Kurt Wallander imaginaba que el mayor Karlis Liepa llegaría a la comisaría de Ystad vestido de uniforme, pero el hombre que Björk le presentó por la mañana del sexto día de la investigación vestía un traje gris holgado y una corbata mal anudada. Era un hombre bajito y mostraba unos hombros enjutos, como si no tuviese cuello. Wallander no observó en él ningún rasgo militar. Pero el oficial letón fumaba un cigarrillo tras otro, por lo que sus dedos estaban manchados de nicotina y pronto causó problemas en la comisaría: los no fumadores se dirigieron a Björk para quejarse de que el mayor fumaba en todas partes, incluso en las zonas en que estaba terminantemente prohibido. Björk les aconsejó que tuviesen cierta comprensión para con el huésped, y le pidió a Wallander que comunicara al mayor que tenía que respetar las zonas donde no se podía fumar. Cuando Wallander le explicó, en su vacilante inglés, las medidas suecas contra el tabaco, el mayor Liepa se encogió de hombros y apagó el cigarrillo. Después de que se lo advirtieran, se limitó a fumar en el despacho de Wallander y en la sala de conferencias, pero la cada vez más intensa densidad del humo amenazaba con ser insoportable incluso para Wallander, por lo que se dirigió a Björk y pidió que el mayor Liepa tuviese su propio despacho. El asunto se arregló con el traslado temporal de Svedberg al despacho de Martinson.
El mayor Liepa también era muy miope. Las gafas sin montura que llevaba parecían no tener las suficientes dioptrías, porque cuando leía levantaba el papel hasta muy pocos centímetros de los ojos. Tanto es así, que se podía llegar a pensar que, en lugar de leer el texto, lo olía. A los que le veían por primera vez, les costaba mucho guardar las formas y no burlarse de él, hasta el punto de que Wallander en más de una ocasión oyó comentarios irrespetuosos sobre el pequeño y enjuto mayor, por lo que se apresuró a sofocarlos, ya que enseguida descubrió que el mayor Liepa era un policía extremadamente hábil y sagaz. Se parecía en cierto modo a Rydberg, no solo por ser una persona apasionada, sino también porque, a pesar de que las investigaciones policiales casi siempre seguían sus rutinas habituales, él nunca pensaba de forma rutinaria. Era un policía entusiasta, y tras su aspecto aparentemente gris se escondía una brillante y aguda inteligencia.
La mañana del sexto día de la investigación policial fue gris y ventosa. Todo hacía prever que un temporal de nieve sacudiría Escania aquella misma noche. El virus de la gripe estaba causando estragos entre los policías, los crímenes sin resolver comenzaban a acumularse y exigían una rápida actuación. Björk se vio en la necesidad de liberar a Svedberg del caso. Lovén y Rönnlund ya habían regresado a Estocolmo; Björk, que también se encontraba decaído, dejó en manos de Martinson y Wallander al mayor Liepa, una vez terminadas las presentaciones, en la sala de conferencias, donde el mayor fumó un cigarrillo tras otro.
Wallander, que había pasado la noche anterior jugando a la canasta con su padre, puso el despertador a las cinco para tener tiempo de leer el folleto sobre Letonia que un librero le había entregado el día anterior. Era de la opinión de que antes de meterse de lleno en la investigación sería conveniente que se informasen mutuamente de cómo estaba organizada la policía en sus respectivos países. El hecho de que la policía letona usara rangos militares auguraba grandes diferencias entre los dos cuerpos. Cuando Wallander se puso a exponer en inglés, a grandes rasgos, cómo era la policía sueca, de repente se sintió inseguro, ya que ni él mismo sabía cómo funcionaba la policía de su propio país. Los avisos tan anunciados por el director general de la policía sobre considerables reformas dentro de la actual organización no lo hacían más fácil: hasta ahora Wallander había leído numerosísimos y siempre mal redactados informes sobre los inminentes cambios dentro del cuerpo. Cuando en más de una ocasión había querido comentar con Björk lo que supondría en realidad la reforma, solo había obtenido por respuesta comentarios difusos. Ahora, sentado frente a su colega de Riga, pensaba que podría omitir esa información. Si surgían errores organizativos podrían arreglarlos sobre la marcha.
Cuando Björk abandonó la sala tosiendo, Wallander creyó oportuno empezar con unas frases de cortesía, y le preguntó dónde se hospedaba durante su estancia en Ystad.
—En un hotel —contestó el mayor Liepa—, pero ahora mismo no recuerdo su nombre.
Wallander perdió el hilo de la conversación. El mayor Liepa parecía impasible ante todo lo que no tuviese relación con la investigación.
«La cortesía tendrá que esperar —pensó—. Lo único que tenemos en común es la investigación del doble asesinato».
El mayor Liepa hizo un largo y extenso resumen de los pasos que había dado la policía letona para confirmar la identidad de los dos cadáveres. Su inglés era malo, y eso le irritaba. En una pausa, Wallander llamó a su amigo el librero para preguntarle si tenía algún diccionario inglés-letón, pero no era así. Estaban condenados a un arduo trabajo en común sin poder entenderse con el idioma.
Después de pasarse nueve intensas horas leyendo informes —Martinson y Wallander estuvieron horas y horas con sendas copias en ciclostil del informe letón, al tiempo que el mayor Liepa traducía, buscaba palabras y seguía con otro expediente—, Wallander empezaba a vislumbrar algo de luz en aquel caso. Janis Leja y Juris Kalns, a pesar de su relativa juventud, eran unos delincuentes sanguinarios e impredecibles. Wallander advirtió el desprecio con que el mayor Liepa constataba que pertenecían a la minoría rusa del país. También sabía que las grandes etnias rusas que se encontraban en el país desde la anexión soviética tras la Segunda Guerra Mundial se oponían al presente proceso de liberación política, pero hasta ahora no se había formado una opinión de la magnitud del problema; sus conocimientos políticos eran demasiado pobres para eso. El desprecio del mayor Liepa era manifiesto y daba muestras de ello repetidamente.
—Delincuentes rusos —decía—. Delincuentes rusos, miembros de nuestras mafias del Este.
Pese a su juventud, pues Leja tenía veintiocho años y Kalns había cumplido los treinta y uno, sus historiales criminales eran extensos: atracos, asaltos, contrabando y transacciones monetarias ilegales. La policía de Riga les atribuyó la autoría de tres asesinatos, pero no pudieron demostrarla.
Cuando el mayor Liepa acabó de repasar todos los informes y los extractos de los expedientes que poseían de criminales letones, Wallander formuló una pregunta clave:
—Estos hombres han cometido graves delitos —dijo. (La palabra «grave» le causó dificultades hasta que Martinson le propuso la palabra inglesa serious)—. Lo más sorprendente de todo es que a pesar de ser culpables y condenados, solo han pasado en la cárcel períodos de tiempo muy breves.
El mayor Liepa sonrió. Su pálido rostro se relajó en una sonrisa amplia y llena de interés. Wallander se dio cuenta de que su colega estaba esperando esa pregunta desde hacía tiempo. «Esta pregunta es más importante que todas las frases de cortesía», pensó.
—Para dar una respuesta, tengo que empezar por explicar cómo funciona mi país —anunció antes de encender otro cigarrillo—. A pesar de que solo un quince por ciento de la población es rusa, desde la Segunda Guerra Mundial los rusos han dominado nuestra sociedad en todos los aspectos. El comunismo de Moscú se sirve de la inmigración rusa para oprimir a nuestro país. Entiendo que se pregunte cómo es posible que Leja y Kalns hayan pasado tan poco tiempo en la cárcel cuando deberían estar cumpliendo una cadena perpetua, o incluso haber sido ejecutados. Con esto no quiero decir que todos los fiscales y jueces sean corruptos, porque sería simplificar la verdad. Sin embargo, estoy convencido de que Leja y Kalns tenían detrás protectores muy poderosos.
—La mafia —propuso Wallander.
—Sí y no. La mafia de nuestros países también precisa de una protección invisible. Estoy convencido de que Leja y Kalns habían hecho muchos favores al KGB, y a la policía secreta nunca le ha gustado ver a su gente en la cárcel, a no ser que fuesen traidores o desertores. La sombra de Stalin se cierne siempre sobre las cabezas de esa gente.
«Lo mismo pasa en Suecia, aunque no podamos vanagloriarnos de que haya un fantasma detrás. Una intrincada red de relaciones y dependencias no es algo exclusivo de un sistema totalitario», se dijo para sus adentros Wallander.
—El KGB y la mafia están íntimamente relacionados —aseguró el mayor Liepa—. Todo es un entramado que solo resulta visible para el iniciado.
—La mafia —intervino Martinson, que hasta entonces había permanecido callado salvo para ayudar a Wallander con las palabras o aclaraciones en inglés—. Para nosotros los suecos, es algo nuevo que haya sindicatos del crimen bien organizados, ya sean rusos o de la Europa del Este. Desde hace unos años, la policía sueca tiene conocimiento de que han empezado a aparecer bandas de origen soviético, sobre todo en Estocolmo, pero sabemos muy poco sobre este asunto. Las principales evidencias de que algo está ocurriendo son los brutales ajustes de cuentas que vemos de vez en cuando; es un primer aviso de lo que podemos esperarnos los próximos años. Esta gente intentará abrirse paso en los bajos fondos de nuestra sociedad para apoderarse del mando desde distintas posiciones.
Wallander escuchó con cierta envidia las explicaciones en inglés de Martinson: la pronunciación era espantosa, pero el vocabulario resultaba bastante más rico que el suyo. «En lugar de los malditos cursos de mando de personal y democracia interna, la jefatura debería organizarnos cursos de inglés», pensó irritado.
—Creo que así es —comentó el mayor Liepa—. Cuando los Estados comunistas se ven abocados a su disolución, funcionan como barcos averiados. Y los delincuentes son como las ratas, los primeros que huyen. Tienen contactos y dinero, por lo que pueden costeárselo. La mayoría de las personas del Este que solicitan asilo a Occidente no son más que delincuentes, que no huyen de la opresión sino que buscan nuevos campos de acción; falsificar la identidad e historial de una persona resulta fácil.
—Mayor Liepa —le interrumpió Wallander—. Usted dice que cree que es así. ¿Lo cree, pero no lo sabe con certeza?
—Estoy seguro, pero todavía no puedo probarlo.
Wallander comprendió que tras las palabras del mayor Liepa se escondían más significados de los que él era capaz de abarcar o entender. En su país la delincuencia estaba estrechamente ligada a una elite política que ostentaba el poder y la autoridad de velar e influir en las distintas sentencias. Los dos cadáveres que habían arribado a la costa sueca traían consigo el inconfundible sello de un intrincado trasfondo político. ¿Qué manos sostuvieron las armas que apuntaron directamente a sus corazones?
Wallander vio claramente que para el mayor Liepa cada investigación policial significaba involucrarse en una oscura intriga política. «Aquí en Suecia deberíamos trabajar igual —pensó—. Tendríamos que asumir que no ahondamos lo suficiente en la delincuencia que hay a nuestro alrededor».
—Los dos hombres, ¿quién los mató? —dijo Martinson—. ¿Y por qué?
—No lo sé —contestó el mayor—. De lo que no cabe duda es de que han sido ejecutados. Pero ¿por qué los torturaron? ¿Quién lo hizo? ¿Qué querían saber antes de acallarlos definitivamente? ¿Obtuvieron lo que buscaban? Tengo las mismas dudas al respecto.
—La solución creo que difícilmente se encuentre en Suecia —comentó Wallander.
—Lo sé; la solución quizá deba buscarse en Letonia —respondió el mayor.
Wallander se sobresaltó. ¿Por qué había dicho «quizá»?
—Si la solución no está en Letonia, ¿dónde está? —preguntó.
—Más lejos —contestó.
—¿Más al este? —sugirió Martinson.
—O más al sur —dijo el mayor Liepa vacilante.
Tanto Martinson como Wallander notaron que no quería revelar nada de momento.
Interrumpieron la reunión. Wallander sentía las molestias de un viejo lumbago por haber permanecido sentado tanto rato con los informes. Martinson se ofreció a ayudar al mayor Liepa a cambiar dinero letón en un banco. Wallander le pidió también que se pusiera en contacto con Lovén en Estocolmo para saber cómo iba la investigación balística, mientras él se ponía a redactar un informe sobre lo que habían sacado en claro de la reunión, ya que la fiscal Anette Brolin había notificado que quería un informe cuanto antes.
«Brolin —pensó Wallander en el pasillo tras abandonar la sala de reuniones repleta de humo—. No tendrás que llevar este caso ante el tribunal. Lo enviaremos a Riga cuanto antes, junto con los dos cadáveres y el bote salvavidas de color rojo. Cerraremos la investigación preliminar con la certeza de que hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos y con una nota que indique que nada induce a tomar medidas adicionales».
Después de comer Wallander se puso a redactar el informe aprovechando que Martinson acompañaba al mayor Liepa a comprar ropa para su esposa. Acababa de llamar a la fiscalía, donde le comunicaron que Anette Brolin podía recibirle, cuando Martinson entró por la puerta.
—¿Dónde está el mayor? —preguntó Wallander.
—Está en su despacho fumando como un carretero —contestó—. Tiene la alfombra de Svedberg perdida de ceniza, con lo bonita que es.
—¿Ha comido?
—Sí; le he invitado al plato del día en el restaurante Lurblåsaren. Estofado, pero me parece que no ha sido de su agrado, porque solo ha fumado y tomado café.
—¿Has hablado con Lovén?
—Está con gripe.
—¿Y con alguien más?
—Imposible. No hay nadie. Están todos ilocalizables y no saben cuándo volverán, y aunque prometen llamar, luego no lo hacen.
—Quizá Rönnlund pueda ayudarte.
—He intentado ponerme en contacto con él; había salido a hacer una gestión, pero no han sabido decirme cuál, ni dónde estaba ni cuándo iba a volver.
—Tendrás que intentarlo de nuevo. Ahora voy a ver a la fiscal con este informe. Supongo que pronto podremos dejar el asunto en manos del mayor Liepa: los dos cadáveres, el bote salvavidas y el material de la investigación, se lo puede llevar todo a Riga.
—Precisamente de eso quería hablarte.
—¿De qué?
—Del bote salvavidas.
—¿Qué le pasa?
—El mayor Liepa quiere examinarlo.
—Pues bajad al sótano, ¿no?
—No es tan sencillo.
Wallander notó que empezaba a irritarse; a Martinson le costaba a menudo decir lo que realmente quería.
—¿Qué problema hay en bajar las escaleras hasta el sótano?
—Que el bote no está.
Wallander miró incrédulo a Martinson.
—¿Cómo que no está?
—Eso, que no está.
—¿Qué quieres decir? El bote está abajo, montado sobre dos caballetes, en el mismo lugar donde tú y el capitán Österdahl lo examinasteis. Por cierto, hay que escribirle dándole las gracias por su ayuda. Te agradezco que me lo hayas recordado.
—Los caballetes siguen ahí abajo, pero el bote ha desaparecido —dijo Martinson.
Wallander comprendió que hablaba en serio, y dejó los papeles sobre la mesa. Echó a correr hacia el sótano junto con Martinson. Éste tenía razón: el bote había desaparecido y los dos caballetes aparecían tirados en el suelo.
—¿Qué coño ha pasado? —preguntó Wallander.
La respuesta de Martinson fue titubeante, como si dudara de sus propias palabras:
—Un robo —explicó—. Anoche, cuando Hanson bajó al sótano por no sé qué asunto, vio el bote, pero esta mañana un policía de tráfico descubrió que habían forzado una de las puertas, es decir, que han robado el bote esta misma noche.
—¿Cómo es posible? —gritó Wallander—. Es increíble que hayan robado en la comisaría; si está llena de gente a todas horas. ¿Falta algo más? ¿Por qué nadie me ha dicho nada?
—El policía de tráfico se lo dijo a Hanson, que se olvidó de informarte. Solo faltaba el bote; las puertas restantes estaban cerradas a cal y canto, sin que hubiera ninguna señal de que las hubieran forzado. Los que lo han hecho han ido a por el bote, nada más.
Wallander clavó la mirada en los caballetes. Sintió que le embargaba un creciente malestar.
—Martinson —continuó diciendo muy despacio—, ¿te acuerdas de si en algún periódico se ha mencionado que el bote estuviera guardado en el sótano de la comisaría?
—Sí —respondió después de pensarlo un poco—. Recuerdo haber leído algo al respecto. Creo que, además, bajó un fotógrafo aquí. Pero ¿quién se arriesga a cometer un robo en la misma comisaría por un bote?
—Precisamente se trata de eso —dijo Wallander—. ¿Quién puede estar dispuesto a correr ese riesgo?
—No entiendo nada —comentó Martinson.
—Tal vez el mayor Liepa lo entienda —replicó Wallander—. Ve a buscarlo. Hay que registrar exhaustivamente el sótano. Cuando vayas a buscar al mayor, manda llamar al policía de tráfico. ¿Quién era?
—Creo que Peters. Ahora debe de estar durmiendo en su casa. Si esta noche hay tormenta de nieve, va a tener muchísimo trabajo.
—Pues que lo despierten —insistió Wallander—. No hay otro remedio.
Martinson se fue y Wallander se quedó solo en el sótano. Se acercó para observar la puerta: a pesar de ser de acero y con doble cerradura, los ladrones la habían abierto sin causarle desperfectos; la habían forzado con una ganzúa.
«Gente que sabe lo que quiere, que sabe cómo abrir una cerradura».
Contempló de nuevo los caballetes de madera volcados en el suelo. Él mismo había examinado el bote salvavidas, y no lo dejó hasta estar seguro de que no había nada.
También lo habían examinado Martinson y Österdahl, Rönnlund y Lovén.
«¿Qué será lo que no hemos visto? Tiene que haber algo que se nos escapa».
Martinson volvió al sótano acompañado del mayor Liepa, que, como de costumbre, estaba fumando. Wallander encendió todos los fluorescentes del sótano y Martinson le explicó al mayor lo sucedido. Wallander le observó. Tal como esperaba, el mayor no parecía demasiado sorprendido, asentía solo con la cabeza en señal de estar comprendiendo, y luego se dirigió a Wallander:
—Habían examinado el bote, ¿no? —preguntó—. Un viejo capitán lo había identificado como fabricado en Yugoslavia, ¿verdad? Seguramente es cierto. Hay muchos botes salvavidas yugoslavos a bordo de los barcos letones, incluso en los de la misma policía. Dicen que habían examinado el bote, ¿no?
—Sí —contestó Wallander.
Y en el acto se dio cuenta de su grave error, pues nadie había desinflado el bote salvavidas, ni mirado en el interior. Ni siquiera a él se le había ocurrido esa posibilidad.
Wallander se sentía avergonzado, y el mayor Liepa parecía adivinar sus pensamientos. ¿Cómo no se le ocurrió examinar el interior del bote? Tarde o temprano lo habría hecho, aunque sabía que no tenía justificación.
Se dio cuenta de lo infructífero que era aclarar lo que el mayor Liepa ya se había figurado.
—¿Qué debía de haber ahí dentro? —preguntó.
El mayor Liepa se encogió de hombros.
—Probablemente droga —respondió. Wallander pensó por un instante.
—Pero carece de sentido tirar dos cadáveres en un bote cargado de droga para luego dejarlo a la deriva.
—Así es —replicó el mayor Liepa—. Puede que cometieran un error, y que los que vinieron a robar quisieran enmendarlo.
Durante la hora siguiente repasaron minuciosamente el sótano. Wallander corrió a la recepción para pedirle a Ebba que se inventara cualquier excusa para Anette Brolin, que un imprevisto urgente le impedía asistir a la cita. El rumor del atraco en la comisaría se propagó, y Björk vino lanzado por las escaleras.
—Si esto sale a la luz, seremos el hazmerreír de todo el país.
—No saldrá de aquí —replicó Wallander—. Es demasiado bochornoso.
Le explicó a Björk la situación, al tiempo que se daba cuenta de que este albergaría serias dudas sobre su capacidad de llevar a cabo investigaciones complicadas, puesto que el error era imperdonable.
Se preguntó si se estaba volviendo un vago. Tal vez no servía siquiera ni para desempeñar un trabajo de agente de seguridad en la fábrica de Trelleborg; tal vez debía regresar a sus tiempos de Malmö y volver a patrullar a pie.
No había pistas por ningún sitio, ni huellas dactilares, ni pisadas en el suelo polvoriento. El patio de grava que daba justo delante de la puerta forzada estaba lleno de roderas de coches de policía, pero no encontraron otras.
Cuando comprendieron que no se podía hacer nada más, volvieron a la sala de conferencias. Peters estaba alteradísimo porque le habían despertado, y de lo único que pudo informar fue de la hora aproximada en que se percató del robo. Wallander, a su vez, había preguntado al personal del turno de noche si habían visto u oído algo, pero solo obtuvo respuestas negativas. Nadie había visto ni oído nada. Nada de nada.
Wallander se sintió repentinamente cansado, y le dolía la cabeza del humo que se veía forzado a respirar continuamente.
«¿Qué hago ahora? —pensó—. ¿Qué habría hecho Rydberg?».
Dos días después, la desaparición del bote salvavidas seguía siendo un misterio.
El mayor Liepa aseguraba que intentar encontrarlo era inútil, y Kurt Wallander, reacio al principio, no pudo menos de admitir que tenía razón. Sin embargo, la sensación de haber cometido un error imperdonable no le dejaba tranquilo. Se sentía desalentado y todas las mañanas, al despertarse, le dolía la cabeza.
Una fuerte tormenta de nieve sacudió Escania. La policía advirtió por radio de que era preferible quedarse en casa y no salir a las carreteras si no era absolutamente imprescindible. El padre de Wallander se quedó aislado en su casa de las afueras de Löderup, pero cuando le llamó para saber si tenía todo lo que necesitaba, le contestó que ni siquiera había notado que su carretera estuviese bloqueada por la nieve. El caos generalizado dejó a un lado la investigación. El mayor Liepa se encerró en el despacho de Svedberg para estudiar el informe de balística que Lovén les había enviado. La reunión que mantuvo Wallander con Anette Brolin fue larga, y en ella le informó sobre la marcha del caso. Cuando se encontraba con Anette, se acordaba del año anterior, pues había estado perdidamente enamorado de aquella mujer. Ahora toda esa historia le parecía increíble, fruto de su imaginación. Anette Brolin se puso en contacto con el fiscal general del Estado y el departamento judicial del Ministerio de Asuntos Exteriores para sobreseer la causa en Suecia y transferirla a la policía de Riga. El mayor Liepa, a su vez, se había encargado de que la policía letona presentase una solicitud formal al Ministerio de Asuntos Exteriores.
Una noche, cuando la tormenta rugía con especial virulencia, Wallander invitó al mayor a su casa. Había comprado para la ocasión una botella de whisky, que acabaron en el transcurso de la velada. Wallander notó que estaba achispado tras unas copas, mientras que el mayor Liepa parecía totalmente impasible. Había empezado a tomarse la confianza de llamarle «mayor», a secas, cosa que pareció no molestarle. No era fácil mantener una conversación con el policía letón, pero Wallander no pudo precisar si se debía a la timidez, o a que le avergonzaban las dificultades con la lengua inglesa, o tal vez porque sufría una especie de soberbia comedida. Wallander le habló de su familia, de Linda, su hija, que estudiaba en Estocolmo; y el mayor le explicó en pocas palabras que estaba casado con una mujer llamada Baiba, y que no tenían hijos. La noche transcurrió lenta, y durante largos intervalos de tiempo permanecieron callados con las copas en la mano.
—Entre Suecia y Letonia —empezó Wallander—, ¿hay similitudes o solo diferencias? Intento imaginarme Letonia, pero no veo nada, a pesar de que somos vecinos.
En el preciso instante en que acababa de formular la pregunta, Wallander comprendió que carecía de sentido. Suecia no era un país colonizado por una potencia extranjera, ni en las calles suecas se levantaban barricadas, ni mataban a personas inocentes, ni los carros blindados las atropellaban. ¿Había algo más que no fuesen diferencias?
Aun así, la respuesta del mayor fue sorprendente.
—Soy creyente, a pesar de que no creo en ningún Dios —respondió—. Pero se puede tener fe en algo que es ajeno al limitado campo de la inteligencia. Incluso el marxismo incorpora partes de fe, a pesar de querer hacerse pasar por ser una ciencia racional y no una ideología. Ésta es mi primera visita al mundo occidental: hasta ahora solo había viajado a la Unión Soviética, a Polonia y a los demás Estados bálticos. En Suecia veo una abundancia material ilimitada. La diferencia que hay entre nuestros dos países al mismo tiempo es su similitud: los dos son pobres, si bien la pobreza tiene distintas caras. A nosotros nos falta su abundancia y su libertad de elección, mientras que aquí, me parece intuir, son pobres en el sentido de que no tienen que luchar por la supervivencia, lucha que, para mí, tiene una dimensión religiosa. No me gustaría tener que cambiarme con usted.
Wallander comprendió que el mayor se había preparado la respuesta con detenimiento, ya que no le hizo falta buscar las palabras exactas.
Pero ¿qué había querido decir en realidad con lo de la pobreza sueca?
Wallander sintió la necesidad de protestar.
—Se equivoca, mayor —objetó—. También en este país se está librando una batalla. Hay muchas personas al margen —¿realmente se decía closed from—? de la abundancia de la que usted habla. Claro que no hay nadie que se muera de hambre, pero no crea que nosotros no tenemos que luchar.
—Solo se puede luchar por sobrevivir —siguió el mayor—. Y en ello incluyo la lucha por la libertad y la independencia. Además, creo que es algo voluntario, no obligatorio.
La conversación se estancó. Wallander tenía más preguntas que hacerle, sobre todo acerca de lo que había sucedido el mes anterior en Riga, pero no tuvo el valor suficiente. No quería que el mayor viera lo ignorante que era, y en lugar de preguntar, se levantó a poner un disco de María Callas.
—Ah… Turandot… —dijo el mayor—. Qué hermoso…
La nieve caía con fuerza y el viento silbaba en el exterior. Wallander se quedó observando por la ventana al mayor cuando éste se marchó poco después de la medianoche: iba encogido por el frío en su desproporcionado abrigo.
Al día siguiente amainó la tormenta, y se reanudaron los trabajos para quitar la nieve de los caminos bloqueados. Al despertar, Wallander notó que tenía resaca. Durante el sueño había tomado una determinación: mientras estuvieran esperando la decisión del fiscal general, se llevaría al mayor a Brantevik a ver el pesquero que había visitado la semana anterior.
Poco después de las nueve, estaban los dos sentados en el coche en dirección al este. El paisaje aparecía cubierto de nieve, brillante a la luz del resplandeciente sol. Estaban a tres grados bajo cero, y no soplaba viento.
El puerto estaba desierto; en el muelle exterior había varios pesqueros amarrados. Al principio, Wallander no podía decir en cuál de ellos había subido. Salieron al comienzo del muelle, y Wallander contó setenta y tres pasos.
El barco se llamaba Byron, era de madera, estaba pintado de blanco y tenía unos doce metros de eslora. Wallander apoyó una mano en el grueso cabo de amarre y entornó los ojos. ¿Acaso lo reconocía? No estaba seguro. Subieron a bordo. Una lona de color rojo oscuro estaba atada a la escotilla. Cuando se dirigieron a la cabina de mandos, Wallander tropezó con un cabo enrollado, y fue entonces cuando supo que estaba en el barco correcto. La cabina de mandos estaba cerrada con un gran candado. El mayor soltó una punta de la lona y alumbró la bodega con una linterna: estaba vacía.
—No huele a pescado —comentó Wallander—, y por ninguna parte se ven ni escamas ni redes. Éste es un barco de contrabando, pero ¿de qué?, ¿y adónde va?
—De cualquier cosa —dijo el mayor—. Como hasta ahora ha habido gran escasez en nuestros países, puede hacerse contrabando con todo.
—Averiguaré quién es el dueño de este barco —dijo Wallander—. Aunque lo haya prometido, puedo investigar el registro de la propiedad. Usted, mayor, ¿lo habría prometido tal y como hice yo?
—No, no lo habría hecho nunca.
No había nada más que ver en el barco. Ya de regreso en Ystad, Wallander dedicó toda la tarde a averiguar quién era el propietario del pesquero Byron, lo que no fue fácil: el barco había cambiado de dueño muchísimas veces durante los últimos años; entre otros, había pertenecido a una empresa comercial de Simrishamn que tenía el imaginativo nombre de Pescadería Señal de Ramojo. Posteriormente lo vendieron a un pescador llamado Öhrström, que a su vez lo vendió al cabo de pocos meses. Al final, Wallander descubrió que el actual propietario del barco era un tal Sten Holmgren, con residencia en Ystad, y, para su sorpresa, descubrió que vivía en su misma calle, la de Mariagatan. Buscó a Sten Holmgren en el listín telefónico, pero no lo encontró. En el gobierno provincial de Malmö no había datos sobre ninguna empresa registrada a nombre de Sten Holmgren. Para estar más seguro, Wallander se informó también en los gobiernos provinciales de Kristianstadt y de Karlskrona, pero tampoco allí había ningún Sten Holmgren registrado.
Arrojó el bolígrafo sobre la mesa y salió en busca de una taza de café. Cuando volvió al despacho el teléfono estaba sonando: Anette Brolin quería hablar con él.
—Adivina lo que tengo que decirte —dijo.
—Que estás descontenta con algunas de las investigaciones que hemos llevado a cabo.
—Sí, lo estoy, pero no es de eso de lo que quería hablarte.
—Entonces, no lo sé.
—Se suspende la investigación: el caso se transfiere a Riga.
—¿Estás segura?
—El fiscal general del Estado y el Ministerio de Asuntos Exteriores están de acuerdo, y nos han avisado de que se suspende la investigación. Acaban de informarme de ello. Todas las formalidades se han resuelto en un tiempo récord. Ahora tu mayor podrá irse para casa con los dos cadáveres.
—Se alegrará —respondió Wallander—. Quiero decir de poder ir a casa.
—¿Lo lamentas?
—En absoluto.
—Dile que venga a verme. Ya he informado a Björk. ¿Tienes a Liepa por ahí?
—Está fumando en el despacho de Svedberg. Nunca he visto a nadie que fume tanto como él.
Al día siguiente, el mayor Liepa se marchó a Estocolmo con el primer avión, para luego continuar hasta Riga. Trasladaron los dos ataúdes de zinc en coche hasta Estocolmo para después cargarlos en el avión.
Wallander y el mayor Liepa se despidieron en el aeropuerto de Sturup. Wallander le había comprado una obra ilustrada sobre Escania como regalo de despedida a falta de una ocurrencia mejor.
—Me gustaría saber cómo continúa el caso —dijo.
—Le tendré informado —contestó el mayor.
Se dieron la mano, y el mayor se fue.
«Un hombre curioso —pensó Wallander al dejar el aeropuerto—. Me gustaría saber lo que pensaba de mí en el fondo».
El día siguiente era sábado. Wallander durmió hasta tarde y luego fue a ver a su padre. Por la noche cenó en una pizzería y bebió vino. Solo podía centrar su pensamiento en si debía o no solicitar el puesto de trabajo en la fábrica de caucho de Trelleborg. El plazo de solicitud se acababa unos días más tarde. La mañana del domingo la ocupó en hacer la colada y en la aburrida limpieza del apartamento. Por la noche fue al único cine que había en Ystad, donde vio una película policíaca norteamericana, que, a pesar de todas las exageraciones, encontró emocionante.
La mañana del lunes entró en el despacho poco después de las ocho. Acababa apenas de quitarse la chaqueta, cuando Björk entró por la puerta.
—Ha llegado un télex de la policía de Riga —empezó.
—¿Del mayor Liepa? ¿Qué dice?
Björk ponía cara de confundido.
—Me parece que el mayor Liepa ya no dirá nada más —continuó Björk titubeante.
Wallander le miró inquisitivo.
—¿Qué quieres decir?
—Le han asesinado —dijo Björk—. El mismo día que regresó a Riga. Este télex está firmado por un coronel de la policía llamado Putnis. Solicitan nuestra ayuda, lo que significa que tendrás que ir allí.
Wallander se sentó para leer el télex.
¿El mayor muerto? ¿Asesinado?
—Lo siento mucho —dijo Björk—. ¡Qué horror! Llamaré al director general de la policía para que nos asesore con la solicitud.
Wallander permanecía petrificado en su silla.
¿El mayor Liepa asesinado?
Se le hizo un nudo en la garganta. ¿Quién había asesinado al pequeño hombre miope, fumador contumaz? ¿Y por qué? Pensó en Rydberg, que también estaba muerto, y de repente se sintió desamparado en el mundo.
Tres días después viajó a Letonia. Alrededor de las dos de la tarde del 28 de febrero, el avión de la compañía Aeroflot giró a la izquierda sobre el golfo de Riga.
Wallander contempló la bahía que le quedaba justo debajo y no pudo menos de preguntarse lo que le esperaría en aquella ciudad.