11

A las cinco y media de la tarde Kurt Wallander salió del hotel. Pensó que si en el término de una hora no lograba deshacerse de sus vigilantes nunca lo conseguiría. Tras despedirse del sargento Zids después de comer —se disculpó diciendo que tenía mucho que hacer y que prefería trabajar en su habitación—, dedicó el resto de la tarde a urdir un plan para librarse de sus perseguidores.

Nunca antes le habían vigilado, y raras veces se había visto implicado en el seguimiento de algún sospechoso. Intentó recordar si Rydberg se había manifestado en alguna ocasión acerca del difícil arte de seguir a alguien, pero no recordó que Rydberg hubiera dicho nada al respecto. Además, sabía que se hallaba en una situación extremadamente difícil, ya que apenas conocía las calles de Riga, y por tanto no podía planear ninguna acción sorpresa. Tendría que aprovechar la ocasión, y no tenía mucha fe en conseguirlo.

De todos modos, se sentía obligado a intentarlo. Baiba Liepa no haría tantos esfuerzos por proteger sus encuentros si no tuviese un buen motivo. Imaginaba que la viuda del mayor no era proclive a escenas dramáticas innecesarias.

Cuando salió del hotel ya había oscurecido. Dejó la llave en el mostrador de la recepción sin decir adónde iba ni cuándo iba a volver. La iglesia de Santa Gertrudis, en la que se celebraba el concierto, se hallaba cerca del hotel Latvia. Albergaba la ligera esperanza de poder escabullirse entre la gente que salía del trabajo y se dirigía a sus casas.

Fuera, notó unas ráfagas de viento. Se abrochó la chaqueta hasta el mentón y echó una mirada a su alrededor. No vio a nadie parecido a su vigilante. ¿Y si eran más de uno? En algún sitio había leído que los buenos vigilantes nunca se acercaban por detrás, sino que andaban siempre por delante de la persona a la que vigilaban. Caminaba despacio y a menudo se detenía ante algún escaparate. No se le ocurrió nada mejor que simular ser un paseante, un turista de visita en Riga, quizá con la ambición de comprar los regalos adecuados antes de marcharse. Atravesó la ancha avenida y torció por la calle de detrás del Parlamento. Estuvo casi tentado de parar un taxi y pedirle que le llevara a cualquier lugar para luego cambiar de coche, pero pensó que era un ardid demasiado fácil de descubrir para sus perseguidores. Seguro que tenían acceso a un coche y la posibilidad de trazar un mapa sabiendo dónde y con qué taxis de la ciudad había viajado.

Se detuvo ante un escaparate con una triste colección de ropa para caballero. No reconoció a ninguna de las personas que pasaban detrás de él reflejadas en el cristal. «¿Qué hago? —pensó—. Baiba, debiste explicarle al señor Eckers cómo llegar a la iglesia sin que le siguieran». Continuó andando. Notó que tenía las manos frías y lamentó no haberse llevado los guantes.

Por una repentina inspiración, decidió entrar en una cafetería cuando pasó por delante. El local estaba lleno de humo y a rebosar de gente, y olía a cerveza, tabaco y sudor. Miró a su alrededor en busca de una mesa vacía. No quedaba ninguna, pero sí una silla libre en un rincón. Dos hombres mayores conversaban acaloradamente con unas jarras de cerveza; cuando Wallander les hizo un gesto interrogativo por la silla vacía se limitaron a asentir con la cabeza. Una camarera con manchas de sudor en las axilas le gritó algo, y él señaló una de las jarras de cerveza. No podía apartar la vista de la puerta exterior. ¿Le seguiría la sombra hasta allí? La camarera le trajo la jarra espumosa, él le extendió un billete y ella le dejó el cambio sobre la pegajosa mesa. Un hombre con una chaqueta de cuero gastada entró por la puerta. Wallander le siguió con la mirada hasta que se sentó entre un grupo de gente, que al parecer estaba esperándole con impaciencia. Wallander probó la cerveza y miró su reloj de pulsera: las seis menos cinco. Tenía que decidir lo que iba a hacer. Detrás de él estaban los lavabos, y cada vez que alguien abría la puerta, le azotaba el fuerte olor a orín. Cuando se había bebido la mitad de la cerveza se dirigió al lavabo. Una bombilla solitaria se bamboleaba en el techo, y cruzó un estrecho pasillo flanqueado por cabinas de inodoros. Fue hasta el final del pasillo porque creyó que tal vez habría una puerta trasera por donde salir, pero el pasillo acababa en una pared y un urinario. «No funcionará —pensó—. Es inútil intentarlo. ¿Cómo escapar de lo que no se ve? Por desgracia el señor Eckers acudirá acompañado al concierto de órgano». Su incapacidad de encontrar una solución le irritó. Se puso a orinar cuando entró un hombre que se metió en una de las cabinas de inodoros y cerró la puerta tras de sí.

Wallander supo de inmediato que era alguien que había entrado después que él en la cafetería. Tenía buena memoria para la indumentaria y las fisonomías, y comprendió en el acto que tenía que arriesgarse a un posible error. Salió deprisa del urinario y atravesó el local, que estaba lleno de humo, hasta la puerta. Una vez en la calle, miró a su alrededor en busca de las sombras, pero no detectó ninguna. Luego regresó por donde había venido, torció por una callejuela y corrió todo lo que pudo hasta salir nuevamente a la avenida. Se detuvo un autobús en una parada y logró entrar justo en el momento en que se cerraban las puertas. En la parada siguiente se bajó sin que nadie le exigiera el importe, se alejó de la amplia avenida y torció de nuevo por una de las innumerables callejuelas. A la luz de una farola, sacó el mapa para orientarse. Todavía le quedaba tiempo, por lo que decidió demorarse un rato más antes de seguir adelante. Se introdujo en un portal oscuro. Al cabo de diez minutos, no vio pasar a nadie que él juzgara una de sus sombras. A pesar de ser consciente de que aún podrían estar vigilándole, consideró que había hecho todo lo que estaba en sus manos por deshacerse de ellos.

A las siete menos nueve minutos atravesó el atrio de la iglesia, donde ya se habían congregado muchas personas. Vio un sitio libre en el extremo de una capilla lateral. Se sentó y contempló a la gente que entraba a raudales en la iglesia, y por ninguna parte vio a nadie que pudiera estar siguiéndole; pero tampoco vio a Baiba Liepa.

El estruendo del órgano le produjo un gran sobresalto, como si todo el recinto eclesiástico estallara con la potente música. Wallander recordó que de niño su padre le llevó a la iglesia y el órgano le asustó tanto que rompió a llorar. Ahora, sin embargo, encontraba sosiego en la música. «Bach no tiene patria —pensó—. Su música está en todas partes». Wallander dejó que la música penetrase en su conciencia: «Puede que fuera Murniers quien le llamara por teléfono —reflexionó—. Tal vez el mayor dijo algo a su regreso que le forzó a acallarle inmediatamente. Puede que al mayor Liepa le ordenaran presentarse en comisaría. Le podían haber asesinado allí mismo».

La sensación de que alguien le observaba le sacó de su ensimismamiento. Miró a los lados pero solo vio caras concentradas en la música. En la nave central solo veía espaldas y nucas. Paseó la mirada hasta llegar a la capilla lateral que estaba frente a él.

Baiba Liepa le devolvió la mirada. Estaba sentada en medio de una fila de ancianos con un gorro de piel. Hasta que no estuvo segura de que Wallander la había visto, no desvió la mirada. Durante la hora que duró el concierto evitó mirarla, pero irremediablemente se le escapaba la vista, y observó que estaba con los ojos cerrados escuchando las notas que surgían del órgano. Le embargó una sensación de irrealidad: unas semanas atrás su marido había estado sentado en el sofá de su apartamento escuchando la voz de María Callas en Turandot mientras fuera caía una tormenta de nieve. Y ahora se encontraba en una iglesia de Riga, el mayor había sido asesinado y su viuda estaba con los ojos cerrados escuchando una fuga de Bach.

«Ella tiene que saber cómo salir de aquí —pensó—. Ha sido ella quien ha elegido este lugar como punto de encuentro, no yo».

Al finalizar el concierto, el público se levantó rápidamente y salió de la iglesia en grupos que se apretujaban. A Wallander le sorprendió aquella prisa. Era como si el concierto no hubiese existido nunca, como si el público evacuase la iglesia tras una amenaza de bomba. Perdió de vista a Baiba Liepa, y se vio arrastrado por la muchedumbre. A punto de llegar al atrio, la vio de pronto en la penumbra de la capilla lateral, y advirtió que le hacía señas; se escabulló como pudo de la corriente humana.

—Sígame —fue todo lo que le dijo.

Detrás de una capilla centenaria había una pequeña puerta lateral que abrió con una llave más grande que su mano. Salieron a un cementerio, ella miró rápidamente a su alrededor y luego apresuró el paso por entre las lápidas rotas y las cruces de hierro oxidadas. Cruzaron una verja que daba a una callejuela; un coche con las luces apagadas puso el motor en marcha con gran estruendo. Subieron al coche y esta vez Wallander estaba seguro de que se trataba de un Lada. El hombre que estaba al volante era muy joven y fumaba los mismos cigarrillos fuertes que el mayor. Baiba Liepa sonrió a Wallander, tímida e insegura, y luego enfilaron una calle —Wallander creía que era la de Valdemar—. Se dirigieron al norte, pasaron por delante del parque que Wallander había visto esa mañana con el sargento Zids, y después torcieron a la izquierda. Baiba Liepa le preguntó algo al conductor, que negó con la cabeza. Wallander se dio cuenta de que a menudo tenía la mirada fija en el espejo retrovisor. Torcieron de nuevo a la izquierda y de repente el conductor pisó a fondo el acelerador e hizo un giro brusco hasta colocarse en el carril contrario. Volvieron a pasar por delante del parque —Wallander ya estaba seguro de que era el parque Verman— y volvieron al centro de la ciudad. Baiba Liepa se inclinaba hacia delante como si le diese órdenes tácitas al conductor con el aliento. Enfilaron el bulevar Aspasias, y luego una de las tantísimas plazas solitarias de Riga, y cruzaron el río por un puente cuyo nombre Wallander ignoraba.

Se internaron en un barrio de fábricas en ruinas y viviendas tristes. El conductor redujo la velocidad, Baiba Liepa se reclinó en el asiento y Wallander entendió que por fin se habían librado de las sombras.

Minutos después el coche se detuvo frente a una casa de dos plantas medio abandonada. Baiba Liepa le hizo una señal con la cabeza a Wallander, y los dos salieron del coche. Le condujo deprisa por una verja de hierro, subieron por un sendero de grava y abrió la puerta con una llave. Wallander oyó el ruido del coche que se alejaba a sus espaldas. Entró en un recibidor que olía ligeramente a desinfectante; por toda iluminación había una débil bombilla bajo una pantalla de tela roja, y Wallander pensó que bien podrían hallarse en un club nocturno de dudosa reputación. Ella se quitó el grueso abrigo y él dejó la chaqueta encima de una silla; la siguió hasta una sala de estar, donde lo primero que atrajo su atención fue un gran crucifijo colgado de la pared. Ella encendió unas lámparas, de pronto pareció que se sentía completamente tranquila, y le hizo señas a Wallander de que se sentara.

Después, mucho tiempo después, le sorprendería no recordar nada de la habitación donde se reunió con Baiba Liepa. Lo único que le quedó grabado en la memoria fue la cruz negra de un metro de altura que colgaba entre dos ventanas, cuyas cortinas estaban cuidadosamente cerradas, y el ligero olor a desinfectante del recibidor. Pero ¿de qué color era el viejo sillón donde escuchó sentado la historia espantosa de Baiba Liepa? Nunca pudo recordarlo. En su memoria era como si hubiesen conversado en una habitación con los muebles invisibles. La cruz negra bien podía haber colgado del aire por una fuerza divina.

Ella vestía un traje chaqueta de color teja. Más tarde supo que se lo había comprado el mayor en un almacén de Ystad. Dijo que lo llevaba para honrar la memoria de su marido, y para no olvidar la traición y el asesinato de su esposo. Solo salían de la habitación para ir al lavabo, situado a la izquierda del pasillo, o para preparar té en la cocina. Wallander fue quien habló más y quien hizo más preguntas, a las que ella respondió con voz contenida.

Lo primero que hicieron fue borrar al «señor Eckers», pues ya no hacía ninguna falta.

—¿Por qué ese nombre? —preguntó.

—Un nombre cualquiera —respondió ella—. Puede que exista o no. Me lo inventé para la ocasión. Además, era fácil de recordar. Es muy probable que encuentre a alguien con ese nombre si busca en el listín telefónico. No lo sé.

Al principio su forma de hablar le recordó a la de Upitis. Era como si necesitara dar rodeos antes de ir al grano. Como estaba acostumbrado al doble sentido de las frases, muy frecuentes por otra parte en la sociedad letona, Wallander escuchó atentamente. Sin embargo, Baiba repitió las palabras de Upitis sobre los monstruos que acechaban en las sombras y sobre la lucha irreconciliable que tenía lugar en Letonia. Le habló de la venganza y del odio, y del temor que lentamente soltaba las garras de una generación oprimida desde la Segunda Guerra Mundial. Imaginó que ella sería anticomunista, antisoviética, una de los simpatizantes occidentales con los que los Estados del Este, paradójicamente, siempre habían suplido a sus llamados enemigos. Aun así, no se entregó a afirmaciones sin argumentarlas con todo detalle: intentaba hacerle comprender. No quería que ignorase todo lo que había detrás, la explicación de toda una serie de acontecimientos que aún no podían abarcarse, y se dio cuenta de que no sabía nada de lo que acontecía en Europa oriental.

—Llámame Kurt —le dijo.

Pero ella negó con la cabeza, y continuó manteniendo las distancias que había establecido desde el principio. Para ella seguiría siendo el señor Wallander.

Le preguntó dónde se encontraban.

—En el apartamento de un amigo —respondió—. Para poder soportar esta situación y sobrevivir tenemos que compartirlo todo, especialmente en un país y en una época en que se nos anima a todos a pensar solo en nosotros mismos.

—Pensaba que el comunismo era justo lo contrario —dijo—. Que lo único que se valoraba era lo que se hacía y se pensaba en común.

—Alguna vez fue así. Entonces todo era distinto. Quizá sea posible hacer renacer ese sueño en el futuro, aunque mucho me temo que los sueños muertos no puedan resucitarse, igual que ocurre con los difuntos.

—¿Qué fue lo que ocurrió realmente? —preguntó.

Al principio no supo a qué se refería, pero luego comprendió que hablaba de su marido.

—A Karlis le traicionaron y luego le asesinaron —empezó—. Se había adentrado bajo la superficie de un crimen demasiado grande y que englobaba a demasiadas personas importantes para que le dejaran continuar con vida. Sabía que estaba amenazado, pero no sospechaba que le habían descubierto como a un tránsfuga, como a un traidor dentro de la Nomenklatura.

—Cuando regresó de Suecia se fue derecho al cuartel general de la policía para entregar su informe. ¿Usted fue a recogerle al aeropuerto?

—Ni siquiera sabía que él iba a regresar ese día —respondió Baiba Liepa—. Quizás intentó ponerse en contacto conmigo, o tal vez enviase un telegrama a la policía pidiéndoles que me avisaran, pero nunca lo sabré. No me llamó hasta que estuvo de vuelta en Riga. Ni siquiera tenía comida en casa para celebrar su regreso, y un amigo mío tuvo que ofrecerme un pollo. Cuando acabamos de cenar me enseñó el hermoso libro que usted le regaló.

Wallander se sintió ligeramente avergonzado porque compró el libro con prisas y sin ilusión alguna, ya que no tenía ningún valor sentimental para él. Ahora, al oír sus palabras, se sentía como si la hubiese engañado.

—El mayor debió de decirle algo cuando llegó a casa —sugirió Wallander, consciente de que su vocabulario en inglés era cada vez más pobre.

—Estaba eufórico, pero también preocupado y furioso. Pero sobre todo recuerdo que estaba contento.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Dijo que por fin lo veía todo claro. «Ahora sí que estoy completamente seguro», repetía una y otra vez. Como sospechaba que nuestro apartamento estaba intervenido, me llevó a la cocina, abrió los grifos de agua y me lo susurró al oído. Dijo que había descubierto una conspiración de tal envergadura y tan atroz que por fin vosotros, los occidentales, os veríais obligados a ver lo que estaba ocurriendo en el Báltico.

—¿Eso fue lo que dijo? ¿Una conspiración en el Báltico? ¿No en Letonia?

—Estoy completamente segura. Solía irritarse cuando se hablaba de los tres Estados como una unidad, por las grandes diferencias que existen entre ellos, pero esa noche no hablaba solo de Letonia.

—¿Usó la palabra conspiración?

—Sí. Conspiración.

—¿Sabía usted lo que significaba?

—Claro. Todo el mundo sabía desde hacía tiempo que había conexiones directas entre delincuentes, políticos y policías. Se protegían los unos a los otros para posibilitar todo tipo de crímenes y compartir así los beneficios. También habían intentado sobornar a Karlis muchas veces, pero nunca aceptó dinero de nadie, puesto que eso hubiese destrozado su amor propio. Durante mucho tiempo intentó elaborar un mapa de lo que ocurría y quiénes estaban involucrados. Yo, por supuesto, estaba al corriente de todo: vivimos en una sociedad que no es más que una pura conspiración. Desde un mundo imaginario colectivo, ha crecido un monstruo, y la conspiración es la única ideología viva.

—¿Cuánto tiempo llevaba investigándolo?

—Empezó a investigar antes de que nos conociéramos, y estuvimos casados ocho años.

—¿Qué pretendía conseguir?

—Al principio, la verdad.

—¿La verdad?

—Para la posteridad, para el futuro que estaba convencido iba a llegar, en el que sería posible revelar lo que se escondía bajo la ocupación.

—O sea, que era enemigo del régimen comunista. ¿Cómo pudo llegar a ser un alto oficial de policía?

Le respondió con brusquedad, como si acabara de acusar ignominiosamente a su marido.

—¿Es que no lo entiende? ¡Precisamente era comunista! Su desespero era la traición, y su pena, la corrupción y la apatía. El sueño de una sociedad que se había convertido en una farsa.

—¿Así que llevaba una doble vida?

—No creo que pueda imaginarse lo que significa tener que aparentar año tras año lo que no eres, expresar opiniones que desprecias y defender el régimen que odias. Pero no solo le ocurría a mi marido, sino a mí y a toda la gente de este país que se niega a perder la esperanza de un mundo diferente.

—¿Qué descubrió?

—No lo sé; desgraciadamente, no tuvimos tiempo de comentarlo. Manteníamos nuestras conversaciones más íntimas bajo el edredón, donde nadie podía oírnos.

—¿No dijo nada?

—Tenía hambre, solo quería comer y beber vino. Creo que por fin sentía que podía relajarse unas horas y entregarse a su alegría. Si no llega a ser porque sonó el teléfono, hubiese empezado a cantar con la copa de vino en la mano.

De repente se calló, y Wallander esperó a que prosiguiera. Ni siquiera sabía si habían enterrado al mayor Liepa.

—Trate de recordar un momento —insistió—. Puede que dejara entrever algo. A menudo los que saben cosas de gran trascendencia revelan detalles inconscientemente.

Ella negó con la cabeza.

—He reflexionado sobre ello largo y tendido, y estoy segura —respondió—. Quizá tenga que ver con algo que descubrió en Suecia. Quizás en su mente por fin dedujera la conclusión de un problema crucial.

—¿Dejó algunos papeles en casa?

—Nada. Era muy cauteloso: el testimonio escrito puede ser muy peligroso.

—Y a sus amigos, ¿no les dejó nada? ¿A Upitis?

—No; lo hubiese sabido.

—¿Se fiaba de usted?

—Nos fiábamos el uno del otro.

—¿Se fiaba de alguien más?

—Confiaba en sus amigos. Sin embargo, ha de entender que las confidencias pueden volverse una carga. Estoy segura de que no confiaba tanto en nadie como en mí.

—Tengo que saberlo todo —dijo Wallander—. Cualquier detalle que sepa sobre esta conspiración es de suma importancia.

Se quedó callada un momento antes de proseguir. Wallander notó que había empezado a sudar de tan concentrado que estaba.

—A finales de la década de los setenta, unos años antes de que nos conociéramos, ocurrió algo que le hizo abrir los ojos respecto a lo que ocurría en este país. Me lo contaba a menudo para sostener la hipótesis de que cada persona se conciencia de forma individual. Solía usar un símil que al principio no entendí: «Los gallos despiertan a algunas personas y el silencio, a otras». Ahora sé lo que quería decir. Hace más de diez años, invirtió mucho esfuerzo en la investigación de un crimen que concluyó con la detención de un culpable, un hombre que había robado innumerables iconos de nuestras iglesias, unas obras de arte irreemplazables: las sacó de contrabando de nuestro país y luego las vendió por elevadas sumas de dinero. Las pruebas eran concluyentes, y Karlis estaba seguro de que sería condenado, pero no fue así.

—¿Qué ocurrió?

—Ni siquiera tuvieron que absolverlo porque no llegaron ni a juzgarle. La investigación del caso fue sobreseída. Karlis exigió que se celebrara el juicio, pero soltaron al hombre de la prisión preventiva y todos los informes fueron declarados secreto de sumario. El superior de Karlis le ordenó que se olvidara del caso. Todavía recuerdo su nombre, Amtmanis. Karlis estaba convencido de que el tal Amtmanis había protegido al delincuente y que incluso habían compartido las ganancias. Aquel suceso le afectó mucho.

De pronto a Wallander le vino a la memoria la noche de tormenta en que el mayor Liepa estuvo sentado en el sofá de su apartamento. «Soy creyente —había manifestado entonces—. No creo en ningún Dios, pero soy creyente de todos modos».

—¿Qué pasó después? —preguntó, interrumpiendo sus propios pensamientos.

—Yo aún no conocía a Karlis, pero supongo que sufrió una profunda crisis. Quizá pensara en huir a Occidente, o dejar el trabajo de policía. De hecho, siempre he creído que fui yo quien le convenció de que tenía que continuar con su trabajo.

—¿Cómo se conocieron?

Ella le miró inquisitivamente.

—¿Tiene eso importancia?

—No lo sé, pero tengo que preguntar para poder ayudarla.

—¿Cómo se conoce la gente? —dijo con una sonrisa melancólica—. A través de amigos. Había oído hablar de un joven oficial de policía que no era como los demás. No parecía gran cosa, pero me enamoré de él la primera noche que le conocí.

—¿Qué ocurrió después? ¿Se casaron? ¿Continuó él con su trabajo?

—Cuando nos conocimos era capitán, pero le promocionaron con una rapidez inesperada. Cada vez que subía de rango, llegaba a casa diciendo que le habían colgado otro crespón negro en sus charreteras. Seguía en busca de pruebas de una posible conexión entre la administración política del país, la policía y distintas organizaciones criminales. Había decidido elaborar un mapa de todos los contactos, y alguna vez habló de que existía un departamento invisible en Letonia cuya única misión era coordinar todos los contactos entre el hampa y los políticos y policías involucrados. Hace unos tres años le oí usar por primera vez el término «conspiración». No olvide que para entonces ya sentía que el viento comenzaba a soplar a su favor. La perestroika de Moscú ya había llegado también a nosotros, y nos reuníamos cada vez más a menudo para comentar más abiertamente lo que se tenía que hacer en nuestro país.

—¿Su jefe todavía era Amtmanis?

—Amtmanis había muerto. Murniers y Putnis ya eran por entonces sus superiores más directos. Desconfiaba de los dos, ya que tenía la firme sospecha de que uno de ellos estaba inmiscuido en el meollo, y que incluso podía ser el líder de la conspiración que intentaba desenmascarar. Solía decirme que dentro de la policía había un «cóndor» y un «frailecillo», pero no sabía cuál era uno y cuál el otro.

—¿Un cóndor y un frailecillo?

—El cóndor es una especie de buitre y el frailecillo, un inocente pájaro cantor. De joven, a Karlis le interesaban mucho los pájaros, incluso había soñado con ser ornitólogo.

—¿Y no sabía quién era uno y quién era el otro? Creí que sospechaba del coronel Murniers.

—Eso ocurrió mucho después, hará unos diez meses.

—¿Qué pasó?

—Karlis iba tras la pista de una importante red de contrabando de narcóticos. Dijo que era un plan diabólico que nos mataría por partida doble.

—¿«Matarnos por partida doble»? ¿Qué quería decir con eso?

—No lo sé.

Se levantó bruscamente, como si tuviese miedo de continuar.

—Solo puedo ofrecerle una taza de té; lo siento, pero no tengo café —dijo.

—Con mucho gusto tomaré té —respondió Wallander.

Desapareció en la cocina y Wallander valoró el tipo de preguntas que haría para proseguir. Sentía que era sincera con él, aunque todavía no sabía para qué querían su ayuda. Dudaba de su capacidad para cumplir las expectativas que tenían depositadas en él. «Solo soy un simple policía de homicidios de Ystad —pensó—. Necesitaríais un hombre de la talla de Rydberg, pero, al igual que el mayor, Rydberg está muerto».

Ella entró con la tetera y unas tazas en una bandeja. «Debe de haber otra persona en el apartamento. No se hierve tan rápido el agua. Estoy rodeado por doquier de vigilantes invisibles —pensó—. En este país soy incapaz de captar lo que ocurre a mi alrededor».

Vio que parecía cansada.

—¿Cuánto tiempo podremos continuar? —preguntó.

—No mucho más. Mi casa debe de estar vigilada. No puedo ausentarme por más tiempo. Pero podemos continuar mañana por la noche en este mismo lugar.

—Mañana estoy invitado a cenar en casa del coronel Putnis.

—Entiendo. ¿Y pasado mañana?

Asintió con la cabeza, tomó un sorbo del flojo té, y siguió con las preguntas.

—A usted debió de intrigarle qué podía querer decir con eso de que los narcóticos les matarían por partida doble —continuó—. Igual que a Upitis, supongo. Lo han comentado, ¿verdad?

—Karlis dijo en una ocasión que se puede hacer chantaje con cualquier pretexto —contestó—. Al preguntarle qué quería decir, dijo que era algo que había dicho uno de los coroneles. No sé por qué lo recuerdo, quizá porque Karlis era muy reservado e introvertido en aquella época.

—¿Chantaje?

—Sí, utilizó esa palabra.

—¿Chantajear a quién?

—A nuestro país. A Letonia.

—¿Eso dijo? ¿Chantaje a todo un país?

—Sí. Si tuviese la menor duda, no lo diría.

—¿Cuál de los dos coroneles habló de chantaje?

—Creo que Murniers, pero no estoy segura.

—¿Qué opinión tenía Karlis del coronel Putnis?

—Decía que no era de los peores.

—¿Qué quería decir?

—Que obedecía la ley, que no aceptaba sobornos de cualquiera.

—Pero ¿los aceptaba?

—Todos lo hacen.

—¿Y Karlis?

—Jamás. Él era diferente.

Wallander notó que ella empezaba a inquietarse, y comprendió que las preguntas tendrían que esperar.

—Baiba —dijo; era la primera vez que usaba su nombre de pila—. Quiero que reflexiones sobre todo lo que me has contado esta noche. Pasado mañana tal vez vuelva a preguntarte lo mismo.

—Sí, no hago otra cosa.

Por un instante pensó que rompería a llorar, pero se contuvo y se levantó. Descorrió una cortina de la pared; detrás había una puerta, y la abrió.

Una joven entró en la habitación. Esbozó una fugaz sonrisa y retiró las tazas de té.

—Te presento a Inese —dijo Baiba Liepa—. Si alguien te pregunta, dirás que a quien has visitado esta noche es a ella; que la has conocido en el club nocturno del hotel Latvia y que es tu amante; que no sabes exactamente dónde vive, solo que está al otro lado del puente; que ignoras su apellido porque solo es tu amante en Riga por unos pocos días y supones que es una simple administrativa.

Wallander escuchaba atónito. Baiba Liepa dijo algo en letón y la chica llamada Inese se colocó frente a él.

—Fíjate bien en su cara —dijo Baiba Liepa—. Pasado mañana te recogerá ella. Ve al club nocturno después de las ocho de la noche; ella te esperará allí.

—¿Cuál será tu coartada?

—Que he ido a un concierto de órgano y luego he visitado a mi hermano.

—¿Tu hermano?

—El que conduce el coche.

—¿Por qué me encapucharon para reunirme con Upitis?

—Porque tiene más sentido común que yo. No sabíamos si podíamos confiar en ti.

—¿Y ahora lo sabéis?

—Sí —afirmó muy seria—. Confío en ti.

—¿Qué creéis que puedo hacer?

—Lo sabrás pasado mañana —dijo evasivamente—. Tenemos que darnos prisa.

El coche esperaba frente a la verja. Durante el trayecto de regreso al centro de la ciudad, Baiba permaneció callada, y Wallander creyó que estaba llorando. Cuando le dejaron cerca del hotel, le estrechó la mano y le murmuró algo ininteligible en letón. Wallander se apresuró a salir del coche, que desapareció en el acto. Pese a sentirse hambriento, se fue derecho a la habitación. Se sirvió una copa de whisky y se echó en la cama tapándose con el cubrecama.

Pensaba en Baiba Liepa.

No se desnudó, y hasta pasadas las dos de la noche no se metió en la cama. Soñó que alguien estaba a su lado, pero no era la amante que le había tocado, Inese, sino otra, cuya cara no le permitieron ver los coroneles que aparecían en el sueño.

El sargento Zids le recogió a las ocho en punto de la mañana, y a las ocho y media el coronel Murniers entró en su despacho.

—Creemos haber encontrado al asesino del mayor Liepa —afirmó.

Wallander le miró incrédulo.

—¿El hombre que el coronel Putnis ha interrogado durante dos días?

—No es ése. Será algún astuto malhechor metido en alguna parte de la trama. Pero éste es otro hombre. ¡Sígame!

Bajaron al piso inferior. Murniers abrió una puerta que daba a una antesala. En una de las paredes había un falso espejo. Murniers indicó a Wallander que se acercara.

La sala interior consistía en paredes desnudas, una mesa y dos sillas. En una de ellas estaba sentado Upitis. Llevaba una venda sucia sobre una de las sienes. Wallander vio que llevaba la misma camisa que la noche que hablaron en la desconocida cabaña de caza.

—¿Quién es? —preguntó Wallander sin dejar de mirar a Upitis. Tenía miedo de que su nerviosismo le delatara, aunque Murniers quizá ya lo supiera.

—Un hombre al que hemos tenido bajo vigilancia durante bastante tiempo —respondió Murniers—. Un académico fracasado, poeta, coleccionista de mariposas y periodista. Bebe y habla demasiado. Estuvo unos años en la cárcel por repetidas malversaciones de fondos. Hace tiempo que sabemos que estaba involucrado en círculos delictivos. Recibimos un anónimo en el que se decía que tenía algo que ver con la muerte del mayor Liepa.

—¿Hay pruebas?

—No ha dicho nada, pero tenemos pruebas que pesan tanto como una confesión.

—¿Cómo?

—Tenemos el arma homicida.

Wallander se volvió y miró a Murniers.

—El arma homicida —repitió Murniers—. Lo mejor será que vayamos a mi despacho y que le informe sobre la detención. El coronel Putnis debe de haber llegado ya.

Wallander subió las escaleras detrás de Murniers, y oyó cómo el coronel canturreaba por lo bajo.

«Alguien me ha engañado —pensó con horror—. Alguien me ha engañado y no tengo ni idea de quién es. No sé quién y ni siquiera por qué».