12

Habían detenido a Upitis. Cuando la policía registró su domicilio, encontraron un viejo mazo de madera con manchas de sangre y cabellos. A Upitis le costó gran esfuerzo explicar lo que había estado haciendo la tarde y la noche que asesinaron al mayor Liepa: dijo que se había emborrachado y que había ido a ver a unos amigos, pero no recordó a quiénes. Por la mañana, Murniers envió una jauría de policías para interrogar a posibles personas que pudieran ofrecerle una coartada a Upitis, pero ninguno recordaba haberle visto ni haberle recibido ese día. Murniers mostraba una energía arrolladora, mientras que el coronel Putnis se mantenía a la expectativa.

Wallander intentaba febrilmente comprender lo que estaba ocurriendo a su alrededor. El primer pensamiento que le vino a la mente al ver a Upitis al otro lado del cristal fue que también a él le habían traicionado, pero al cabo de un rato empezó a dudar. Todavía quedaban muchos puntos oscuros. Las palabras de Baiba Liepa acerca de que vivían en una sociedad donde la conspiración era el mayor denominador común resonaban todo el tiempo en su cabeza. Aunque las sospechas del mayor Liepa hubiesen sido ciertas, y Murniers fuese un policía corrupto y tal vez también fuese el responsable de la muerte del mayor, Wallander creyó que todo el asunto empezaba a cobrar proporciones irreales. ¿Por qué iba Murniers a correr el riesgo de enviar a un inocente ante un tribunal solo para deshacerse de él? ¿No sería el síntoma de una arrogancia irracional?

—Si es el culpable —preguntó—, ¿qué castigo recibirá?

—En este país somos tan anticuados que aplicamos la pena de muerte —contestó Putnis—. Asesinar a un alto oficial de policía es uno de los peores delitos que se pueden cometer. Imagino que se le ejecutará, y personalmente creo que es un castigo justo. ¿Usted qué opina, inspector Wallander?

No respondió nada. Saber que se encontraba en un país donde colgaban a los criminales le horrorizó tanto que por un instante se quedó sin habla.

Se dio cuenta de que Putnis estaba a la expectativa. Comprendió que los dos coroneles cazaban en distintas direcciones sin informarse el uno al otro. No habían dicho nada a Putnis sobre el soplo anónimo que había recibido Murniers. En uno de los más frenéticos ataques de actividad de éste por la mañana, Wallander se llevó a Putnis a un despacho, envió al sargento Zids a por café e intentó que Putnis le aclarara lo que estaba sucediendo. Recordó que desde el primer día había intuido gran tensión entre los dos coroneles, y ahora, en medio de la gran confusión, pensó que no tenía nada que perder por plantear su asombro ante Putnis.

—¿Realmente es el hombre que estamos buscando? —preguntó—. ¿Qué móvil pudo haber tenido? Un mazo de madera con manchas de sangre y unos cabellos. ¿Cómo pueden considerarlo una prueba sin haber analizado antes la sangre? Los cabellos pueden ser los bigotes de un gato, ¿no?

Putnis se encogió de hombros.

—Ya veremos —respondió—. Murniers parece estar seguro de lo que hace. Raras veces detiene al hombre equivocado. Es bastante más eficiente que yo. Parece que usted tiene dudas, inspector Wallander. ¿Puedo preguntarle por qué?

—No tengo dudas —contestó Wallander—. En más de una ocasión he acabado por detener a la persona menos sospechosa de todas. Solo pregunto, nada más.

Permanecieron callados mientras se tomaban el café.

—Estaría bien que se detuviera al asesino del mayor Liepa —dijo Wallander—. Sin embargo, el tal Upitis no parece ser el líder de ningún complicado grupo de delincuentes que haya querido deshacerse de un oficial de policía.

—Quizá sea drogadicto —contestó Putnis vacilante—. Los drogadictos son capaces de cualquier cosa. Alguien le podría haber dado la orden.

—¿De matar al mayor Liepa con un mazo de madera? Con un cuchillo o una pistola, desde luego. Pero ¿con un mazo? ¿Y cómo logró llevar el cuerpo hasta el puerto?

—No lo sé, pero ya lo averiguará Murniers.

—¿Qué tal le va con el hombre que está interrogando?

—Bien, aunque de momento no ha confesado nada importante, pero ya lo hará. Estoy convencido de que estaba involucrado en el tráfico de estupefacientes en el que andaban metidos los dos cadáveres que aparecieron en Suecia. De momento estoy a la espera. Le estoy dando tiempo para que reflexione sobre su situación.

Putnis salió del despacho y Wallander se quedó inmóvil en la silla intentando formarse una idea de lo que estaba ocurriendo. Se preguntó si Baiba Liepa sabía que habían detenido a su amigo por el asesinato de su marido. Retrocedió en la memoria hasta la cabaña del bosque y comprendió que Upitis quizá temiese que Wallander supiese algo que le obligara a darle también un mazazo a él. Wallander comprendió que se derrumbaban todas las teorías y que se enfriaban todos los argumentos uno detrás de otro. Intentó juntar las piezas para aferrarse a algo que le permitiera proseguir.

Después de pasar a solas una hora en el despacho, comprendió que solamente podía hacer una cosa: regresar a Suecia. Estaba en Riga porque la policía letona había solicitado su ayuda, pero no había podido ayudarles en nada; y ahora, que al parecer ya habían detenido al autor del crimen, no le quedaban motivos para quedarse allí. Solo podía aceptar su propia confusión, que él mismo había sido interrogado una noche por el hombre que quizá era el asesino del mayor. Había desempeñado el papel de «señor Eckers» sin conocer nada de la obra en la que supuestamente participaba. Lo más sensato sería que se fuera a casa cuanto antes y se olvidara de todo el asunto.

Pero aun así, se resistía. Tras todo el malestar y confusión que sentía, había algo más: el miedo y la rebeldía de Baiba Liepa, los ojos cansados de Upitis. Pensó que aunque existían muchas cosas en la sociedad letona que no era capaz de ver, podía ser que a la vez viera lo que otros no veían.

Así que decidió alargar su estancia unos días más. Como sintió la necesidad de hacer algo práctico, y no pasarse el día entero cavilando en su despacho, le pidió al sargento Zids, que esperaba pacientemente en el pasillo, que le trajera las investigaciones de las que el mayor Liepa se había ocupado los últimos doce meses. Al no ver ninguna posibilidad de avanzar por el momento, decidió hacer un salto atrás en el tiempo, profundizar en el pasado del mayor. Quizás encontrara algo en los archivos que le permitiera avanzar.

El sargento Zids demostró una gran diligencia, y al cabo de media hora regresó cargado con una pila de carpetas polvorientas.

Seis horas después el sargento Zids estaba afónico y se quejaba de dolor de cabeza. Ni siquiera se habían concedido una pausa para comer. Una tras otra, repasaron todas las carpetas, y el sargento Zids tradujo, aclaró, contestó a las preguntas de Wallander y continuó traduciendo. Habían llegado a la última página del último informe de la última carpeta, cuando Wallander no pudo menos de admitir su decepción. Anotó que el mayor Liepa había dedicado el último año de su vida a la detención de un violador y a la de un atracador que había tenido en vilo a un suburbio entero de Riga; a solventar dos casos de falsificaciones de correos, y a esclarecer tres asesinatos, dos de los cuales se habían cometido en el seno de una familia. En ningún sitio encontró rastro alguno de lo que según Baiba Liepa había sido la verdadera misión de su marido. No se podía cuestionar la imagen del mayor Liepa como un investigador eficiente, tal vez a ratos puntilloso, pero eso era todo lo que Wallander sacó de los archivos. Despachó a Zids con las carpetas y pensó que lo más destacable de todo era lo que brillaba por su ausencia. «Tuvo que guardar el material de la investigación secreta en algún sitio», pensó Wallander. Carecía de sentido que lo tuviera todo almacenado en la cabeza, si bien sabía que corría el riesgo de ser descubierto. ¿Cómo podía dedicarse seriamente a una investigación, con la ambición de que fuese para la posteridad, si no legaba un «testamento»? Se exponía a que le atropellasen en la calle y que no quedase nada de su investigación. En algún lugar tenía que estar el material escrito, y alguien sabía dónde. ¿Acaso Baiba Liepa? ¿O Upitis? ¿O había alguien más en la vida del mayor que ni siquiera reveló a su propia esposa? «No es improbable del todo —argumentó—. Toda confidencia es una carga», había admitido Baiba Liepa, unas palabras que seguramente eran de su marido.

El sargento Zids volvió del archivo.

—¿Tenía el mayor Liepa más familia aparte de su mujer? —preguntó.

—No lo sé —respondió—, pero ella lo sabrá, ¿no?

Wallander no quería preguntárselo de momento a Baiba Liepa. Pensó que en adelante tendría que actuar según la norma vigente: no proporcionar informaciones ni confidencias innecesarias, sino ir a la caza por el terreno que él mismo eligiera.

—Quiero ver el expediente personal sobre el mayor Liepa —dijo.

—No tengo acceso a esa información —respondió Zids—. Solo unas pocas personas tienen permiso para sacar material del archivo personal.

Wallander señaló el teléfono.

—Entonces llame a quienquiera que tenga ese permiso —dijo—. Diga que el inspector sueco quiere echar un vistazo al expediente personal del mayor Liepa.

Tras insistir un rato, el sargento Zids logró encontrar al coronel Murniers, que prometió sacar el expediente del mayor Liepa de inmediato. Cuarenta y cinco minutos después estaba sobre la mesa de Wallander. Tenía las tapas rojas. Lo primero que vio al abrirlo fue la cara del mayor. La fotografía era antigua, pero se sorprendió de que el aspecto del mayor apenas hubiese cambiado en diez años.

—Traduce —le ordenó a Zids.

—No me está permitido ver el contenido de estos expedientes —contestó.

—Si puedes ir a buscar la carpeta, podrás también traducir el contenido para mí, ¿verdad?

—No tengo permiso —contestó apesadumbrado.

—Te lo doy yo. Lo único que quiero que me digas es si el mayor Liepa tenía más familia aparte de su mujer. Te ordeno que luego lo olvides todo.

El sargento Zids se puso a hojear la carpeta de mala gana. A Wallander le dio la impresión de que Zids tocaba las páginas con el mismo asco que si estuviese examinando un cadáver.

El mayor Liepa tenía padre. Según el expediente, se llamaba igual que su hijo, Karlis, y era jefe de correos, ahora jubilado, residente en Ventspils. Wallander recordó el folleto que le enseñó la mujer de los labios pintados de rojo del hotel que hablaba de un viaje a la costa y a la ciudad de Ventspils. Según el expediente, el padre tenía setenta y cuatro años y era viudo. Wallander cerró la carpeta y la apartó tras contemplar la fotografía del mayor una vez más. En ese momento entró Murniers en el despacho y el sargento Zids se levantó con rapidez para distanciarse lo máximo posible de la carpeta roja.

—¿Ha encontrado algo interesante? —preguntó Murniers—. ¿Algo que se nos haya escapado?

—Nada; estaba a punto de devolver la carpeta a los archivos.

El sargento cogió la carpeta roja y salió del despacho.

—¿Cómo le va con el detenido? —preguntó Wallander.

—Terminará confesando —respondió Murniers con dureza—. Estoy convencido de que es nuestro hombre, si bien el coronel Putnis parece tener sus dudas.

«Yo también tengo mis dudas —pensó Wallander—. Quizá pueda hablar de ello con Putnis esta noche para ver los diferentes puntos de vista».

De repente decidió comenzar de inmediato su marcha solitaria para salir de la gran confusión en la que estaba inmerso. Ya no había razones para mantener los pensamientos en secreto.

«En el reino de la mentira, la media verdad es el rey —pensó—. ¿Por qué decir lo que piensas cuando tienes permiso para manejar la verdad de cualquier manera?».

—Durante su estancia en Suecia, el mayor Liepa me dijo algo que me desconcierta mucho —empezó Wallander—. El sentido no está muy claro. Había bebido bastante whisky, pero insinuó su preocupación porque algunos de sus colegas no mereciesen su absoluta confianza.

Murniers no mostró ni con una mueca que las palabras de Wallander le hubiesen sorprendido.

—Había bebido —prosiguió Wallander, con un ligero malestar por tener que mentir sobre una persona muerta—, pero si no le entendí mal, sospechaba que uno de sus superiores estaba involucrado en los círculos de delincuencia del país.

—Una afirmación interesante, aun viniendo de una persona ebria —dijo Murniers pensativo—. Si usó la palabra «superiores», solo pudo referirse al coronel Putnis o a mí.

—No mencionó ningún nombre.

—¿Indicó alguna prueba de sus sospechas?

—Habló del tráfico de estupefacientes y de las nuevas rutas de la Europa oriental. En su opinión, dicho tráfico resultaría imposible sin la protección de una persona con un alto cargo.

—Interesante —comentó Murniers—. Siempre consideré al mayor Liepa una persona extraordinariamente sensata, una persona con una moral intachable.

«Está impasible —pensó Wallander—. ¿Lo estaría si el mayor Liepa hubiese estado en lo cierto?».

—¿Qué conclusiones saca usted? —preguntó Murniers.

—Ninguna en absoluto. Solo quería mencionárselo.

—Ha hecho bien —dijo Murniers—. Explíqueselo también a mi colega, el coronel Putnis.

Murniers se fue. Wallander se puso la chaqueta y se encontró con el sargento Zids en el pasillo. Cuando regresó al hotel, se echó en la cama y durmió una hora envuelto con el cubrecama. Luego se obligó a darse una ducha rápida con agua fría y se puso el traje azul marino que se había traído de Suecia. Poco después de las siete bajó al vestíbulo, donde el sargento Zids le esperaba apoyado en el mostrador de recepción.

El coronel Putnis vivía en el campo, a unos veinte kilómetros al sur de Riga. Durante el trayecto, Wallander se dio cuenta de que siempre viajaba por Letonia en la oscuridad. Se movía en la oscuridad y pensaba en la oscuridad. En el asiento trasero del coche, sintió una repentina nostalgia por su casa, que atribuyó a la ambigüedad de su misión. Miró fijamente el paisaje oscuro. Al día siguiente llamaría a su padre sin falta, que a su vez le preguntaría por su regreso.

«Pronto —contestaría—. Muy pronto».

El sargento Zids salió de la carretera principal y pasó por entre dos altas verjas de hierro. La entrada estaba asfaltada. El camino privado del coronel Putnis era el más cuidado que había visto durante su estancia en Letonia. El sargento Zids frenó delante de una terraza iluminada por unos focos invisibles. Wallander tuvo la sensación de haber llegado a otro país. Al salir del coche y ver que todo lo que le rodeaba ya no era oscuro, también dejó Letonia tras de sí.

El coronel Putnis le recibió en la terraza. Se había quitado el uniforme policial y vestía un traje elegante que a Wallander le recordó la ropa que llevaban los dos hombres del bote salvavidas. A su lado estaba su esposa, que era mucho más joven que él. Wallander calculó que aún no habría cumplido los treinta. Cuando se saludaron, pudo apreciar que hablaba un excelente inglés, y Wallander entró en la hermosa casa con una agradable sensación de bienestar, de ésas que solo se sienten al concluir un largo y penoso viaje. El coronel Putnis, con una copa de whisky en la mano y sin poder ocultar su orgullo, le guió por la casa. Los muebles de las habitaciones eran de importación, lo que le daba a la casa un aire ostentoso y frío.

«Seguramente sería como ellos si viviese en un país donde todo parece estar derrumbándose», pensó. Se asombró de que un coronel de la policía pudiera ganar tanto dinero para costearse esa casa. «Sobornos —pensó—. Sobornos y corrupción». Pero rechazó de inmediato tal pensamiento. No conocía al coronel Putnis ni a su esposa Ausma. Quizá todavía quedasen fortunas familiares en Letonia, a pesar de que los gobernantes habían dispuesto de casi cincuenta años para cambiar las leyes económicas del país.

¿Qué sabía él en realidad? Nada.

Cenaron en un comedor iluminado por unos candelabros altos. En el transcurso de la conversación, se enteró de que la esposa de Putnis trabajaba en la policía, pero en otro sector. Tuvo la vaga impresión de que su trabajo implicaba muchos secretos, y rápidamente pensó que tal vez perteneciese al departamento local del KGB letón. Putnis le hizo muchas preguntas sobre Suecia, y Wallander notó que el vino le volvía arrogante, a pesar de que intentó contenerse.

Después de la cena, Ausma desapareció en la cocina para preparar el café. Putnis sirvió el coñac en una sala amueblada con elegantes sofás de piel. Wallander pensó que nunca podría costearse unos muebles así, y tal pensamiento le volvió repentinamente agresivo. De forma confusa, se responsabilizó de ello, como si él mismo, por no protestar, hubiese contribuido a los sobornos que habían costeado la casa del coronel Putnis.

—Letonia es un país de grandes contrastes —comentó, y notó que se atrancaba con el inglés.

—¿No lo es también Suecia?

—Por supuesto, pero no resulta tan llamativo como aquí. Para un oficial de policía sueco sería impensable vivir en una casa como ésta.

El coronel Putnis extendió los brazos a modo de disculpa.

—Mi esposa y yo no somos ricos —empezó—; durante años hemos vivido con grandes estrecheces. Tengo más de cincuenta y cinco años, señor Wallander, y quiero gozar de una vejez confortable. ¿Hay algo malo en eso?

—No digo que lo sea —aclaró Wallander—. Me refería a los contrastes. Cuando conocí al mayor Liepa era la primera vez que me encontraba con una persona de los Estados bálticos y me figuré que venía de un país extremadamente pobre.

—No voy a negarle que aquí hay muchas personas pobres.

—Me gustaría saber cómo es en realidad.

El coronel Putnis le contempló con ojos inquisitivos.

—Creo que no entiendo su pregunta.

—Los sobornos, la corrupción, la conexión entre las organizaciones de delincuencia y los políticos. Me gustaría obtener la respuesta a algo que me dijo el mayor Liepa cuando estuvo en Suecia, algo que dijo cuando estaba más o menos tan bebido como lo estoy yo ahora.

El coronel Putnis le miró sonriente.

—Claro —dijo—. Se lo aclararé si puedo. Pero antes tengo que saber lo que dijo el mayor Liepa.

Wallander repitió las falsas palabras que unas horas antes le había dicho al coronel Murniers.

—Ha habido irregularidades dentro de la policía letona —respondió Putnis—. Los sueldos son muy bajos y la tentación de dejarse sobornar es grande, pero también tengo que decirle que el mayor Liepa tenía, por desgracia, cierta tendencia a exagerar la situación existente. Su honradez y celo eran por supuesto admirables, pero quizá de vez en cuando confundía los hechos con espejismos emocionales.

—¿Quiere decir que exageraba?

—Me temo que sí.

—¿Como su afirmación de que algún alto oficial de la policía estaba involucrado en actividades delictivas?

El coronel Putnis calentaba la copa de coñac con las manos.

—Se refería al coronel Murniers o a mí —dijo pensativo—. Me asombra. Una afirmación tan desafortunada como insensata.

—Aun así debe de haber una explicación, ¿verdad?

—Quizás el mayor Liepa pensara que tanto Murniers como yo tardábamos demasiado en retirarnos —dijo Putnis con una sonrisa—. A lo mejor estaba descontento porque interferíamos en su propio ascenso.

—El mayor Liepa no daba esa impresión.

Putnis asintió pensativo con la cabeza.

—Déjeme darle una posible respuesta, pero solo entre nosotros —dijo.

—No suelo ir contando las confidencias de la gente.

—Hace unos diez años el coronel Murniers tuvo una debilidad lamentable. Le sorprendieron aceptando un soborno del director de una de nuestras fábricas textiles, a quien habían detenido como sospechoso de grandes desfalcos. El dinero que aceptó fue en compensación por haber hecho la vista gorda con uno de los compinches del director y por hacer desaparecer documentos comprometedores.

—¿Qué ocurrió después?

—Se echó tierra sobre el asunto, y el director de la empresa recibió un castigo simbólico. Un año después se convertía en director de una de las serrerías más importantes de nuestro país.

—¿Qué le sucedió a Murniers?

—Nada. Estaba muy arrepentido. En aquella época estaba totalmente agotado y, además, había pasado por un divorcio largo y muy doloroso. El politburó que vio el caso consideró que había que perdonarle. Quizás el mayor Liepa confundiera una debilidad momentánea con un defecto de carácter crónico. Eso es todo lo que puedo decirle. ¿Le sirvo un poco más de coñac?

Wallander acercó su copa. Algo le preocupaba, algo que el coronel Putnis acababa de decirle, y que también Murniers le había dicho, pero no sabía qué. En ese momento, entró Ausma con el café, y empezó a contar con entusiasmo todo lo que Wallander debía ver sin falta antes de abandonar Riga. Mientras la escuchaba, sentía que la angustia se apoderaba de él. Se había dicho algo decisivo, algo que casi pasó inadvertido, pero que de todos modos llamó su atención.

—La Puerta de Suecia —dijo Ausma—. ¿Ni siquiera ha visto nuestro monumento de cuando Suecia era una de las más temidas y mayores potencias de Europa?

—Me temo que no.

—Suecia es una gran potencia todavía hoy —continuó el coronel Putnis—. Un país pequeño, pero envidiable por su gran riqueza.

Por miedo a perder el hilo de la idea difusa que le había asaltado, Wallander se excusó y se fue al lavabo. Cerró la puerta con llave y se sentó encima del inodoro. Muchos años antes, Rydberg le había enseñado a coger al vuelo cualquier sensación que tuviera de que un dato revelador estaba ante él, pero que, por la proximidad misma, era incapaz de ver.

Luego lo supo: era algo que Murniers había dicho, y que horas después Putnis había contradicho con palabras casi idénticas.

Murniers había hablado de la sensatez del mayor Liepa, mientras que el coronel Putnis se había referido a su insensatez. Considerando lo que Putnis le había contado sobre Murniers, no era de extrañar. Sentado en la tapa del inodoro, se dio cuenta de que lo que le preocupaba era el hecho de que se había esperado lo contrario.

Baiba Liepa había asegurado que sospechaban de Murniers; y que temían que el mayor Liepa fue traicionado.

«Quizás haya pensado completamente al revés —pensó Wallander—. Quizá vea en el coronel Murniers lo que debería buscar en el coronel Putnis». Esperaba oír lo contrario de quien hablaba de la sensatez del mayor Liepa. Intentó recordar la voz de Murniers, y de repente tuvo la sensación de que el coronel quiso decir algo más: «El mayor Liepa es una persona sensata, un policía sensato. Por tanto tiene razón».

Sopesó la idea y comprendió que había aceptado con demasiada facilidad las sospechas e informaciones que le habían llegado de segunda y tercera mano.

Tiró de la cadena y regresó al lado de su taza de café y su copa de coñac.

—Nuestras hijas —dijo Ausma enseñándole dos fotografías enmarcadas—, Alda y Lija.

—Yo también tengo una hija —contestó Wallander—. Se llama Linda.

A partir de ese momento, la conversación fluctuó sin rumbo fijo. Wallander deseaba marcharse sin parecer descortés. Cerca de la una el sargento Zids le dejó delante del hotel Latvia. Wallander se había adormilado en el asiento trasero a causa de lo que había bebido de más. Al día siguiente se despertaría cansado y con resaca.

Se quedó largo rato mirando fijamente en la oscuridad antes de dormirse.

Las caras de los dos coroneles se unían en una única imagen. De repente comprendió que no soportaría regresar a casa antes de haber hecho todo lo posible para aclarar la muerte del mayor Liepa.

«Las conexiones están ahí —pensó—. El mayor Liepa, los cadáveres del bote salvavidas, la detención de Upitis. Todo está conectado. El único que no lo ve soy yo. Y detrás de mí, al otro lado de la pared, alguien invisible escucha mi respiración. Tal vez informen de que me paso despierto mucho rato antes de dormirme. Tal vez así crean que pueden seguir el hilo de mis pensamientos».

Un camión solitario pasó con estruendo por la calle.

Antes de dormirse, cayó en la cuenta de que llevaba seis días en Riga.