13

Cuando Kurt Wallander se despertó a la mañana siguiente, tenía resaca y se sentía tan cansado como había temido. Las sienes le retumbaban, y al lavarse los dientes pensó que estaba a punto de vomitar. Echó dos comprimidos para el dolor de cabeza en un vaso de agua mientras reconocía que habían quedado atrás los buenos tiempos en que podía tomarse unas copas de noche sin que al día siguiente tuviera que encontrarse fatal.

Se miró en el espejo y se dio cuenta de que cada día se parecía más a su padre. La resaca no solo le hizo sentirse mal, sentir que había perdido el tiempo, sino que también le hizo percatarse de las primeras señales de envejecimiento en su pálido e hinchado rostro.

A las siete y media bajó al comedor; se tomó un café y un huevo frito. El malestar le fue desapareciendo con los primeros sorbos de café. Aprovechó la media hora que le quedaba antes de que pasara a recogerle el sargento Zids para repasar mentalmente todos los hechos. Era difícil tener una visión de conjunto de todo aquel embrollo que había empezado con la aparición de los dos cadáveres vestidos con ropa de marca en la playa de Mossby Strand. Le costó un gran esfuerzo asimilar lo que había descubierto la noche anterior: que acaso fuera el coronel Putnis y no Murniers quien desempeñaba el papel de tránsfuga invisible, pero sus pensamientos solo le llevaban de vuelta a sus propios puntos de partida. Todo era demasiado fluctuante y confuso. Se figuraba que las investigaciones en un país como Letonia tenían unas condiciones totalmente diferentes a las de Suecia. Había un rasgo escurridizo en el Estado totalitario que dificultaba la posibilidad de recoger hechos, y reunir una serie de pruebas era mucho más complicado.

«Quizá sea así en Letonia, donde lo primero es dilucidar si un crimen va a ser investigado y examinado, o si entrará en la categoría de no crimen que impregna toda la sociedad».

Cuando por fin se levantó y salió en busca del sargento, que le aguardaba en el coche, pensó que tenía que buscar las explicaciones en los dos coroneles con mucho más ahínco que antes. Tal como estaba ahora, no sabía si le estaban abriendo o cerrando las puertas, para él invisibles.

Atravesaron Riga en coche, y al ver la abigarrada disposición de casas en mal estado y plazas desoladas, le invadió una extraña melancolía que hasta ahora jamás había experimentado. Se imaginó que las personas que veía esperando en las paradas de los autobuses, o apresurándose por las aceras, albergaban la misma desolación, y tal pensamiento le estremeció. De nuevo sintió nostalgia de su casa. Pero ¿qué anhelaba en realidad?

El teléfono sonó con estruendo cuando entró en el despacho, después de haber enviado al sargento Zids a por café.

—Buenos días —dijo Murniers, y Wallander notó que el sombrío coronel estaba de buen humor—. ¿Lo pasó bien anoche?

—No había comido tan bien desde que llegué a Riga —respondió Wallander—, pero me temo que bebí demasiado.

—La moderación es una virtud desconocida en nuestro país —replicó Murniers—. Tengo entendido que el éxito sueco se debe a la capacidad que tienen de vivir austeramente.

Wallander no supo qué objetar. Murniers prosiguió:

—Tengo un documento sobre mi mesa que le interesará —afirmó—. Creo que le hará olvidar que ayer tomó demasiado buen coñac.

—¿Qué clase de documento?

—La confesión de Upitis redactada y firmada esta noche.

Wallander no dijo nada.

—¿Sigue ahí? —preguntó Murniers—. Lo mejor será que venga a verme cuanto antes.

En el pasillo se topó con el sargento Zids, que venía con una taza de café. Taza en mano, se dirigió al despacho de Murniers, que estaba sentado a su escritorio, con una sonrisa melancólica. Wallander se acomodó y Murniers levantó una carpeta de documentos de la mesa.

—Aquí está la confesión de Upitis —dijo—. Será un placer traducírsela. Parece usted sorprendido.

—Sí —contestó Wallander—. ¿Fue usted quien le interrogó?

—No. El coronel Putnis ordenó al capitán Emmanuelis que se encargara del interrogatorio. Por cierto, ha superado todas las previsiones, esperamos mucho de él en un futuro.

¿Era ironía lo que se insinuaba en el tono de voz de Murniers, o la voz normal del policía cansado y desilusionado que era?

—Upitis, el alcohólico coleccionista de mariposas y poeta, ha hecho al fin una confesión completa —continuó Murniers—. Ha confesado haber asesinado al mayor Liepa la noche del veintitrés de febrero en colaboración con Bergklaus y Lapin. Los tres hombres fueron contratados para quitar de en medio al mayor Karlis Liepa. Upitis dice no saber quién está detrás, lo que con toda probabilidad sea cierto, ya que el contrato ha pasado por muchos intermediarios antes de llegar a la dirección correcta. Puesto que se trataba de un alto mando de la policía, el importe del contrato era considerable. Upitis y sus dos compinches se repartieron unos honorarios que equivalen a cien sueldos anuales de un trabajador en Letonia. El trato se cerró hace más de dos meses, o sea, mucho antes del viaje a Suecia del mayor Liepa. Al principio, la persona que pagaba no había puesto fecha. Lo que quería a toda costa era que Upitis y sus dos compinches no fallaran, pero la situación cambió de repente. Tres días antes del asesinato, o sea, mientras el mayor Liepa todavía se encontraba en Suecia, uno de los intermediarios se puso en contacto con Upitis para informarle de que el mayor Liepa tenía que ser eliminado en cuanto regresara a Riga. No dieron ninguna explicación de tan repentinas prisas, pero sí aumentaron los honorarios y pusieron un coche a disposición de Upitis. A partir de entonces, éste debía acudir dos veces al día a cierto cine de la ciudad, el Spartak, para ser más exactos. En uno de los postes negros que sostienen el toldo exterior del cine, un día habría una inscripción, lo que ustedes en Occidente llaman graffiti, eso significaría que el mayor Liepa tendría que ser liquidado de inmediato. La mañana que regresó de Suecia, la inscripción estaba allí, y Upitis se puso de inmediato en contacto con Bergklaus y Lapin. El intermediario que antes se había puesto en contacto con él también le informó de que harían salir de su casa al mayor Liepa avanzada la noche. Lo que sucediera después, sería asunto suyo. Al parecer, esto había causado grandes problemas a los tres asesinos. Presumieron que el mayor Liepa estaría armado, que estaría atento, y que con toda probabilidad opondría resistencia. Por tanto tendrían que atacar en cuanto saliera del portal. El riesgo de fracasar era considerable.

Murniers se calló de pronto, y miró a Wallander.

—¿Voy demasiado rápido? —preguntó.

—No, creo que le sigo bien.

—Bueno, llevaron el coche hasta la calle en la que vivía el mayor Liepa —prosiguió Murniers—. Tras desenroscar la bombilla que iluminaba el portal, se escondieron en la penumbra armados. Antes habían visitado una cervecería de mala reputación y se habían dado ánimos con una cantidad de alcohol considerable. Cuando el mayor Liepa salió por el portal, le atacaron. Upitis afirma que fue Lapin quien le golpeó en la nuca. En cuanto encontremos a Lapin y Bergklaus, suponemos que se acusarán entre sí. A diferencia de la legislación sueca, aquí podemos procesarlos a los dos, si no nos es posible distinguir al culpable directo. El mayor Liepa se desplomó en la calle, acercaron el coche y metieron el cuerpo en el asiento trasero. Camino del puerto, había vuelto en sí, por lo que Lapin volvió a propinarle un golpe en la cabeza. Upitis es de la opinión de que el mayor Liepa ya estaba muerto cuando le llevaron al muelle. Su intención era que pareciese que el mayor Liepa había sufrido un accidente, si bien el intento estaba condenado al fracaso, pero no parece que Upitis y sus compinches se esforzaran demasiado en hacer que la policía siguiera una pista falsa.

Murniers dejó caer el informe sobre la mesa.

Wallander pensó en la noche que había pasado en la cabaña, en Upitis y en sus preguntas, y en el haz de luz de la puerta, donde alguien debía de estar escuchando.

«Sospechamos que traicionaron al mayor Liepa, sospechamos del coronel Murniers».

—¿Cómo sabían el día exacto en que el mayor volvía? —preguntó.

—Tal vez sobornaron a algún empleado de Aeroflot. Hay listas de pasajeros. Averiguaremos cómo sucedió, por supuesto.

—¿Por qué asesinaron al mayor?

—Los rumores corren con rapidez en una sociedad como la nuestra. El mayor Liepa era demasiado molesto para ciertos círculos de la delincuencia.

Wallander pensó un instante antes de formular la siguiente pregunta. Había escuchado el informe de la confesión de Upitis, y comprendió que no era cierta, y aunque estaba convencido de que todo era mentira, no podía discernir si había algo de verdad en ella. Las mentiras se solapaban entre sí, y lo que había ocurrido en realidad, las causas de lo sucedido, no podía salir a la luz.

Se dio cuenta de que no tenía más preguntas, sino vagas y confusas afirmaciones.

—Pero usted sabe que nada de lo que Upitis ha admitido en su confesión es cierto —dijo.

Murniers le miró inquisitivo.

—¿Por qué no iba a serlo?

—Por la sencilla razón de que es obvio que Upitis no ha matado al mayor Liepa. Toda la confesión ha sido inventada. O le han obligado a confesar, o ha sufrido un trastorno mental.

—¿Por qué alguien de tan dudosa reputación como Upitis no podría haber asesinado al mayor Liepa?

—Porque lo conozco —dijo Wallander—. Hablé con él. Estoy convencido de que si hay una persona en este país al que puedan descartar como sospechoso de haber matado al mayor Liepa, ése es Upitis.

El asombro con que reaccionó Murniers no podía ser fingido. «Así que no era él quien estaba escuchando en la oscuridad de la cabaña —pensó Wallander—. Pero, entonces, ¿quién? ¿Baiba Liepa? ¿El coronel Putnis?».

—¿Dice usted que conoce a Upitis?

Wallander decidió recurrir de nuevo a una media verdad, ya que se sentía obligado a proteger a Baiba Liepa.

—Vino a verme al hotel presentándose como Upitis. Cuando el coronel Putnis me lo enseñó a través del cristal disimulado tras el falso espejo de la sala de interrogatorios, enseguida le reconocí. Me dijo que era un amigo del mayor Liepa.

Murniers se había enderezado en la silla y salido de su ensimismamiento. Wallander vio que estaba muy tenso, que toda su atención se centraba en lo que acababa de decirle.

—Curioso —comentó—. Muy curioso.

—Me dijo que sospechaba que al mayor Liepa le habían asesinado sus propios compañeros de trabajo.

—¿La policía letona?

—Sí. Upitis quería que le ayudara a averiguar qué había ocurrido en realidad. No tengo ni la más remota idea de cómo sabía que yo estaba en Riga.

—¿Qué más le dijo?

—Que los amigos del mayor Liepa carecían de pruebas, pero que aun así el mayor se sentía amenazado.

—Amenazado, ¿por quién?

—Por alguien de dentro de la policía, quizá por el KGB.

—¿Para qué iban a amenazarle?

—Por la misma razón que tuvo Upitis para afirmar que los círculos de delincuencia en Riga habían decidido liquidarle. Desde luego se puede ver una conexión en esto.

—¿Qué conexión?

—Que Upitis tenía razón por partida doble, a pesar de haber mentido una sola vez.

Murniers se levantó de la silla de un salto.

Wallander pensó que había ido demasiado lejos, que había traspasado todos los límites, pero, para su sorpresa, Murniers le miró suplicante.

—Esto que acaba de decirme tiene que saberlo el coronel Putnis —dijo Murniers.

—Sí —asintió Wallander—; estoy de acuerdo.

Murniers alargó el brazo para llamar por teléfono y, a los diez minutos, entraba el coronel Putnis por la puerta. Apenas tuvo tiempo de darle las gracias por la cena, cuando Murniers se puso a contarle en un letón exaltado y forzado lo que Wallander acababa de explicarle sobre su encuentro con Upitis. Wallander pensó que, si había sido Putnis el que se había escondido en las sombras de la cabaña, enseguida lo vería en su cara, pero su rostro no reflejaba nada. Wallander no vio ninguna de las señales que había esperado. Intentó encontrar una explicación razonable a la falsa confesión de Upitis, pero todo era tan confuso y extraño que desistió.

La reacción de Putnis fue diferente a la de Murniers.

—¿Por qué no nos había contado su encuentro con el criminal Upitis? —preguntó.

Wallander no tenía respuesta, y comprendió que a ojos del coronel Putnis había agotado la confianza que tenía en él. Al mismo tiempo, Wallander se preguntaba si era una simple casualidad que hubiese estado cenando en casa del coronel la noche en que Upitis había confesado. ¿Existían acaso las casualidades en una sociedad totalitaria? ¿No había dicho Putnis que siempre prefería interrogar a sus presos a solas?

La exaltación de Putnis desapareció tan rápido como había aflorado. Sonrió de nuevo y puso su mano paternal en el hombro de Wallander.

—Upitis, el coleccionista de mariposas y poeta, es un hombre muy astuto —dijo—. Es una maniobra extremadamente refinada conducir las sospechas que recaen sobre él hacia otro, yendo a ver a un inspector sueco de visita casual en Riga, pero la confesión de Upitis es auténtica. He esperado con paciencia hasta que no ha resistido más. El asesinato del mayor Liepa está resuelto, por lo que no hay ninguna razón para que usted prolongue su estancia en Riga. Arreglaré su viaje de regreso con celeridad. Ni que decir tiene que enviaremos una nota de agradecimiento al Ministerio de Asuntos Exteriores sueco a través de nuestros canales oficiales.

Y fue en ese preciso momento, al darse cuenta de que su estancia en Letonia estaba a punto de acabar, cuando Wallander descubrió el alcance de la gran conspiración.

No solo comprendió la magnitud y el ingenioso equilibrio de verdades y mentiras, de pistas falsas y casualidades reales, sino que también descubrió que el mayor Liepa había sido el inspector hábil y honrado que siempre había imaginado. Entendió el temor de Baiba Liepa, al igual que su rebeldía. Aunque le obligaran a regresar a su casa, sabía que tenía que verla una vez más. Se lo debía, de la misma manera que se sentía en deuda con el mayor.

—Me iré a casa, claro —aceptó—, pero me quedaré hasta mañana. Anoche me di cuenta, cuando hablé con su esposa, de que no he tenido tiempo de visitar esta bonita ciudad.

Al hablar, se había dirigido a los dos coroneles, salvo las últimas palabras que iban dirigidas a Putnis.

—El sargento Zids es un cicerone excelente —continuó—. Espero poder usar sus servicios el resto del día aunque mi trabajo haya concluido.

—Por supuesto —dijo Murniers—. ¿Por qué no celebrar que esta extraña historia se esté acercando a su resolución? Sería muy descortés por nuestra parte dejarle marchar sin hacerle algún regalo o brindar juntos.

Wallander pensó en lo que se avecinaba aquella noche; pensó en Inese, que le esperaba en el club nocturno del hotel en calidad de su amante ficticia, en que tendría que verse con Baiba Liepa.

—Hagámoslo con discreción —sugirió—. Al fin y al cabo, somos policías y no actores que celebran un estreno exitoso. Además, tengo una cita esta noche con una joven que ha prometido hacerme compañía.

Murniers sonrió y sacó una botella de vodka de uno de los cajones del escritorio.

—No vamos a impedírselo —dijo—. Y ahora brindemos.

«Tienen prisa —pensó Wallander—. No saben cómo echarme del país».

Brindaron y Wallander alzó la copa hacia los dos coroneles al tiempo que se preguntaba si alguna vez sabría quién de los dos había firmado la sentencia de muerte del mayor. Eso era lo único de lo que aún dudaba. Lo único que no podía saber. ¿Putnis o Murniers? Ahora estaba seguro de que el mayor Liepa tenía razón, de que sus investigaciones secretas le habían conducido a una verdad que se llevó a la tumba. Si había dejado algunas anotaciones, tendría que encontrarlas Baiba Liepa si quería averiguar quién mató a su marido: Murniers o Putnis. Solo entonces tendría la explicación de por qué Upitis, que se había autoinculpado del asesinato del mayor, había hecho la falsa confesión en un último intento desesperado, tal vez también confuso, de averiguar quién de los dos coroneles era el culpable de la muerte del mayor.

«Estoy brindando con uno de los peores criminales a los que jamás me he acercado —pensó Wallander—. Solo que no sé quién es de los dos».

—Mañana le acompañaremos al aeropuerto —dijo Putnis cuando acabaron con los brindis.

Wallander salió del cuartel general de la policía tras el sargento Zids con la sensación de ser un prisionero acabado de liberar. Atravesaron la ciudad mientras su cicerone le señalaba, contaba y describía con todo lujo de detalles lo que veían. Wallander miraba y asentía con la cabeza murmurando «Sí» o «Muy bonito» cuando lo encontraba pertinente, aunque sus pensamientos estaban en otro lugar: pensaba si Upitis había tenido otra opción.

¿Qué le habían susurrado al oído Murniers o Putnis?

¿Qué amenazas habían elegido para la ocasión, qué atrocidades que Wallander ni siquiera se atrevía a imaginar?

Tal vez Upitis tenía su propia Baiba, tal vez tenía hijos. Pero ¿todavía mataban a niños en un país como Letonia? ¿O era suficiente amenazar con que el futuro estaría cerrado para siempre, perdido de antemano?

¿Era así como gobernaba el Estado totalitario, cerrando la vida?

¿Qué otra elección había tenido Upitis?

¿Acaso había salvado su propia vida, la de su familia, la de Baiba Liepa, reconociendo ser el delincuente y asesino que en realidad no era? Wallander intentó recordar lo poco que sabía de los llamados juicios ficticios, el hilo conductor de las incomprensibles injusticias cometidas a lo largo de la historia en los Estados comunistas. Upitis era un ejemplo de ello. A Wallander le parecía incomprensible que se obligase a la gente a confesar crímenes que no habían cometido: confesar haber matado a sangre fría a su mejor amigo, la persona que tenía el mismo sueño de futuro que él.

Pensó que nunca llegaría a saberlo.

«Nunca sabré lo que pasó, y quizá sea mejor así, porque no creo que lo entendiera. Baiba Liepa, en cambio, sí lo entenderá. Alguien tiene el testamento del mayor; su investigación, aunque proscrita, sigue viva, y se esconde en algún lugar donde no solo el espíritu del mayor la vigila.

»Lo que estoy buscando es el guardián, y eso es lo que tiene que saber Baiba Liepa: que en alguna parte existe un secreto que no se puede perder, y que está tan bien guardado que solo ella puede encontrarlo y descifrarlo, porque en ella era en quien confiaba el mayor, ella era su ángel en un mundo en el que todos los demás eran ángeles caídos».

El sargento Zids se detuvo ante una puerta en los antiguos muros de la ciudad de Riga, y Wallander comprendió que era la Puerta de Suecia de que le había hablado la esposa de Putnis. Se estremeció, y pensó que de nuevo habían bajado las temperaturas. Contempló el muro de ladrillo agrietado e intentó interpretar unas señas antiguas grabadas en la piedra, pero se rindió en el acto y volvió al coche.

—¿Continuamos? —preguntó el sargento.

—Sí, quiero ver todo lo que merezca la pena ser visto —respondió Wallander.

A Zids le gustaba conducir, y Wallander prefería la soledad del asiento trasero, el frío y la mirada inquieta del sargento en el espejo retrovisor a la habitación de su hotel. Pensó en la noche, en que era de vital importancia que no ocurriese nada que imposibilitara el encuentro con Baiba Liepa. Se le ocurrió de pronto que lo mejor sería intentar encontrarla en ese preciso momento, buscarla por la universidad, que tenía que estar en alguna parte, y contarle lo que sabía en un pasillo sin gente, pero no sabía qué asignatura impartía; ni siquiera si había más de una universidad en Riga.

También había algo que lentamente iba cobrando forma inteligible en su mente. Los pocos y breves encuentros que había tenido con Baiba Liepa, tan volátiles e impregnados de su amargo punto de partida, significaban algo más que la simple conversación sobre la muerte repentina del mayor: una sensación que sobrepasaba con mucho lo que acostumbraba a sentir. Eso le preocupaba y en su interior retumbaban las palabras furiosas de su padre, que le reprochaba que no solo se hubiera hecho policía, sino que, además, fuera tan estúpido como para enamorarse de la viuda de un oficial de policía letón.

¿Acaso se estaba enamorando de Baiba Liepa?

El sargento Zids pareció leerle el pensamiento, porque en ese momento extendió el brazo hacia un horroroso edificio alargado de ladrillo y le explicó que era una parte de la Universidad de Riga. Wallander contempló el edificio lúgubre a través del cristal empañado de la ventanilla, y pensó que allí dentro, en algún lugar de aquel edificio de aspecto carcelario, estaba Baiba Liepa. Todos los edificios oficiales del país le parecían cárceles y las personas que estaban dentro, presos. Salvo el mayor y Upitis, a pesar de que éste ahora estaba preso de verdad y no solamente en un sueño perverso que tal vez nunca acabara. Pidió al sargento que regresara al hotel porque de pronto se sintió cansado, y sin saber por qué, le dijo que volviera a recogerle a las dos de la tarde.

En la recepción vio a uno de los hombres de gris que lo vigilaban, y pensó que los coroneles ya no tenían que fingir. Entró en el comedor y se sentó ostentosamente en una mesa distinta de la habitual, a pesar de que al camarero se le mudó la cara. «Puedo provocar un gran revuelo rebelándome contra el departamento estatal encargado del reparto de mesas», pensó furioso. Se dejó caer pesadamente, pidió un aguardiente y una cerveza, al tiempo que notó que le estaba volviendo uno de los forúnculos que de vez en cuando le salían en las nalgas, lo que le puso aún más furioso. Estuvo sentado en el comedor durante más de dos horas. Cuando acabó con sus copas, indicó al camarero que las llenara de nuevo. Mientras su ebriedad iba en aumento, sus ideas iban y venían, y en un arrebato de sentimentalismo barato se imaginó que Baiba Liepa le acompañaba de regreso a Suecia. Al abandonar el comedor, no pudo menos de saludar con la mano al hombre de gris que le vigilaba desde un sofá. Se fue a su habitación, se echó en la cama y se durmió. Mucho más tarde, le pareció soñar que alguien golpeaba en la puerta, pero no era un sueño, sino el sargento que le llamaba desde el pasillo. Wallander se sobresaltó en la cama, le gritó que esperara y se lavó la cara con agua fría. Después le pidió al sargento que le llevara fuera de la ciudad, a algún bosque donde pudiera dar un paseo y prepararse para el encuentro con la amante que le conduciría a Baiba Liepa.

Tuvo frío en el bosque, notó el suelo duro bajo los pies y pensó que aquella situación era imposible.

«Vivimos en una época en la que los ratones persiguen al gato, si bien nadie sabe quién es el ratón y quién el gato —pensó—. Ésta es la época que me ha tocado vivir. ¿Cómo se puede ser policía cuando ya nada es lo que aparenta ser, cuando ya nada encaja? Ni siquiera Suecia, el país que una vez creí comprender, es la excepción a esta regla. Hace un año conducía mi coche en un estado de grave embriaguez, pero no ocurrió nada porque mis colegas me protegieron; incluso en esa situación el delincuente estrecha la mano de su perseguidor».

Mientras caminaba por el pinar, y el sargento Zids le esperaba en algún lugar detrás de él, dentro del coche negro, decidió de pronto solicitar el trabajo como jefe de seguridad en la fábrica de caucho de Trelleborg. Había llegado a un punto en que la decisión salía por pura necesidad. Comprendió que había llegado la hora de partir, sin un gran esfuerzo de voluntad de su parte, sin dudar siquiera.

La repentina idea le puso eufórico, y volvió al coche. Regresaron a Riga. Se despidió del sargento y fue a buscar la llave en la recepción, donde había una carta para él del coronel Putnis en la que le informaba de que su avión para Helsinki despegaría a las nueve y media del día siguiente. Subió a la habitación, tomó un baño tibio y se metió en la cama. Aún faltaban tres horas para que se encontrara con su amante, y de nuevo repasó todo lo que había sucedido hasta entonces. En sus pensamientos acompañó al mayor, intuyendo el profundo odio que debió de albergar en su corazón. Odio e impotencia por tener acceso a una cadena de pruebas y, sin embargo, no poder hacer nada. Había mirado directo al corazón oscuro de la corrupción, en la que Putnis o Murniers, o tal vez los dos, se reunían con los delincuentes, y negociaban lo que ni siquiera había logrado la mafia, una actividad criminal controlada por el Estado. Él había visto demasiadas cosas y por eso lo asesinaron. Lo único que quedaba de él en algún lugar era su testamento, su investigación y su colección de pruebas.

Wallander se enderezó en la cama.

Comprendió que había pasado por alto el legado del mayor. La suposición que él mismo había hecho no se les habría pasado por alto ni a Putnis ni a Murniers. Naturalmente, habrían llegado a la misma conclusión que él, y estarían tan deseosos como él de encontrar las pruebas que el mayor Liepa había escondido.

Una vez más sintió que le invadía el miedo: comprendió que no habría nada tan sencillo en ese país como hacer desaparecer a un inspector de la policía sueca. Se podría amañar un accidente, redactar un informe criminal como si se tratara de un juego de palabras y enviar un ataúd de zinc a Suecia junto con una nota de condolencia.

¿Sospechaban acaso que sabía demasiado?

¿O la repentina decisión de que se marchara cuanto antes a casa era señal de que se sentían seguros porque no sabía nada?

«No puedo fiarme de nadie —pensó Wallander—. Aquí estoy completamente solo y tengo que hacer como Baiba Liepa, decidir en quién confiar y asumir el riesgo de tomar una decisión equivocada. Me siento del todo desamparado, y a mi alrededor están al acecho ojos y oídos que no dudarán en mandarme por el mismo camino que al mayor».

Sería muy arriesgado reunirse otra vez con Baiba Liepa.

Se levantó de la cama, se puso delante de la ventana y miró por los tejados. Estaba oscuro, eran cerca de las siete, y sabía que tenía que decidirse ya.

«Soy un cobarde —pensó—. No me parezco en nada al policía intrépido que desprecia la muerte y afronta los riesgos. Preferiría investigar crímenes menos sangrientos y resolver alguna estafa en cualquier rincón tranquilo de Suecia».

Luego pensó en Baiba Liepa, en su miedo y en su rebeldía, y supo que nunca se perdonaría a sí mismo si cedía. Poco después de las ocho se puso el traje y bajó al local de variedades.

Un nuevo hombre de gris estaba sentado en el vestíbulo con un periódico, pero Wallander ni siquiera se molestó en saludarle con la mano. Aunque era bastante temprano, el oscuro local ya estaba abarrotado de gente. A tientas, se abrió paso entre las mesas, desde donde algunas mujeres le sonrieron seductoramente, hasta que al fin encontró una mesa libre. Había decidido no probar el alcohol, porque quería tener las ideas claras, pero cuando el camarero se acercó a la mesa, le pidió un whisky. El escenario para la orquesta estaba vacío; una estridente música descendía desde unos altavoces colgados del techo pintado de negro. Trató de distinguir a alguien en aquel país de ocaso lleno de humo, pero todo eran sombras y voces entremezcladas con la espantosa música.

Inese surgió de la nada y desempeñó su papel con una seguridad asombrosa. No quedaba ni rastro de la mujer tímida que había conocido días antes. Iba muy maquillada y vestía una provocativa minifalda. Wallander, que no se había preparado en absoluto para participar en aquel juego, estiró la mano para saludarla, a lo que ella no hizo ningún caso, y se inclinó sobre él y le besó.

—Aún no nos vamos —musitó—. Pídeme algo, sonríe, demuestra que te alegras de verme.

Ella bebía whisky y fumaba nerviosa, mientras que Wallander intentaba parecer un hombre de mediana edad halagado por haber atraído a una muchacha. Intentó atravesar el estruendo de los altavoces, y le explicó el largo viaje por la ciudad con el sargento como cicerone. Notó que ella se había sentado de forma estratégica para poder ver la puerta de entrada. Cuando Wallander le dijo que se marchaba al día siguiente, se sobresaltó. Se preguntó hasta qué punto estaría involucrada, si también ella era uno de «los amigos» de los que le había hablado Baiba Liepa, los amigos que formaban parte de la garantía de que el futuro del país no fuera echado a los lobos.

«Tampoco puedo confiar en ella —pensó Wallander—. Podría estar sirviendo a dos bandos a la vez, por obligación, por necesidad o desesperación».

—Paga —ordenó—. Pronto nos iremos.

Wallander vio que se encendían las luces del escenario y unos músicos, vestidos con chaquetas de seda de color rosa, empezaban a afinar sus instrumentos. Pagó al camarero mientras ella le sonreía, fingiendo susurrar palabras de amor a su oído.

—Junto a los lavabos hay una puerta trasera que está cerrada con llave —explicó—. Dale unos golpes, y alguien te abrirá. Saldrás a un garaje. Allí hay un Moskvitch blanco con un guardabarros amarillo sobre la rueda delantera derecha. El coche está sin cerrar. Siéntate en el asiento de atrás. Yo llegaré enseguida. Y ahora, sonríeme, susúrrame algo al oído y bésame, y luego vete.

Hizo lo que le había dicho, y se levantó. Junto a los lavabos llamó a la puerta de acero, y al momento se oyó un clic en la cerradura. La gente entraba y salía de los lavabos y nadie notó que desapareció por la puerta del garaje.

«En este país parece que todo consiste en entradas y salidas secretas, y nada se hace a las claras», pensó.

El garaje era estrecho, olía a grasa y gasolina, y estaba mal iluminado. Wallander vio un camión al que le faltaba una rueda, unas bicicletas y el Moskvitch blanco. El hombre que le había abierto la puerta desapareció en el acto. Wallander tocó la puerta del coche, que estaba abierta. Se acomodó en el asiento trasero y esperó. Poco después llegó Inese con prisas. Puso el coche en marcha, las puertas del garaje se abrieron, salió del hotel y torció a la izquierda, alejándose de las calles anchas que rodeaban la manzana, cuyo punto neurálgico era el hotel Latvia. Vio que estaba pendiente del espejo retrovisor por si algún coche les seguía y dio innumerables rodeos según un mapa invisible que pronto le hizo perder la orientación. Al cabo de veinte minutos de repetidos cambios de calles, parecía estar segura de que nadie les seguía. Pidió a Wallander que le alcanzara un cigarrillo. Pasaron por un largo puente de hierro y desaparecieron en la aglomeración de sucias fábricas y zonas residenciales de aspecto cuartelario. Wallander no reconoció la casa cuando ella frenó y apagó el motor.

—Date prisa —dijo—. Tenemos poco tiempo.

Baiba Liepa los hizo pasar e intercambió unas rápidas palabras con Inese. Se preguntó si le habría informado de que se marchaba de Riga al día siguiente, pero lo único que hizo ella fue cogerle la chaqueta y ponerla sobre una silla. Inese se había ido, y de nuevo estaban los dos solos en la silenciosa habitación. Wallander no sabía cómo empezar, ni qué decir, y optó por lo que Rydberg tantas veces le había aconsejado: ¡Di la verdad, eso nunca va a empeorar las cosas, así que di la verdad!

Cuando le contó que Upitis había confesado ser el asesino de su marido, ella se acurrucó en el sofá como si le sobreviniese un gran dolor.

—No es verdad —susurró.

—Me han traducido su confesión —dijo Wallander—. Dice haber tenido dos cómplices.

—¡No es verdad! —gritó, y era como si un río empezara a desbordarse.

Inese apareció junto a una puerta que con toda probabilidad llevaba a la cocina, miró a Wallander y él no supo qué hacer. Se acercó al sofá y abrazó a Baiba Liepa, que temblaba por el llanto. Wallander pensó que quizá lloraba porque Upitis había cometido una traición tan terrible que sobrepasaba toda capacidad de comprensión, o bien porque estaban ahogando la verdad tras una falsa confesión forzada. Lloraba furiosa, y se agarraba a él como en un estado de conmoción.

Más adelante pensaría que en ese preciso momento traspasó definitivamente la frontera invisible y empezó a reconocer su amor por Baiba Liepa. Comprendió que el amor que experimentaba nacía de la necesidad que sentía ella por él, y se preguntó si alguna vez en la vida había sentido algo semejante.

Inese entró con dos tazas de té, acarició la cabeza de Baiba Liepa con suavidad y poco después ésta dejó de llorar. Estaba pálida.

Wallander explicó lo acontecido y que regresaba a Suecia. Le informó de toda la historia que había ensamblado, y se sorprendió de poder explicarla con tanta convicción. Para finalizar le habló del secreto que debía de existir escondido en alguna parte; ella asintió con la cabeza en señal de haber comprendido a lo que se refería.

—Sí —afirmó ella—. Tiene que haber escondido algo. Debió de hacer anotaciones. Un legado no puede consistir solo en pensamientos.

—Pero ¿no sabes dónde?

—Nunca me dijo nada.

—¿Hay alguien que pueda saberlo?

—Nadie, solo confiaba en mí.

—¿No vive su padre en Ventspils?

Ella le miró asombrada.

—Lo he investigado —explicó él—. Pensé que era una posibilidad.

—Quería mucho a su padre —respondió—, pero jamás le habría confiado unos documentos secretos.

—¿Dónde pudo haberlos escondido o depositado?

—En nuestra casa no; habría sido demasiado peligroso. La policía habría demolido el edificio si hubiera sospechado que estaban allí.

—Piensa un poco —insistió Wallander—. Retrocede en el tiempo, reflexiona. ¿Dónde pudo haberlos escondido?

Ella negó con la cabeza.

—No lo sé —contestó.

—Debió de imaginarse que sucedería lo que acabó pasando. Debió de dar por sentado que tú entenderías las señales que había dejado. Estarán donde solo tú puedes imaginarlo.

De repente ella le cogió la mano.

—Tienes que ayudarme —le suplicó—; no puedes marcharte.

—No puedo quedarme —respondió—. Los coroneles no entenderán que no regrese a Suecia. ¿Y cómo puedo permanecer aquí sin que lo sepan ellos?

—Puedes volver —insistió sin dejar su mano—. Tienes una chica aquí. Puedes venir como turista.

«Pero es a ti a quien quiero, y no a Inese, mi amante ficticia», pensó.

—Tienes una chica aquí —repitió.

Asintió con la cabeza. Claro que tenía una chica en Riga, pero no era Inese.

No respondió y ella no le exigió que lo hiciera. Parecía convencida de que él volvería. Inese entró en la habitación. A Baiba Liepa se le había pasado la conmoción que había sufrido al saber que Upitis había confesado algo que no era verdad.

—En nuestro país te expones a la muerte si hablas demasiado, si callas o si dices cosas equivocadas, o si hablas con las personas con las que no debes —dijo—. Upitis es fuerte. Sabe que no le vamos a abandonar. Sabe que nosotros sabemos que su confesión es falsa. Por ésa y muchas otras cosas, venceremos al fin.

—¿Venceréis?

—Solo exigimos la verdad —contestó—. Exigimos lo decente, lo simple. La libertad de vivir en la libertad que elijamos.

—Todo esto es demasiado abstracto para mí —repuso Wallander—. Quiero saber quién asesinó al mayor Liepa y por qué dos cadáveres arribaron en un bote salvavidas a la costa sueca.

—Regresa y te enseñaré mi país —insistió Baiba Liepa—. No solo yo, sino también Inese.

—No sé —dudó Wallander.

Baiba Liepa le miró.

—No creo que seas de la clase de hombres que abandonan —dijo—. De ser así, Karlis se habría equivocado, y él nunca se equivocaba.

—No puede ser —repitió Wallander—. Si vuelvo, los coroneles lo sabrían de inmediato. Necesitaría otra identidad, otro pasaporte.

—Se puede arreglar —contestó Baiba Liepa con entusiasmo—. Mientras me digas que vendrás.

—Soy policía —dijo Wallander—. No puedo arriesgarlo todo viajando por el mundo con unos documentos de identidad falsos.

En el mismo instante se arrepintió de sus palabras. Miró fijamente a los ojos de Baiba Liepa, y vio en ellos reflejada la cara del difunto mayor.

—Sí —dijo lentamente—. Volveré.

La noche avanzaba: eran más de las doce. Wallander intentó ayudarla a encontrar algún indicio de dónde podían estar escondidas las pruebas. Aunque su concentración era inquebrantable, no encontraron ninguna pista. La conversación se fue apagando poco a poco.

Wallander pensó que en alguna parte, en la oscuridad, los perros estaban vigilándole, los perros de unos coroneles que nunca bajaban la guardia. Con una sensación de creciente irrealidad comprendió que se estaba introduciendo en una conspiración que tenía como meta hacerle volver a Riga y a una investigación judicial que tenía que realizarse en secreto. Sería un no policía en un país que no conocía en absoluto, y sería ése no policía quien buscara la verdad de un crimen que para mucha gente ya era un caso cerrado. Comprendió la locura de esa empresa, pero no podía dejar de contemplar el rostro de Baiba Liepa, y su voz era tan convincente que no pudo resistirse.

Eran casi las dos de la noche cuando Inese dijo que tenían que marcharse. Le dejó a solas con Baiba Liepa, y se despidieron en silencio.

—Tenemos amigos en Suecia —dijo—. Se pondrán en contacto contigo. Organizaremos tu regreso por mediación de ellos.

Tras decir esto, Baiba se inclinó y, en un impulso, le besó en la mejilla.

Inese le llevó de vuelta al hotel. Cuando llegaron al puente, le señaló el espejo retrovisor.

—Nos están siguiendo. Debemos poner cara de enamorados y simular que nos cuesta separarnos delante del hotel.

—Haré lo que pueda —contestó Wallander—. Quizá tenga que hacerte subir a mi habitación.

Ella rió.

—Soy una chica decente —respondió—; aun así, cuando vuelvas tendremos que hacerlo.

Cuando abandonó el vehículo, Wallander permaneció un rato fuera con cara de desesperación al verla partir.

Al día siguiente regresó a casa con Aeroflot vía Helsinki. Los dos coroneles le acompañaron por la terminal y se despidieron cordialmente de él.

«Uno de ellos asesinó al mayor», pensó Wallander.

«¿O quizá fueron los dos? ¿Cómo puede averiguar un inspector de Ystad lo que ocurrió en realidad?».

Era tarde cuando abrió la puerta de su apartamento de la calle de Mariagatan.

Para entonces, todo se le difuminaba como en una nebulosa, y pensó que nunca más volvería a ver a Baiba Liepa. Ella lloraría a su difunto marido sin saber jamás lo que le había ocurrido en realidad.

Dio un trago al whisky que había comprado en el avión. Antes de acostarse se pasó un largo rato escuchando a María Callas.

Se sintió cansado y preocupado.

Se preguntaba qué iba a ocurrir a continuación.