7

Lo primero que llamó su atención fue el frío.

No notó ninguna diferencia de temperatura entre el exterior y el interior cuando se puso en la cola del control de pasaportes. En aquel país parecía hacer el mismo frío dentro que fuera de los edificios, y se arrepintió de no haberse llevado un par de calzoncillos largos.

La cola de ateridos pasajeros avanzaba con lentitud en la lúgubre terminal. Dos daneses rompían el silencio de la gente con sus quejas acerca de lo que podían esperar de su visita a Letonia. El mayor de los dos hombres al parecer ya había estado antes en Riga, y le comentaba a su otro colega la situación desesperanzadora de apatía e inseguridad que él decía que reinaba en el país. A Wallander le irritaron los dos ruidosos daneses: tenía la impresión de que no mostraban el menor respeto por el mayor letón asesinado hacía poco.

Hizo un esfuerzo por recordar todo lo que sabía del país al que acababa de llegar. La semana anterior apenas habría podido ubicar correctamente los tres países bálticos en un mapa: Tallin bien podía haber sido la capital de Letonia, y Riga una importante ciudad portuaria de Estonia. De su época de escolar solo recordaba vagas e incompletas piezas de un mapa general de Europa. Los días previos a la partida procuró leer todo lo que encontró sobre Letonia. Empezaba a intuir la imagen de un país pequeño, que, por los caprichos de la historia, siempre había caído víctima de las luchas entre diferentes potencias. Incluso Suecia en varias ocasiones le había causado estragos con sangrienta determinación. Creía que la situación actual del país se remontaba a la fatal primavera de 1945, cuando el caballo de guerra alemán yacía vencido y el poder soviético pudo ocupar y anexionarse Letonia sin ningún obstáculo. El intento de formar un gobierno letón independiente fue brutalmente sofocado. Por caprichos de la historia, el antiguo ejército de liberación se había convertido en un instrumento de opresión de la nación letona.

Pero, aun así, le parecía que no sabía nada acerca de aquel país. Su mente estaba llena de huecos sin información.

Los dos escandalosos daneses que estaban en Riga para hacer negocios de maquinaria agrícola habían llegado al control de pasaportes. Cuando Wallander iba a sacar el pasaporte del bolsillo interior de la chaqueta, notó que alguien le tocaba el hombro, y se sobresaltó como si fuera un delincuente al que acabaran de atrapar. Al darse la vuelta vio a un hombre vestido de uniforme de color azul grisáceo.

—¿Kurt Wallander? —preguntó—. Me llamo Jazeps Putnis. Siento llegar tan tarde, pero su avión aterrizó antes de lo previsto. Naturalmente, no vamos a molestarle con las formalidades habituales. Iremos por aquí.

Jazeps Putnis hablaba un excelente inglés, y Wallander recordó la eterna lucha del mayor Liepa por encontrar las palabras y la pronunciación correctas. Siguió a Putnis hasta una puerta custodiada por un soldado de guardia, y salieron a otra sala, igual de lúgubre y deteriorada que la anterior, en la que descargaban las maletas de un carro.

—Esperemos que su equipaje no tarde mucho —dijo Putnis—. Permítame darle la bienvenida a Letonia y a Riga. ¿Había visitado nuestro país antes?

—No; hasta ahora no había tenido ocasión.

—Me habría gustado que las circunstancias hubiesen sido distintas —prosiguió Putnis—. La muerte del mayor Liepa ha sido un duro golpe.

Wallander se quedó esperando una explicación que no llegó. Jazeps Putnis, que, según los télex, tenía el rango de coronel, se calló de golpe. En lugar de hablar del mayor asesinado, se dirigió a un hombre vestido con un mono desteñido y un gorro de piel que holgazaneaba apoyado en una pared. El hombre se irguió cuando Putnis le habló con voz severa, para luego desaparecer rápidamente por una de las puertas que daban a las pistas.

—Todo va tan lento… —dijo Putnis con una sonrisa—. ¿Tienen el mismo problema en Suecia?

—A veces también tenemos que esperar —respondió Wallander.

El coronel Putnis era diametralmente opuesto al mayor Liepa: muy alto, con movimientos resueltos y enérgicos, y la mirada penetrante. Su perfil era agudo y sus ojos grises parecían captar todo lo que se movía a su alrededor. A Wallander, le recordó un animal: un lince o un leopardo vestido con uniforme de color azul grisáceo.

Intentó adivinar la edad del coronel: tendría unos cincuenta años, aunque podía ser mayor.

El carro con las maletas se balanceaba detrás de un tractor envuelto en una nube de humo. Wallander enseguida vio la suya, pero no pudo evitar que el coronel Putnis se le adelantara a recogerla. Al lado de una hilera de taxis, les aguardaba un coche de policía de la marca Volga. El chófer les abrió la puerta y les hizo un saludo militar, y Wallander, aunque sorprendido, logró responderle con un dudoso gesto.

«Esto tendría que verlo Björk. ¿Qué debió de pensar el mayor Liepa de todos nosotros, vestidos siempre con vaqueros y sin utilizar el saludo militar?, ¿y de la pequeña e insignificante ciudad sueca de Ystad?», se dijo para sus adentros Wallander.

—Le hemos hecho una reserva en el hotel Latvia —dijo el coronel Putnis cuando salieron del aeropuerto—, el mejor hotel de la ciudad; tiene veinticinco pisos.

—Estupendo —contestó Wallander—. Aprovecho para transmitirle un saludo y el más profundo pésame de parte de mis colegas de Ystad por la muerte del mayor Liepa. A pesar de haberle conocido muy pocos días, se hizo apreciar mucho.

—Gracias. La muerte del mayor ha sido una gran pérdida para todos nosotros.

Wallander esperó de nuevo una explicación que no llegó. «¿Por qué no me cuenta lo que ha pasado? ¿Por qué fue asesinado el mayor? ¿Por quién? ¿Cómo? ¿Por qué me han hecho venir hasta aquí? ¿Tiene alguna relación con la visita del mayor a Suecia?», pensó Wallander.

Contempló el paisaje: campos desiertos con montones dispersos de nieve, y de cuando en cuando una vivienda gris rodeada por cercas sin pintar. A lo lejos se veía un cerdo hozando en un estercolero. Sintió repentinamente una profunda melancolía, que asoció con el viaje a Malmö que hacía poco había hecho en compañía de su padre. El paisaje escaniano podía ser feo durante los meses de invierno, pero en éste había un vacío que iba más allá de lo que él jamás habría podido sospechar.

Wallander sintió pena ante la visión del paisaje: era como si la dolorosa historia del país hubiese mojado el pincel en un interminable bote de pintura gris.

De pronto sintió la necesidad de hacer algo productivo: no había ido a Riga para que el paisaje triste de invierno lo dejara abatido.

—Me gustaría recibir un informe detallado cuanto antes —empezó—. ¿Qué ocurrió? Lo único que sé es que asesinaron al mayor Liepa el mismo día que regresó a Riga.

—Cuando se haya instalado en su habitación, vendré a recogerle —le informó el coronel Putnis—. Hemos convocado una reunión para esta noche.

—Me basta con dejar la maleta —objetó Wallander—. No necesito más tiempo.

—Se ha convocado la reunión a las siete y media —contestó el coronel, y Wallander comprendió que su entusiasmo no iba a cambiar el plan establecido.

Estaba anocheciendo cuando cruzaron los suburbios de Riga en dirección al centro de la ciudad.

Wallander contemplaba pensativo las viviendas lúgubres que se extendían a ambos lados de la carretera. No sabía qué sentir ante lo que le esperaba en Riga.

El hotel estaba en el centro de la ciudad, al final de una amplia avenida. Wallander vio una estatua que enseguida asoció con Lenin. El hotel Latvia se erigía como un pilar azul contra el cielo oscuro de la noche. El coronel Putnis le condujo rápidamente por el desierto vestíbulo hasta la recepción. Wallander tuvo la impresión de que se encontraba en un aparcamiento al que a duras penas habían convertido en el vestíbulo de un hotel. En una de las paredes laterales resplandecían los ascensores, y las escaleras se perdían por las alturas.

Para su sorpresa, no hizo falta que se registrara en el hotel. La recepcionista entregó la llave al coronel Putnis, y subieron en uno de los estrechos ascensores hasta el piso quince. A Wallander le habían dado la habitación 1506, con vistas a los tejados de la ciudad. Se preguntó si sería posible ver desde allí el golfo de Riga al amanecer.

El coronel Putnis le dejó solo, no sin antes preguntarle si estaba satisfecho con la habitación. Dos horas más tarde pasaría a recogerle para la reunión de la noche en el cuartel general de la policía.

Wallander se acercó a la ventana y contempló los tejados que se extendían ante su vista. A lo lejos se oía el traqueteo de un camión. Por el agrietado marco de la ventana se colaba un aire frío; pasó la mano por un radiador apenas tibio. En algún lugar del hotel sonaba un teléfono sin cesar.

«Calzoncillos largos —pensó—. Será lo primero que compre mañana».

Deshizo el equipaje y colocó los objetos de aseo en el amplio baño. Tras dudar un instante, se sirvió unas gotas de whisky, que había comprado en el aeropuerto, en el vaso para el cepillo de dientes. Puso la radio de fabricación rusa de la mesilla de noche en funcionamiento: un hombre exaltado hablaba muy rápido, como si relatase un evento deportivo en el que los acontecimientos se precipitaban vertiginosamente. Apartó luego un poco la colcha y se tumbó en la cama.

«Estoy en Riga y todavía no sé lo que le pasó al mayor Liepa. Lo único que sé es que está muerto, y que ignoro lo que quiere de mí el coronel Putnis».

Hacía demasiado frío para permanecer tumbado en la cama, así que decidió bajar a la recepción y cambiar algo de dinero por si había algún bar en el hotel donde tomar una taza de café.

En la recepción, para su sorpresa, vio a los dos daneses que tanto le habían molestado en el aeropuerto. El mayor de ellos agitaba enfurecido un mapa ante la recepcionista, como si estuviera explicando a la pobre mujer cómo construir una cometa o un avión de papel. A Wallander se le escapó la risa. Luego vio el letrero del cambio de divisas. Una mujer mayor le sonrió asintiendo con la cabeza, y él le entregó dos billetes de cien dólares, que cambió por un fajo de billetes letones. Al volver a la recepción, los dos daneses ya habían desaparecido. Preguntó al conserje dónde podía tomar un café, y éste le indicó el camino hasta el gran comedor. El camarero le acompañó a una mesa cerca de la ventana y le entregó la carta; se decidió por una tortilla y un café. Por el gran ventanal veía ruidosos trolebuses cruzar la ciudad, y a la gente muy abrigada. La corriente de aire que se colaba por las grietas del marco mecía las finas cortinas.

Echó una mirada por el desierto comedor, y vio que en una mesa estaba cenando un matrimonio mayor en profundo silencio, y en otra, un hombre solitario con traje gris tomaba un té. No había nadie más.

Wallander trató de rememorar los acontecimientos de la noche anterior, cuando llegó a Estocolmo con el avión de la tarde procedente de Sturup. Linda, su hija, le esperaba delante de la estación central cuando bajó del autobús del aeropuerto. Se dirigieron al hotel Central, muy cerca, en la calle de Vasagatan; como ella vivía en una pensión de Bromma, cerca de la escuela superior, él le reservó una habitación en el mismo hotel donde iba a hospedarse. Por la noche la invitó a cenar en un restaurante de Gamla Stan, el barrio antiguo. Hacía tantos meses que no se veían que la conversación al principio se ciñó a temas triviales. Empezó a preguntarse si sus informes por carta realmente decían la verdad. Le había escrito que se encontraba a gusto en la escuela, pero al preguntarle ahora cómo le iba, se limitaba a responderle con pocas palabras. Cuando se interesó por sus planes de futuro, sin que pudiera evitar un tono ligeramente irritado, ella le contestó que no tenía ni idea.

—¿No sería ya hora de que lo supieras?

—No creo que sea de tu incumbencia.

Y acto seguido empezaron a discutir sin alzar la voz. Él le reprochó que no podía continuar yendo de escuela en escuela, a lo que le respondió que tenía la edad suficiente para hacer lo que le viniese en gana.

De pronto se vio reflejado en Linda, aunque no podía concretar en qué aspecto: la extraña sensación de que la voz de su hija era el reflejo de su propia voz. Pensó que la historia siempre se repetía, ya que las dificultades de su hija para entablar una conversación con él eran las mismas que él tenía con su padre.

Tomaron vino y cenaron durante largo rato, y poco a poco la irritación y la tensión fueron desapareciendo. Wallander le habló sobre su viaje a Riga, y por un instante estuvo tentado de preguntarle si quería acompañarle. El tiempo pasó volando y cuando pagó la cuenta era pasada la medianoche. Pese al frío, fueron andando hasta el hotel, donde estuvieron hablando en la habitación de Wallander hasta pasadas las tres de la noche. Cuando finalmente Linda se fue a su habitación, Wallander no pudo menos de pensar que pese al mal comienzo, habían pasado una velada agradable. Pero, aun así, no podía quitarse de encima la inquietud de no saber nada de la vida que llevaba su hija.

Cuando dejó el hotel por la mañana, Linda todavía dormía. Pagó las dos habitaciones y le escribió una nota, que el conserje prometió entregarle.

Despertó de su ensimismamiento cuando el matrimonio mayor salió del comedor. No habían entrado nuevos huéspedes, solo quedaba el hombre solitario con su taza de té. Miró el reloj. Todavía faltaba una hora para que el coronel Putnis viniese a recogerle.

Pagó la cuenta, hizo un rápido cálculo mental y se percató de que la comida le había salido muy barata. De vuelta a la habitación, leyó unas cuantas notas que había traído consigo, y observó que poco a poco empezaba a entrar de nuevo en el caso, que ya había dado por entregado a los archivos del olvido. Empezaba a notar el fuerte olor de los cigarrillos del mayor Liepa en la nariz.

A las siete y cuarto el coronel Putnis llamó a la puerta. El coche estaba esperándoles delante del hotel. Atravesaron la ciudad de noche hasta el cuartel general de la policía de Riga. Por las calles no se veía a nadie. El frío se había vuelto más intenso con la noche. Las calles y las plazas de la ciudad apenas estaban iluminadas, y Wallander tuvo la sensación de que cruzaba una ciudad de siluetas y sombras recortadas en el horizonte. Entraron por un portal y se detuvieron ante lo que parecía un patio cercado por una muralla. El coronel Putnis permaneció callado durante todo el trayecto, mientras Wallander esperaba en vano conocer el objeto de su estancia en Riga. Caminaron por retumbantes pasillos desiertos, bajaron unas escaleras y enfilaron otro pasillo. Finalmente, el coronel Putnis se detuvo delante de una puerta, que abrió sin llamar.

Kurt Wallander entró en una sala cálida mal iluminada, donde por encima de todo destacaba una gran mesa ovalada de conferencias forrada con fieltro verde. Encima había una jarra de agua y vasos, y a su alrededor doce sillas.

En la penumbra de la sala un hombre les estaba esperando. Se volvió cuando Wallander entró y se acercó a él.

—Bienvenido a Riga —dijo—. Mi nombre es Juris Murniers.

—El coronel Murniers y yo somos los responsables de resolver el asesinato del mayor Liepa —aclaró Putnis.

Wallander notó enseguida que había cierta tensión entre los dos coroneles por el tono de voz que empleaba el coronel Putnis, y por lo que se ocultaba tras el breve intercambio de réplicas, si bien no supo definirlo.

El coronel Murniers rondaba los cincuenta años; tenía el pelo gris muy corto; la cara pálida e hinchada, como si sufriese de diabetes, y era de baja estatura. Wallander advirtió que se movía sigilosamente.

«Otro felino —pensó para sus adentros—. Dos coroneles, dos felinos, embutidos en un uniforme gris».

Wallander y Putnis, tras colgar sus abrigos, se sentaron a la mesa. «El tiempo de espera ha acabado. Ahora sabré lo que le sucedió al mayor Liepa».

Murniers llevaba la voz cantante. Wallander observó que se había colocado de manera que casi toda la cara le quedaba en penumbra. La voz, en un rico inglés bien formulado, parecía salir de una profundidad infinita. El coronel Putnis miraba al frente, como si en realidad no le importase lo que escuchaba.

Finalmente, la espera de Kurt Wallander terminó. Supo la suerte que había corrido el mayor Liepa.

—Es muy misterioso —empezó diciendo Murniers—. El mismo día que volvió de Estocolmo nos remitió un informe al coronel Putnis y a mí. Estuvimos reunidos en esta misma sala discutiendo el caso. Quedamos en que el mayor Liepa estaría al cargo de las posteriores indagaciones que se llevaran a cabo aquí en el país. Nos despedimos alrededor de las cinco, y más tarde nos informaron de que el mayor Liepa se había ido derecho a su casa, un apartamento situado detrás de la catedral de Riga. Su esposa nos explicó después que él estaba como siempre, muy contento de estar de nuevo en casa. Después de cenar, pasó a referirle sus vivencias en Suecia. A propósito, usted le causó muy buena impresión, inspector Wallander. Poco antes de las once de la noche, cuando estaba a punto de irse a la cama, le llamaron por teléfono. Su esposa no sabe quién llamó, pero el mayor se volvió a vestir y le dijo que tenía que volver al cuartel general urgentemente, lo que no la alarmó en absoluto; quizá se desilusionara porque requiriesen su presencia la misma noche de su regreso a casa. No le dijo ni quién llamó ni por qué tenía que prestar servicio urgente.

Murniers se quedó en silencio y alargó un brazo para servirse agua. Wallander lanzó una mirada a Putnis, que seguía con la vista clavada al frente.

—Lo que ocurrió después es muy confuso —continuó Murniers—. Por la mañana temprano, unos trabajadores del puerto encontraron el cuerpo del mayor Liepa en Daugavgriva, la parte exterior de la gran zona portuaria de Riga. El mayor yacía muerto en el muelle. Más tarde constatamos que le habían destrozado la parte posterior de la cabeza con un objeto contundente, quizás un tubo de hierro o un bate de madera. Los informes de nuestros forenses revelan que el mayor fue asesinado una o dos horas después de haber salido de casa. Esto es a grandes rasgos todo lo que sabemos. No hay ningún testigo de cuándo salió de casa ni de cuándo estuvo en el puerto. Todo es en definitiva muy misterioso. Raras veces, por no decir nunca, asesinan a un policía en este país, y mucho menos a uno del rango del mayor Liepa. Estamos ansiosos por atrapar al asesino cuanto antes, por supuesto.

Murniers calló y volvió a las sombras.

—O sea, que nadie de aquí le llamó —dijo Wallander.

—No —se apresuró a contestar el coronel Putnis—; lo hemos investigado. El mando de guardia, el capitán Kozlov, ha confirmado que no se estableció ningún contacto con el mayor Liepa esa noche.

—Entonces solo quedan dos posibilidades —concluyó Wallander.

Putnis asintió con la cabeza.

—O bien mintió a su esposa, o bien le engañaron.

—En el segundo caso, debió de reconocer la voz —constató Wallander—, o quien llamó no le infundió sospechas.

—Opinamos lo mismo —replicó Putnis.

—No descartamos que su asesinato tenga relación con el trabajo que llevó a cabo en Suecia —empezó Murniers desde las sombras—. No podemos descartar nada. Por esta razón hemos solicitado ayuda a la policía sueca, en concreto la de usted, inspector Wallander. Agradeceremos cualquier sugerencia o hipótesis que pueda ayudarnos, por lo que nos ponemos a su entera disposición para todo lo que precise.

Murniers se levantó de la silla.

—Sugiero que por hoy lo dejemos aquí. Supongo que estará cansado del viaje, inspector Wallander.

Wallander no se sentía cansado en absoluto; al contrario, estaba listo para trabajar toda la noche si era menester. Pero como Putnis también se levantó, comprendió que la reunión había concluido.

Murniers pulsó un botón situado debajo de la mesa, y al instante la puerta se abrió y entró un joven policía uniformado.

—Le presento al sargento Zids —le informó Murniers—. Habla inglés a la perfección y en adelante será su chófer.

Zids juntó los tacones con un golpe y le hizo un saludo militar, a lo que Wallander respondió con un simple meneo de cabeza. Ni Putnis ni Murniers le invitaron a cenar, por lo que comprendió que pasaría la noche a solas. Acompañó a Zids hasta el patio cercado. El frío seco le azotó de pleno, en contraste con la bien climatizada sala de conferencias. Se acomodó en el asiento trasero del coche negro después de que el sargento le abriera la puerta.

—Hace frío —dijo Wallander cuando cruzaron el portal.

—Sí, mi coronel. En esta época hace mucho frío en Riga.

«Coronel —pensó Wallander—. Da por sentado que mi rango es igual que el de Putnis y Murniers». La escena le divertía. Se dio cuenta de que le resultaría muy fácil acostumbrarse a los nuevos privilegios: coche propio, chófer, atención.

El sargento Zids conducía deprisa por las desiertas calles. Wallander no se sentía cansado, y no quería meterse en la habitación fría del hotel.

—Tengo hambre —le dijo al sargento—. Lléveme a un buen restaurante que no sea demasiado caro.

—El comedor del hotel Latvia es el mejor —contestó Zids.

—Ya he estado ahí —protestó Wallander.

—No hay otro restaurante mejor en Riga —respondió Zids al tiempo que frenaba ante un tranvía que, ruidosamente, doblaba una esquina.

—Pero debe de haber más de un buen restaurante en una ciudad de un millón de habitantes.

—La comida no es buena —insistió el sargento—; solo puedo aconsejarle el hotel Latvia.

«Es obvio que tendré que ir allí —pensó Wallander, mientras se acomodaba en el asiento—. Quizá le hayan dado órdenes expresas de no dejarme ir a mis anchas por la ciudad. Asignarme un chófer puede que sea la forma de tenerme bajo control».

Zids frenó delante del hotel, y antes de que Wallander tuviese tiempo de asir el tirador, el sargento ya le había abierto la puerta.

—¿A qué hora quiere usted que le recoja mañana, mi coronel? —le preguntó.

—A las ocho me va bien —contestó Wallander.

El gran vestíbulo estaba ahora más desierto que antes. Desde alguna parte del hotel se escuchaba música de fondo. Recogió la llave en la recepción y preguntó si el comedor aún estaba abierto. El conserje, al que le pesaban los párpados y cuya palidez le recordaba la del coronel Murniers, asintió con la cabeza. Wallander aprovechó para preguntarle de dónde provenía la música.

—Tenemos un espectáculo de variedades en el hotel —contestó el conserje con una mirada sombría.

Cuando Wallander salió de la recepción, se topó con el mismo hombre que había estado tomando té en el comedor; ahora estaba sentado en un sofá de piel desgastada, sumergido en un periódico procurando pasar inadvertido. Wallander estaba seguro de que era el mismo hombre.

«Están vigilándome —pensó—. Como en la peor de las novelas sobre la guerra fría, un hombre enfundado en un traje gris pretende pasar inadvertido. ¿Qué es lo que temen Putnis y Murniers que haga?».

El comedor estaba casi igual de abandonado que antes. En torno a una larga mesa unos hombres vestidos de negro conversaban en susurros. Para su asombro, los camareros invitaron a Wallander a sentarse a la misma mesa que por la tarde. Le sirvieron para cenar una sopa de verduras y una chuleta reseca demasiado hecha; la cerveza letona, en cambio, era muy buena. Como no se sentía a gusto, no quiso tomar café, pagó y salió del comedor en busca del club nocturno del hotel. El hombre del traje gris continuaba sentado en el sofá.

Tuvo la impresión de hallarse perdido en un laberinto: escaleras que parecían no llevar a ninguna parte daban una y otra vez al comedor. Intentó orientarse por la música hasta que descubrió un letrero luminoso al final de un pasillo oscuro. Le abrió la puerta un hombre que le dijo algo que no entendió. Wallander entró en un bar poco iluminado. El contraste con el desierto comedor fue impactante, ya que el bar estaba atestado de gente. Tras una cortina, que separaba el bar de la pista de baile, tocaba una orquesta con gran estruendo. A Wallander le pareció reconocer una de las canciones de ABBA. La atmósfera era irrespirable, lo que le hizo evocar rápidamente el fuerte olor de los cigarrillos del mayor. Vio una mesa libre y se abrió paso entre la muchedumbre a empujones. Todo el tiempo tuvo la impresión de que numerosas miradas le perseguían. Tenía sobradas razones para mostrarse cauteloso, ya que era harto conocido que los clubes nocturnos de los estados del Este funcionaban de tapadera de las bandas especializadas en atracar a los turistas occidentales.

A pesar del ruido logró gritar su pedido al camarero. Minutos más tarde tenía sobre su mesa una copa de whisky que le costó casi lo mismo que la cena. Olió el contenido de la copa y, acto seguido, se imaginó un complot a base de bebidas envenenadas; desalentado, bebió a su propia salud.

De la penumbra surgió una muchacha que, sin decir su nombre, se sentó en la silla de al lado. No se percató de su presencia hasta que acercó la cabeza a su cara. Su perfume le recordó a las manzanas de invierno. Cuando le habló en alemán él negó con la cabeza. El inglés de ella era malo, mucho peor que el del mayor Liepa, pero, aun así, se hizo entender para ofrecerle su compañía y pedirle una copa. Wallander se sintió completamente confuso. Aunque sabía que era una prostituta, no quería pensar en ello. En esa Riga desierta y fría, necesitaba hablar con alguien que no fuese coronel de la policía. Pensó que podía invitarla a una copa, si bien él se encargaría de poner los límites. En más de una ocasión se había excedido con la bebida, hasta llegar a perder el juicio por completo. La última vez había sido el año pasado, cuando en un acceso de ira y excitación se abalanzó sobre Anette Brolin, la fiscal del distrito. Solo de pensarlo, se estremeció. «Nunca volverá a ocurrir —pensó—. Por lo menos, no en Riga». Al mismo tiempo se dio cuenta de que se sentía halagado por la atención que le prestaba la mujer.

«Se ha sentado demasiado pronto a mi mesa —pensó—. Acabo de llegar, y todavía no me he acostumbrado a este país».

—Quizá mañana —dijo—. Esta noche, no.

Después se fijó en que no tenía más de veinte años. Tras el maquillaje, el rostro que se veía le recordaba al de su propia hija.

Acabó la copa, se levantó y se fue. «Por los pelos —pensó—. Por muy poco».

El hombre vestido de gris continuaba leyendo el periódico en el vestíbulo.

«Que duermas bien. Apuesto lo que sea a que nos vemos mañana».

Durmió intranquilo, porque le pesaba el edredón y la cama era incómoda. Desde el profundo sueño oía cómo sonaba un teléfono sin cesar. Quiso levantarse para contestar, y cuando por fin despertó todo estaba en absoluto silencio.

Unos golpes en la puerta le despertaron a la mañana siguiente. Recién levantado gritó «Pase», y cuando volvieron a llamar se dio cuenta de que estaba echada la llave. Se puso los pantalones y abrió. Al otro lado había una señora vestida con una bata de la limpieza y una bandeja con el desayuno, lo que le sorprendió, ya que no había pedido nada; luego pensó que quizá fuera parte del funcionamiento del hotel, o bien que lo hubiese encargado el sargento Zids.

La asistenta le dijo buenos días en letón, palabra que Wallander procuró recordar. Colocó la bandeja en una mesa, sonrió tímidamente y se dirigió a la puerta. Él la siguió para cerrar.

Lo que pasó luego ocurrió muy deprisa. En lugar de salir, la asistenta cerró la puerta por dentro y se llevó un dedo a los labios. Wallander la miró sin entender nada, y vio que, con mucho cuidado, sacaba un papel del bolsillo de la bata. Wallander iba a decir algo cuando ella le tapó la boca. Él podía advertir lo asustada que estaba. Vio que, en realidad, aquella mujer no pertenecía al servicio del hotel, y comprendió que no era ninguna amenaza para él. Que tan solo estaba asustada. Cogió el papel y leyó el texto en inglés dos veces para memorizar el contenido. Luego la miró, y ella metió la mano en el otro bolsillo, del que extrajo algo parecido a un póster arrugado. Se lo dio, y cuando lo desplegó, vio que se trataba de la sobrecubierta del libro sobre Escania que él le había regalado a su marido, el mayor Liepa, la semana anterior y donde figuraba una imagen de la catedral de Lund. Volvió a contemplar a la mujer, su semblante atemorizado había cobrado otra expresión, una especie de determinación mezclada con rebeldía. Cruzó el frío suelo de la habitación para coger un bolígrafo del escritorio, y sobre aquel papel que le acababa de tender la mujer escribió que había entendido: «I have understood». Cuando le devolvió aquella sobrecubierta, pensó que Baiba Liepa no se parecía en nada a como él se la había imaginado, si bien no recordaba lo que había pensado cuando el mayor, sentado en el sofá de su casa mientras escuchaba a María Callas, le contó que su mujer se llamaba Baiba.

Luego, mientras él carraspeaba, ella abrió la puerta sigilosamente y desapareció.

Se había presentado en el hotel porque quería hablarle de su difunto marido y porque tenía miedo. Las instrucciones eran claras: cuando llamasen a su habitación preguntando por el «señor Eckers», Wallander tendría que dirigirse al vestíbulo, luego bajar las escaleras que daban a la sauna del hotel y buscar una puerta de acero gris situada junto a la entrada de mercancías, que podría abrir desde dentro sin llave, y una vez en la calle, ella estaría esperándole detrás del hotel para hablarle de su difunto marido.

«Please —había escrito—, please, please». Ahora estaba seguro de que en su rostro no solo había miedo, sino también rebeldía, acaso odio.

«Aquí está ocurriendo algo más grave de lo que me imaginaba —pensó—. Ha hecho falta un mensajero vestido con el uniforme de la limpieza para que me diera cuenta. Había olvidado que estoy en un mundo completamente desconocido para mí».

Poco antes de las ocho, ya estaba en la planta baja.

El hombre que leía el periódico no estaba, pero sí otra persona que contemplaba una vitrina con postales.

Cuando Wallander salió a la calle, notó que hacía menos frío que el día anterior. El sargento Zids, que le esperaba en el coche, le dio los buenos días, y cuando Wallander se acomodó en el asiento trasero, puso el motor en marcha. Amanecía lentamente sobre Riga. Como había tráfico, el sargento no pudo conducir tan rápido como deseaba.

No podía apartar de su cabeza el rostro de Baiba Liepa.

Y, de pronto, sin ningún aviso, le asaltó el miedo.