9

El olor áspero a lana húmeda.

De ese modo recordaría Kurt Wallander aquel trayecto nocturno por las calles de Riga. Se había agachado e introducido en el asiento trasero, y antes de que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad, unas manos le cubrieron la cabeza con una capucha que olía a lana. Al cabo de un rato estaba sudando y empezó a picarle la piel. Pero el miedo, la aguda impresión de que todo iba mal, desapareció en el mismo instante que entró en el coche. Una voz, que suponía pertenecía a las mismas manos que le habían puesto la capucha, intentaba calmarle.

We are no terrorists. We just have to be cautious.

Reconoció la voz del teléfono, la voz que había pedido por el «señor Eckers» y que luego se disculpó por haberse equivocado de habitación. La voz tranquilizadora era del todo convincente, y se le ocurrió que era algo que las personas de los Estados del Este abocados al hundimiento tenían que aprender, ser convincentes cuando decían que no había peligro cuando en realidad sí lo había.

El coche era incómodo. Por el ruido del motor supo que era de fabricación rusa, probablemente un Lada. Aunque no pudo calcular cuántas personas había en el interior, sabía que como mínimo eran dos, porque delante de él había alguien que tosía y conducía, y el hombre que le hablaba con voz tranquilizadora estaba sentado a su lado. Bajaban el cristal de la ventanilla de cuando en cuando para dejar salir el humo del tabaco, y el aire frío le golpeaba en la cara. Por un instante le pareció sentir una suave fragancia en el coche, el perfume de Baiba Liepa, pero pronto comprendió que era fruto de su imaginación o quizá del deseo. Le resultaba imposible determinar si iban rápido o no, pero sí notó que la calzada había cambiado, por lo que dedujo que habían dejado atrás la ciudad. De vez en cuando el coche frenaba y torcía en alguna dirección. En una ocasión, circularon por una rotonda. Intentó calcular el tiempo que pasaban en el coche, pero pronto perdió la cuenta. El viaje por fin acabó, el coche dobló una última vez y ahora traqueteaba y botaba como si fuesen por un terreno sin asfaltar. El chófer detuvo el motor, abrieron las puertas y le ayudaron a salir.

Notó el frío y el olor a pino. Le sujetaron por el brazo para que no tropezara y le hicieron subir unas escaleras. Oyó el chirrido de unas bisagras, y entró en una habitación cálida que olía a queroseno. Cuando le quitaron la capucha, se sobresaltó mucho más que cuando le taparon la cabeza. La habitación era alargada con paredes de gruesos troncos. Lo primero que pensó fue que se hallaba en una especie de cabaña de caza. Una cabeza de ciervo colgaba de una chimenea de leña; los muebles eran de madera clara, y por toda iluminación había dos lámparas de queroseno.

El hombre de la voz tranquilizadora habló de nuevo. Su cara no se parecía en nada a la que Kurt Wallander había imaginado, si es que había imaginado alguna: era bajito, enjuto, como si hubiese sufrido mucho o pasado por una huelga de hambre autoimpuesta, tenía el rostro pálido y llevaba unas gafas de carey demasiado grandes y pesadas para sus pómulos. Wallander pensó que el hombre podría tener entre veinticinco y cincuenta años. Le señaló con una sonrisa una silla, en la que Wallander se sentó.

—Sit down, please —dijo con su voz serena.

De la penumbra se deslizó sigilosamente un hombre con un termo y unas tazas de café. «Quizá sea el conductor», pensó Wallander. Era un hombre mayor, moreno, y casi podía asegurar que nunca sonreía. Le dieron una taza de té y luego los dos hombres se sentaron al otro lado de la mesa y el chófer subió la llama de la lámpara. Un sonido casi imperceptible llegó a los oídos de Wallander proveniente de las sombras que se extendían fuera del círculo de luz. «Hay alguien más aquí, alguien que ha estado esperando y que ha preparado el té».

—Solo podemos ofrecerle té —dijo el hombre de voz serena—. Pero ha cenado poco antes de que viniéramos a recogerle, señor Wallander, y tampoco vamos a retenerle mucho tiempo.

Lo que acababa de oír indignó a Wallander. Mientras había sido el «señor Eckers» se sentía como si todo lo que estaba ocurriendo en realidad no le incumbiese directamente a él, pero ahora era el «señor Wallander», y desde sus invisibles mirillas le habían estado vigilando y le habían visto cenar. El único error que habían cometido era llamarle segundos antes de que abriese la puerta de la habitación.

—Tengo muchas razones para desconfiar de ustedes. Ni siquiera sé quiénes son. ¿Dónde está Baiba Liepa, la viuda del mayor?

—Disculpe mi descortesía; mi nombre es Upitis. Puede estar usted completamente tranquilo. Le garantizo que cuando acabe nuestra conversación, volverá a su hotel.

«Upitis —se dijo Wallander—. Igual que “señor Eckers”. Cualquiera que sea su nombre, no es éste».

—No sirve de nada que me lo garantice alguien a quien no conozco —replicó Wallander—. Me raptan poniéndome una capucha en la cabeza. —«¿“Capucha” se decía hood?»—. Acepté reunirme con la señora Liepa bajo sus condiciones, ya que conocí a su marido. Supuse que quería contarme algo relacionado con la muerte del mayor Liepa que ayudaría a la policía. No sé quiénes son ustedes, por lo que tengo mis razones para desconfiar.

El hombre que decía llamarse Upitis asintió pensativo con la cabeza.

—Estoy de acuerdo con usted —replicó—, pero es imprescindible que seamos precavidos y cautos. La señora Liepa no ha podido estar esta noche con nosotros, así que voy a hablar en su nombre.

—¿Cómo puedo estar seguro de que dice la verdad? ¿Qué quieren en realidad?

—Queremos su ayuda.

—¿Por qué tienen que proporcionarme una identidad falsa y hacer que nos reunamos en un lugar secreto?

—Como ya le he dicho, es absolutamente imprescindible. Cuando lleve más tiempo en Letonia, señor Wallander, lo comprenderá.

—¿Cómo puedo ayudarles?

De nuevo oyó el sonido apenas audible proveniente de las sombras de detrás de la tenue luz de las lámparas. «Es Baiba Liepa —pensó—. No se deja ver, pero sé que está aquí a mi lado».

—Tenga un poco de paciencia —continuó Upitis—. Déjeme empezar por explicarle lo que es Letonia en realidad.

—¿Lo cree necesario? Me figuro que Letonia es un país como otro cualquiera, aunque tengo que reconocer que no sé cuáles son los colores de su bandera.

—Es imprescindible que se lo explique, sobre todo cuando acaba de decir que nuestro país es como otro cualquiera; hay muchas cosas que tiene usted que entender sin falta.

Wallander tomó un sorbo de té tibio, e intentó penetrar en las sombras con su mirada. Con el rabillo del ojo le pareció ver una rendija de luz, como la de una puerta entreabierta. El hombre que iba al volante, con los ojos entornados, se calentaba las manos con la taza. Wallander comprendió que la conversación se mantendría entre Upitis y él.

—¿Quiénes sois? —preguntó—. Al menos decidme esto.

—Somos letones —respondió Upitis—. Nos ha tocado nacer en una época y un país lacerados. Nuestros caminos se han cruzado y nos hemos dado cuenta de que estamos unidos en una misión que cumplir.

—¿El mayor Liepa…? —preguntó Wallander dejando en suspenso la pregunta.

—Déjeme empezar por el principio —dijo Upitis—. Antes de nada, tiene que comprender que nuestro país está al borde del derrumbe definitivo. Al igual que ocurre con nuestros otros vecinos bálticos, o con los demás países bajo el mando de la Unión Soviética, la gente intenta a toda costa reconquistar la libertad perdida durante la Segunda Guerra Mundial. La libertad nace del caos, señor Wallander, y monstruos atroces acechan en la sombra. Creer que solo se puede estar a favor o en contra de la libertad es un grave error, porque ésta tiene muchas caras. La población rusa trasladada aquí para que se mezclara con la gente del país y nos obligara a afrontar nuestra propia destrucción, no solo está preocupada porque se cuestione su presencia, sino también por el temor a perder sus privilegios. La historia no conoce ningún ejemplo de nadie que haya cedido sus privilegios voluntariamente. Por eso se arman en la clandestinidad, y por eso suceden cosas como las del otoño pasado: que las fuerzas soviéticas tomen el control e instauren el estado de sitio. Creer que una nación brutalmente oprimida por una dictadura puede llegar al unísono a algo parecido a la democracia es otro grave error. Para nosotros, los letones, la libertad es algo que nos atrae, como una hermosa mujer cuyos encantos no se pueden resistir; mientras que, para otros, constituye una amenaza contra la que hay que luchar con todos los medios.

Upitis se calló, como si sus palabras también le hubiesen alterado a él.

—¿Una amenaza? —preguntó Wallander.

—Puede estallar una guerra civil en cualquier momento —aseguró Upitis—. La discusión política puede sustituirse por personas ávidas de venganza capaces de destruirlo todo en un acceso de rabia. El afán de libertad puede convertirse en un infierno de dimensiones imprevisibles. Los monstruos acechan en la sombra y los cuchillos se afilan de noche. El desenlace es tan difícil de predecir como el futuro.

Una misión que cumplir. Wallander intentó descifrar el verdadero significado de las palabras de Upitis, pero sabía de antemano que era infructuoso, ya que de la transformación que sufría Europa apenas sabía nada. En su ámbito profesional, el compromiso político nunca había estado presente: se limitaba a votar con indiferencia cuando había elecciones. Los cambios que no le afectaban directamente a él le resultaban ajenos.

—Un policía no acostumbra a perseguir monstruos —dijo titubeante en un intento por justificarse—. Me dedico a la investigación de crímenes reales perpetrados por personas reales. La única razón por la que he aceptado pasar por ser el señor Eckers es porque suponía que Baiba Liepa quería verme a solas. La policía letona me ha pedido que les ayude a encontrar el asesino del mayor Liepa, y sobre todo que investigue si su asesinato tiene alguna conexión con dos ciudadanos leones que aparecieron muertos en la costa sueca. Y ahora ustedes me piden ayuda. Tiene que haber un modo más sencillo de decirlo, sin tantos rodeos ni explicaciones políticas, de las que no entiendo nada.

—En efecto —concedió Upitis—. Lo mejor será que digamos que nos ayudamos mutuamente.

Wallander intentó recordar en vano la palabra inglesa para «enigma».

—Es demasiado confuso —afirmó—. Será mejor que me digan lo que quieren sin rodeos.

Upitis cogió un bloc de notas que estaba tras la lámpara, y del bolsillo de la vieja chaqueta desgastada sacó un lápiz.

—El mayor Liepa le visitó a usted en Suecia —dijo—. Dos muertos de nacionalidad letona llegaron a la deriva a la costa sueca. ¿Usted colaboró con él?

—Sí; era un inspector muy eficiente.

—Pero estuvo muy pocos días en Suecia, ¿no?

—Sí.

—¿Cómo pudo saber en tan poco tiempo que era un hábil inspector?

—La meticulosidad y la experiencia se ven de inmediato.

A Wallander las preguntas le parecieron inocentes, pero, sin embargo, intuía el propósito de Upitis: tejer una red invisible. Actuaba como el hábil investigador de un crimen, que desde el principio se dirigía a una determinada meta. La aparente inocencia de las preguntas era una ilusión. «Quizá sea policía —pensó Wallander—. Tal vez no sea Baiba Liepa la que se esconde en la sombra, sino el coronel Putnis o Murniers».

—Así pues, usted apreciaba el trabajo del mayor Liepa.

—Por supuesto. Ya se lo he dicho, ¿no?

—¿Y si dejamos al margen la experiencia y habilidad del mayor Liepa…?

—¿Cómo podría hacerlo?

—¿Qué impresión le dio como persona?

—La misma impresión que como policía. Era tranquilo, meticuloso, muy paciente, hábil e inteligente.

—El mayor Liepa tenía la misma opinión de usted, señor Wallander: que era un inspector muy hábil.

En su interior Wallander oyó un reloj de alarma: intuía vagamente que Upitis se adentraba en el terreno de las preguntas importantes al tiempo que presentía que algo iba mal. Aunque el mayor Liepa había tenido muy poco tiempo de estar en casa antes de que le asesinaran, el tal Upitis que tenía sentado enfrente tenía conocimientos detallados sobre su viaje a Suecia, información que solo podía haber proporcionado el mayor o su esposa.

—Qué amable por su parte que apreciase mi trabajo —respondió Wallander.

—¿Tenía usted mucho trabajo los días que el mayor estuvo en Suecia?

—La investigación de un asesinato siempre es ardua.

—Es decir, que no tuvieron tiempo de verse fuera del trabajo.

—No le entiendo.

—Frecuentarse, relajarse, reír, cantar, ya sabe. He oído que a los suecos les gusta cantar.

—El mayor Liepa y yo no formamos ningún dúo, si se refiere a eso. Le invité una noche a mi casa. Eso es todo. Esa noche había una tormenta de nieve, y nos bebimos una botella de whisky y escuchamos música, y luego se fue a su hotel.

—Al mayor Liepa le encantaba la música. A menudo se quejaba de no tener tiempo para ir a los conciertos.

En su interior el reloj de alarma sonaba más fuerte. «¿Qué coño querrá saber? —pensó—. ¿Quién es este Upitis? ¿Dónde está Baiba Liepa?».

—¿Puedo preguntarle qué música escucharon? —preguntó Upitis.

—Ópera, María Callas. Aunque no lo recuerdo muy bien, creo que era Turandot.

—No la conozco.

—Es una de las óperas más hermosas de Puccini.

—¿Y bebieron whisky?

—Sí.

—¿Y había una tormenta de nieve?

—Sí.

«Ahora se acerca al punto culminante —pensó Wallander—. ¿Qué será lo que quiere que le diga sin que yo me dé cuenta?».

—¿Qué marca de whisky tomaron?

—J B, creo.

—El mayor Liepa bebía alcohol con mucha moderación, pero de cuando en cuando le gustaba relajarse con una copa.

—¿Ah, sí?

—Era muy moderado en todos los aspectos.

—Creo que me afectó a mí más que a él, si eso es lo que quiere saber.

—Tengo la impresión de que recuerda la noche con bastante claridad, ¿verdad?

—Tan solo escuchábamos música sentados con una copa en la mano. Conversamos y permanecimos callados. ¿Por qué no iba a recordarlo?

—¿Acaso hablaron de los dos hombres muertos que habían arribado a la costa?

—No, que yo recuerde. Más que nada, el mayor Liepa habló de Letonia, y esa misma noche, por cierto, me dijo que estaba casado.

Wallander advirtió que algo había cambiado en la habitación. Upitis le miraba con ojos inquisitivos, y el conductor había cambiado de postura imperceptiblemente en su silla. Su intuición le decía que habían llegado al punto de la conversación que Upitis pretendía. Pero ¿qué era? Para sus adentros, vio al mayor sentado en el sofá, con el sencillo vaso de duralex apoyado en la rodilla, con música de fondo.

Tenía que haber algo más, algo que justificase la creación del señor Eckers, bajo cuya identidad se escondía el inspector sueco.

—Cuando se despidió del mayor Liepa, usted le regaló un libro, ¿no?

—Le compré un libro de vistas sobre Escania. No era muy original, pero no se me ocurrió nada mejor.

—El mayor Liepa agradeció mucho el regalo.

—¿Cómo lo sabe?

—Su esposa me lo dijo.

«Estamos apartándonos —pensó Wallander—. Formula estas preguntas para alejarnos de lo que importa de verdad».

—¿Había colaborado antes con policías de los Estados del Este?

—En una ocasión nos visitó un inspector polaco. Eso es todo.

Upitis apartó el bloc de notas en el que no había tomado ningún apunte, pero, aun así, Wallander estaba seguro de que Upitis había obtenido la respuesta que buscaba. «¿Qué es lo que debo de haber dicho?», pensó Wallander.

Wallander tomó un sorbo de té frío. «Ahora es mi turno —pensó—. Tengo que darle un giro a la conversación».

—¿Por qué murió el mayor? —preguntó.

—El mayor Liepa estaba muy preocupado por la situación del país —dijo Upitis con tono vacilante—. Comentábamos a menudo qué podíamos hacer al respecto.

—¿Fue por eso por lo que murió?

—¿Por qué si no iban a asesinarle?

—No es ninguna respuesta, sino otra pregunta.

—Mucho nos tememos que sea eso.

—¿Quién podía tener motivos para matarle?

—Recuerde lo que le he dicho antes sobre los que temen la libertad.

—¿Los que afilan los cuchillos en la oscuridad?

Upitis asintió lentamente con la cabeza. Wallander intentó reflexionar acerca de todo lo que había escuchado.

—Si no lo he entendido mal, ustedes son una organización —dijo.

—Más bien un grupo fluctuante de personas. Una organización sería demasiado fácil de encontrar y aplastar.

—¿Qué es lo que quiere realmente?

Upitis parecía dudar, y Wallander esperaba una respuesta.

—Somos personas libres, señor Wallander, en medio de esta no libertad. Somos libres en el sentido de que tenemos la posibilidad de analizar lo que ocurre en Letonia. Tengo que añadir que la mayoría de nosotros somos intelectuales: periodistas, científicos, poetas. Tal vez seamos el núcleo de lo que podría ser el movimiento político que salve a este país de la destrucción, si estallase el caos, si la Unión Soviética interviniese con la fuerza militar, si no se pudiese evitar la guerra civil.

—¿El mayor Liepa era uno de los suyos?

—Sí.

—¿Un líder?

—No tenemos líderes, señor Wallander, pero sí era un miembro importante de nuestro círculo. Desde su posición tenía una gran visión de conjunto. Creemos que fue traicionado.

—¿Traicionado?

—La policía de este país está en manos de las fuerzas de ocupación. El mayor Liepa era una excepción. Mantenía un doble juego con sus colegas, corría grandes riesgos.

Wallander reflexionó, y recordó lo que uno de los coroneles le había dicho: «Somos hábiles en vigilarnos los unos a los otros».

—¿Quiere decir que alguien del cuerpo de la policía está detrás del asesinato?

—No lo sabemos con seguridad, pero tenemos nuestras sospechas. No hay otra posibilidad.

—¿Quién puede haber sido?

—Esperamos que nos ayude a averiguarlo.

Wallander comprendió que por fin rozaba alguna pista. Recordó la dudosa investigación del lugar donde habían encontrado el cuerpo del mayor y que desde su llegada a Riga le habían estado siguiendo. De repente se le presentaba con toda lucidez una serie de maniobras ficticias conectadas entre sí.

—¿Alguno de los coroneles? —preguntó—. ¿Putnis o Murniers?

Upitis contestó sin sopesar la respuesta. Más tarde Wallander pensaría que utilizó un tono de voz triunfante al decir:

—Sospechamos del coronel Murniers.

—¿Por qué?

—Tenemos nuestras razones.

—¿Cuáles?

—El coronel Murniers siempre ha destacado como el buen ciudadano soviético que es.

—¿Es ruso? —preguntó Wallander sorprendido.

—Murniers llegó aquí durante la guerra. Su padre pertenecía al Ejército Rojo. En 1957 ingresó en la policía. Por aquel entonces era muy joven, joven y prometedor.

—¿Insinúa que ha matado a uno de sus subordinados?

—No hay otra explicación. Lo que no sabemos es si fue él quien lo hizo, puede que lo hiciera otro.

—Pero ¿por qué asesinarlo la misma noche que regresó de Suecia?

—El mayor Liepa era un hombre muy reservado —sentenció Upitis—. Nunca decía nada innecesario, algo que desgraciadamente aprendes rápido en este país. A pesar de que era íntimo amigo suyo, nunca me contaba más de lo necesario. Aprendes a no cargar a los amigos con demasiadas confianzas. Con todo, de vez en cuando se le escapaba que estaba tras la pista de algo.

—¿Por ejemplo?

—No lo sabemos.

—Tiene que saber algo.

Upitis negó con la cabeza con el semblante muy cansado. El conductor permanecía inmóvil en su silla.

—¿Cómo saben que pueden fiarse de mí? —preguntó Wallander.

—No lo sabemos, pero tenemos que correr ese riesgo. Suponemos que a un policía sueco no le interesará para nada inmiscuirse en el caos que impera en nuestro país.

«En efecto —pensó Wallander—. No me gusta que me sigan, ni tampoco que me saquen por la noche y me lleven a una apartada cabaña de caza. En realidad, lo único que deseo es irme a casa».

—Tengo que hablar con Baiba Liepa —dijo.

Upitis asintió con la cabeza.

—Quizá mañana le llamemos y preguntemos por el señor Eckers —contestó.

—Puedo solicitar que la llamen para un interrogatorio.

Upitis negó con la cabeza.

—Habrá demasiadas personas escuchando —dijo—. Nosotros nos encargaremos de arreglarles un encuentro.

La conversación se acabó. Upitis parecía ensimismado en sus pensamientos; Wallander aprovechó la ocasión para mirar de reojo hacia las sombras: el débil haz de luz había desaparecido.

—¿Ha logrado sonsacarme la información que deseaba?

Por respuesta, Upitis esbozó una sonrisa.

—La noche que el mayor estuvo en mi casa tomando whisky y escuchando Turandot no dijo nada que pueda arrojar luz sobre su asesinato. Habría podido preguntármelo sin tantos rodeos.

—En nuestro país no hay atajos —dijo Upitis—. La mayoría de las veces el único camino viable y seguro son los rodeos. Upitis apartó el bloc de notas y se levantó, y el conductor hizo lo mismo de un salto.

—Preferiría no llevar la capucha durante el camino de vuelta —dijo Wallander—. Me pica.

—Claro —contestó Upitis—. Tiene que comprender que las precauciones son por su bien.

Cuando regresaron a Riga la luna brillaba en lo alto y hacía frío. A través de la ventanilla, Wallander vio pasar las siluetas de los pueblos oscuros. Pasaron por los suburbios de Riga, por infinitas sombras de rascacielos y por calles con las farolas apagadas.

Wallander bajó del coche en el mismo lugar donde le habían recogido. Upitis le dijo que entrase por la puerta trasera del hotel. Cuando intentó abrir la puerta, vio que estaba cerrada con llave. No supo qué hacer cuando oyó que alguien la abría con cuidado desde dentro. Para su sorpresa, reconoció al hombre de la entrada del espectáculo de variedades del hotel. Le siguió por unas escaleras de incendios, y el hombre no se fue hasta que abrió la puerta de su habitación. Eran las dos y tres minutos de la noche.

La habitación estaba fría. Se sirvió un whisky en el vaso para el cepillo de dientes, se envolvió en una manta y se sentó ante el escritorio. A pesar de estar cansado, sabía que no podría irse a la cama sin antes escribir un resumen de lo que había ocurrido esa noche. El bolígrafo estaba helado. Se acercó los apuntes, bebió un sorbo de whisky y se puso a reflexionar.

«Vuelve al punto de partida —le habría aconsejado Rydberg—. Olvida las lagunas y las vaguedades. Empieza por lo que sabes seguro».

Pero ¿qué era lo que sabía realmente? Que dos letones asesinados arriban a la costa de Ystad en un bote salvavidas yugoslavo, punto de partida sin contradicciones. Que un mayor de la policía de Riga pasa unos días en Ystad para ayudar en la investigación. Que él mismo comete el imperdonable error de no examinar minuciosamente el bote, y que más tarde lo roban. ¿Quién? Que el mayor Liepa regresa a Riga y presenta un informe a los coroneles Putnis y Murniers. Que después se va a casa y enseña a su esposa el libro que él le ha regalado. ¿De qué habla con su esposa? ¿Por qué le presenta a Upitis después de hacerse pasar por la señora de la limpieza de un hotel? ¿Por qué inventa al señor Eckers?

Wallander apuró la copa y se sirvió más whisky. Tenía las puntas de los dedos blancas de frío y se las calentó debajo de la manta.

«Busca las conexiones incluso donde creas que no las hay», solía decir Rydberg. Pero ¿había tales conexiones? El único denominador común era el mayor Liepa. Éste le había hablado de contrabando, de drogas, igual que el coronel Murniers, pero no había pruebas, solo conjeturas.

Wallander releyó lo que había anotado al tiempo que pensaba en lo que Upitis le había dicho. «El mayor Liepa estaba tras la pista de algo». Pero ¿qué podía ser? ¿Uno de aquellos monstruos de los que hablaba Upitis?

Mientras reflexionaba vio mecerse la cortina por el aire que se colaba por la ventana.

«Alguien le traicionó. Sospechamos del coronel Murniers».

¿Era posible?, se preguntó, y recordó que el año pasado un policía de Malmö mató de un disparo a sangre fría a un refugiado que solicitaba asilo político. ¿Había algo que no fuera posible?

Continuó escribiendo. «Cadáveres en un bote / drogas / mayor Liepa / coronel Murniers». ¿Tenía algún significado esa concatenación de hechos? ¿Qué era lo que Upitis quería saber? ¿Acaso creía que el mayor Liepa descubrió algo sentado en mi sofá escuchando a María Callas? ¿Quería saber de qué habíamos hablado? ¿O solo quería saber si el mayor Liepa me había hecho alguna confidencia?

Eran cerca de las tres y cuarto de la noche. Wallander estaba tan cansado que no pudo continuar. Entró en el cuarto de baño y se cepilló los dientes. Cuando se miró en el espejo vio que aún tenía la cara irritada por la capucha de lana.

¿Qué es lo que sabe Baiba Liepa? ¿Qué es lo que yo no sé ver?

Se desnudó y se metió en la cama tras poner la alarma del despertador poco antes de las siete. No pudo conciliar el sueño. Miró su reloj de pulsera: las cuatro menos cuarto. Las manecillas del despertador relucían en la oscuridad: las tres y treinta y cinco. Arregló la almohada y cerró los ojos, pero se sobresaltó. Volvió a mirar el reloj de pulsera: las cuatro menos nueve minutos. Estiró la mano y encendió la lámpara de la mesilla de noche: el despertador señalaba las cuatro menos diecinueve minutos. Se enderezó en la cama. ¿Por qué iba mal el despertador? ¿O era el reloj de pulsera? ¿Por qué no marcaban la misma hora los dos relojes? No le había ocurrido nunca. Cogió el despertador en la mano y giró las manecillas para que los dos relojes señalasen la misma hora: las cuatro menos seis minutos. Después apagó la luz y cerró los ojos. Cuando estuvo a punto de dormirse, abrió los ojos de nuevo, y permaneció inmóvil en la oscuridad pensando que eran imaginaciones suyas. Sin embargo, volvió a encender la lámpara de la, mesilla de noche, se sentó en la cama y desenroscó la parte trasera del despertador.

El micrófono era del tamaño de una moneda de diez céntimos, de unos tres o cuatro milímetros de grosor. Estaba entre las dos pilas. Lo primero que pensó Wallander era que se trataba de una pelusa de polvo o de un trocito de cielo gris, pero al volver la pantalla de la lámpara y examinar el despertador, comprendió que lo que estaba encajado entre las pilas era un micrófono inalámbrico.

Permaneció un buen rato sentado con el despertador en las manos, y enroscó de nuevo la parte trasera.

Poco antes de las seis cayó en un perturbador sueño.

Dejó encendida la lámpara de la mesilla de noche.