A los seis días de su regreso, había una carta esperándole.
La encontró en el suelo delante de la puerta de su casa tras un día largo y complicado en la comisaría. Durante toda la tarde había caído una densa aguanieve, y antes de abrir la puerta pasó un buen rato en la escalera sacudiéndose los pies para quitarse la nieve de encima.
Más tarde pensó que, inconscientemente, no quería que se pusieran en contacto con él. En su interior, sabía que lo harían, pero quería retrasarlo tanto como fuera posible, ya que no se sentía preparado.
Había un sobre marrón en el felpudo. Primero pensó que era correo comercial, ya que había un nombre impreso en la parte delantera, así que lo dejó en la mesita del recibidor y se olvidó de él. Tras cenar un guiso que se había preparado con un pescado que llevaba demasiado tiempo en el congelador, se acordó de la carta y fue en su busca. FLORES LIPPMAN, decía el sobre, lo que le extrañó porque aún no era época para que un centro de jardinería enviara sus ofertas. Por un instante pensó en tirar la carta a la basura sin abrirla, pero tenía el vicio de ojear cualquier tipo de propaganda que cayera en sus manos antes de deshacerse de ella. Sabía que era una manía debida a su profesión: podía haber algo escondido entre los folletos abigarrados. A menudo se veía a sí mismo con la manía de girar todas las piedras que se hallaban en su camino, siempre tenía que averiguar lo que se escondía debajo.
Al abrir el sobre de un tirón y ver que contenía una carta manuscrita, comprendió que finalmente se habían puesto en contacto con él.
Dejó la carta sobre la mesa de la cocina y se preparó una taza de café. Sentía la necesidad de darse un respiro antes de leer lo que le decían, y sabía que era por Baiba Liepa.
Cuando bajaba del avión en Arlanda la semana anterior, se sintió vagamente triste, pero al mismo tiempo aliviado por no estar ya en un país donde en todo momento le vigilaban; tal era el sentimiento, que en un arrebato de espontaneidad quiso conversar con la controladora de pasaportes al introducir el suyo por debajo del cristal. «Me alegro de estar en casa», le dijo, pero ella se limitó a dirigirle una furtiva mirada de asco y le devolvió el pasaporte sin abrirlo siquiera.
«Esto es Suecia —pensó—. En la superficie todo es limpio y bonito, y nuestros aeropuertos están construidos para que la suciedad y las sombras no puedan adherirse a ningún sitio. Aquí todo es transparente, todo es como dice ser. Nuestra religión y nuestra mezquina esperanza nacional es el bienestar, un bienestar inscrito en la Constitución, que proclama al mundo que en Suecia es un crimen morir de hambre. Los suecos no hablamos con desconocidos si no es absolutamente imprescindible, porque lo desconocido puede hacernos daño, ensuciar nuestros rincones y apagar las luces de neón. Jamás construimos imperio alguno, por lo que nunca tuvimos que ver cómo sucumbía, pero nos convencimos de haber creado el mejor de los mundos, aunque fuera pequeño: nos habían confiado la vigilancia de la entrada al paraíso, y ahora que la fiesta se ha acabado, nos vengamos teniendo la policía de aduanas más antipática del mundo».
La pesadumbre sustituyó casi de inmediato a la sensación de alivio que acababa de experimentar. En el mundo de Kurt Wallander, en ese paraíso ya en parte desmantelado, no había cabida para Baiba Liepa. No podía imaginársela aquí, con toda esa claridad, con todas las luces de neón funcionando sin fundirse, a pesar de ser tan ilusorias. Y, sin embargo, ya empezaba a añorarla; mientras arrastraba la maleta por el largo pasillo similar al de una cárcel hacia la nueva terminal de tráfico nacional, en la que debía esperar su vuelo a Malmö, empezó a soñar con volver a Riga, la ciudad en que los perros invisibles le habían vigilado. El avión para Malmö salía con retraso, por lo que le entregaron un vale para cambiarlo por un bocadillo. Estuvo un buen rato sentado viendo despegar y aterrizar los aviones entre torbellinos de nieve polvo. A su alrededor, hombres con trajes hechos a medida hablaban sin cesar por sus teléfonos móviles y, para su asombro, oyó cómo un obeso viajante comercial de bombas centrífugas le leía por el teléfono irreal el cuento de Hansel y Gretel a su hijo. Luego Wallander llamó a su hija, y para su sorpresa la encontró en casa. Sintió una gran alegría al oír su voz, y por un momento pensó en quedarse en Estocolmo unos días, pero ella dio a entender que tenía mucho que hacer, por lo que él no se atrevió a proponérselo. En lugar de eso pensó en Baiba, en su miedo y en su rebeldía, y se preguntó si en realidad se atrevía a creer que el inspector sueco no la defraudaría. Pero ¿qué podía hacer? Si volvía, los perros enseguida encontrarían su rastro y nunca podría deshacerse de ellos.
Cuando llegó a altas horas de la noche a Sturup, nadie estaba esperándole. Tomó un taxi hasta Ystad y estuvo charlando del tiempo con el chófer, que por cierto conducía muy por encima de la velocidad permitida. Cuando no tuvo más que decir sobre la niebla y la nieve polvo que se arremolinaba a la luz de los faros, le embargó el olor a Baiba Liepa y la profunda angustia de que no volvería a verla nunca más.
Al día siguiente, fue a Löderup a visitar a su padre. La mujer de los servicios sociales le había cortado el cabello, y Wallander pensó que hacía muchos años que no tenía tan buen aspecto. Le llevaba una botella de coñac y su padre, al ver la marca, asintió contento con la cabeza.
Para su propio asombro, le contó lo de Baiba.
Charlaron sentados en el viejo establo que su padre había convertido en estudio. En el caballete había un lienzo por acabar. El paisaje era el mismo de siempre, pero Wallander vio que esta vez sería uno de los ejemplares con urogallo en el extremo izquierdo. Cuando llegó con el coñac, su padre estaba ocupado en pintar el pico del urogallo, pero, aun así, dejó los pinceles y se limpió las manos en un trapo que olía a aguarrás. Wallander empezó a contarle su viaje a Riga y de pronto, sin saber por qué, pasó a referirle su encuentro con Baiba Liepa. No mencionó que era la viuda de un policía asesinado, sino su nombre, que la había conocido y que la echaba de menos.
—¿Tiene hijos? —preguntó el padre.
Wallander negó con la cabeza.
—¿Puede tenerlos?
—Supongo que sí. ¿Cómo voy a saberlo?
—Sabrás su edad, ¿no?
—Es más joven que yo. Unos treinta y tres años.
—Por tanto, puede tener hijos.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque creo que es lo que necesitas.
—Ya tengo una hija, Linda.
—No basta. Los hombres necesitan tener al menos dos hijos para saber de qué va la vida. Tráetela a Suecia y cásate con ella.
—No es tan fácil.
—¡Cómo complicas las cosas por ser policía!
«Ya está —pensó Wallander—. Siempre la misma cantinela. No se puede conversar con él sin que encuentre un motivo para atacarme por haber ingresado en el cuerpo de policía».
—¿Puedes guardar un secreto? —preguntó.
El padre le miró con recelo.
—¿A quién quieres que se lo cuente? —respondió.
—Tal vez deje de trabajar en la policía —dijo Wallander—. Quizá me busque otro trabajo, de guarda de seguridad en la fábrica de caucho de Trelleborg, pero no es seguro.
El padre le miró sorprendido antes de contestar.
—Nunca es tarde para recobrar el sentido común. De lo único que te arrepentirás será de lo mucho que has tardado en decidirte.
—He dicho que tal vez, papá, no que sea seguro.
Pero el padre había dejado de escucharle, había vuelto al caballete y al pico del urogallo. Wallander se sentó en un viejo trineo de silla y le contempló un rato en silencio. Luego se fue a casa. Pensó que no tenía a nadie con quien hablar. A los cuarenta y tres años echaba de menos a una persona de confianza a su lado. Cuando murió Rydberg, se quedó más solo de lo que hubiera podido imaginar. Lo único que tenía era Linda. Con Mona, la madre de Linda, que se había separado de él, ya no tenían mucho en común. Se había convertido en una desconocida, y no sabía casi nada de la vida que llevaba en Malmö.
Cuando pasó la salida de Kåseberga se le ocurrió hacerle una visita a Göran Boman, de la policía de Kristianstadt. Quizás a él podría comentarle todo lo que le había sucedido.
Pero finalmente no fue a Kristianstad, sino que volvió a la comisaría. Tras informar a Björk, respondió a las preguntas de Martinson y los demás colegas mientras tomaban café en el comedor, pero pronto comprendió que en realidad a nadie le interesaba lo que tenía que contarles. Envió la solicitud a la fábrica de caucho de Trelleborg y cambió los muebles de sitio de su despacho en un vano intento de hacer renacer sus ganas de trabajar. Björk, que al parecer se dio cuenta de su actitud ausente, quiso animarle, y en un inoportuno intento de buena voluntad, le pidió que se encargara de dar una charla ante el Rotary Club de la ciudad. Aceptó el encargo y durante una comida en el hotel Continental, dio una frustrada charla sobre los recursos técnicos modernos empleados en el trabajo policial. Olvidó aquel discurso nada más pronunciarlo.
Una mañana, al despertarse, se creyó enfermo.
Acudió al médico de la policía y le hicieron un chequeo minucioso. El médico le encontró bien, pero le sugirió que vigilara el peso. Llegó de Riga un miércoles y el sábado se fue a Åhus a cenar y bailar. Tras unos cuantos bailes, le invitaron a unirse a una mesa en la que había una fisioterapeuta de Kristianstadt llamada Ellen, pero incesantemente se le aparecía la cara de Baiba Liepa; le seguía como una sombra, por lo que se retiró temprano a casa. Tomó el camino de la costa y se detuvo ante el campo desierto donde todos los veranos se celebraban las ferias de Kivik, el mismo campo por donde había corrido como un loco el año anterior, pistola en mano, persiguiendo a un asesino. Ahora el campo estaba cubierto por una fina capa de nieve, la luna llena iluminaba el mar, y veía la cara de Baiba Liepa ante él, incapaz de apartarla de sus pensamientos. Continuó hasta Ystad y bebió hasta emborracharse en su apartamento; puso la música tan alta que los vecinos empezaron a golpear las paredes.
La mañana del domingo tenía palpitaciones, y se pasó el día entero esperando no sabía qué.
El lunes llegó la carta. Se sentó a la mesa de la cocina y leyó la pulcra letra. La carta estaba firmada por alguien que decía llamarse Joseph Lippman:
«Eres amigo de nuestro país. Desde Riga nos han llegado informes de tus grandes aportaciones. Dentro de poco tendrás noticias nuestras con más detalles acerca de tu regreso.
»Joseph Lippman».
Wallander se preguntó en qué consistían sus grandes aportaciones y quiénes eran los «nosotros» que enviarían más noticias.
El escueto texto y el mensaje formulado como una orden le irritaron. ¿Acaso no tenía él ni voz ni voto? No estaba decidido en absoluto a integrarse en el servicio secreto de unas personas invisibles, ya que su tormento y sus dudas eran más grandes que su determinación y su voluntad. Lo cierto es que quería volver a ver a Baiba Liepa, pero no se fiaba de sus propias razones, y se veía más bien como un adolescente aquejado de mal de amores.
Pero el martes por la mañana, al despertarse, una determinación había cobrado forma dentro de él. Se dirigió a la comisaría, participó en una reunión sindical sin sentido y fue a ver a Björk.
—Quisiera saber si puedo tomarme unos días de las vacaciones que me quedan —empezó.
Björk le observó con una mezcla de envidia y profunda comprensión.
—Me gustaría poder decir lo mismo —respondió—. Acabo de leer un largo memorando del grupo de homicidios. Me imagino a mis colegas de todo el país haciendo lo mismo, inclinados sobre sus escritorios. Lo he releído y lo único que he sacado en claro es que no entiendo la finalidad del memorando. Se espera de nosotros que nos pronunciemos sobre unos escritos anteriores en relación con la gran reorganización, pero no sé a cuál de esos escritos se refiere este memorando.
—Tómate unos días libres —le propuso Wallander.
Björk apartó irritado un papel de su vista.
—Imposible —respondió—. Solo estaré libre cuando me jubile, si es que vivo para entonces, aunque sin duda sería estúpido morir en el cargo. ¿Dices que quieres unas vacaciones?
—Pensaba ir a esquiar a los Alpes una semana, lo que, además, facilitará en algo la planificación de San Juan. Puedo trabajar entonces y tomar las vacaciones a finales de julio.
Björk asintió con la cabeza.
—¿Y has podido encontrar plaza en algún vuelo chárter? Pensaba que todo estaba al completo en esta época del año.
—No.
Björk levantó las cejas asombrado.
—¿Un viaje improvisado?
—Iré en coche a los Alpes; no me gustan los viajes organizados.
—¿Y a quién le gustan?
De repente Björk le miró con la expresión severa que usaba al considerar que hacía falta recordar quién era el jefe.
—¿Qué investigaciones tienes en marcha ahora mismo?
—Poca cosa; el caso de malos tratos de Svarte es lo más urgente, pero puede encargarse otro.
—¿Y cuándo quieres partir? ¿Hoy?
—El jueves me va bien.
—¿Cuántos días libres piensas tomarte?
—He calculado que todavía me quedan diez días.
Björk asintió con la cabeza y tomó nota.
—Creo que haces bien en tomarte unos días de descanso —dijo—. Últimamente tienes mala cara.
—Es lo menos que se puede decir —contestó Wallander, y salió del despacho.
El resto del día trabajó en la investigación del caso de malos tratos, hizo numerosas llamadas y tuvo tiempo, además, de contestar a un escrito de la caja de ahorros acerca de una duda en su nómina. Mientras trabajaba estuvo esperando que sucediera algo. Buscó en el listín telefónico de Estocolmo y encontró varias personas con el apellido Lippman, pero en las páginas amarillas no había nada llamado Flores Lippman.
Poco después de las cinco, ordenó su escritorio y se fue a casa. Dio un rodeo y se detuvo ante una tienda de muebles recién inaugurada, y entró a echar un vistazo a un sillón de cuero que le había gustado para su apartamento, pero el precio le disuadió. En una tienda de la calle de Hamngatan, compró unas patatas y un trozo de panceta. La joven dependienta le reconoció y le sonrió con amabilidad al pagar. Él recordó que hacía unos cuantos años había dedicado un día entero a buscar a un hombre que había atracado la tienda. Se fue a casa, preparó la cena y se sentó delante de la televisión.
Eran ya más de las nueve cuando se pusieron en contacto con él.
El teléfono sonó y un hombre que hablaba sueco con acento extranjero le pidió que fuera a la pizzería que estaba delante del hotel Continental. Wallander, que ya estaba harto de tanto secreto, pidió al hombre que se identificara.
—Tengo muchos motivos para ser desconfiado —aclaró—. Quiero saber adónde me dirijo.
—Mi nombre es Joseph Lippman. Le envié una carta.
—Sí, pero ¿quién es usted?
—Tengo una pequeña empresa.
—¿Un centro de jardinería?
—Podría llamarse así.
—¿Qué quiere usted de mí?
—Creo que se lo expresé con bastante claridad en la carta.
Wallander decidió zanjar la conversación, ya que de todos modos no recibía las respuestas que quería, y notó que se estaba enfadando. Le cansaba verse rodeado siempre de caras invisibles que le hablaban y le exigían que mostrara interés y estuviera preparado para cooperar. ¿Quién podía asegurarle que este tal Lippman no tenía nada que ver con los dos coroneles letones?
Aparcó el coche y fue caminando por la calle de Regementsgatan hasta el centro. Llegó a la pizzería a las nueve y media. Había comensales en una decena de mesas, pero no vio a ningún hombre solitario que encajara con la descripción de Lippman. Como un destello, le vino a la memoria lo que Rydberg le dijo en una ocasión: «Siempre hay que decidir si es conveniente ser el primero o el último en llegar al lugar de encuentro». Lo había olvidado, pero en este caso no sabía si tenía importancia o no. Se sentó a una mesa en un rincón, pidió una cerveza y esperó.
Joseph Lippman llegó a las diez menos tres minutos. Para entonces, Wallander se preguntaba si le habían llamado con la intención de hacerle salir del apartamento, pero cuando aquel hombre atravesó el umbral de la puerta, supo enseguida que se trataba de Joseph Lippman. Tenía unos sesenta años y llevaba un abrigo demasiado grande para él. Se movía con cuidado por entre las mesas como si tuviese miedo a caerse o pisar una mina. Sonrió a Wallander, se quitó el abrigo y se sentó frente a él. Estaba alerta y miraba con sigilo por el local. En una de las mesas vecinas, dos hombres intercambiaban comentarios acalorados sobre alguien que al parecer se caracterizaba por una incapacidad sin límites.
Wallander pensó que Joseph Lippman era judío, al menos su aspecto lo era. Las mejillas eran grises por la fuerte barba, y sus ojos, pardos tras las gafas sin montura. Pero ¿acaso Wallander sabía cómo era el aspecto de un judío? No.
La camarera se acercó a la mesa y Lippman pidió una taza de té. Su cortesía era tan acusada que Wallander intuía estar frente a un hombre que había sufrido muchas vejaciones en la vida.
—Le agradezco mucho que haya venido —dijo Lippman. Hablaba tan bajo que Wallander tuvo que inclinarse sobre la mesa para poder oírle.
—No me dio otra opción —respondió—. Primero una carta, después una llamada. ¿Por qué no empieza por decirme quién es usted?
Lippman movió la cabeza en señal de rechazo.
—Quien yo sea carece de importancia. El que importa es usted, señor Wallander.
—No —respondió éste, y notó que empezaba a irritarse de nuevo—. Comprenderá que no pienso escucharle si ni siquiera está dispuesto a confiarme quién es usted.
La camarera volvió con el té de Lippman, y la respuesta se quedó suspendida en el aire hasta que estuvieron solos de nuevo.
—Mi papel es simplemente el de coordinador y mensajero. ¿A quién le importa el nombre de un mensajero? A nadie. Después de esta entrevista, yo desaparezco. Lo más probable es que no volvamos a vernos nunca más. No se trata de una cuestión de confianza, sino de decisiones prácticas, y la seguridad es siempre una cuestión práctica. Según mi opinión, la confianza también lo es.
—Entonces podremos concluir enseguida —replicó Wallander.
—Tengo noticias para usted de Baiba Liepa —respondió Lippman con rapidez—. ¿No quiere oírlas siquiera?
Wallander se relajó en su silla. Contemplaba al hombre que estaba sentado frente a él, extrañamente desmadejado, como si su salud fuese tan frágil que pudiese quebrarse en cualquier momento.
—No quiero oír nada hasta saber quién es usted —insistió—. Tan simple como eso.
Lippman se quitó las gafas y vertió con cuidado un poco de leche en el té.
—Si no lo hago, es solo por consideración hacia usted, señor Wallander —aclaró Lippman—. En los tiempos que vivimos, cuanto menos se sepa, mucho mejor.
—Estuve hace poco en Riga —dijo Wallander—, y sé lo que significa estar siempre vigilado y controlado, pero ahora estamos en Suecia, y no en Letonia.
—Quizá tenga usted razón —admitió pensativo—. Tal vez sea un anciano que ya no sabe discernir cómo está cambiando el mundo.
—Los centros de jardinería —dijo Wallander para ayudarle a continuar— tampoco han tenido siempre el mismo aspecto, ¿verdad?
—Llegué a Suecia en 1941 —empezó Lippman removiendo el té lentamente con la cucharilla—. En aquella época, era un joven que albergaba el sueño inmaduro de ser un gran artista. En una madrugada gélida divisamos la costa de Gotland y comprendimos que estábamos a salvo, a pesar de que el barco tenía una vía de agua y que varios de los que huían conmigo estaban muy enfermos. Estábamos desnutridos y teníamos tuberculosis. Pero todavía recuerdo esa gélida madrugada de principios de marzo, y decidí que algún día pintaría un cuadro con el motivo de la costa sueca, como metáfora de la libertad: la puerta del paraíso, congelada y fría, y unas rocas negras entre la niebla. Pero nunca pinté ese motivo y me hice jardinero. Y ahora vivo de dar consejos sobre plantas para diversas empresas suecas. Últimamente he advertido que los que trabajan en las nuevas empresas informáticas tienen gran necesidad de esconder sus máquinas detrás de las plantas. Nunca pintaré la imagen del paraíso, tendré que contentarme con haberlo visto. El paraíso tiene tantas puertas como el infierno, y nosotros tenemos que aprender a discernirlas; de lo contrario, estamos perdidos.
—¿Y sabía discernirlas el mayor Liepa?
Lippman no reaccionó de ningún modo al sacar a relucir el nombre del mayor en la conversación.
—El mayor Liepa sabía cómo eran las puertas —dijo despacio—, pero no murió por eso, sino porque había visto quién salía y entraba por ellas: personas que temen la luz, puesto que la luz les hace visibles a ojos de personas como el mayor Liepa.
Wallander tuvo la impresión de que Lippman era un hombre profundamente creyente. Hablaba como un sacerdote ante una congregación invisible.
—Toda mi vida he vivido en el exilio —continuó—. Los primeros diez años, hasta mediados de los cincuenta, creía que podría volver un día a mi patria. Luego vinieron los largos años sesenta y setenta, y fue cuando perdí la esperanza por completo. Solo los letones muy ancianos que vivían en el exilio, solo los muy ancianos y los muy jóvenes y los muy locos creían que el mundo cambiaría y que, llegaría el día en que podríamos volver al país perdido. Creían en el momento crucial dramático, mientras que yo me esperaba un alargado fin de la tragedia, que ya se podía dar por concluida. Pero de pronto las cosas empezaron a cambiar: empezamos a recibir informes extraños de nuestra vieja patria, informes que rebosaban de optimismo. Vimos sacudirse a la gigantesca Unión Soviética, como si la fiebre latente por fin empezase a brotar. ¿Era posible que lo que nunca nos atrevimos a soñar se hiciera realidad a pesar de todo? Aún no lo sabemos. Somos conscientes de que se nos puede escapar la libertad una vez más. La Unión Soviética está debilitada, pero puede que sea una situación pasajera. Tenemos poco tiempo a nuestra disposición. Eso lo sabía el mayor Liepa y eso era lo que le empujaba a seguir adelante.
—¿Tenemos? —dijo Wallander—. ¿Quiénes?
—Todos los letones de Suecia pertenecen a alguna organización —aclaró Lippman—. Siempre nos hemos asociado en diferentes organizaciones como sustituto de la patria perdida. Hemos intentado ayudar a las personas a preservar su cultura; hemos construido tablas de salvación, hemos instituido fundaciones, hemos recibido las llamadas de auxilio e intentado responderlas, hemos luchado incesantemente para no ser olvidados. Nuestras organizaciones en el exilio han sido una especie de sustituto de las ciudades y los pueblos que nos vimos obligados a abandonar.
La puerta de cristal de la pizzería se abrió y entró un hombre solo. Lippman reaccionó de inmediato. Wallander reconoció al hombre. Se llamaba Elmberg, y era el encargado de una de las gasolineras de la ciudad.
—No pasa nada —dijo—. Ese hombre no ha matado una mosca en su vida. Además, dudo de que jamás se haya preocupado por la existencia del Estado letón. Es el encargado de una gasolinera.
—Baiba Liepa le envía un grito de socorro —dijo Lippman—. Le pide que vaya; necesita su ayuda.
Sacó un sobre del bolsillo interior.
—De Baiba Liepa —afirmó—. Para usted.
Wallander cogió el sobre, que estaba sin cerrar, y sacó la fina hoja con cuidado. El mensaje era breve y estaba escrito a lápiz. Le dio la impresión de que lo había escrito con mucha prisa:
«Hay un testamento y un guardián. Pero me temo que yo sola no pueda encontrar el lugar exacto. Confía en los mensajeros, tal y como un día confiaste en mi marido.
»Baiba».
—Le asistiremos en todo lo que necesite para ir a Riga —explicó Lippman cuando Wallander apartó la carta.
—No podrá volverme invisible, ¿verdad?
—¿Invisible?
—Si voy a Riga tendré que cambiar de identidad. ¿Cómo lo hará? ¿Cómo podrá garantizar mi seguridad?
—Tendrá que confiar en nosotros, señor Wallander. Pero no nos queda mucho tiempo.
Wallander comprendió que Joseph Lippman también estaba preocupado. Intentó convencerse de que nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor era real, pero sabía que no era cierto. También pensó que ése era el aspecto del mundo. Baiba Liepa le había enviado uno de los miles de gritos de socorro que cruzan los continentes sin cesar. Iba dirigido a él y tenía que contestar.
—He pedido vacaciones a partir del jueves —continuó—. Oficialmente me voy a los Alpes a esquiar. Puedo estar fuera una semana larga.
Lippman apartó la taza de té. El rasgo débil y triste de su cara de repente se volvió firme y decidido.
—Es una idea estupenda —respondió—. Muchos policías suecos viajan cada año a los Alpes para probar suerte en las pistas. ¿Qué camino tomará?
—Vía Sassnitz. En coche a través de la antigua Alemania oriental.
—¿Cómo se llama su hotel?
—No tengo ni idea. Jamás he estado en los Alpes.
—Pero ¿sabe esquiar?
—Sí.
Lippman se quedó ensimismado. Wallander hizo señas a la camarera y pidió una taza de café. Lippman negó ausente con la cabeza cuando Wallander preguntó si quería más té.
Al final se quitó las gafas y las limpió con la manga del abrigo.
—Es una idea excelente viajar hasta los Alpes —repitió—. Necesito un poco de tiempo para organizarlo todo. Mañana por la noche, le informarán del transbordador que debe tomar en Trelleborg. Sobre todo, no deje de colocar los esquís en la baca del coche. Haga las maletas como si realmente se dirigiese a los Alpes.
—¿Ha pensado la manera de entrar en Letonia?
—En el transbordador se enterará de todo lo que le haga falta saber. Se pondrán en contacto con usted. Tiene que confiar en nosotros.
—No garantizo que vaya a aceptar sus planes.
—En nuestro mundo no existen las garantías, señor Wallander. Lo único que puedo garantizarle es que vamos a intentar superarnos a nosotros mismos. ¿Qué le parece si pagamos y nos vamos?
Se separaron delante de la pizzería. Soplaba de nuevo un viento fuerte y racheado. Joseph Lippman se despidió apresuradamente y desapareció en dirección a la estación de ferrocarril. Wallander fue andando hasta su casa por la desierta ciudad sin poder dejar de pensar en lo que había escrito Baiba Liepa.
«Los perros van tras ella —pensó—. Tiene miedo. Están persiguiéndola. Los dos coroneles han entendido por fin que el mayor tuvo que haber dejado un testamento».
De pronto comprendió que el tiempo apremiaba.
No había tiempo para el temor o la reflexión. Tenía que responder a aquel grito de socorro.
Al día siguiente se preparó para el viaje.
Poco después de las siete de la tarde, una mujer llamó diciendo que tenía una reserva en el transbordador que saldría de Trelleborg a las cinco y media de la mañana siguiente.
Ante la sorpresa de Wallander, se presentó como representante de Viajes Lippman.
Se acostó a medianoche.
Antes de dormirse pensó que todo el asunto era una locura.
Estaba dispuesto a involucrarse por propia voluntad en algo que estaba destinado al fracaso. Al mismo tiempo sabía que el grito de socorro de Baiba Liepa era real, que no era un sueño, y él tenía la obligación de darle una respuesta.
A la mañana siguiente, muy temprano, condujo su coche a bordo del transbordador en el puerto de Trelleborg. Uno de los policías de aduanas, que acababa de entrar en su turno de servicio, le saludó con la mano y le preguntó adónde se dirigía.
—A los Alpes —contestó Wallander.
—Suena agradable.
—Hay que salir de vez en cuando.
—A todos nos hace falta.
—No aguantaba ni un día más.
—Podrás olvidarte unos días de que eres policía.
—Sí.
Wallander sabía con toda seguridad que no sería así. Estaba camino de la misión más difícil de su vida, una misión que ni siquiera existía.
El amanecer era gris. Subió a cubierta cuando el transbordador salía del muelle. Tiritando, vio cómo se extendía lentamente el mar al tiempo que el barco se alejaba de tierra.
Poco a poco la costa sueca fue desapareciendo en el horizonte.
Estaba comiendo en la cafetería, cuando un hombre que decía llamarse Preuss se puso en contacto con él. El tal Preuss llevaba en sus bolsillos tanto las instrucciones escritas por Joseph Lippman como la nueva identidad que Wallander usaría a partir de entonces. Preuss era un hombre de unos cincuenta años, tenía la cara subida de color y esquivaba la mirada.
—Demos un paseo por cubierta —sugirió Preuss.
La niebla era densa sobre el mar Báltico el día que Wallander volvía a Riga.