle y huir, cuando por fin encontró la posición correcta e hizo marcha atrás para dar paso al autobús. Giró por una de las calles paralelas que daban al hotel Latvia y aparcó el coche. Estaba empapado de sudor. Pensó de nuevo que contraería una pulmonía si no tomaba pronto un baño caliente y se ponía ropa seca.

El reloj de una iglesia señalaba las nueve menos cuarto. Cruzó la calle y entró en una cervecería que recordaba de su primera visita a Riga. Tuvo suerte y encontró una mesa libre en aquel local lleno de humo. Los hombres que discutían y se inclinaban sobre sus cervezas parecían no notar su presencia. No se veían hombres uniformados por ninguna parte; ahora podría estrenarse en su papel de Gottfried Hegel, viajante de partituras y libros de arte. Cuando Preuss y él estaban en Alemania, había advertido que menú se decía en alemán Speisekarte, y eso fue lo que pidió. El texto, sin embargo, estaba escrito en letón, por lo que señaló al azar una de las líneas. Le sirvieron un plato de estofado y tomó una cerveza. Por unos momentos su mente quedó en blanco.

Después de cenar, se encontró mejor. Pidió una taza de café y su mente empezó a funcionar de nuevo. De pronto se le ocurrió dónde pasar la noche; aplicaría sus conocimientos sobre el país: todo se puede comprar. En su visita anterior, había visto pensiones y hostales decadentes cerca del hotel Latvia. Iría allí, usaría el pasaporte alemán, dejaría unos billetes de cien coronas suecas en el mostrador de recepción y con ello pagaría para poder estar en paz y no tener que contestar preguntas incómodas. Corría el riesgo de que los coroneles hubiesen ordenado una extrema vigilancia en todos los hoteles de Riga, pero tenía que arriesgarse, y calculó que la identidad alemana le protegería por lo menos esa noche, hasta que por la mañana revisasen las hojas de inscripción de los hoteles. Además, con un poco de suerte, quizá topara con un recepcionista al que no le gustase demasiado pasar información a la policía.

Se tomó el café, y pensó en los dos coroneles, y en el sargento Zids, quien tal vez había matado a Inese. En algún lugar de esa terrible oscuridad, le esperaba Baiba Liepa. «Baiba llorará de alegría cuando te vea». Fueron casi las últimas palabras que Inese había pronunciado en su corta vida.

Miró el reloj de encima del mostrador: casi las diez y media. Pagó la cuenta y vio que tenía de sobra para pagar la habitación del hotel.

Salió de la cervecería y se detuvo delante del hotel Hermes, situado a poca distancia de allí. La puerta estaba abierta y subió unas crujientes escaleras hasta la segunda planta. Se abrió una cortina y una anciana encorvada le miró entornando los ojos tras unas gafas de cristales gruesos. Sonrió con toda la amabilidad de la que fue capaz, dijo Zimmer y puso el pasaporte encima del mostrador. La mujer asintió con la cabeza, respondió en letón y le entregó una tarjeta para que la rellenase. Como se dio cuenta de que no se preocupó en mirar el pasaporte, cambió de plan y se registró bajo un nombre falso. Con las prisas no se le ocurrió otro nombre que Preuss, se bautizó con el nombre de pila de Martin, puso la edad de treinta y siete, y Hamburgo como lugar de origen. La anciana le sonrió con amabilidad, le entregó la llave y señaló un pasillo detrás de ella. «No puede estar fingiendo —pensó—. Podré dormir aquí toda la noche mientras la ira de los dos coroneles no se desate y organicen redadas en todos los hoteles de Riga por la noche. No creo que tarden en descubrir que Martin Preuss es Kurt Wallander, pero para entonces ya estaré lejos de aquí». Abrió con la llave la puerta de la habitación y lleno de júbilo vio que había una bañera; apenas pudo dar crédito cuando comprobó además que poco a poco el agua iba calentándose. Se desnudó y se metió en ella. El calor que le recorría el cuerpo le adormiló.

El agua estaba fría cuando se despertó. Se levantó, se secó y se metió en la cama. Escuchó el traqueteo de un tranvía por la calle. Miró fijamente en la oscuridad y notó cómo le volvía el miedo.

Pensó que tenía que continuar con lo que había planeado. Si perdía el control de sus nervios, los perros que le perseguían pronto le alcanzarían, y para entonces estaría perdido.

Sabía lo que debía hacer.

Al día siguiente iría en busca de la única persona en Riga que quizá podía ayudarle a ponerse en contacto con Baiba Liepa.

No sabía su nombre.

Pero sabía que tenía los labios pintados de color rojo.