Kurt Wallander se despertó furioso. Se sentía humillado y nervioso porque le hubieran colocado un micrófono en el despertador. Mientras se daba una ducha para quitarse de encima el cansancio, decidió averiguar cuanto antes por qué le vigilaban. Daba por sentado que los responsables eran los dos coroneles. Pero ¿por qué habían pedido a la policía sueca ayuda si desconfiaban de él? Podía entender lo del hombre del traje gris que le vigilaba, primero en el comedor y luego en la recepción porque así era como imaginaba la existencia en un país que aún estaba tras el telón de acero. Pero ¿entrar en su habitación y ocultar un micrófono?
A las siete y media tomó un café en el comedor. Miró a su alrededor para descubrir alguna sombra al acecho, pero no había nadie, aparte de dos japoneses conversando en voz baja en la mesa de un rincón. Poco antes de las ocho salió a la calle. El aire volvía a ser templado, primer síntoma de que se acercaba la primavera. El sargento Zids estaba junto al coche haciéndole señas. Para demostrar su enfado, Wallander permaneció callado y reservado durante todo el trayecto hasta el fortificado cuartel general de la policía. Rechazó con la mano el ofrecimiento del sargento Zids para acompañarle hasta el despacho que le habían asignado, situado en el mismo pasillo que el de Murniers. Creía que conocía el camino, pero se equivocó, y muy irritado tuvo que preguntarle cómo se iba hacia allí. Se detuvo frente a la puerta del coronel Murniers y levantó la mano para llamar, pero en el último momento cambió de idea y se dirigió a su propio despacho. Se sentía cansado para enfrentarse con Murniers. Mientras se quitaba la chaqueta, sonó el teléfono.
—Buenos días —dijo el coronel Putnis—. Espero que haya dormido bien, señor Wallander.
«Apuesto lo que sea a que sabes que no he dormido casi nada —pensó Wallander furioso—. Habréis oído por el micrófono que apenas he roncado. Seguro que ya tendrás el informe en tu mesa».
—No puedo quejarme —respondió—. ¿Cómo va el interrogatorio?
—Me temo que no muy bien. Continuaré esta mañana. Vamos a apretar al sospechoso con unos nuevos datos que posiblemente le hagan reflexionar sobre su situación.
—Me siento muy inútil —dijo Wallander—. Me cuesta ver lo que puedo aportar aquí.
—Los buenos policías se caracterizan por ser impacientes —contestó el coronel Putnis—. Pensaba subir a verle dentro de un rato, si no tiene inconveniente.
—Aquí estaré —dijo Wallander.
Al cabo de un cuarto de hora se presentó el coronel Putnis. Le acompañaba un joven policía con dos tazas de café sobre una bandeja. Putnis, con ojeras, tenía cara de cansancio.
—Parece cansado, coronel Putnis.
—Es el aire irrespirable de la sala de interrogatorios.
—Quizá fuma demasiado.
Putnis se encogió de hombros.
—Seguramente sea eso —dijo—. He oído que los policías suecos apenas fuman. Yo no concibo vivir sin tabaco.
«¿Es que tuvo tiempo el mayor Liepa de explicarles cómo era la comisaría de Suecia, donde solo se podía fumar en zonas especiales?», pensó Wallander.
Putnis sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo.
—¿Me permite? —preguntó.
—Por favor. Yo no fumo, pero no me molesta el humo.
Wallander bebió un sorbo de café, cuyo regusto era amargo y muy fuerte. Putnis se mostraba muy pensativo mientras contemplaba cómo se elevaba el humo hasta el techo.
—¿Por qué me siguen? —preguntó Wallander.
Putnis le miró sorprendido.
—¿Qué ha dicho?
«Sabe cómo fingir», pensó Wallander, y notó que empezaba a irritarse.
—¿Por qué me vigilan? He advertido que han puesto una sombra tras mis pasos. ¿Creen necesario colocar un micrófono en mi despertador?
Putnis le miró.
—El micrófono del despertador ha sido un lamentable error —dijo—. Algunos de mis subordinados pecan de eficientes. Es por su propia seguridad por lo que le están vigilando.
—¿Qué puede ocurrirme?
—De eso se trata, no queremos que le pase nada. Hasta que no sepamos lo que le ocurrió al mayor Liepa, actuaremos con la máxima precaución.
—Puedo cuidar solo de mí mismo —dijo Wallander con un gesto de rechazo—. En adelante, no quiero más micrófonos; de lo contrario, regresaré a Suecia.
—Lo lamento —aseguró Putnis—. Enseguida reconvendré al responsable.
—¿Fue usted quien dio la orden?
—La de poner el micrófono no —se apresuró a responder—. Probablemente sea una iniciativa poco acertada de alguno de mis subordinados.
—El micrófono era muy pequeño —dijo Wallander—. Muy moderno. Imagino que alguien habrá estado en la habitación contigua escuchando.
Putnis asintió con la cabeza.
—Supongo que sí.
—Creí que la guerra fría había acabado —dijo Wallander.
—Cuando un sistema político sustituye a otro, siempre queda algún reducto de personas del antiguo régimen —contestó Putnis filosóficamente—. Me temo que también pueda aplicarse a la policía.
—¿Me permite preguntarle algo que no tiene nada que ver con la investigación?
La sonrisa cansada de Putnis apareció de nuevo.
—Claro, pero no estoy seguro de que pueda satisfacerle.
La exagerada amabilidad de Putnis no concordaba con la imagen que se había formado Wallander de los policías del Este, y recordó que en su primer encuentro le pareció un felino. «Un depredador sonriente —pensó—. Un depredador cortés y sonriente».
—Tengo que admitir que no sé lo que ocurre en Letonia —empezó a decir—, pero en cambio sí sé lo que pasó aquí el otoño pasado. Carros blindados por las calles; cadáveres amontonados en las cunetas; los estragos producidos por los temidos boinas negras. He visto los restos de las barricadas que aún quedan en las calles y las perforaciones de bala en las paredes. En este país existe la voluntad de liberarse de la Unión Soviética, de acabar por fin con la ocupación, pero esa voluntad topa con una resistencia.
—Hay divergencia de opiniones al respecto —respondió Putnis.
—¿Qué actitud toma la policía respecto a esta situación?
Putnis le miró sorprendido.
—Mantenemos el orden, por supuesto —contestó.
—¿Y cómo mantienen el orden de los carros blindados?
—Lo que trato de decir es que intentamos mantener a la gente tranquila para que no sufra daños innecesarios.
—Pero el principal desorden en realidad son los carros blindados, ¿no?
Putnis apagó su cigarrillo y reflexionó antes de contestar:
—Usted y yo somos policías con un único objetivo: tomar medidas legales contra el crimen y procurar que la gente se sienta segura, aunque trabajemos bajo distintas condiciones, y eso marca la diferencia.
—Usted acaba de decir que hay divergencia de opiniones. ¿Ocurre lo mismo en el cuerpo de policía?
—Sé que los policías de Occidente son funcionarios apolíticos, y que al cuerpo policial no debe importarle el partido que gobierna. En principio, se aplica lo mismo entre nosotros.
—Pero si aquí solo existe un partido.
—Ya no. Últimamente han surgido nuevas organizaciones políticas.
Wallander comprendió que Putnis evitaba un enfrentamiento directo con él, por lo que decidió ir derecho al grano:
—¿Qué opina usted? —preguntó.
—¿Acerca de qué?
—De la independencia, de la liberación.
—Un coronel del cuerpo de policía letón no debe pronunciarse al respecto, al menos no ante un desconocido.
—No creo que aquí haya micrófonos —insistió Wallander—. Lo que me responda quedará entre nosotros. Además, pronto regresaré a Suecia, y no voy a proclamar a los cuatro vientos lo que usted me diga en confianza.
Putnis le miró fijamente antes de contestar.
—Confío en usted, señor Wallander. Déjeme decirle que simpatizo con lo que está ocurriendo en este país y en nuestros países vecinos, y en la Unión Soviética. Pero mucho me temo que no todos mis colegas compartan esta opinión.
«Como el coronel Murniers, aunque no quiera reconocerlo», pensó Wallander.
El coronel Putnis se levantó de la silla.
—Aunque la conversación es muy fructífera, el deber me reclama: un tipo desagradable en la sala de interrogatorios. En realidad solo vine a decirle que mi esposa Ausma quiere saber si le va bien aplazar para mañana la cena. Me había olvidado por completo de que ella tenía otro compromiso para esta noche.
—Por supuesto —contestó Wallander.
—El coronel Murniers desea que se ponga en contacto con él cuanto antes. Quiere hablarle sobre los puntos en los que hay que centrar la investigación a partir de ahora. Por supuesto, si hay alguna novedad en el interrogatorio, le avisaré.
Putnis salió del despacho y Wallander releyó los apuntes que había tomado tras regresar de la cabaña. «Sospechamos del coronel Murniers —le había dicho Upitis—. Creemos que traicionaron al mayor Liepa. No hay otra explicación».
Se puso al lado de la ventana y contempló los tejados de las casas. Hasta ahora nunca se había encontrado con una investigación similar. El paisaje por el que se movía estaba poblado de gente cuya forma de vida él ignoraba por completo. ¿Qué posición debía tomar? Lo mejor sería quizá que volviese a Suecia, pero al mismo tiempo no podía negar que le picaba la curiosidad. Quería saber por qué habían matado al pequeño y miope mayor Liepa. ¿Dónde estaban las dichosas conexiones? Se sentó ante el escritorio y empezó a repasar de nuevo sus anotaciones. El teléfono que tenía al lado sonó estruendosamente, y lo descolgó pensando que era Murniers.
La línea carraspeaba, y al principio solo oyó un insoportable crujido. Al rato comprendió que era Björk el que intentaba hacerse entender en un pésimo inglés.
—¡Soy yo! Wallander —gritó.
—¡Kurt!, ¿eres tú? Apenas te oigo. Vaya mierda de líneas. ¿Me oyes?
—Sí, te oigo. No hace falta que grites.
—¿Qué dices?
—Que no grites. Habla más despacio.
—¿Cómo te va?
—Es lento. Ni siquiera sé si avanzamos.
—¿Oye?
—He dicho que va despacio. ¿Me oyes?
—Mal. Habla poco a poco, y no grites. ¿De acuerdo?
De pronto la conexión se volvió nítida y audible, como si Björk llamase desde el despacho contiguo.
—Ya te oigo mejor. Repite lo que has dicho, que no te he entendido.
—He dicho que va despacio y que ni siquiera sé si avanzamos. El coronel Putnis está desde ayer interrogando a un sospechoso, pero no sé si conseguiremos algo.
—¿Eres de alguna utilidad?
Wallander dudó un momento. Luego contestó rápido y con decisión.
—Sí —dijo—. Creo que estaría bien que siguiera aquí, siempre y cuando podáis prescindir de mí un poco más.
—No hay inconveniente; no ha ocurrido nada especial, todo está relativamente tranquilo.
—¿Habéis averiguado algo sobre el bote salvavidas?
—Nada.
—¿Hay algo más que tenga que saber? ¿Está Martinson por ahí?
—Está en casa con gripe. Hemos suspendido las investigaciones preliminares, ya que Letonia se ha hecho cargo del caso. No tenemos nada nuevo que aportar.
—¿Ha nevado?
Wallander no supo lo que contestó Björk, porque la comunicación se cortó repentinamente, como si alguien hubiera arrancado el cable telefónico. Cuando Wallander colgó, se acordó de su padre, al que aún no había llamado ni enviado las postales que había escrito. ¿No tendría que comprar algunos recuerdos de Riga? ¿Qué se lleva uno de Letonia?
Un vago sentimiento de nostalgia le distrajo un momento. Luego se tomó el café frío y se inclinó de nuevo sobre sus anotaciones. Al cabo de media hora se recostó en la chirriante silla e hizo estiramientos de espalda. Por fin le desapareció el cansancio. «Lo primero es hablar con Baiba Liepa —pensó—. De lo contrario, todo lo que me proponga serán meras suposiciones. Ella debe de poseer información de gran relevancia. Tengo que saber lo que Upitis quería con su interrogatorio anoche. Lo que esperaba oír, o lo que temía que yo supiera».
Escribió su nombre en un papel y lo rodeó con un círculo. Tras el nombre puso un signo de admiración. Luego escribió el nombre de Murniers y colocó un signo de interrogación detrás. Recogió los papeles, se levantó y salió al pasillo. Cuando llamó a la puerta del despacho de Murniers, oyó un gruñido desde dentro. Estaba hablando por teléfono cuando entró. Le indicó que pasara y le señaló una de las incómodas sillas para las visitas. Wallander se sentó, y esperó a que acabara. Escuchaba la voz de Murniers. Era una conversación acalorada, hasta el punto de que a veces la voz del coronel se alzaba hasta cobrar forma de rugido. Wallander comprendió que aquel cuerpo hinchado y gastado todavía tenía considerables fuerzas. No entendió ni una palabra de lo que decía, pero se dio cuenta de que no hablaba en letón, porque la sonoridad del idioma era distinta. Tardó un rato en comprender que estaba hablando en ruso. La conversación acabó con una retahíla de palabras que sonaban a órdenes amenazadoras. Y luego colgó el auricular bruscamente.
—Idiotas —murmuró, y se enjugó la cara con un pañuelo.
Luego se volvió con una sonrisa a Wallander más calmado y tranquilo.
—Siempre resulta un quebradero de cabeza cuando los subordinados no hacen lo que deben. ¿Les ocurre a ustedes lo mismo en Suecia?
—Con mucha frecuencia —respondió Wallander cortésmente.
Observó con detenimiento al hombre que estaba sentado frente a él. ¿Pudo ser él quien mató al mayor Liepa? «Claro que sí», se dijo para sus adentros Wallander. Su larga carrera como policía le había enseñado que no había asesinos, sino personas que cometían asesinatos.
—He estado pensando que tendríamos que repasar el material una vez más —dijo Murniers—. Estoy convencido de que el hombre al que está interrogando el coronel Putnis está implicado de alguna manera en este asunto. Mientras tanto, tal vez juntos podamos encontrar nuevos enfoques para el caso.
Wallander decidió atacar.
—Tengo el presentimiento de que la investigación del lugar del crimen es deficiente —dijo.
Murniers enarcó las cejas.
—¿En qué sentido?
—Cuando el sargento Zids me tradujo el informe, varias cosas me llamaron la atención, por ejemplo, que no examinaran el muelle.
—¿Qué podría haberse encontrado allí?
—Marcas de coche, por ejemplo. No creo que el mayor Liepa fuera andando hasta allí.
Wallander esperó a que Murniers le comentara algo, pero como no decía nada, prosiguió:
—Tampoco se ha buscado el arma homicida. Mi impresión general es que el lugar donde encontraron el cadáver no es el lugar del crimen. En los informes que el sargento Zids me tradujo se afirma que el lugar del hallazgo y el del crimen es el mismo, pero en realidad no existen pruebas fehacientes que apoyen tal hipótesis. Además, me ha sorprendido mucho que no se haya interrogado a testigos.
—No había testigos —dijo Murniers.
—¿Cómo lo sabe?
—Hemos hablado con los guardias del puerto. Nadie vio nada. Además, Riga es una ciudad que duerme por las noches.
—Más bien me refería al barrio donde vivía el mayor Liepa. Salió tarde de casa. Alguien pudo haber oído cerrarse una puerta y tener curiosidad por saber quién salía a esas horas de la noche. Cualquier coche pudo haberse detenido. Normalmente, si ahondas un poco, siempre aparece alguien que ha visto u oído algo.
Murniers asintió con la cabeza.
—Estamos en ello —le informó—. Ahora mismo un grupo de policías está pasando por los apartamentos del vecindario con una foto del mayor Liepa.
—¿No es un poco tarde para eso? La gente olvida deprisa. O confunden las fechas y los días. El mayor Liepa entraba y salía de su casa a diario.
—A veces esperar puede ser una ventaja —dijo Murniers—. Al propagarse el rumor de la muerte del mayor Liepa, mucha gente había visto o imaginado cosas. Esperar unos días es la manera de hacer reflexionar a la gente, separar las ideas equivocadas de las observaciones reales.
Wallander sabía que Murniers podía tener razón, pero su experiencia le decía que lo mejor era hacer dos visitas con un intervalo de pocos días.
—¿Tiene usted alguna otra pregunta? —inquirió Murniers.
—¿Cómo iba vestido el mayor Liepa?
—¿Que cómo iba vestido?
—¿Llevaba uniforme o iba vestido de civil?
—Llevaba uniforme. Le había dicho a su esposa que tenía que entrar en servicio.
—¿Qué encontraron en sus bolsillos?
—Cigarrillos, cerillas, unas cuantas monedas y un bolígrafo. Nada sospechoso. Tampoco faltaba nada. En el bolsillo superior tenía la tarjeta de identificación. La cartera se la había dejado en su casa.
—¿Llevaba el arma reglamentaria?
—El mayor Liepa prefería no llevarla, a no ser que corriera peligro.
—¿Cómo solía llegar el mayor Liepa a la comisaría?
—Tenía un chófer a su disposición, pero a menudo prefería venir andando. Dios sabe por qué.
—En el informe del interrogatorio a Baiba Liepa se dice que ella no recuerda haber oído ningún coche detenerse en la calle.
—Claro; no tenía ningún servicio, le habían engañado.
—Pero eso él no lo sabía. Como no volvió a su casa, debió de creer que algo habría ocurrido con el coche. ¿Qué hizo entonces?
—Creemos que echó a andar, pero no estamos seguros.
A Wallander no se le ocurrieron más preguntas. La conversación que habían mantenido había acabado de convencerle de que la investigación estaba mal llevada, tan mal llevada que incluso parecía estar amañada, pero para ocultar ¿qué?
—Me gustaría visitar su casa y las calles adyacentes —dijo Wallander—. El sargento Zids puede ayudarme.
—No encontrará nada —respondió Murniers—, pero por supuesto es libre de seguir su propia iniciativa. Si ocurre algo importante en la sala de interrogatorios, haré que le avisen.
Llamó al timbre, y en el acto apareció el sargento Zids. Wallander le pidió que empezara por enseñarle la ciudad. Sentía que necesitaba distraer su cabeza antes de ocuparse de la suerte que había corrido el mayor Liepa.
El sargento Zids se alegró de poder enseñarle la ciudad. Le describió con todo lujo de detalles las calles y los parques por donde pasaron, y Wallander notó el orgullo con que hablaba. Condujeron por el largo y monótono bulevar Aspasias; a la izquierda estaba el río, donde el sargento se detuvo para señalarle el alto monumento a la libertad. Wallander intentó ver lo que representaba el gran obelisco, ya que le vinieron a la memoria las palabras de Upitis sobre la libertad tan anhelada como temida. Al pie del monumento se acurrucaban unos hombres astrosos, y Wallander vio cómo uno de ellos recogía una colilla de la calle. «Riga es una ciudad de contrastes sin misericordia —pensó—. En todo lo que veo y poco a poco creo entender descubro inmediatamente su polo opuesto. Bloques de apartamentos altos sin pintar se mezclan con ornamentadas casas en ruinas de antes de la guerra. Enormes avenidas desembocan en callejones estrechos o en inmensas plazas, el campo de pruebas de la guerra fría de cemento gris y toscos monumentos de granito».
Cuando el sargento se detuvo ante un semáforo en rojo, Wallander observó con atención la corriente de personas que andaban por las aceras. ¿Eran felices? ¿Eran acaso distintas a los suecos? No podía discernirlo.
—Aquí tenemos el parque Verman; hay dos cines —dijo el sargento Zids—: el Spartak y el Riga. A la izquierda tenemos la avenida, y ahora estamos entrando por la calle Valdemar. Después de pasar por el puente sobre el canal de la ciudad, puede ver el Teatro Nacional a la derecha. Ahora volvemos a girar a la izquierda, hacia el muelle del Once de Noviembre. ¿Quiere que sigamos, coronel Wallander?
—Ya es suficiente por hoy —respondió Wallander, que no se sentía en absoluto como un coronel—. Me gustaría que luego me ayudaras a comprar unos regalos, pero ahora quiero que pares cerca de la casa del mayor Liepa.
—El mejor sitio es la calle Skarnu —dijo el sargento Zids—. Está en el corazón del casco antiguo de Riga.
Detuvo el coche detrás de un maloliente camión que estaba descargando sacos de patatas. Wallander dudó un momento si llevarse consigo al sargento: sin él no podría preguntar nada, pero al mismo tiempo sentía la necesidad de estar a solas con sus observaciones y pensamientos.
—Ahí está la casa del mayor Liepa —dijo señalando un edificio encajado entre dos bloques altos que parecían sostener el edificio de en medio.
—¿Su casa da a la calle? —preguntó Wallander.
—Segundo piso. Las cuatro ventanas de la izquierda.
—Espera aquí en el coche —dijo Wallander.
Aunque era de día, no se veía mucha gente por la calle. Wallander se dirigió despacio a la casa de la que había salido el mayor Liepa la última noche de su vida. Pensó en las palabras que Rydberg pronunció una vez: que a veces un policía debe ser como un actor; que tiene que afrontar lo desconocido con arrojo; meterse en la piel del criminal o de la víctima e imaginarse los pensamientos y los patrones de conducta. Wallander se acercó al portal exterior y lo abrió. Las escaleras estaban a oscuras y notó el agrio olor a orines. Cuando soltó la puerta, ésta se cerró con un débil clic.
Nunca pudo saber de dónde le vino la inspiración, pero al observar fijamente las escaleras oscuras, de pronto le pareció entender el sentido de todo. Fue como una breve ráfaga de luz que se apagó en el acto, por lo que era preciso que recordara todo lo que había intuido. «El asunto debía de venir de lejos», pensó. Cuando el mayor Liepa llegó a Suecia, ya debían de haber ocurrido cosas. El bote salvavidas que descubrió la viuda de Forsell en la playa de Mossby Strand era otro eslabón de una gran conspiración, una conexión que el mayor Liepa perseguía, y precisamente era eso lo que Upitis quería saber cuando le estuvo interrogando. ¿Había revelado el mayor Liepa sus sospechas? ¿Había compartido lo que sabía o lo que creía saber acerca de la conspiración que se estaba forjando en su país? Wallander comprendió con toda lucidez que se le había escapado algo de lo que debería haberse dado cuenta. Si Upitis tenía razón, si el mayor Liepa había sido traicionado por uno de los suyos, tal vez por el coronel Murniers, ¿no sería lógico que otros se hicieran la misma pregunta?: «¿Qué es lo que realmente sabe el inspector sueco Kurt Wallander?». ¿Acaso el mayor Liepa compartió sus conocimientos o sus sospechas con él?
Wallander comprendió que la sensación de miedo que le había asaltado en Riga en diferentes ocasiones era una señal de advertencia. Quizá debería ser más cauto a partir de ahora. No cabía ninguna duda de que los que estaban detrás de los asesinatos de los dos hombres del bote salvavidas y del mayor Liepa no dudarían en matar de nuevo.
Cruzó la calle y echó una mirada a las ventanas. «Baiba Liepa debe de saberlo —pensó—. Pero ¿por qué no vino ella misma a la cabaña? ¿Acaso también la vigilaban? ¿Es ésa la razón de que me hayan convertido en el señor Eckers? ¿Por qué hablé con Upitis? ¿Quién es Upitis? ¿Quién estuvo escuchando detrás de la puerta a la pálida luz de una lámpara?».
«Capacidad de identificación», pensó. En este momento, Rydberg se dedicaría a dar rienda suelta a su imaginación: «El mayor Liepa vuelve de Suecia. Presenta su informe a los coroneles Putnis y Murniers. Luego se dirige a su casa. Algo relacionado con sus pesquisas en Suecia le sentencia a muerte. Cena con su esposa y le enseña el libro que Wallander, el inspector sueco, le ha regalado. Está contento de estar otra vez en casa, no sospecha que será la última noche de su vida. Al morir, su viuda se pone en contacto con el inspector sueco, se inventa al señor Eckers, y un tal Upitis le interroga para descubrir lo que sabe o lo que ignora. Instan al inspector sueco a que les ayude, sin precisar cómo. Lo que parece claro es que el crimen está relacionado con el desorden político del país, y que el centro neurálgico es el mayor Liepa. Por tanto, existe otro eslabón que hay que añadir a los anteriores: la política. ¿Habló de ello el mayor con su esposa la última noche de su vida? Poco antes de las once, suena el teléfono. Nadie sabe quién llama, pero el mayor Liepa no parece sospechar que haya sido sentenciado a muerte. Dice a su esposa que tiene servicio de noche y abandona la casa. Y nunca más regresa.
»No apareció ningún coche —pensó Wallander—. Espera unos minutos. Todavía no sospecha nada. Al cabo de un rato piensa que probablemente el coche se haya estropeado, y decide ir a pie».
Wallander sacó el mapa de Riga del bolsillo y echó a andar.
El sargento Zids le observaba desde el coche. «¿A quién presentará su informe? —pensó Wallander—. ¿Al coronel Murniers?».
La voz que llamó por teléfono e hizo salir de noche al mayor Liepa tenía que ser de su confianza. Seguro que el mayor no sospechaba nada. ¡Tenía motivos para desconfiar de todo el mundo! ¿En quién confiaba en realidad?
La respuesta era obvia: en Baiba Liepa, su esposa.
Wallander comprendió que no iba a avanzar más con un mapa en la mano. Los que recogieron al mayor —porque debían de ser más de uno— la última noche de su vida, lo hicieron con absoluta precisión. Wallander tendría que ir tras otras pistas para avanzar en la investigación.
De vuelta al coche, donde Zids le esperaba, le extrañó que no hubiera ningún informe por escrito sobre el viaje del mayor a Suecia. Wallander había visto con sus propios ojos cómo tomaba notas sin cesar todos los días que permaneció en Ystad, y en varias ocasiones le comentó la importancia de los informes redactados de inmediato con todo lujo de detalles. La memoria oral no era suficiente para un policía que trabajaba con tanta meticulosidad.
Aun así, el sargento Zids no le tradujo ningún informe por escrito del mayor Liepa. Putnis o Murniers se habían limitado a informarle de viva voz acerca de su último encuentro con el mayor.
Le parecía ver al mayor Liepa ante sí: en cuanto despegó el avión de Sturup, lo más seguro es que bajara la mesita y se pusiera a redactar el informe. Habría continuado durante la espera en el aeropuerto de Arlanda y habría seguido trabajando durante el trayecto final del viaje, sobre el mar Báltico hasta Riga.
—¿El mayor Liepa no dejó ningún informe por escrito sobre su trabajo en Suecia? —preguntó al sentarse en el coche.
El sargento Zids le miró sorprendido.
—¿Cómo podría haber tenido tiempo para eso?
«Sí que tuvo tiempo —pensó Wallander para sus adentros—. Ese informe tiene que estar en alguna parte, pero quizás haya alguien interesado en que no lo vea».
—Me gustaría comprar algunos regalos en unos grandes almacenes —dijo Wallander—. Después iremos a comer, pero no quiero que tengamos que quitarle la mesa a nadie.
Aparcaron delante del almacén central, donde durante una hora estuvo pululando con el sargento pegado a sus talones. Había mucha gente, pero la oferta de mercado era muy escasa. Solo se detuvo con interés cuando llegó al departamento de libros y música. Encontró unas cuantas grabaciones de ópera con cantantes y orquestas rusas a precios muy bajos y se compró unos libros de arte igual de baratos, si bien no tenía claro a quién iba a regalárselos. Se lo entregaron todo envuelto en papel de regalo, y el sargento le condujo con gran habilidad por las diferentes cajas: todo era tan complejo que rompió a sudar.
Cuando salieron a la calle, le propuso sin rodeos que comieran en el hotel Latvia. El sargento asintió contento, como si por fin sus palabras hubiesen surtido efecto.
Wallander subió a la habitación con los paquetes, colgó la chaqueta y se lavó las manos en el cuarto de baño. Esperaba ilusamente que el teléfono sonara y que alguien preguntase por el «señor Eckers», pero no llamó nadie. Cerró con llave y bajó en el lento ascensor hasta la planta baja. Pese a estar con el sargento Zids, preguntó si había algún recado para él. El recepcionista negó con la cabeza. Echó una mirada en busca de las sombras, pero ni rastro de ellas. Mandó al sargento Zids que pasara delante, con la vana esperanza de que les indicasen una mesa distinta.
De pronto vio que una mujer, sentada detrás de un mostrador donde vendían periódicos y postales, le hacía señas con la mano. Miró a su alrededor antes de estar seguro de que se dirigía a él, y luego se acercó a ella.
—¿No quiere usted unas postales, señor Wallander? —preguntó.
—Quizá más adelante —respondió al tiempo que se preguntaba cómo sabía su nombre.
La mujer de detrás del mostrador tendría unos cincuenta años y vestía un traje gris. En un desesperado intento se había pintado los labios de color rojo intenso, y Wallander pensó que precisaba de una buena amiga que le advirtiera de que no le sentaba bien.
Le acercó unas postales.
—¿Verdad que son bonitas? —preguntó—. ¿No le apetece conocer más a fondo la realidad de nuestro país?
—Desgraciadamente no creo que tenga tiempo —respondió—. Si no, con mucho gusto hubiese hecho un viaje turístico por su país.
—¿Pero verdad que tendrá tiempo para asistir a un concierto de órgano? —insistió la mujer—. A usted le gusta la música clásica, ¿no es así, señor Wallander?
Se sobresaltó casi imperceptiblemente. ¿Cómo podía saber cuáles eran sus gustos musicales? Eso no constaba en su pasaporte.
—Hay un concierto de órgano en la iglesia de Santa Gertrudis esta noche —prosiguió—. Empieza a las siete. Le he trazado un mapa por si quiere ir.
Se lo entregó, y Wallander vio que el reverso, escrito a lápiz, rezaba: «señor Eckers».
—El concierto es gratis —dijo la mujer al ver que buscaba la cartera.
Wallander asintió con la cabeza y se metió el mapa en el bolsillo. Se llevó unas cuantas postales y se dirigió luego al comedor.
Esta vez estaba seguro de que se encontraría con Baiba Liepa.
El sargento Zids le hacía señas sentado a la mesa de siempre. Había bastante gente en el comedor, y por primera vez los camareros parecían darse prisa para atender a todos los clientes.
Wallander se sentó y le mostró sus postales.
—Vivimos en un país muy hermoso dijo el sargento Zids.
«Un país desgraciado, herido y lacerado como un animal moribundo», pensó Wallander.
Esa noche iba a reunirse con una de esas aves de alas rotas.
Con Baiba Liepa.