8

Poco antes de las ocho y media Kurt Wallander pudo comprobar que el coronel Murniers fumaba los mismos cigarrillos fuertes que el mayor Liepa. Reconoció el paquete de la marca Prima que el coronel sacó de uno de sus bolsillos y colocó sobre la mesa.

A Wallander se le ocurrió de pronto que se hallaba en lo más intrincado de un laberinto, ya que el sargento Zids le había conducido por las numerosas escaleras que subían y bajaban del cuartel general, antes de detenerse delante de la puerta del despacho de Murniers. Wallander pensó que se trataba de una especie de juego, que tenía que haber un camino más corto y más fácil de recorrer hasta el despacho de Murniers, pero que por alguna razón no querían que él lo supiera.

La habitación estaba escasamente amueblada y no era muy grande; lo primero que le llamó la atención fueron los tres teléfonos que había. Un archivador abollado y cerrado se apoyaba contra una pared. Aparte de los teléfonos, en el escritorio había un gran cenicero de hierro forjado con un ornamento rebuscado que a Wallander le pareció una pareja de cisnes, pero más tarde comprendió que era un hombre musculoso enarbolando una bandera al viento. Ceniceros y teléfonos, pero ni rastro de ningún papel. Wallander no pudo saber si las persianas de los ventanales que estaban detrás de Murniers estaban bajadas hasta la mitad o rotas. Estuvo contemplándolas mientras repasaba con celeridad la gran noticia que Murniers le había dado justo al entrar.

—Hemos atrapado a un sospechoso —le informó el coronel—. Durante la noche, nuestras investigaciones han dado el resultado que esperábamos.

Kurt Wallander pensó que se refería al asesino del mayor, pero luego comprendió que estaba hablando de los dos hombres del bote salvavidas.

—Una banda —siguió Murniers—. Una banda con ramificaciones que llegan hasta Tallin y Varsovia. Una red de delincuentes que viven del contrabando, de los asaltos y los atracos, de todo lo que pueda dar dinero. Sospechamos que últimamente también han empezado a sacar provecho del tráfico de estupefacientes, que, por desgracia, se ha introducido en nuestro país. El coronel Putnis está ahora interrogando al hombre, y muy pronto sabremos más cosas al respecto.

Pronunció estas últimas palabras con serenidad, como si lo hubiese calculado con minuciosidad. Wallander se imaginó al coronel Putnis sonsacándole poco a poco la verdad al pobre diablo mediante la tortura. ¿Qué sabía él en realidad de la policía letona? ¿Existen límites entre lo que está permitido y lo que no en una dictadura? ¿Era Letonia en realidad una dictadura?

Pensó en el rostro de Baiba Liepa, en el temor y su polo opuesto. «Cuando llamen y pregunten por el señor Eckers, usted tiene que venir».

Murniers le sonrió, como si hubiese sido capaz de leer los pensamientos del inspector sueco, que, en un intento de ocultar su secreto, mintió para salir del paso:

—El mayor Liepa se había mostrado preocupado por su propia seguridad —empezó—, pero no explicó las razones de tal inquietud. Ésa es una de las preguntas a las que el coronel Putnis debe intentar encontrar respuesta: si existe alguna relación entre los dos muertos del bote y el asesinato del mayor Liepa.

A Wallander le pareció intuir un ligero cambio en el rostro de Murniers, y dedujo que acababa de decir algo que el otro no esperaba. Pero ¿era ese conocimiento suyo lo inesperado?, ¿o bien ya sabía que el mayor Liepa había estado preocupado?

—Usted ya debe de haberse formulado las preguntas clave —prosiguió—. ¿Por qué salió el mayor Liepa en plena noche? ¿Quién podía tener motivos para asesinarle? Incluso cuando asesinan a un político hay que preguntarse si hay motivos personales, como en el caso de Kennedy, o como cuando en Suecia asesinaron a Olof Palme en plena calle hace unos años. Ustedes deben de haberlo considerado, ¿verdad?, al igual que habrán llegado a la conclusión de que no existe ningún motivo personal razonable. De lo contrario, no me hubieran pedido que viniese.

—En efecto —contestó Murniers—. Es usted muy sagaz. Su análisis es muy certero: el mayor Liepa era feliz en su matrimonio, no tenía problemas económicos, no era jugador ni tenía amantes. Era un policía apasionado por su trabajo, y creía que con su labor ayudaba al desarrollo del país. Al igual que usted, somos de la opinión de que su muerte, de alguna forma, está relacionada con su profesión. Como no estaba al cargo de ninguna otra investigación aparte de la de los dos cadáveres del bote salvavidas, solicitamos ayuda a Suecia. Pensamos que quizá les comunicó algo que no aparece redactado en el informe que nos entregó el día de su muerte. Necesitamos saberlo, y esperamos que usted pueda ayudarnos.

—El mayor Liepa habló de drogas —informó Wallander— y de la proliferación de laboratorios de anfetaminas en la Europa oriental. Estaba convencido de que los dos cadáveres habían sido víctimas de un ajuste de cuentas de una banda dedicada al contrabando de narcóticos. De lo que no estaba seguro era de si los dos hombres fueron asesinados por venganza o porque se hubiesen negado a revelar algo. Además, teníamos nuestras razones para creer que el bote salvavidas llevaba un cargamento de narcóticos, ya que lo robaron en nuestra propia comisaría; pero no supimos atar los diferentes cabos sueltos entre sí.

—Espero que lo averigüe el coronel Putnis —repuso Murniers—. Es un interrogador muy eficiente. Mientras tanto, le sugiero que vayamos al lugar donde asesinaron al mayor Liepa, ya que el coronel Putnis suele tomarse su tiempo en los interrogatorios.

—¿El lugar donde lo encontraron es el mismo que el del crimen?

—No hay indicios para pensar lo contrario. La zona portuaria está apartada, y por las noches poca gente la transita.

«Hay algo que no encaja —pensó Wallander—. El mayor se habría resistido a ir allí. No creo que resultara tan fácil arrastrarlo hasta el muelle en plena noche. Que el lugar esté apartado no es razón suficiente para pensar que lo mataran allí».

—Me gustaría conocer a la viuda del mayor Liepa —dijo Wallander—. Es muy posible que una conversación con ella pueda ser importante incluso para mí. Supongo que ustedes ya habrán hablado con ella.

—Sí, la hemos interrogado en varias ocasiones —le explicó Murniers—. Por supuesto, le organizaremos una entrevista con ella.

Bordearon el río esa misma mañana de invierno. El sargento Zids recibió la orden de ponerse en contacto con Baiba Liepa mientras que Wallander y el coronel Murniers iban al lugar donde encontraron al mayor muerto, que según Murniers era el lugar del crimen.

—Su teoría… —empezó Wallander una vez que se hubieron sentado en el asiento trasero del coche de Murniers, que era mucho más grande y cómodo que el que habían puesto a su disposición—. Tanto usted como el coronel Putnis deben de haber pensado en ello.

—Narcóticos —contestó resuelto—. Sabemos que los cabecillas del tráfico de estupefacientes tienen sus propios guardaespaldas, por lo general drogadictos dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de recibir sus dosis diarias. Posiblemente consideraron que el mayor Liepa se había acercado demasiado a ellos.

—¿Y lo había hecho?

—No. De ser cierta esa teoría, como mínimo una decena de oficiales de alto rango de la policía de Riga habrían encabezado una posible lista de objetivos. Lo más curioso de todo es que el mayor Liepa nunca había investigado crímenes relacionados con el narcotráfico. Fue una casualidad que le encontráramos el más adecuado para ir a Suecia.

—¿De qué tipo de investigaciones se encargaba el mayor Liepa?

Murniers estaba mirando por la ventanilla del coche cuando le contestó:

—Era un inspector muy inteligente. Hace poco hubo unos asesinatos con robo en Riga, y el mayor Liepa no cejó en su empeño hasta atrapar a los culpables. Muchos inspectores, con la misma experiencia que él, solicitaban su ayuda cuando se atascaban en alguna investigación.

Permanecieron en silencio en un semáforo en rojo. Wallander contempló a un grupo de personas que, encogidas por el frío, esperaban el autobús, y tuvo la impresión de que este nunca llegaría ni abriría sus puertas.

—Narcóticos —dijo—. Mientras que para nosotros es un viejo problema, para ustedes es uno nuevo.

—No del todo —objetó Murniers—, pero lo que sí es nuevo es la magnitud que está alcanzando en la actualidad. La apertura de fronteras ha creado un mercado que antes no existía. Tengo que reconocer que a veces nos sentimos tan desamparados que nos vemos en la necesidad de cooperar con la policía occidental, puesto que la mayor parte de la droga que pasa por Letonia tiene su destino final en los mercados occidentales. Es vuestra poderosa moneda la que los atrae. Para nosotros está fuera de toda duda que Suecia es uno de los principales mercados de las bandas letonas, por razones tan sencillas como la corta distancia que hay entre Ventspils y la costa sueca; además, como la línea costera es larga, resulta difícil de vigilar. En otras palabras, se trata de una clásica ruta de contrabando que se ha vuelto a abrir. Antaño, por esa misma ruta se transportaban barriles de alcohol.

—Continúe —insistió Wallander—. ¿Dónde se elabora la droga? ¿Quiénes están detrás?

—Ante todo, debe entender que éste es un país pobre, tan pobre y arruinado como nuestros vecinos. Durante años hemos vivido encerrados en una jaula, desde la que contemplábamos las riquezas de Occidente como algo lejano. Y ahora, de repente, se vuelven accesibles, siempre y cuando se tenga dinero. Para quien no tenga escrúpulos ni moral, la droga es el camino más rápido para acceder a este dinero. Cuando nos ayudaron a derribar los muros y abrir las verjas donde habíamos vivido encerrados, a la vez se abrieron las esclusas a una oleada de avidez, avidez por todo lo que antes nos habíamos visto forzados a contemplar a distancia pero que nos estaba prohibido o nos resultaba inaccesible. Lo que está claro es que no sabemos lo que va a pasar.

Murniers se inclinó para decirle algo al chófer, que en el acto pisó el freno y se aproximó a la acera.

Murniers señaló con el dedo la fachada de una casa.

—Agujeros de bala —comentó—. Hace más o menos un mes.

Wallander se echó hacia delante para verlo: la pared estaba perforada por las balas.

—¿Qué casa es ésta? —preguntó.

—Es uno de nuestros ministerios —respondió Murniers—. Se lo enseño para que vea que no sabemos lo que puede ocurrir. Ignoramos si gozaremos de mayor libertad; si, por el contrario, disminuirá, o si desaparecerá del todo. Debe entender, inspector Wallander, que se halla en un país donde nada está decidido todavía.

Continuaron adelante y entraron en una amplia zona portuaria. Wallander reflexionó sobre lo que Murniers le acababa de decir, y sintió una repentina simpatía hacia aquel hombre pálido, de cara hinchada. Era como si todo lo que decía el coronel pudiera aplicarse también a su persona.

—Sabemos que hay laboratorios que se dedican a la elaboración de anfetaminas y drogas como la morfina y la efedrina —siguió Murniers—. Además, sospechamos que los cárteles de cocaína sudamericanos y asiáticos intentan abrir nuevas rutas de transporte a través de los Estados del Este. Su idea es sustituir las antiguas rutas que van directamente a Europa occidental, la mayoría de las cuales ya están reventadas por la policía europea. En la virgen Europa oriental, aún es posible escapar del acecho policial. En otras palabras, que resulta más fácil sobornarnos y corrompernos.

—¿Como al mayor Liepa?

—Jamás se habría rebajado a aceptar un soborno.

—Me refería a que era un policía acechante.

—Si el hecho de ser un buen profesional le llevó a la muerte, espero que el coronel Putnis pronto lo averigüe.

—¿Quién es la persona detenida?

—Un hombre que estuvo relacionado con los dos muertos del bote salvavidas en varias ocasiones: un excarnicero de Riga, cabecilla de la delincuencia organizada contra la que luchamos sin tregua. Curiosamente siempre ha logrado evitar la cárcel, pero quizá podamos encerrarle ahora.

El coche frenó y se detuvo al lado de un muelle lleno de chatarra y restos de grúas. Salieron del vehículo y se acercaron al borde del muelle.

—Ahí encontraron al mayor Liepa.

Wallander miró a su alrededor en busca de una impresión general.

¿Cómo llegaron hasta ahí los asesinos y el mayor? ¿Por qué aquí? No le bastaba la explicación de que el muelle estaba apartado. Wallander contempló los restos de una grúa. «Please», había escrito Baiba Liepa. Murniers fumaba a la vez que golpeaba rítmicamente el suelo con los pies para luchar contra el frío.

«¿Por qué no quiere informarme sobre el lugar del crimen? —pensó Wallander—. ¿Por qué Baiba Liepa quiere verme en secreto? “Cuando pregunten por el señor Eckers tiene que venir”. ¿Por qué estoy aquí en Riga?».

Volvió a sentir el mismo malestar que por la mañana, y lo atribuyó a que era un extraño en un país completamente desconocido para él. Ser policía significaba conocer una realidad de la que uno mismo formaba parte, y en Riga se encontraba al margen. Quizá pudiera penetrar en el paisaje desconocido encarnando al «señor Eckers», ya que el inspector sueco Kurt Wallander no tenía cabida en ese país.

Regresó al coche.

—Me gustaría estudiar los informes: la autopsia, la investigación del lugar del crimen y las fotografías.

—Mandaremos traducir el material —contestó Murniers.

—Quizá sea más rápido con un intérprete —propuso Wallander—. El sargento Zids habla un inglés perfecto.

Murniers esbozó una sonrisa, y encendió otro cigarrillo.

—Tiene usted prisa. Está impaciente —dijo—. Por supuesto que el sargento Zids puede traducirle los informes.

Regresaron al cuartel general de la policía. Allí, situado; detrás de un espejo que a ellos les hacía invisibles, vieron al coronel Putnis interrogar a un hombre. La sala de interrogatorios, salvo por una pequeña mesa de madera y dos sillas, estaba completamente vacía. El coronel Putnis se había quitado la chaqueta del uniforme; el hombre que estaba sentado enfrente de él estaba sin afeitar y tenía cara de cansancio. Contestaba con mucha lentitud a las preguntas de Putnis.

—Esto va para largo —comentó Murniers pensativo—. Pero tarde o temprano sabremos la verdad.

—¿Qué verdad?

—Si estamos en lo cierto o no.

Volvieron al laberinto de pasillos, y condujeron a Wallander hasta una pequeña sala situada en el mismo pasillo que el despacho de Murniers. El sargento Zids se presentó con una carpeta con la investigación de las circunstancias de la muerte del mayor. Antes de dejarlos solos, Murniers intercambió una breve conversación con el sargento en letón.

—Traerán a Baiba Liepa para interrogarla a las dos de la tarde —dijo Murniers.

Wallander se asustó. Me ha traicionado, señor Eckers. ¿Por qué lo ha hecho?

—Me había imaginado más una charla que un interrogatorio.

—Debí haber usado otra palabra en lugar de interrogatorio —continuó Murniers—. Déjeme decirle que se ha alegrado de poder conocerle.

Murniers abandonó la habitación; al cabo de dos horas Zids ya había traducido todo el contenido del informe. Wallander contempló las borrosas fotografías del cadáver. La impresión que tenía de que algo no encajaba se vio reforzada. Como sabía que pensaba mejor cuando estaba ocupado en otra cosa, le pidió al sargento que le acompañase a comprar unos calzoncillos largos. El sargento no reaccionó de ningún modo especial cuando le dijo «Long underpants». Wallander notó lo absurdo de la situación cuando, con paso militar, entró en la tienda con el sargento. Era como si estuviera comprando unos calzoncillos largos bajo escolta policial. Zids habló por él e insistió en que Wallander se probara los calzoncillos antes de pagar. Compró dos pares y se los envolvieron en un papel marrón atado con un cordel. Al salir a la calle, Wallander le propuso ir a comer.

—Pero me niego a ir al hotel Latvia —exigió—. Donde sea, pero allí no.

El sargento Zids salió por una de las calles principales y se metió en el casco antiguo. A Wallander le pareció que entraba en otro laberinto del que no sabría salir nunca por su propio pie.

El restaurante que eligió el sargento se llamaba Sigulda. Wallander comió una tortilla mientras que el sargento prefirió una sopa. El aire era denso y el olor a tabaco, asfixiante. Cuando llegaron, el comedor estaba a rebosar, pero el sargento ordenó que les preparasen una mesa.

—En Suecia es impensable que un policía entre y exija una mesa pese a estar lleno —comentó mientras comían.

—Aquí se prefiere estar a bien con la policía —respondió sin inmutarse.

A Wallander le irritó la arrogancia con que hablaba el sargento Zids.

—A partir de ahora no quiero que pasemos por delante de los demás —ordenó.

El sargento le miró asombrado.

—Entonces no comeremos —contestó.

—El comedor del hotel Latvia siempre está vacío —dijo escuetamente.

Poco antes de las dos estaban de vuelta en el cuartel general de la policía. Durante la comida, Wallander permaneció todo el rato callado reflexionando sobre lo que no encajaba en el informe que le habían traducido. Le inquietó llegar a la conclusión de que todo encajara a la perfección, como si el informe estuviera redactado ex profeso para que cualquier pregunta resultara innecesaria; aun así, no progresó más en sus cábalas, ya que desconfiaba de su propio juicio. ¿Acaso estaba viendo fantasmas donde no los había?

Murniers había salido del despacho y el coronel Putnis seguía con el interrogatorio. El sargento fue a buscar a Baiba Liepa y Wallander se quedó solo en el despacho que le habían asignado; se preguntó si habría micrófonos allí, o si estarían observándole tras el falso espejo. Inocentemente, abrió el paquete, se quitó los pantalones y se puso los calzoncillos largos, y rápidamente empezó a notar cómo le picaban las piernas. Llamaron a la puerta, dijo «Adelante», y el sargento hizo pasar a Baiba Liepa. Ahora soy Wallander, no el señor Eckers. No existe ningún señor Eckers. Por eso quiero hablar con usted.

—¿Habla inglés la viuda del mayor Liepa? —le preguntó al sargento.

Zids asintió con la cabeza.

—Entonces puede dejarnos solos.

Había intentado prepararse: «Tengo que recordar que todo lo que digamos o hagamos lo verán unos vigilantes secretos. Ni siquiera podremos llevarnos el dedo a la boca, y menos aún escribir una nota. Y, sin embargo, Baiba Liepa tiene que saber que el señor Eckers existe todavía».

Llevaba puesto un abrigo oscuro y un gorro de piel. A diferencia de la mañana, llevaba gafas. Se quitó el gorro y sacudió su media melena oscura.

—Siéntese por favor, señora Liepa —empezó Wallander.

Le dedicó una fugaz sonrisa, como si le hubiera mandado una señal secreta con una linterna, que aceptó como si no hubiese esperado otra cosa. Sabía que tenía que hacerle una serie de preguntas cuyas respuestas ya sabía, pero que quizá le permitieran incluir un mensaje para «el señor Eckers».

Le dio un sincero pésame por la muerte de su marido. Luego pasó a hacerle las preguntas rutinarias, sin poder quitarse de la cabeza que les estaban escuchando y observando todo el tiempo.

—¿Cuántos años llevaba casada con el mayor Liepa?

—Ocho años.

—Tengo entendido que no tenían hijos.

—Queríamos esperar un tiempo. Tengo mi profesión.

—¿Cuál es su profesión, señora Liepa?

—Soy ingeniera, pero últimamente me dedico a traducir libros científicos para la escuela superior y otras instituciones.

«¿Cómo lo hiciste para servirme el desayuno?», pensó. «¿Quién es tu contacto en el hotel Latvia?».

Este pensamiento le hizo perder el hilo de la conversación. Formuló la siguiente pregunta:

—¿Y no podían combinárselo para tener hijos?

Tras pronunciar estas palabras, se arrepintió en el acto, ya que era una pregunta muy personal que estaba fuera de lugar. Se disculpó sin esperar la reacción de ella, y se apresuró a proseguir:

—Señora Liepa, estoy convencido de que usted tiene que haber pensado, reflexionado y preguntado qué fue lo que le ocurrió a su marido. En el informe de los interrogatorios que la policía le hizo, he leído que usted no sabe nada, que no entiende nada y que no sospecha nada. Y así es. Estoy seguro de que usted no desea otra cosa que se atrape al asesino de su marido y se le castigue. Por eso le pido que intente recordar todo lo que pueda hasta el día que su marido volvió de Suecia. Puede que se olvidara de contar algo debido al choque emocional que debió de sufrir cuando supo que le habían asesinado.

—No —respondió—. No he olvidado nada en absoluto. Señor Eckers, no sufrí ningún shock. Sucedió lo que nos temíamos.

—Quizá si retrocediera en el tiempo —insistió Wallander, y ahora procedía con sumo cuidado para no causarle problemas que no supiera manejar.

—Mi marido no me explicaba nada de su trabajo —contestó—. Jamás hubiese roto el deber del silencio que tenía como policía. Mi esposo era de una moral intachable.

«En efecto, fue esa moral intachable la que le mató», pensó Wallander para sus adentros.

—El mayor Liepa me causó esa misma impresión, a pesar de que en Suecia nos tratamos muy pocos días —dijo.

¿Entendería Baiba Liepa que él estaba de su lado? ¿Que le había pedido venir para correr una cortina de preguntas que no significaban nada?

Volvió a pedir que retrocediera en el tiempo, que hiciese un esfuerzo por recordar. Estuvo haciéndole preguntas y ella respondiendo hasta que Wallander consideró que era suficiente. Llamó a un timbre para avisar al sargento Zids, a continuación se levantó y estrechó la mano de la mujer.

«¿Cómo sabías que había llegado a Riga? —pensó—. Alguien debe de habértelo dicho, alguien interesado en que nos viésemos, pero ¿por qué? ¿Qué imaginas que puede hacer por ti un inspector sueco de una insignificante ciudad?».

Llegó el sargento y acompañó a Baiba Liepa a la salida. Wallander se puso delante de la ventana mal ajustada y contempló el patio. Sobre la ciudad caía aguanieve. Más allá de los altos muros se veían torres de iglesias y alguna que otra casa.

De repente pensó que todo eran imaginaciones suyas, que había dado rienda suelta a la imaginación sin dejar que el sentido común opusiera resistencia. Se imaginaba conspiraciones donde no las había: se había creído el falso tópico de que las dictaduras de los estados del Este se asentaban en todo tipo de conspiraciones. ¿Qué razones tenía para desconfiar de Murniers y de Putnis? El hecho de que Baiba Liepa se presentase en su hotel vestida de la señora de la limpieza podía tener una explicación menos dramática de la que imaginaba.

El coronel Putnis le interrumpió sus pensamientos llamando a la puerta. Parecía cansado, y su sonrisa era forzada.

—Se ha suspendido el interrogatorio —empezó—. Por desgracia, el hombre no ha confesado lo que esperábamos. Cuando confirmemos los datos que nos ha proporcionado, proseguiremos.

—¿En qué se basan las sospechas?

—Hace tiempo que sabemos que Leja y Kalns colaboraban con él a menudo —aclaró Putnis—. Esperamos probar que este último año se habían dedicado al narcotráfico. El sospechoso, Hagelman, es un tipo que no dudaría en torturar o asesinar a sus colaboradores si lo considerase necesario. Naturalmente, no ha actuado solo. Estamos buscando a los otros miembros de su banda, la mayoría ciudadanos soviéticos, que, por desgracia, ya estarán en su país, pero no nos daremos por vencidos hasta atraparlos. Además, hemos encontrado varias armas a las que Hagelman ha tenido acceso. Estamos investigando si las balas que mataron a Leja y Kalns se corresponden con alguna de ellas.

—¿Dónde encaja la muerte del mayor Liepa? —preguntó Wallander.

—No lo sabemos —contestó Putnis—, pero fue un asesinato premeditado, una ejecución. Ni siquiera le habían robado. Tenemos que suponer que está relacionado con su trabajo.

—¿Puede ser que el mayor Liepa llevara una doble vida? —preguntó Wallander.

Putnis esbozó una sonrisa cansada.

—Vivimos en un país donde el control de los ciudadanos raya en la perfección —contestó—, sobre todo si se trata de controlar a la policía. Si el mayor Liepa hubiese llevado una doble vida, lo habríamos sabido.

—No, si alguien le encubría —dijo Wallander.

Putnis le miró asombrado.

—¿Quién iba a encubrirle? —preguntó.

—No lo sé. Solo pensaba en voz alta. Me temo que no es un pensamiento muy inteligente.

Putnis se levantó de la silla para marcharse.

—Había pensado en invitarle a cenar a mi casa esta noche, pero, por desgracia, no podrá ser, ya que quiero continuar el interrogatorio con el sospechoso. Tal vez al coronel Murniers se le ocurra hacerlo. Es muy poco cortés por nuestra parte dejarle solo en una ciudad que no conoce.

—El hotel Latvia es excelente —replicó Wallander—. Además, tenía pensado hacer una recopilación de todos los datos referentes a la muerte del mayor Liepa, lo que probablemente me lleve toda la noche.

Putnis asintió con la cabeza.

—Mañana por la noche quiero que venga a vernos a mi familia y a mí —le ordenó—. Mi esposa Ausma es una estupenda cocinera.

—Con mucho gusto, será un placer.

Putnis se fue, y Wallander llamó al timbre. Quería abandonar la comisaría antes de que a Murniers se le ocurriese invitarle a cenar a su casa o a un restaurante.

—Me voy al hotel —le informó al sargento Zids cuando apareció en la puerta—. Tengo trabajo pendiente que quisiera acabar esta noche en mi habitación. Puede pasar a recogerme mañana a las ocho.

Cuando el sargento le hubo dejado en el hotel, Wallander compró unas postales y unos sellos en la recepción. Además, pidió un mapa de la ciudad; como el que le ofrecieron era muy poco detallado, le enseñaron el camino hasta una librería cercana.

Wallander miró a su alrededor: por ninguna parte vio a nadie que tomara el té o leyera el periódico.

«Siguen ahí —pensó—. Reaparecerán dentro de dos días, y a los dos siguientes desaparecerán de nuevo. Pretenden que dude de la existencia de las sombras».

Salió del hotel en busca de la librería. Había anochecido y el aguanieve había mojado las aceras de unas calles que a aquellas horas aparecían repletas de gente. A veces, Wallander se detenía para mirar los escaparates, cuya variedad de productos era escasa y muy similar. Cuando llegó a la librería miró de reojo por si veía a alguien que detuviera el paso bruscamente.

Un señor mayor, que no sabía ni una palabra de inglés y se dirigía en letón a Wallander como si este pudiera entenderle, le vendió un mapa de la ciudad. Wallander regresó al hotel. En algún lugar, no sabía concretar si por detrás o por delante de él, había una sombra que no podía ver. Decidió preguntar al día siguiente a uno de los coroneles por qué le vigilaban. «Lo haré con amabilidad, sin sarcasmo ni irritación», pensó.

En la recepción preguntó si alguien le había llamado, y el conserje negó con la cabeza. «No calls, mister Wallander. No calls at all».

Subió a la habitación y se sentó a escribir postales. Apartó el escritorio de la ventana porque había corriente de aire. El motivo de la postal que enviaba a Björk era la catedral de Riga. Por allí, en algún lugar, vivía Baiba Liepa, y fue allí donde una voz al teléfono hizo salir al mayor una noche. «¿Quién llamó, Baiba? El señor Eckers está en su habitación esperando una respuesta».

Escribió a Björk, a Linda y a su padre. No sabía qué hacer con la última postal que le quedaba, y finalmente se decidió a enviar un saludo a su hermana Kristina.

Eran las siete de la tarde. Llenó la bañera con agua tibia, se sirvió una copa de whisky, entornó los ojos y se puso a pensar en todo lo ocurrido desde el principio.

El bote salvavidas, los dos cadáveres y el extraño abrazo. Hizo un esfuerzo por vislumbrar algo nuevo: a menudo Rydberg le había hablado de la capacidad de ver lo invisible, de descubrir lo anómalo en lo aparentemente normal. Repasó todos los acontecimientos metódicamente. ¿Dónde se hallaba la clave que hasta ahora se le había pasado por alto?

Tras el baño, se sentó al escritorio y apuntó todo lo que recordaba. Ahora estaba seguro de que los dos coroneles iban por buen camino: todo apuntaba a que los dos hombres del bote salvavidas fueron víctimas de un ajuste de cuentas. El hecho de que les dispararan sin llevar puestas las chaquetas para luego arrojarlos al bote no era relevante. Ya no sostenía la hipótesis de que los autores del crimen querían que encontraran los cadáveres. «¿Por qué robaron el bote salvavidas? —escribió luego—. ¿Quién lo hizo? ¿Cómo llegaron tan pronto a Suecia? ¿El robo fue perpetrado por suecos o por letones residentes en Suecia encargados de allanar el terreno?». Continuó con el examen. Asesinaron al mayor Liepa la misma noche que volvió de Suecia, lo que indicaba que el propósito era silenciarlo. «¿Qué sabía el mayor Liepa? —escribió—. ¿Por qué me han presentado una investigación tan dudosa en la que es del todo imposible determinar el lugar del crimen?».

Releyó todos sus apuntes y continuó: «Baiba Liepa, ¿qué es lo que sabe y no quiere revelar a la policía?». Apartó los apuntes y se sirvió otra copa de whisky. Eran casi las nueve de la noche cuando sintió que tenía hambre. Levantó el auricular para ver si funcionaba el teléfono. Luego bajó a la recepción e informó de que estaría en el comedor. Echó una ojeada al vestíbulo: no vio a sus vigilantes por ninguna parte. En el comedor volvieron a asignarle la misma mesa. «Tal vez haya un micrófono escondido en el cenicero —pensó con ironía—. O tal vez haya un hombre debajo de la mesa tomándome el pulso». Bebió media botella de vino armenio y comió pollo hervido con patatas. Cada vez que se abrían las puertas giratorias de la recepción, pensaba que era el conserje que venía a avisarle de que tenía una llamada. Tomó una copa de coñac con el café mientras recorría con la mirada el comedor. Esa noche la mayoría de las mesas estaban ocupadas: en un rincón había unos rusos, y en torno a una mesa alargada un grupo de alemanes junto con sus anfitriones letones. Eran cerca de las once cuando pagó la irrisoria cuenta. Por un instante le pasó por la cabeza visitar el club nocturno; finalmente tomó la decisión de subir andando hasta el piso quince.

Al poner la llave en la cerradura oyó que sonaba el teléfono de su habitación. Profirió una palabrota, abrió la puerta de golpe y descolgó con brusquedad.

—¿Puedo hablar con el señor Eckers? —preguntó un hombre cuya pronunciación en inglés era muy mala.

Wallander contestó según lo indicado: que no había ningún señor Eckers.

—Debe de haber una equivocación.

El hombre se disculpó y colgó. «Utilice la puerta de atrás».

Se puso el abrigo y se encasquetó el gorro de lana, pero más tarde se arrepintió y lo guardó en el bolsillo. Al llegar a la recepción hizo cuanto pudo para que no le vieran. El grupo alemán salía del comedor cuando él comenzaba a acercarse a las puertas giratorias. Bajó rápidamente las escaleras que daban a la sauna del hotel y al pasillo que acababa en la rampa de carga del restaurante. La puerta de acero gris era tal y como la había descrito Baiba Liepa. La abrió con cuidado, y notó el frío viento de la noche golpearle en la cara. Se dirigió a tientas por la rampa hasta llegar a la parte posterior del hotel.

Unas cuantas farolas iluminaban la estrecha calle. Cerró la puerta y se adentró en las sombras. Tan solo se divisaba a un anciano que paseaba a su perro. Wallander esperó inmóvil en la oscuridad, pero no aparecía nadie. El hombre aguardó pacientemente a que el perro terminara de hacer sus necesidades contra el contenedor de basura, y cuando pasó por delante de Wallander, le dijo que le siguiera cuando hubiese doblado la esquina. Mientras esperaba, oyó el traqueteo de un tranvía a lo lejos. Como ya no nevaba, el frío era más intenso, y Wallander se puso otra vez el gorro de lana. El hombre desapareció por la esquina y Wallander se dirigió despacio en la misma dirección. Al doblar la esquina se adentró en otra callejuela. El hombre había desaparecido. La puerta de un coche se abrió sin hacer el menor ruido junto a él.

—Señor Eckers —dijo una voz desde el interior oscuro del coche—, debemos salir de inmediato.

Se sentó en el asiento trasero a la vez que le asaltaba el pensamiento de que lo que estaba haciendo estaba mal. Y recordó el miedo repentino que había sentido esa misma mañana en el coche del sargento Zids.

Ahora lo sentía de nuevo.